18
Marcela

DESPUÉS DE HABER VISTO a Juan quedas con una sensación desagradable. Te gustó ver a Memo, pero no esperabas que Juan reaccionara con celos. ¿Cómo puede celarte después de un par de citas? ¿O han sido más? ¿Olvidas que es el hombre con quien perdiste la virginidad? ¿Cómo crees que se siente un estudiante después de hacer parte de un paso tan decisivo en la vida de una mujer? Claro, es algo que no te habías detenido a pensar hasta ahora. Solo evaluaste las ventajas de hacerlo con un amigo y no calculaste que el amigo podría volverse sobreprotector o celoso. De todo lo que ha ocurrido con él, lo que más te ha decepcionado es que no entendiera tu miedo nocturno. ¡Pero cómo va a entenderlo! Los vivos se ocupan de los vivos. Él quiere ocuparse de ti. Yo, en su lugar, también querría hacer lo mismo. Tomas tu morral y te diriges al bloque 22. Subes las escaleras de dos en dos, y al ver que no ha llegado el profesor, por la cantidad de alumnos que todavía están junto a la puerta, te sientas en el muro a mirar los mangos maduros del árbol que tiene por hogar un complejo educativo. Te estiras un poco y arrancas uno del árbol. La leche que emana amenaza con mancharte la ropa. Sacas del morral tu termo con agua y limpias la fruta antes de morderla. Está ácida… más buena… Dejas la pepa sin crin y la regresas a la tierra como semilla. El profesor todavía no llega y sospechas que le aplicarán la ley del cuarto. Quince minutos después de la hora de clase los estudiantes recogen sus cosas y se marchan. Ves cómo se dispersan, y cuando estás a punto de saltar del murito que tienes por asiento ves llegar al profesor de larga barba.

–No me diga, señorita Acevedo, llegué otra vez tarde.

Te da lástima, pero le confirmas sus sospechas. Entonces ves cómo saca su petaca del abrigo elegante que lleva y se echa un largo trago. No sabes qué decir.

–Venga la invito a un café. Así no siento que perdí la venida.

Accedes, aunque es la primera vez que conversas con un profesor en ese grado de informalidad. También fuma. Te pregunta si quieres uno antes de tomar el suyo y van al kiosco de los cafés a pedir algo. Estás a punto de decir que no te gusta el café, pero no quieres despreciarle la invitación. Pides el que tiene amaretto y le das las gracias.

Se sientan entonces a la vista de todo el mundo y él te pregunta con toda franqueza por qué no te fuiste cuando todos tus compañeros aplicaron la ley del cuarto.

–Estaba entretenida en otras cosas, supongo.

–Verás, el que te hayas quedado me plantea un dilema. Puedo darte la clase o construir la próxima contigo. Aunque para qué te pongo en estas; dime, más bien, ¿qué opinas de mi trabajo?

Nunca un profesor te ha hecho una pregunta así y no sabes cómo responder y salir bien librada. Crees que lo mejor es decir la verdad aunque no te aproximes a su realidad.

–A mí me parece que los profesores siempre están en camino de ser alguien más. Que quedaron anclados enseñándoles a otros aquello que aspiraban aprender. Pero puedo estar equivocada. No me malinterprete.

El profesor se queda mirándote y aunque tiene la tentación de sacar su petaca, extrae del otro bolsillo de su abrigo una agenda donde toma notas de aquello que le interesa. Algo de lo que dijiste le gustó.

–¿Y quién crees que yo quería ser? Mira bien las canas de esta barba.

–No sé.

–Yo quería todo lo contrario. Mi camino era la docencia. Y muchos años fue así hasta que vi que los estudiantes traían tanta ansiedad por otras cosas que parecían recipientes llenos a los que era imposible añadirles una gota de conocimiento más. Y más que conocimiento, mi área es el saber. Pensé que iba a encontrarme mentes voraces y no, me encontré muchachos con otras prioridades. Relleno es como le dicen a materias como la mía.

–A mí me gusta, profesor –le dices con sinceridad–. Es más, tengo una pregunta para usted, si no es mucha molestia.

–¿Una pregunta? –y sus cejas se iluminan con la proyección de tu curiosidad.

–¿Qué sabe usted del barquero del inframundo? ¿Cree usted en la mitología antigua?

–Hace mucho tiempo no me hacían preguntas así, señorita Acevedo.

–Marcela, por favor, llámeme Marcela.

–El barquero era el encargado de llevar las almas entre ambos mundos. Existía, por ejemplo, la costumbre de colocar una moneda, el óbolo, debajo de la lengua del difunto, para que tuviera cómo pagarle al barquero el trayecto y no se quedara sin rumbo en el río Estigia, como un alma perdida.

–Ay, profe, yo sueño con ese barquero todo el tiempo. Si viera, me dice que yo tomaré su lugar.

El profesor da una bocanada a su cigarrillo y te mira confundido. Voy a buscar qué encuentro en mi biblioteca y te cuento. Ya debo irme. Se despide con cortesía y lo ves alejarse. Ha comenzado a atardecer y el rosado de las nubes te transporta hasta la cartelera de eventos de la universidad. Ves que está programada lectura de poemas en el cementerio San Pedro la próxima luna llena y sientes unas inexplicables ganas de asistir. Le dirás a Juan, por supuesto, y le explicarás un poco de lo que has estado viviendo. Eso los acercará o los alejará de una vez por todas. Esperas que salga de clase, le dices que sabes que has actuado raro, y lo invitas a tomarse una cerveza mientras charlan.

–¿Aquí en la universidad?

–¿Por qué no? –le preguntas.

Entonces se van a otro de los kioscos y piden cerveza con papas fritas. Te encantan las papas recién hechas y con salsa de tomate a borbotones. Tienes toda su atención, por la manera como te mira. Hasta ahora se han tratado con distancia en la universidad. Ahora eres tú rompes esa barrera y le das un beso en la boca sin pensar en quién está mirando. Eso despeja sus dudas y hablan entonces otra vez de la pesadilla y de lo que te ha hecho pasar las últimas semanas. Él te dice que lamenta haberte dicho que no es supersticioso, pero es su verdad. Nunca le da demasiada importancia a lo intangible de su mente. Prefiere las cosas reales. Te sientes a gusto con él. Le cuentas del profe y su petaca y se ríen al ver que hasta el profesor salió asustado con ese sueño tuyo. Y cada vez que ríes tus hoyuelos iluminan tu cara. Se dirigen al carro tomados de la mano y te sientes tan a gusto que te cuesta creerlo. Juan te propone que vayan a su casa, que sus padres están por fuera y no hay nadie que interrumpa. Accedes. De memoria recuerdas la ropa interior que tienes puesta y lamentas que sea una de esas de flores, tan común, casi sin gracia. Desde que has estado con Juan no han usado preservativo y, para estar segura, haces las cuentas desde tu último periodo.

–Hoy toca con condón, Juan –le dices con algo de pena.

–Hoy toca lo que tú digas.

Juan vive en el primer piso de un apartamento con amplia terraza, tan amplia que da la sensación de casa. Está repleta de cuernos, helechos y otras plantas. Te gusta. La sala es blanca, con una mesa central de vidrio y unos libros de arte en el fondo. Un arlequín devora toda la atención de la mesa, no sabes si es de cerámica, pero su rostro triste contrasta con un tapete inca que está colgado como espaldar de una de las poltronas del salón. El comedor tiene sillas de mimbre, es rectangular y caben ocho personas. Un bodegón de frutas tropicales está justo detrás y la lámpara lo ilumina con gracia. El pasillo conduce a las habitaciones y Juan te lleva directo a la suya.

–¡No sabía que eras aficionado a los autos de carreras! –le dices tan pronto ves un afiche con un Ferrari en él.

–¡Ah, eso es de hace años!

–¡Hace años que no remodelas, entonces!

–Exacto –te dice sin dejar de sonreír.

Tiene una cama semidoble con tendido azul y cuatro almohadas. Lo alcanzas a ver chutando una media debajo de la cama y no puedes contener la risa.

–¿Cómo iba a saber qué vendrías hoy?

Y entonces te besa, mientras en puntillas te esfuerzas por quitarte los zapatos. Luego tus medias blancas con líneas de colores recorren el tapete del cuarto buscando más evidencias de su infancia. La mesa de noche tiene uno de esos relojes que, por el tamaño de sus dígitos, gritan la hora. Lo volteas con el pie antes de recostarte. Juan cierra la puerta por si llega su hermano y se quita la camiseta en lo que queda de la luz del día. Se afeita y se broncea. No es acuerpado, pero tiene un estilo que procura mantener, te das cuenta por su cabello engominado, sus camisas cuello en V, la perfección de sus bíceps, el color zanahoria de su piel y los tenis de marca siempre impecables. Ya tienes el pantalón desabrochado, ignoras adónde fue a dar tu camiseta y la boca de Juan besa tu pecho y tu abdomen. No puedes evitar pensar que hoy sí podrán hacerlo, mientras Juan piensa cómo lo logrará. No quiere que te duela, pero tal vez es inevitable. Saca un preservativo de la mesa de noche y se lo pone, sentado en el borde de la cama, mientras tú le acaricias la espalda. Se toma su tiempo ajustando ese pijama de látex a su piel; se cerciora de que no haya aire dentro y, cuando está listo, toma una almohada y la pone debajo de tus nalgas. Con esa inclinación intenta penetrarte y aunque todavía estás estrecha, su persistencia y tu paciencia lograr acoplar lo que antes era distancia. Juan se funde en ti y procura no llegar pronto al orgasmo. Para ello, se dedica a contemplar tu rostro, a besar tus piernas, a recorrer con las manos tus curvas. Tu cuerpo agradece su ternura. Y el milagro del placer ocurre tras la fricción. En sus pupilas entras desnuda y esa imagen incita al tacto de los labios a buscar un nicho dónde alojar los próximos besos. Tus hombros moteados son su excusa. Agradeces la noche, la vigilia y su abrazo. Abres los ojos de vez en cuando porque quieres tener recuerdos de su rostro sobre ti. Tus ojos pronto se adaptan a la oscuridad y puedes ver el reflejo de las persianas dibujando una cebra en su torso. Te ríes y él lo nota. ¿Qué es tan chistoso? Las sombras, le contestas. Hace calor, sin embargo te lleva adentro de las sábanas para que no tengas luces que te distraigan. Ahora es él quien ríe, pero tú lo notas. Entonces cambia la posición y te pone sobre él. Quiere que tomes el ritmo que más te guste, que te descubras en otro ángulo y así lo haces… pero esta vez cierras los ojos porque todavía sientes pena de su mirada en ti. Lentamente comienzas a subir y a bajar como si estuvieras en un carrusel infantil. Sientes que das vueltas y luego tu mano desciende a allí donde ambos se cruzan para rozar con determinación tu clítoris. Pronto sientes espasmos y algo que defines como corriente que viene de abajo hacia arriba por tu cuerpo. Llegué. Lo dices a un volumen apenas plausible. Entonces te bajas, te recuestas y te quedas mirando el techo, obnubilada. Te abrazas a él sin hacer preguntas y pronto te quedas dormida mientras yo quisiera ser la tristeza de Juan para sentirme en ti. ¡No puede ser! Es lo que primero que atraviesa tu mente cuando abres los ojos. Juan te está mirando. ¡Lo desvié! ¡Ya no soñé con él! Juan sonríe, te dice que se alegra, que ya es tarde y que debe llevarte a tu casa. Cuando prende la luz, ves la foto de un niño en su escritorio. Para mí es una imagen cualquiera. Dices que no se parece a él, así que le preguntas:

–¿Quién es él?

–Mi hermano mayor. Falleció cuando tenía doce, en un accidente de tránsito.

–¡Qué triste! Y, ¿cómo se llamaba?

–Fede, bueno, Federico.

El aire me corta. La mención del nombre me devuelve a la intersección. Mamá está otra vez en la silla de adelante dirigiéndose a mí:

–Fede, compra unos mamoncillos, por favor. Toma estos doscientos pesos.

–Sí, mamá, no me demoro.

Y me bajo del auto corriendo al puesto de frutas. Extiendo el billete y algo me golpea. ¡No puede ser que no exista más que causalidad! Juan José, mi hermano menor, está en la parte de atrás de la camioneta y alcanza a gritar mi nombre antes del impacto.

–Fedeeeeeeeee.

Cómo ha crecido. No lo reconocí en esos ojos de adulto. Cómo me gustaba cuidar de él en la finca cuando todos hacían la siesta y a él le daba por asomarse a la piscina. Más de una vez lo agarré a tiempo antes de que se lanzara sin saber nadar. ¿Cómo pude no reconocerlo? Fue Marcela quien me regalo este encuentro. Sabía que venir a la ciudad tarde o temprano me ofrecería una posibilidad, pero nunca imaginé que sería así. Me lloró sin lágrimas, arrinconado por el asombro. Dentro de mí: un abismo. Gracias a la nostalgia de este descubrimiento me pregunto si habrá más espectros como yo: errantes en un espacio sin tiempo, adheridos a unos ojos o a un recuerdo. Me pregunto si ellos también logran ver el cuadro completo cuando por fin han deseado volver en otro cuerpo. Marcela y Juan se abrazan antes de salir de la habitación y yo me quedo allí, sentado, esperando otro milagro. Juan dijo que sus padres estaban por fuera. ¿A qué se refería, están de viaje o salieron a comer? Hay alguien a quien deseo ver con todas las fuerzas de mi ser: a mi madre. Tan pronto se van recorro la casa con detenimiento. Soplo el arlequín de la sala anhelando cambiar su expresión por la de una sonrisa, sostiene una bandolina y sus manos interpretan la nota de una canción que solo el artesano conoce. ¿Será el recuerdo de un viaje de papá y mamá, un regalo de algún familiar? En una mesa hay un portarretratos grande con varias imágenes. Me concentro, pero es inútil. No puedo distinguir ninguna fotografía. Son sombras para mí. La mesa del comedor tiene manzanas rojas en un centro de mesa. ¿O serán verdes? Ya dije antes que veo los colores en otra intensidad. ¿Daltónico? No, no lo creo. Hay manzanas de ambos colores en la mesa. Un detalle de mamá, sin duda. El mobiliario no me recuerda nada de lo que antes era mi casa. Quizá olvidé todos esos detalles. No sé. Junto al cuarto de mi hermano está la alcoba principal. Una farola de la calle la ilumina lo suficiente como para reconocer los elementos que decoran su interior. Una cama doble y dos mesas de noche con lamparitas a dúo son el sur de la habitación. En el norte, un gran televisor y una pequeña biblioteca complementan la estancia. Los libros son de papá. Puedo distinguir un título entre tantos: Las uvas de la ira. Y lo veo en una de las hamacas de la finca, concentrado leyendo. Sus dedos pasan las hojas con cuidado mientras me dice que ya es hora de prepararnos para el regreso. Papá… mi viejo, mi amigo: a ti también quiero verte. Entonces la chapa recibe unas llaves. ¿Quién, quién será? Pienso en la puerta y estoy allí. Una mano de mujer se desliza y prende la luz. Puedo seguir poro a poro la respiración de mi madre. Aún lleva el cabello largo y rojo. Sus ojos miel atraviesan mi espacio y su voz…

–Ramiro, por favor lleva el mercado a la cocina. Voy al baño y ya regreso a ayudarte a organizarlo.

…su voz no es la misma. Siento cansancio en ella. La sigo entonces hasta el baño y veo que extrae un montón de píldoras de varios frascos. Abre la llave del agua y se las toma todas de un solo trago.

No puedo ver su imagen en el espejo porque es desde ahí que la miro. De frente a sus años, a su dulzura, al paso del tiempo en el primer rostro que me amó. Y no sé si es porque estoy allí, y de alguna manera logra sentirme, que comienza a llorar sin detenerse. Pronto mi padre llega y le pregunta:

–¿Qué ocurre, mi vida?

–Es Federico… no hay día o noche de mi vida en qué no piense en él. En cómo se vería hoy, cuántos años tendría, cuántas novias habría presentado, qué carrera habría elegido…

–¡Basta, basta! Tenemos que aceptarlo, mujer. Lo perdimos. ¿Para qué te atormentas con lo que pudo ser y nos fue negado?

–Quizás tengas razón. Estoy cansada. Necesito dormir.

Entonces me arrodillo junto a la cama para seguir mirándola mientras intenta conciliar el sueño y sin darme cuenta… me quedo dormido también, en el vientre de Silvia: soy un cuerpecillo que crece a pasos agigantados. La vigilia y el sueño son los portales que me permiten ir y venir de la existencia a la presencia espectral que he sido durante tantos años. El cordón es mi vínculo con la gravedad. Duermo. Sueño. Voy al presente de la finca. Busco la hamaca azul donde mi padre se mecía y es cruel descubrir que los eslabones de mi vida me han seguido hasta aquí donde todo luce abandonado. La finca está desierta. Los árboles de guayaba están inclinados por el peso de sus frutas. La piscina antigua está repleta de hojas secas. No hay bestias en el abrevadero ni en los establos. Las tres escaleras de la entrada tienen un peldaño de madera quebrado en una de las puntas y el corredor está desprovisto de cualquier mobiliario. No necesito llave para entrar, así que me abro paso a lo que queda de mi anterior infancia: quiero estar solo sin los pensamientos ni la vida de nadie. Quiero sentir que tengo párpados y que al cerrarlos puedo volver a comprender el concepto de oscuridad. He visto demasiado.