De algún modo me las había ingeniado para estar listo antes de que pasaran esos cinco minutos, más a prisa de lo que creía para mi condición, o quizá ella había tenido piedad de mí, porque sin duda debía haberle dado lástima con mis lamentables confesiones, y me había dado más tiempo.
Me duché, pero no me afeité. Cuando ella abrió la puerta de mi habitación sin llamar antes, cosa que debió molestarme pero, no, eso no sucedió, yo terminaba de guardar un par de cosas en mi mochila.
Ella había sonreído, complacida, lo cual me desmoralizó, porque, por alguna estúpida razón, una parte de mí imaginó lo estupendo que podría haber sido que ella regresara a buscarme cuando yo todavía estaba debajo del agua. No me habría importado su compañía en la ducha; de hecho…
Tenía muy claro que era ridículo pensar en nosotros dos juntos, no así, pero de cualquier modo…
Giré un poco la cabeza y espié en su dirección. Elizabeth iba al volante, concentrada en el camino. Por la ventanilla de su lado, el viento entraba para robarle mechones al nudo descuidado e increíblemente sexy en el que había recogido su cabello.
Esa mañana había notado su etérea camisa blanca, porque ni medio inconsciente hubiese podido pasar por alto lo estupendas que sus camisas le quedaban, porque la tela de todas ellas tenía la maldita costumbre de flotar sobre su piel, tocando solamente las protuberancias de su esqueleto, que le daban vida a sinuosas y deliciosas formas. El viento en ese momento azotaba la camisa sobre su cuello, sobre su pecho, elevándola todavía más de su piel para dejar traslucir la tinta en esta.
¿Cuántas verdades más me arrancaría esa mujer?
Todavía no entendía por qué le había confesado que estaba bloqueado, que no podía escribir. Tristemente, no me había limitado a eso, sino que además le había dejado ver que no estaba bien. Cierto que no me había explayado en detalles, ni falta que hacía; seguro que ella había acabado por entender que yo era un fraude; que, detrás de lo que escribía y ya no podía escribir, había un individuo que no sabía qué hacer con su vida y que tampoco tenía claro qué era lo que había hecho con su vida hasta entonces.
Decir que estaba en crisis no abarcaba ni un cuarto de mi patética realidad.
En crisis, con ella de espectadora.
Qué derecho tenía yo a obligarla a soportarme y a presenciar mi debacle.
Cierto, había lloriqueado como un imbécil.
¡Maldición, le había arrojado una almohada a la cara cuando en realidad quería que subiera a la cama, que se quitara la ropa y que se metiera bajo las sábanas conmigo!
Como si eso fuese a resolver algo… porque, sin duda que, después de hacerlo, me habría quedado con el cargo de conciencia de haber contaminado su vida con la mía, y eso por no mencionar que hubiese acabado por arruinarlo todo, porque ella luego no hubiese soportado tener que escribir un libro conmigo, porque yo era un asco en las relaciones de pareja y ella se hubiese dado cuenta más pronto que tarde.
Además, ¿qué derecho tenía yo a poner mis problemas sobre sus hombros?, ¿qué derecho tenía yo a reclamar nada si ya le había robado algo?
La culpa me perseguiría hasta el resto de mis días.
Debía permitirle que terminase de robármelo todo, que se quedase con todas mis lamentables verdades para que hiciese de estas lo que quisiese… incluso que hablase con la prensa y les contara que yo estaba arruinado, que en la vida volvería a publicar nada.
Ladrona. Ella estaba quitándomelo todo, pero, en el fondo…
Con la boca seca —necesitando sentir sus labios, su lengua, con mis manos temblando de ganas de tocar sus pechos, apretar su estupendo trasero… porque por Dios que no deberían permitirle usar vaqueros, pues la visión de sus nalgas en los pantalones era completamente perturbadora—, volví a mirarla.
Sabía que no debía haber accedido a ese paseo, que debería viajar en el asiento trasero para no tenerla tan a tiro, para que mis pulmones no tuviesen que inspirar ese aire tan cargado de ella, de su aroma y calor.
—Stern ¿tienes por costumbre quedarte estudiando a la gente de ese modo así de insistente? Debo decirte que es un tanto desconcertante, porque no sé si quieres preguntarme algo, si estás examinándome en busca de defectos, si es tu modo de insultarme, de tomar distancia de mí o qué. Sabes una cosa: el lenguaje hablado es un estupendo modo de comunicar. ¿Por qué no lo intentas? Estoy segura de que se te daría muy bien.
Intenté contener el rojo que subió por mi cuello.
Iluso de mí… en un parpadeo, el fuego cubría mi rostro.
—Puedes hablar conmigo.
No atiné a decir nada.
—¿O es que todavía estás muy dormido? ¿Quieres más café?
Sacudí la cabeza.
Ella sonrió.
—Tranquilo, Stern, relájate.
¡¿Cómo?!
—¿Ya te has aburrido de estar conmigo aquí?
«Nunca jamás», le respondí mentalmente.
—Se supone que llegaremos enseguida. Imagino que el pueblo debe de ser eso que se ve allí. Pararemos, caminaremos un rato, dejarás que te dé el sol. Necesitas color… Bueno, en este momento, no, porque estás rojo, pero, cuando se te pase la vergüenza, volverás a tu palidez de siempre. En mi mochila, ahí atrás, tengo protector solar y si quieres te presto mi sombrero.
Si el sombrero de ala ancha olía a su cabello, no podría caminar, porque, con su perfume rodeándome, terminaría con una erección imposible de contener dentro de mis pantalones.
—Relájate, por favor.
Sin responderle, bajé mi ventanilla un poco más para respirar aire que no oliera a ella.
—Ya pasará, relájate. Todos nos hemos bloqueado alguna vez.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste un bloqueo? —le pregunté, con los ojos puestos en el paisaje al que, en realidad, no estaba prestando demasiada atención. La zona era una verdadera belleza que demostraba el magnífico trabajo que la naturaleza llevaba haciendo a lo largo de millones de años, pero no se podía comparar con ella. Bien, después de todo, Elizabeth también era un producto de la creación. Debía agradecerles a sus padres su existencia. Les enviaría un enorme ramo de flores anónimamente.
Moví apenas un poco la vista hacia delante.
Ella lanzó una mirada pícara en mi dirección, sonrió y volvió la vista al frente. Esa era su respuesta.
—Claro, no me sorprende. ¿Cuántos libros sacas por año? —solté sin pensar, porque, no, junto a ella yo no podía pensar ni defenderme, ni tampoco evitar ponerme más en ridículo. ¡¿Acaso estaba metiéndome alguna droga en mi bebida o en mi comida desde que habíamos llegado a la Toscana?! ¿Algo con lo que lograra que se me escapase hasta el más oscuro de mis pensamientos? En nada acabaría confesándolo todo, absolutamente todo, y ella me odiaría para siempre.
—¿Con qué intención me lo preguntas? Yo creo que usualmente intentas insultarme o criticarme, que debes estar convencido de que nada de lo que hago es digno de un escritor que se precie. Anda, dime qué es. ¿Te da envidia que escriba mucho? ¿Crees que todo lo que es creado a ese ritmo es basura? Suéltalo, puedo soportar la verdad.
—Estoy jodidamente bloqueado y tu cabeza parece no tener límite.
Ella sonrió.
—Entonces, ¿no te parece tan malo?
—¿Podríamos no hablar de escribir?
—Está bien, por mí, perfecto. Cuéntame algo sobre ti. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste pareja?
«¡Perfecto! ¿En serio?»
La miré.
—El siguiente tema —le dije.
Ella rio con ganas.
—Stern, vamos, dime… al menos cómo se llamaba, donde la conociste… o a él.
—¿Otra vez con eso? No soy gay.
—Ella, entonces. ¿Dónde la conociste?
—En una fiesta.
—Nombre.
—Stella. Estuvimos juntos tres meses, no resultó.
—¿Stella? —Frunció el entrecejo—. ¿Hay alguna posibilidad de que esa Stella fuese Stella Vessel?
Mi cara de alarma debió de delatarme, porque ella, de inmediato, dio forma, con sus estupendas facciones, a una mueca de satisfacción.
—Mierda, Stern, no es por nada, pero… ¿Stella Vessel? —Me miró un segundo y luego alejó sus ojos de mí para devolverlos a la calzada. Ella es…
—Ella es, ¿qué?
—No lo sé.
—Sí que lo sabes y no me lo dices.
Resultó más que evidente que había algo que no me quería contar, y yo no podía hacerme una idea de qué podía ser. No recordaba que nos hubiese visto juntos y, de todas maneras, ni Stella ni yo habíamos sido jamás demasiado demostrativos, ni siquiera en privado.
—¿Homosexual y que todavía no ha salido del armario?
—¿Perdón? —solté, ahogándome.
—Que creo que es lesbiana —especificó, porque debió de leer en mi cara la estupidez que yo sentía porque debía de verse en mi rostro.
Eso podría explicar un par de cosas, o quizá solamente quisiese pensar así para no sentirme tan mal por aquella corta relación que fue pésima de principio a fin, y que terminó desastrosamente frustrándome, convenciéndome de que yo era solamente capaz de relacionarme con libros, y no con gente.
—Bueno, lo de que sea gay es lo de menos. Es aburrida, Stern. Stella realmente es soporífera.
—¿Lo que quieres decir es que hubiese estado bien que saliera con ella si fuese divertida aunque le gusten las mujeres? —escupí, incinerándome por dentro de la vergüenza. No podía sentirme más imbécil, predecible y ciego.
—Sí, porque, definitivamente, necesitas divertirte.
Ella era divertida.
Con toda la ansiedad apretada dentro de mi pecho, esperé que lo dijera, que me propusiese que nosotros dos…
El GPS interrumpió nuestra conversación al anunciar que debíamos girar a la derecha a cien metros.
—¡Ya casi hemos llegado! —exclamó ella, entusiasmada.
Por supuesto que no propondría nada semejante, porque… ¿por qué querría ella a su lado a alguien aburrido, estúpido y tan desastroso como yo?
Debía ceñirme al plan iniciar, limitar eso a las apariencias, porque pretender un cambio profundo en mí quedaba completamente fuera de mi alcance; jamás sería como ella, jamás tendría a mi lado a alguien como ella. A lo máximo que podía aspirar era a tenerla a mi lado durante dos meses, y luego simplemente tendría que dejarla seguir con su vida. Aquello, ya de por sí, era mucho más de lo que merecía.
Si ella supiese.
Si ella supiese, no me sonreiría nunca más.
—Bien, estupendo —resoplé—. Creo que me sentará bien caminar un rato.
Y eso hicimos, durante bastante más que un rato.
Recorrimos el pintoresco pueblo paseando por sus calles, husmeando en sus pequeñas tiendas. Elizabeth me arrastró dentro de casi todas ellas, porque por lo visto quería conocer a todos los habitantes de aquel lugar. Compró souvenirs, comida, vino, una camiseta para ella y una gorra para mí con el nombre del pueblo, que, en cuanto la empleada se la entregó, ella me encasquetó en la cabeza, apareciendo por mi espalda. Había intentado convencerla de que no la quería ni la necesitaba, pero no hubo manera, Elizabeth no debía comprender el significado de la palabra «no».
Con ella acomodando la visera para curvarla, se lo agradecí, pero no tanto por la gorra, que no había costado más que unos pocos euros, aunque de todos modos me dio apuro que gastara, sino por el gesto, por pensar en mí, por invadir mi espacio vital, ya que toda proximidad con ella era un regalo, una bendición que no merecía.
El pueblo en sí no era muy grande, pero un señor que estaba sentado fuera de un café, con el que ella se había puesto a conversar como si lo conociera de toda la vida, nos recomendó que fuésemos hasta un olivar próximo, porque la casa de los dueños del mismo tenían un pequeño restaurante cuya comida, según nos comentó, era gloriosa. Y lo cierto fue que lo era. Elizabeth me incitó a que pidiésemos más comida de la que los dos juntos éramos capaces de ingerir. Cuando ordenó la comida, porque con ella presente yo quedaba completamente incapacitado para tomar las riendas de la situación, le explicó a la dueña de la casa, que vino a atendernos en persona, que compartiríamos los platos porque queríamos probarlo todo. Después de eso, la mujer comenzó a tratarnos como si fuésemos pareja y, a diferencia de lo que sucedió con la azafata, no me molesté en corregirla; no quería corregirla.
Así que tampoco hice nada para evitar que Elizabeth robara de mi plato todo lo que se le antojó. Ni siquiera pude alzar una mano para detenerla; no quise, pese a que aquello, con cualquier otra persona, me hubiese sacado de quicio.
Quedé extasiado al verla quitarme un espárrago para metérselo en la boca y masticarlo con una sonrisa de deliciosos labios apretados.
El espárrago, un bocado de patatas doradas que tenían un glorioso sabor a mantequilla, un trozo de cordero en su punto, un par de raviolis rellenos de ricota y queso gorgonzola, un par de cucharadas de mi tiramisú… y con gusto le cedí el bombón que me trajeron con el café, porque ella ya se había comido el suyo y cada tanto le lanzaba una mirada al mío con ojos hambrientos y desesperados.
Como sabía que debía de tener una mirada similar, se lo ofrecí y ella lo tomó, feliz, igual que si hubiese acabado de cederle diez millones de dólares, no un bombón.
Antes de metérselo en la boca, cuando lo sostenía entre sus dedos, a centímetros de la humedad de sus labios, me preguntó si estaba seguro de que no lo quería.
—No, adelante, disfrútalo.
Ella me regaló una sonrisa y se lo metió en la boca entero, para masticarlo con placer, con el mismo placer con el que se había permitido saborear y disfrutar el resto de la comida sin ni siquiera pensar dos veces en lo que hacía. Así había robado la comida de mis platos, sin cuestionarse si yo estaba bien con eso, pero no porque fuese egoísta, sino porque, para ella, compartir era un modo de vida; porque, por cada bocado que me había quitado de la boca, me había entregado otros dos robados de la suya, asegurándome que no podía perderme saborear lo que ella comía, ya que ninguno de los dos teníamos la certeza de si regresaríamos allí algún día.
«Tienes que probar más de esto», decía cada vez que preparaba un perfecto bocado en su tenedor, poniendo un poco de cada cosa que conformaba su plato.
Elizabeth me había dado de comer en la boca como si aquello fuese algo habitual para nosotros, como si eso alguna vez hubiese sido normal para mí en mi vida; no lo había hecho jamás; no lo habría permitido nunca, no antes de ella.
«Está absolutamente delicioso. Te gustará», aseguró cada vez, como si me conociese mejor que yo a mí mismo. Quizá fuera así… A lo mejor solamente me permití autoengañarme, porque la ilusión me agradaba. Esa vida dentro de una burbuja que expiraría en dos meses, tal vez antes, y por mi culpa, era estupenda. Ella sonriendo mientras comía, hablando hasta por los codos de todo lo que habíamos visto juntos, pero que, sin duda, filtrado por sus labios, por su corazón, por su espíritu, lucía mucho más vivo y radiante.
Ella había hablado hasta la saciedad, reído hasta que le entró dolor de estómago… y allí estuve yo, siendo testigo de aquello procurando no arruinarlo, no sofocarlo.
Después de almorzar, caminamos un rato más, pasamos otra vez por el pueblo y regresamos a la camioneta, para que se pusiera al volante de nuevo, porque insistió en que yo probara el vino porque lo necesitaba, por lo que ella era el conductor designado.
Con ella al mando, fuimos hasta el siguiente pueblo, por el que paseamos e hicimos un par de compras más. Esa vez fui yo quien las pagó, básicamente porque ella, al final, me lo permitió. En el pueblo anterior no hubo manera de que me dejase abonar nada.
Regresamos a la camioneta de nuevo, con más sfogliatelle y cannoli de los que pudiésemos comer en una vida.
Acabamos cubiertos de migas y azúcar glas.
Ella condujo hasta el siguiente pueblo, por el que paseamos ya con menos prisas, disfrutando del atardecer, del modo manso y calmado en el que el día se entregaba a la noche.
Empujando muy lejos la culpa, la responsabilidad y las frustraciones, la invité a sentarnos a la mesa de un bar para tomar una copa.
Ella bebió dos, y yo una, mientras veíamos a la gente pasar y a la noche invadirlo todo con su brillo plateado azulino.
Pedimos comida y cenamos después de que ella llamara a la casa para avisar de que no llegaríamos a la cena, todo sin una angustia, sin discutir mi bloqueo, sin mencionar nuestro trabajo, sin hablar de nada más allá de lo que teníamos a metros de nosotros, de nuestros ojos.
Fue ella quien programó el GPS de vuelta, pero yo quien condujo de camino a casa.
Cecilio, que se había quedado despierto esperándonos para asegurarse de que regresáramos a salvo, destrozó mis oportunidades de despedirme de ella con un beso, uno bien dado, o incluso de hacer que ese beso no fuese una despedida de buenas noches, sino el comienzo de algo.
Por supuesto que esperaba demasiado, que seguía muy confundido creyendo que podía tenerlo todo.
Cecilio nos ofreció un vaso de leche caliente antes de ir a dormir y aquello terminó de arruinarlo todo, porque yo respondí que no y ella, al mismo tiempo que yo pasé del ofrecimiento, dijo que sí, por lo que él se la llevó consigo a la cocina y a mí no me quedó más remedio que, como el gigantesco idiota que era, largarme a mi cuarto a dormir.
Eso mismo, porque milagrosamente, después de darme una ducha, me tendí y, en la cama, me quedé dormido antes de las once de la noche.