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Marcela

LA CIUDAD DE NOCHE parece otra: las flores se esconden, los árboles se hacen postes, las luces le dan guayabo a los parques, el verde se va. La naturaleza duerme para que lo artificial respire y las luces de neón atraigan como flores. La insignia de uno de los equipos de fútbol locales es verde también; su antagonista tiene el color complementario. El Atlético Nacional jugará pronto. Es fácil saberlo por los vendedores ambulantes instalados en los semáforos con banderines y camisetas. Habrá clásico, y Marcela le pregunta a Juan si puede llevarla al estadio. No sabía que te gustaba el fútbol. No me gusta, le confiesas, mientras miras con interés lo que ocurre detrás de la ventanilla del carro. Intentaré conseguir boletas y te cuento. Gracias. Le das un beso cuando llegas a casa y te bajas emocionada por asistir a un partido. Cuando estás en el ascensor te das cuenta de que tienes tres llamadas pérdidas de Memo. Tenías el celular en silencio. ¿Qué querría? Estás a punto de marcar, pero te abstienes. Son casi las doce. Es muy tarde… qué va, nunca es tarde cuando se trata de Memo. Le timbras y no te responde. ¿Qué le pasaría? Entras a casa dubitativa y apagas la luz que tu padre deja encendida para saber que llegaste. Cuando al fin estás en tu cuarto te tiras a la cama, de espaldas. Fue un día genial. Comienzas a sentirte cómoda con la nueva mujer que estás descubriendo y me place ver tu rostro alegre. Sacas de la mesita de noche tu libreta de apuntes y escribes: hoy no soñé contigo. No aún. Su mano se extiende hasta tomarte por el brazo, ves que uno de sus pies alcanza a tocar tierra mientras dice despacio tu nombre… M A R C E L A.

Despiertas juagada en sudor y miras el reloj: 3:33 a.m. La ventana entreabierta deja pasar el frío propio de la hora. Te levantas y la cierras. Miras la calle y alcanza a colarse la música de un vecino que está de fiesta aunque sea noche entre semana. Vuelves a la cama y enciendes la radio en tu emisora favorita. “…es por ti que he vuelto a hablar de amor…”, y con la melodía de Juanes piensas: ¿Y si a través de la música pudieran conectarse ambos mundos? Repasas algunas hojas de tu libreta y encuentras aquel sueño donde la barca estaba vacía y solo escuchabas música. Alguien del más allá puede quererte para algo. ¿Puedo quererte? No te vi nacer, sabes... A ti te conocí en circunstancias distintas. Tú miraste el lugar preciso donde yo creía hallarme cuando salías de la universidad. Te quedaste mirando ese muro. Y no porque hubiera un grafiti tras de mí. Tu mirada me atravesó. Y entre ese cúmulo de estudiantes pude distinguirte. Te seguí hasta el café donde le contabas a Juan anécdotas de colegio.

“Frío, frío, frío, si no te tengo a mi lado hay un invierno en mi interior”, ahora Fey electriza tus poros y yo no me resigno a estar tan cerca y tan lejos de tu piel. He intentado investigar quién es el barquero de tus sueños, pero estoy entre mundos, no tengo forma de acceder a esa barca…

–Marcela, ¿estás bien? –pregunta tu madre.

–Sí, mamá, pasa.

–Has estado saliendo mucho, hija, no voy a mentirte, tu padre está preocupado de que vayas por malos pasos.

–¿Malos pasos? –ríes con ironía.

–He vivido aquí como en una burbuja durante años, mamá. Tú lo sabes. Déjame salir, déjame romper la mentira.

Una idea, un continente, una mirada, casi sin querer; se me escapa, se me nubla, se me acaba casi sin querer. No hay nada ya. No hay nada… ya. Tocarte por dentro. Besar. No voy, no habrá, no hay nada acá, volarme y el tiempo volar… Aire soy, al aire, el viento no…”. Serán señales. Pero, y de quién y por qué. Estás cerca. Sí. Son señales. Soy tuyo. Reclámame. ¿Pero cómo? Ni yo lo sé.

–¿Te parece normal, mamá, que sepa más de canciones que de calles? Me pierdo cada vez que un compañero me da una dirección para ir a su casa a estudiar. Por eso siempre estudio sola. Odio ser hija única. Odio ese miedo que siempre envuelve a papá. Ya basta.

Tu madre no puede consolarte porque vive bajo la misma sumisión. Te dice: Hija, la bomba lo afectó. Vivimos una época de violencia que nos ha condicionado mucho el pensamiento. Te acaricia el pelo y tú le retiras la mano para que comprenda que ya no eres una niña y que aquel evento quedó atrás. Le dices que vas a ir al partido del domingo, así a papá no le gusten las multitudes y siempre esté pensando en riesgos donde tú tan solo ves diversión. Ahora sí te acuestas y le das la espalda. Te molesta pensar en todo a lo que ella también renunció por darle gusto. Tu madre era una profesional prometedora que cambió la ingeniería por la cocina, por las disposiciones de un marido machista. Te muerdes los labios para no herirla, para no terminar descargándote con ella, cuando tu padre es la voz tácita en cada regaño y advertencia que ella te ha proferido los últimos años. “Una fuga, un S.O.S., una parada casi sin querer y la duda en sentimiento transformada casi sin querer, no hay nada ya, tan bello es caer a tus pies…”.

–Trata de no amanecer. Te hace falta dormir –dice tu madre para terminar.

No hace ninguna objeción sobre tus intenciones de ir al partido. Una multitud… y yo estaré allí solo para verte. Faltan tres días. Cierras los ojos para levantarte antes de las cinco sin haber dormido ni un minuto. Es viernes. Tienes clase de seis. Te tomas tu tiempo en la ducha. Te lavas el pelo y piensas que es hora de hacerte tus primeras mechas. Ponerle un poco de rojo al color café cobrizo que tiene tu cabello, ¿por qué no? Tendrías que preguntarle a Diana a dónde ir. Sería bonito sorprender a Juan con un cambio atrevido. Sí. La clase es de logística y ya te sabes todos los términos de importación. Tienes hasta un favorito: FOB, Free on board, porque así anhelas sentirte. Libre a bordo. El profesor llega con su acostumbrado saco de cuadros y jean, no sabes si imitando a un político local que viste así, o a una moda que corresponde a una época, y tú ya estás sentada junto a la ventana, en la fila de adelante, cuando él llega con su diminuta memoria a prender el proyector del salón para explicarles con gráficos cómo es que funcionan los costos de importación de carga. Tú ya estudiaste, aunque yo no vi cuándo. No ha transcurrido ni media hora cuando sueltas el primer bostezo y comienzas a prestarle atención a lo que sucede en el salón de clase. El profesor continúa, en monólogo, mientras dos pelinegras conversan atrás y le tiran papeles arrugados a un compañero que está sentado dos filas más adelante. Cuentas el número de estudiantes y te das cuenta lo pobre que es la asistencia los viernes. Son once. El profesor sabe que a las cinco faltas se cancela la materia y es por eso que toma lista al final de la clase. Por fortuna puedes ir al baño. Te levantas y, sin hacer ruido, sales del salón. Tres puertas te separan del comienzo del bloque donde están ubicados los servicios. Hace un tiempo corrió el rumor de que una estudiante había sido violada allí y nunca pudiste comprobar si era cierto o no. Por las dudas, siempre te cercioras de que nadie te siga y entras siempre al mismo baño. El que está más cerca de la puerta. Orinas en cuclillas y después te lavas las manos con el jabón que llevas en el bolso. Odias ese jabón líquido verde con olor a economía que ponen en el dispensador. Regresas al salón y ves, por la disposición en grupos de tres, que les han asignado una actividad. Miras por la ventana y te preguntas si los dejarán ir a trabajar afuera. Un grupo tiene que tener dos, así que buscas quién más está solo. Un joven te mira con cara de te toca conmigo y vas a preguntarle qué hay que hacer. Se llama Edwin y no lo habías visto antes. Él a ti sí. Les permiten trabajar afuera, así que van a resolver los ejercicios en la cafetería, que huele a parva recién hecha. Compras un par de pandebonos y te sientas junto a Edwin a leer las instrucciones.

–¿Usted siempre es así de seria? –te sorprende su pregunta.

–Así de seria, ¿cómo?

–Como los estudiantes de cátedra.

–¿Estudiantes de cátedra?

No habías oído el término, pero reflexionas en él. Y sí, te das cuenta de que no vives en la universidad. No eres el tipo de estudiante que desayuna, almuerza y come en la universidad. Tu asistes a clases y ya. Estás en sexto semestre y acabas de descubrir, gracias a un extraño, cómo eres. Te apena su conclusión, pero lo cierto es que son escasos tus amigos y procuras hacer los trabajos siempre con los mismos.

–¿A cuántas integraciones has ido? –te pregunta, convencido de lo que está diciendo.

–A ninguna, pero no por las razones que sospechas. No me dejan ir.

Edwin cambia el tono contigo y te promete llevarte a la próxima y convencer a tus padres de dejarte ir.

–Eso sí sería una hazaña. No hablemos más de mí y concentrémonos, ¿quieres?

Se comen los pandebonos, completan los ejercicios y entran a clase con el resultado. Son los primeros en entregar, así que se pueden ir. Tienes clase a las ocho, de teoría económica. Una hora de hueco para ver por ti misma lo que Edwin te quiso decir. Lo miras una vez más antes de despedirte y caminas sola un rato; algo en él te recuerda al personaje de Hugo Oliveira en Tres metros sobre el cielo. Los hombres rudos te atemorizan, pero te atraen. “Llevas dentro un ángel negro que nos hunde a los dos… y cuando llega el nuevo día me juras que cambiaría sí… pero vuelves a caer… me buscarás en el infierno porque soy igual que tú”. Recorres la universidad con una mirada nueva: en lugar de observar el cuadrado de los baldosines del piso, observas los bloques, las pequeñas fisuras que el asentamiento ha logrado dibujar en algunos, las familias de árboles que están sembradas unas junto a otras de forma arbitraria, los azulejos y turpiales que se posan sobre las tejas, el gato que busca la oportunidad de cazarlos. La mañana y tú, ambas están heridas. Lo de estudiante de cátedra aún te pica. El personal administrativo comienza a llegar. Pronto abrirán la biblioteca donde por lo general te refugias, pero no es allí a donde te diriges. Caminas por las fuentes, pierdes la cuenta del número de peces. Los ves allí, casi estáticos, un cardumen de peces gordos de esa comida escamosa y de mal olor. Te agachas y descubres que el estanque hiede igual. ¿Qué es la universidad sin sus estudiantes? Te dedicas entonces a detallar los rostros y el vestir. Mujeres en cuerpo de niñas con cabello que roza la cintura. De pronto te topas con alguna atrevida que lo lleva corto y un piercing decora su nariz. Juzgas y sientes que es tu padre quien habla a través de ti. Enojada, te sientas en una de las bancas frías y ahora te dedicas a mirar los hombres que están construyendo su camino de ambiciones mientras estudian. Los hay de todas las estaturas, algunos largos, algunos desaliñados, algunos te sostienen la mirada mientras otros te evaden, los últimos deben ser cómo tú… de cátedra. No sabes por qué, pero agradeces los jardines que antes ni mirabas, piensas en tu colegio, en la ausencia de zonas verdes que para tus ojos de niña nunca representó una carencia. Mientras hubiera canchas de baloncesto y un coliseo donde practicar voleibol en cemento, todo estaba bien. Vas entonces a las canchas de fútbol y pateas un balón que encuentras en el camino y que los muchachos te piden. ¿Desinflado? Vaya suerte. Los mejores cuerpos de la universidad se reúnen a entrenar y tú los miras con una mezcla de pudor y ganas. Cuando menos lo esperas faltan cinco minutos para tu próxima clase. Comienza a llover y sacas el impermeable del morral para no mojarte. Hasta eso llevas contigo: un impermeable. Una sombrilla pasaría más desapercibida. Te das cuenta de cómo te miran los demás alumnos… y qué puedes hacer. Llegas justo a tiempo al salón. Te quitas el impermeable antes de entrar y buscas un puesto junto a la ventana para ver la lluvia caer sobre el tejado. Lo hace tan bien que parece la melodía de una canción sin título. El profesor habla y te concentras en lo que dice. Sacas tu estuche de marcadores y comienzas a tomar nota. En un momento te elevas y pintas una flor contra la margen. El profesor menciona tu nombre para una pregunta y el susto que te da es como el de un ave cuando es atrapada en una jaula con un poco de plátano. Le pides que te repita la pregunta y respondes algo relacionado con una mano invisible y su efecto en la economía. Intento mirar mis manos y, aunque sé que estoy aquí, no hay figura ni contorno que confirme mi presencia.