Temblor

—Joder, Lizzy —gimió Santiago sobre mi oreja derecha. Su aliento a vodka y limón se confundió con el mío al empujarse él todavía más profundo en mi interior.

Si alguien hubiese acercado un fósforo encendido a cincuenta centímetros de nosotros, seguro que todo el aire a nuestro alrededor habría cobrado fuego, porque estábamos envueltos en una densa nube etílica.

Y si alguien hubiese aproximado un fósforo apagado a mi piel, seguro que se habría encendido sin necesidad de friccionarlo contra mí, porque yo ardía, y eso era por Santiago. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevábamos tendidos en mi cama y, de hecho, poco importaba; ni siquiera había comenzado allí, pues los dos llegamos al club ya toqueteándonos que dábamos asco. Yo tenía ganas de él, él, ganas de mí, y eso que la noche anterior la habíamos pasado juntos en su piso.

En cuanto tuvimos una copa encima, nos largamos a la pista a seguir la música, fingiendo que el resto del mundo no existía. Me enredé en él, él se pegó a mí. Su sudor se mezcló con el mío, su saliva quedó en mi piel… En el baño se corrió en mi boca, y en nuestra segunda visita al baño de mujeres, su boca se coló debajo de mi falda para apartar mis bragas. Su lengua y sus dedos hicieron que lo deseara todavía más. Los vasos que se acumularon sobre la mesa del reservado que compartíamos con nuestros amigos no ayudaron a nuestro estado, y que el taxista que nos trajo a casa quisiera detenernos con varios carraspeos tampoco sirvió de mucho, no al menos para impedir que los dedos de Santiago entrasen en mí otra vez, allí en la penumbra del asiento trasero.

Mis manos bajaron por su espalda empapada en sudor hasta que encontré su trasero y, clavándole las uñas con toda la saña posible, porque eso le gustaba, lo empujé dentro de mí una y otra vez.

Su cuerpo chocaba con el mío, llenando la habitación de nuestros jadeos.

Santiago ralentizó el ritmo hasta que finalmente se detuvo para llenarme por completo. Lo sentí contraerse y expandirse dentro de mí, estaba corriéndose.

—Joder, bebé.

Mi cuerpo se contrajo alrededor del suyo, necesitando todavía más.

Santiago salió de mi interior y, con su mano, terminó de correrse sobre la entrada de mi vagina.

Encontró mi mirada.

—Lizzy —jadeó.

—Te necesito otra vez dentro de mí. —La voz apenas si me salió, porque me deshacía de deseo.

Con su potente mano derecha, apretó su erección contra mí, para deslizarse sobre su humedad y la mía, acariciando mi clítoris y la entrada de mi sexo.

Cuando me penetró de nuevo, fue delicioso.

Agarró mis piernas por debajo de mis rodillas para alzarlas y alzarme. Su ritmo fue el de cuando comenzamos, porque así era él, literalmente una máquina de follar sin parar, una que no necesitaba ningún combustible extra.

Con o sin alcohol, con o sin el porro que habíamos compartido, desde luego sin ayuda de viagra ni de ninguna otra pastilla —aunque una vez, tiempo atrás, lo habíamos hecho con una de éxtasis de por medio para cada uno—, Santi me volaba la cabeza.

—Dios, Dios…

—Sí, bebé, vamos —me espoleó él, alcanzando mi clítoris con su pulgar derecho para encender una nueva chispa, y así me convirtió en un cartucho de dinamita con dos mechas. El estallido iba a ser fenomenal. Todos mis vecinos iban a enterarse, todo el barrio.

Lo único que pude hacer fue apretar mis manos contra mis pechos; como si eso fuese a ayudar en algo, porque usualmente lo único que lograba de ese modo era excitarme aún más. Iba a estallar.

Iba a estallar a lo grande.

—Santi.

—Vamos, bebé, quiero oírte gritarlo.

Mi vagina se contrajo repetidas veces, mis abdominales se apretaron. Entrenar debería ser así de placentero.

Sus muslos y caderas me golpearon una y otra vez sin piedad.

—Vamos, bebé, vamos —me animó, como si estuviese a metros de alcanzar la línea de meta de una maratón. Santi sabía de motivación, porque era entrenador físico y aquello se le escapaba hasta por los poros. Lo suyo era la motivación.

Su motivación, definitivamente, surtía efecto.

Sus gruñidos de esfuerzo, mis jadeos, su aroma, que era mezcla de perfume y sudor, el olor de nuestro sexo, el alcohol que había convertido mi cuerpo en carne sin límites ni prejuicios… Bueno, tampoco es que tuviera demasiado de ninguno de ambos estando totalmente sobria.

Su mano voló de mi clítoris hasta mi propia mano sobre mi pecho derecho para apretar, embistiendo con violencia una y otra vez dentro de mí, con su mirada fija en la mía.

—Esto es tan jodidamente perfecto… Espectacular, Lizzy.

Su mano presionó todavía más, y entonces sucedió. Se produjo un seísmo de siete grados o más, el cual sacudió mi cuerpo, estremeciéndome desde el interior. Mi pierna derecha dio un tirón, una sacudida; la otra fue contenida por su mano. Los cristales temblaron, la casa crujió, lo que estaba encima de la mesita de noche a mi lado bailó por la superficie al compás del tintineo de los vasos vacíos, de la botella a la que poco le quedaba.

Santi salió de mí.

—Joder, ¡un terremoto!

Al salir se llevó de mí mi humedad.

Arrodillado, intentó sostenerse de las sábanas y mantas, o quizá fuese del colchón. Pasados de copas y con el terremoto era casi imposible impedir que la sacudida de la tierra gobernara nuestros cuerpos. Intenté levantarme y caí sobre mis codos, con la cabeza dándome vueltas.

Santi se dispuso a bajar de la cama y por poco no se va de culo al suelo.

—Arriba, Lizzy —me ordenó, con aspecto preocupado.

La casa no dejaba de sacudirse. Algunas cosas cayeron al suelo; una de ellas fue el cuadro que Santi había colgado por mí una semana atrás, pese a que le había dicho que podía hacerlo perfectamente sola.

Mientras él lo colgaba, lo repetí una docena de veces, insistiendo en que con ese clavo no era suficiente. No hubo forma de hacerle entender que debía usar el taladro y un taco, y por eso en ese momento el cristal que cubría la lámina se había hecho añicos contra el suelo.

Miré en dirección al cuadro, y luego a él, porque tenía ganas de matarlo.

—Ahora no, Lizzy.

—Te dije que no aguantaría.

Las sacudidas volcaron los portarretratos que tenía sobre la cómoda.

—Tendré que enviarlo a enmarcar otra vez.

—¡Lizzy, el puto terremoto! —ladró, tomándome de la muñeca derecha para tirar de mí y levantarme de la cama. Nos tambaleamos juntos, allí desnudos, con el sexo todavía demasiado presente en nuestros cuerpos, y entonces la cacofonía de sonidos propia de la situación quedó resumida en varias alarmas sonando y nuestros jadeos ansiosos. La energía residual del temblor terrestre se dispersó poco a poco, manteniéndonos a los dos expectantes, con la mano de Santi todavía rodeando mi muñeca.

Las alarmas se consumieron una a una hasta que mi calle quedó en silencio.

Santi me soltó.

—Parece que ya ha pasado, al menos por ahora.

El vodka con limón trepó por mi garganta.

—Mierda —musité, con el corazón todavía desbocado por mi orgasmo y por el mencionado terremoto.

—Ha debido ser al menos de cinco —me dijo Santiago, buscando mi atención.

—Sí, supongo —jadeé, girando la cabeza en su dirección.

—Lamento lo del cuadro. Mañana mismo lo llevaré a arreglar.

—No, yo lo haré. Mañana veo a Tony para almorzar.

—Sí, cierto —me contestó. Estaba al tanto de mis planes, porque se los había contado por la tarde, cuando él estaba en el gimnasio, y yo, en mi descanso después de haber estado trabajando en las correcciones de mi último libro durante horas—. De todos modos, lo llevaré yo.

Negué con la cabeza.

—Lizzy, bebé, no te enfades.

—Voy a buscar con qué recoger los cristales rotos.

—Lizzy…

—No pasa nada, es un puto cuadro, pero ya te dije que no aguantaría. —Me dispuse a esquivarlo para ir a por la escoba y la pala; lo que menos me apetecía era tener que ponerme a recoger cristales, con todo el alcohol que tenía encima. Me frenó, sujetándome por la cintura.

—Cielo, lo siento, solo quise echarte una mano. Sé que eres mejor en todo eso… Únicamente pretendí ayudarte, serte útil. Rara vez tengo ocasión de hacerlo en nada. Eres tan autosuficiente para todo que…

—No soy autosuficiente para todo, te necesito para lo que acabamos de hacer y para muchas otras cosas.

No estaba segura de con qué intención había soltado lo que acababa de soltar, pero no había sonado del todo bien para mí.

Santi me observó, con una ceja en alto.

—Puedo colgar yo misma mis cuadros. Lo que digo es que nosotros… No te necesito para que te dediques a resolver problemas en mi casa, eso lo he hecho siempre sola. Te necesito como mi pareja.

—Bueno, las parejas se ayudan, así como tú me ayudaste con el dinero que necesitaba para el gimnasio, o cuando me echaste una mano para lo del piso, o como cuando hablaste con ese conocido tuyo por lo de la residencia de ancianos para mi abuela. Solamente quería ser útil en eso, porque no puedo ayudarte en nada más. No me necesitas para nada más —añadió, con su ceja cayendo lentamente, derrotada, sobre su ojo y sus tupidas pestañas oscuras.

—Tú me ayudas haciéndome compañía.

—Nosotros conversamos sobre mi trabajo, pero nunca sobre el tuyo.

—¿Te parece momento para hablar de eso?

—Apenas me cuentas lo que haces o dejas de hacer, y, por lo general, no me entero del título de tu próximo libro hasta que no es hora de que lo sepa tu público.

Comencé a desinflarme por dentro. No quería mantener esa conversación otra vez.

—Lizzy, llevamos casi dos años juntos. Nos entendemos muy bien, nos divertimos, congeniamos estupendamente en la cama…, el gimnasio va de maravilla y ya tengo más clientes de los que puedo aceptar.

—Santi…

Él cortó mi ruego con una mirada que me dio pena.

—Podríamos intentarlo, ¿no te parece? Juro que no te molestaré mientras escribes. Ya he aprendido la lección, no debo hablarte cuando estás frente a tu portátil. Además, últimamente tengo todos los días muy ocupados, de modo que no nos veríamos hasta el anochecer. No puedo colgar un puto cuadro como se debe, pero podría hacerte de cenar cada noche y de desayunar cada mañana, para que comenzases bien el día y para que no tuvieras que parar de escribir para cocinar por la tarde. Además, sabes que soy ordenado y limpio. Mi madre y mi abuela se ocuparon de criarme como corresponde. Tengo tu lavadora bajo control y he planchado varias prendas tuyas sin quemar nada.

Me sobraban pruebas de que Santiago era mucho mejor que yo manteniendo un hogar en orden y funcionando. Aun así… mudarnos juntos era un paso que en ese instante yo no…

—Lizzy, podemos intentarlo. Más que eso, sé que lo haremos bien. Estoy seguro. Tengo mucha fe en nosotros. Tenemos todas las de ganar, porque nuestras familias se adoran y…

Sí; de hecho, mis padres adoraban a su madre y constantemente tenían excelentes palabras para ella. Esta era enfermera y allí había estado para echarnos una mano cuando mi padre, Evan, necesitó inyectarse cada día por un tratamiento médico. Ni Brian ni yo tuvimos el valor de clavarle una aguja cada día y él tampoco quiso hacérselo a sí mismo.

Mis padres se enamoraron de ella al instante, aceptándola mucho más pronto de lo que aceptaron a Santiago en mi vida.

—Lizzy… —Santi buscó mis manos y las tomó entre las suyas para alzarlas hasta su pecho. Las rodillas me temblaron, y no por culpa del alcohol, el sexo o el terremoto, sino porque no le veía una salida sencilla a la situación—. Bebé, yo te quiero.

Y yo lo quería a él, o algo así; tal vez no lo suficiente como para mudarnos juntos… o quizá sí y solamente tenía miedo. Miedo y muchas dudas.

No esperó mi respuesta y siguió adelante.

—Tengo una sorpresa para ti. Iba a esperar a mañana para contártelo, pero… —Se detuvo para brindarme una de sus enormes y brillantes sonrisas. Su piel morena irradiaba energía, y sus ojos, sus estupendos ojos, que eran literalmente como el sol porque nadie tenía los ojos tan dorados como Santi, se convirtieron en fuego en este instante, para mí no uno especialmente reconfortante.

Las sorpresas no acababan de gustarme, y menos cuando me cogían medio borracha, todavía atontada por un orgasmo, asustada por el seísmo y un tanto enfadada por el cuadro destrozado en el suelo.

—Como terminaste con la edición del libro y dijiste que te cogerías un descanso antes de empezar a escribir uno nuevo…

Sí, eso era más o menos así, pero quería ser yo la que decidiese cómo descansar y cuándo.

—Dicen que Grecia es muy bonito en esta época del año.

Mis cejas treparon por mi frente, prendiéndose a lo más alto, como si fuera un gato asustado.

—¿Perdón? —pregunté, realmente sin comprender nada.

—Tú y yo, recorriendo Grecia durante quince días. Nuestro vuelo sale en exactamente dos semanas.

Despegué los labios y mi aliento a alcohol por poco me noquea. Mi resaca sería fenomenal, y ya anticipaba un dolor de cabeza memorable. Es más, las sienes ya me latían.

—Y bien, ¿qué dices? Sé que lo pasaremos estupendamente. Tomaríamos un poco de distancia de nuestro día a día… y podrías meditarlo mientras tanto. Sabes que yo no ocupo mucho espacio, que no te jodo con tus cosas. Me encanta cómo eres, amo cómo eres. Llegar aquí y ver tus cosas desparramadas por todas partes… —Su sonrisa se ensanchó todavía más—. Nada cambiaría, te lo juro.

¿No es eso lo que se prometen todos, que nada cambiará?

Siempre cambia, todo cambia. La gente se aburre, se fastidia y, en alguna ocasión, todos, sin querer o queriendo, lo echamos a perder.

¿Por qué no podíamos simplemente seguir igual si así estábamos bien? ¿Por qué arriesgarnos a arruinarlo si nos divertíamos?

¿Por qué forzarnos a dar de cara con la realidad de que el «felices para siempre» existe solamente en los libros como los míos, que acaban antes de que la pareja caiga en la cotidianeidad, el cansancio y la rutina, para, al final, odiarse o, como mínimo, sofocar el amor hasta que este queda grogui y sin capacidad de reacción para defender la relación de hacerse pedazos.

—En el cumpleaños de Malika mencionaste que querías conocer Grecia.

Sí, ella y yo habíamos conversado sobre eso; no tenía idea de que Santiago nos estaba escuchando y, a decir verdad, para mi vergüenza, cuando pensaba en Grecia me visualizaba a mí sola, al borde de una piscina con vistas al mar, descansando, bebiendo, leyendo. Quería paz, soledad, silencio; lamentablemente no unas vacaciones románticas.

Ese no era el primer intento de Santi de llevarme a alguna parte durante un tiempo y, de hecho, ya habíamos hecho varias escapadas juntos, pero nunca por más de un fin de semana, a lo sumo tres días, y jamás fuera del país.

—El hotel es estupendo, tengo fotos en mi móvil.

—Santi…

—Los dos necesitamos vacaciones. Yo llevo cinco años sin tomarme unas de verdad… y jamás he salido de aquí. Bueno, fui a México con mis amigos cuando terminamos el colegio, pero eso no es lo mismo. Será magnífico. Nos divertiremos. Seguro que podrás enseñarme muchas cosas.

No quería ser su maestra y odiaba cuando hacía referencia a que yo había ido a la universidad y él no, porque usualmente lo mencionaba para remarcar una diferencia entre ambos que no hablaba precisamente en mi favor. En más de una ocasión, y quizá sin querer, Santiago había dejado traslucir que yo era una favorecida, que no todos tenían la oportunidad de asistir a una universidad así de costosa, como si eso fuese algo de lo que yo debería avergonzarme, como si no me hubiera quemado las pestañas durante años para tener calificaciones perfectas y poder entrar allí. Yo sabía que Santiago entendía que entrar en la universidad no era tan sencillo como tener dinero para pagarla; sin embargo…

—Los dos hemos trabajado mucho para llegar donde hemos llegado y nos hemos ganado una recompensa. Permíteme que haga esto por mí, por nosotros. Bebé, me has ayudado tanto… Solamente quiero demostrarte lo agradecido que estoy. Al fin puedo darte algo que te mereces y me hace feliz hacerlo.

—No tienes que pagarme unas vacaciones.

—He querido hacerlo. Me satisface poder hacerlo, Lizzy. Sabes cómo ha sido siempre para mí. Al fin puedo darme gustos y puedo darle gustos a los que quiero.

Un mes atrás había enviado a su madre de regreso a Cuba, a visitar a parientes que habían quedado allí después de que ella, su madre y el padre de Santiago salieran de esa isla en busca de un futuro mejor. Además de pasar por Cuba, su madre había estado una semana en un crucero; las de ella fueron sus primeras verdaderas vacaciones en treinta años.

—Santi…

—Lo único que tienes que hacer es decir que sí y pensar qué es lo que meterás en la maleta… o maletas. —Me guiñó un ojo, porque él estaba perfectamente al tanto del tamaño de mi vestidor y de todo lo que albergaba. Es más, fue por la ropa por lo que nos conocimos, porque él intercalaba su trabajo como entrenador personal con ocasionales trabajos de modelo y fue contratado para un desfile al que asistí porque la diseñadora era conocida de Pink, y Pink lo primero que hizo al salir Santiago a la pasarela fue señalármelo, porque ya le había echado un ojo pese a que sabía que él no era gay, ni siquiera bisexual.

Pink había estado durante las pruebas de vestuario de su amiga y allí conoció a Santi para quedar completamente obnubilado. Llevaba días hablándome de él y yo sucumbí a la tentación, porque mi línea de ropa favorita y un hombre que Pink juraba que era un adonis suponían un entretenimiento sin igual.

Por supuesto estábamos invitados a la fiesta posdesfile, y allí comenzamos a hablar. Conversamos sobre moda, como mucho, cinco minutos, y luego solo fuimos nosotros… También al día siguiente, cuando nos juntamos para almorzar, a la noche siguiente, cuando fuimos al cine y a cenar y, a la mañana siguiente, cuando él amaneció en mi cama.

Pink todavía seguía salivando por Santi, si bien, como solía decirme, Santiago ya era mi hombre, añadiendo que era innegable porque mi nombre estaba estampado en su frente. Según Pink, debería nombrarlo dama de honor como mínimo, se lo merecía por presentarnos.

Pink no atendía a razones cuando yo le decía que no estaba muy segura de que Santi y yo fuésemos a terminar así. Por lo visto, Santiago tampoco lo comprendía.

A ratos era más que angustiante cuando Santi no parecía ver que esa relación carecía de algo que deben tener las que acaban en el altar.

—Lizzy, lo pasaremos bien. Si dices que sí, permitiré que uses todo mi peso de equipaje para que no tengas que pagar exceso de peso en el tuyo. Y te lo repito: el hotel es simplemente increíble. Romántico. La agente de viajes me explicó que allí suelen ir las parejas que están de luna de miel. Nadie nos molestará. Cuando veas lo que es la habitación…

Forcé a mis pulmones a llenarse, porque, desde que había entrado en mí hasta ese instante, mi respiración era una sucesión de cortas e inconsistentes inspiraciones y comenzaba a marearme por la falta de oxígeno también.

—Anda, di que te entusiasma salir de viaje conmigo. Los dos nos merecemos unas buenas vacaciones. Yo sé que podemos pasar quince días juntos y disfrutarlo. No nos mataremos, tú y yo somos mucho mejor que eso. Tú y yo somos el equipo perfecto, Lizzy. Podemos hacerlo bien en Grecia y podemos hacerlo bien aquí. Intentémoslo, bebé. ¿Qué podemos perder?

«Todo», respondí mentalmente. Podíamos perderlo todo por nada, porque eso que había entre nosotros era perfecto, divertido, estable en la medida justa y necesaria.

—Permíteme llevarte de vacaciones. Anda, di que sí. Juro que no te molestaré cuando decidas que es hora de largarte sola con un libro.

Lo miré. Yo sabía cómo era eso, Santiago sutilmente se acercaba a mí poco a poco para que la interrupción no fuese abrupta, para que quedase en mí cortar con el libro y no en él, porque era él el que no podía estarse quieto más de una hora y no entendía cómo yo lo resistía.

Aun así, a mí me gustaba estar con él, porque, en realidad, no vivíamos juntos, porque hasta entonces nuestras conversaciones sobre el futuro jamás habían sido demasiado serias.

¿Podía considerarse eso como una conversación seria cuando a mí la estabilidad me fallaba?

—Lizzy.

La tierra contestó por mí, poniéndose a temblar otra vez.

Una réplica empezó a sacudirlo todo, incluida yo.

Santiago me atrapó en sus brazos.

—¿Vienes conmigo a Grecia, bebé? Nos divertiremos. Tú y yo siempre nos divertimos juntos.

La tierra se quedó quieta; mi cuerpo seguía bamboleándose, pese a que me sostenía contra su pecho.

—Di que sí, preciosa —me rogó, dedicándome una de sus sonrisas matadoras, de esas que no le había visto esbozar jamás en la pasarela, ni siquiera con sus clientes o con sus amigos; esas sonrisas suyas eran solamente para mí, así como muchas otras cosas suyas, porque Santi era fiel, dedicado, siempre presente y atento, cariñoso, divertido, espectacular en la cama, por no mencionar que era guapo a rabiar.

—Bien —me forcé a responder, porque sabía que de una puta vez tenía que dejar el miedo atrás, porque, si me quedaban dudas, tenía que terminar de quitármelas de encima, y la forma de despejarlas era moverme de mi sitio, averiguar si eso podía funcionar a largo plazo o no. Si sobrevivíamos a Grecia sin matarnos, quizá pudiésemos intentar compartir casa.

Quizá.

Santiago se inclinó y puso sus labios sobre los míos para tocarme con un delicado beso.

—No tienes idea de lo feliz que me haces.

La sonrisa que me salió no debió de ser muy bonita de ver; aun así, él continuó contento.

—Voy a comerte ahora —me soltó sin más, para comenzar a empujarme de espaldas hacia la cama para tenderme en esta, separar mis piernas y comerme, como bien había dicho que iba a hacer.

Hubo otra réplica, pero él no se detuvo, no hasta que mi cuerpo se estremeció de placer debajo de su boca y con sus dedos dentro de mí.

La tercera réplica nos encontró medio inconscientes de cansancio y alcohol, pero fue leve y duró casi nada, por lo que seguimos durmiendo, con nuestros cuerpos enredados y agotados.