Cuando regresaba de correr, encontré su puerta abierta y el sol entrando a raudales por las ventanas también abiertas.
Antes de meterme en mi habitación para ir a por una ducha, me asomé a su cuarto y lo llamé. La cama estaba hecha y Stern ya no estaba allí. Apenas eran las ocho de la mañana y él ya no estaba, por lo que o bien no había pegado un ojo o bien, por el cansancio de nuestro día al aire libre, había dormido a pierna suelta.
Entusiasmada porque estaba segura de que él lo había pasado bien en nuestra salida del día anterior, porque lo había visto reír y relajarse, aunque en ningún momento demostró querer solidificar de modo más profundo nuestra relación, supe que nosotros dos estábamos mejor, que había esperanza. De verdad creía que él lograría quitarse el bloqueo de encima y que escribiría muchos más libros maravillosos.
Corrí a la ducha y así, a toda prisa, bajé al comedor, para encontrarlo, con un aspecto descansado y con mucho mejor semblante que los días anteriores.
En cuanto puse un pie en la estancia, Stern alzó la cabeza. Pese a la gorra, se le habían bronceado las mejillas y la nariz. No podía lucir más dulce ni más sexy, con su camisa blanca con un par de botones suelos, con su barba crecida y, sobre todo, con…
—Buenos días —me saludó, exudando testosterona por la voz y sonriéndome con tanta fuerza que mi corazón se puso a rebotar dentro de mi pecho, enloquecido.
Vi que sobre la mesa estaba su portátil, un cuaderno y una pluma Montblanc, una muy parecida a la mía.
—Buenos días, Stern. ¿Has dormido bien?
—Como un bebé. ¿Y tú?
—Sí, igual, tanto aire puro… y todo lo que caminamos.
—Sí, me acuerdo de lo que caminamos —me dijo, y me siguió con la mirada después de que recogiera mi taza vacía de mi puesto en la mesa y me fuera hasta el mueble a servirme café y a pillar algo de comer. Disfrutar del nivel de servicio del que Giulia nos proveía en cada comida era un lujo mucho más exorbitante del que pudieras recibir en ningún hotel. Sobre el mueble estaban dos de los tarros de dulce que había comprado el día anterior, así como parte de la fruta, los panes y parte de los bollos dulces. La noche anterior había convencido a Cecilio de que se llevara algunas cosas a su casa, aunque conseguirlo no fue tarea sencilla—. Gracias por sacarme de aquí, Elizabeth —añadió cuando iba a ponerme dulce y un par de rodajas de pan en un plato—. Lo pasé muy bien ayer.
—Y yo, fue estupendo. Tenemos que repetirlo.
Él asintió con la cabeza.
Cargué mi plato de comida y regresé a la mesa.
Él espió en mi dirección cuando tomé asiento. Con mi mirada, lo guie hasta sus cosas al otro lado de la mesa. Alcé las cejas y él sonrió tímidamente.
—¿Y bien?
—He logrado escribir algo, no mucho. Tampoco estoy muy convencido de que sea bueno.
—Es algo, es un comienzo. Siempre hay tiempo de editarlo.
—Sí, eso es cierto.
—¿Puedo verlo? —Me moría de curiosidad. Alcé la taza hasta mis labios para dar un primer sorbo y esperé. Lo vi ponerse incómodo.
—No te ofendas, Elizabeth, es que es algo… No es para nuestro proyecto en común, es solamente una tontería. Y te aseguro que ni siquiera es bueno. No te lo tomes a mal.
¿De verdad me estaba hablando en esos términos? Porque, además, parecía compungido.
Bebí un poco más y bajé la taza.
—Está bien, no hay problema, Stern. Lo bueno es que has podido escribir, es lo único que cuenta.
—Te juro que no es porque… Lamento haber escrito algo que no tenga que ver con lo nuestro; solamente necesitaba saber si podía, porque me he despertado necesitando hacerlo.
—En serio que no hay problema, tranquilo.
—Podemos intentar empezar a trabajar después de desayunar.
—Claro, no te preocupes. Sin presión.
—Quizá un día lo leas, si es que no lo borro todo —insistió él, sin poder moverse de ahí. En ese instante parecía todavía más atribulado que un momento atrás.
—Ok, Stern; en serio que no tienes de qué preocuparte, no me ofendo.
—Me da vergüenza que alguien lea lo que escribo antes de que el libro esté acabado.
—¿Vergüenza?
—Sí. Es estúpido, lo sé, pero… Lo siento, es que me siento como un idiota cuando todavía no lo tengo todo ahí. —Hizo un gesto con las manos, separando los dedos a más no poder, en paralelo a la mesa, como si por debajo de estas no tuviese la taza y el plato de su desayuno y sí un libro ya acabado e impreso.
—Stern, ok, no pasa nada. Relájate, si un día quieres enseñármelo…
—¿De verdad te interesaría leer lo que escribo?
Me limité a mirarlo.
—Es basura.
Sostuve mi mirada firme.
—Lo es. Juro que lo es.
—Ok, yo decidiré si es basura o no si algún día quieres mostrármelo.
—Sí, me gustaría que lo leyeras.
Poco faltó para que me pusiese a saltar en la silla.
—¿Te gustaría? —Tenía que preguntarlo, porque apenas si podía creerlo.
—Sí. Tú tienes una visión muy distinta a la mía.
—Sí, porque yo escribo basura —lo pinché, sin parar de sonreír. En realidad ya no me molestaba tanto lo que había dicho de mis libros.
—Elizabeth, yo… —Con sus ojazos azueles se me quedó mirando, removiéndose en su silla igual que si el asiento le quemara el culo.
—¿Tú?
—Lo lamento.
—¿Perdón? ¿Qué es lo que lamentas? —No tenía esa intención, pero tengo que admitirlo: vengarme un poquito de él era divertido.
—Elizabeth…
—Tienes terribles problemas para expresarte.
—Sí, los tengo, y no es una novedad —soltó a toda prisa, quizá olvidándose de que era conmigo con quien hablaba, o quizá no.
—Para mí es una novedad, Stern.
Se le escapó un largo suspiro de resignación o de derrota, no estoy segura.
—Lamento lo que dije, no fue con mala intención. Yo solamente… estaba molesto. Perdóname.
—Pero ¿crees que mis libros son basura o no?
—Elizabeth, accedí a escribir un libro contigo.
—Esa no es la respuesta a la pregunta que te he formulado. Esfuérzate un poco, Stern.
—Estoy esforzándome.
Se notaba que sí… Tenía el rostro rojo, juraría que había comenzado a sudar y no podía quedarse quieto, y él luego se quejaba de que yo no me quedaba quieta y que hacía caras cuando escribía.
—Esfuérzate un poquito más.
—No, no creo que lo que escribes sea basura. No lo es. Afirmar algo semejante sería como afirmar que un idioma es menos que otro solamente porque es diferente; lo que yo creo es que tú eres como el italiano y yo soy como el inglés, el inglés antiguo, el oxidado que ya nadie usa.
Mi sonrisa se ensanchó.
—No seas dramático, Stern. A mí me gusta el inglés antiguo, aunque esté un poquito oxidado.
—¿Sí?
Asentí con la cabeza.
—Realmente siento lo que dije. No tengo disculpa. Estaba terriblemente cabreado, de un mal humor galopante, y me preguntaron por ti y yo… —Volvió a suspirar—. Lo siento mucho. Encontraré un modo de retractarme públicamente. Lo haré, lo prometo. Lamento muchísimo si te hice daño si…
—Suficiente, Stern. Me vale con esta disculpa.
Su mirada continuó sobre mí al tiempo que sus labios dejaron de moverse.
Me valía con su disculpa, me valía con el modo en que me miraba, con que el día anterior hubiese disfrutado del paseo, con que hubiese vuelto a escribir, con que pudiésemos conversar, con todo eso que tan irreal parecía. Había ido a la Toscana para trabajar, había llegado allí creyendo que eso sería algo muy distinto, cumplir con un compromiso, escribir un libro con uno de mis autores favoritos, con uno de los hombres más inteligentes que había tenido oportunidad de conocer; había llegado allí creyendo que no habría modo de acortar la distancia entre nosotros, y con eso no me refería solamente a la profesional, y allí estábamos los dos en ese momento, compartiendo el desayuno, mirándonos a los ojos sin decir nada, sin huir, sin juzgar, sin máscaras.
Creí que una parte de mí pasaría los dos meses angustiada por lo que había sucedido con Santiago y, en vez de eso, lo veía a él y no podía pensar en nada más.
—Me alegra ver que puedes ser humano en público, que disfrutaste del paseo ayer. —Su mueca no cambió. Temí haberlo insultado—. No lo digo en el mal sentido, lo digo porque tú y yo jamás… Lo que quiero decir es que me alegra verte.
Alzó una ceja.
—Verte a ti, no solamente al escritor.
—¿Te alegra verme a mí?
Asentí con la cabeza. El silencio de las palabras volvió a caer sobre nosotros, no el de las miradas. Continuábamos hablando con los ojos, aunque todavía no conocía muy bien su lengua.
Sonreí y él me dedicó un amago de sonrisa también para, a toda prisa, apartar su rostro de mí. Me pareció que esa media sonrisa suya no era el resultado de forzar una, sino el de intentar contener una mayor, una que tomara cuenta de su rostro.
Stern alejó su mirada de mí.
—Los dulces que compraste ayer son exquisitos —me dijo.
—Sí. —Yo ya le había dado un mordisco a mi pan con dulce.
—¿Cecilio se llevó los frascos que compraste para él?
Definitivamente éramos nosotros dos, allí y en ese instante, y no solamente los escritores.
—Sí. Me costó convencerlo de que se los quedara, pero al final accedió.
—Dudo que te costara convencerlo. Puedes ser muy persuasiva cuando te lo propones.
—¿Eso crees? —canturreé, jugando.
—No necesito recordarte lo que hiciste ayer.
—¿Con eso quieres decir que te convencí?
Espió en mi dirección, con una ceja en alto.
—Me alegra tener ese poder sobre ti —lo pinché, sonriéndole.
—Seguro que sí —murmuró.
—¡¿Lo tengo?! —exclamé.
Sacudió la cabeza, poniendo los ojos en blanco.
—En verdad que me alegra saber que puedo controlarte así. Escribiremos el libro que yo quiera —jugué. En realidad no tenía el menor interés de tomar el control de la situación.
Stern me enfrentó con una cara de pocos amigos que fue el mejor pago.
—No tires tanto de la cuerda, Elizabeth.
—Ah, vamos, no vengas a hacerte el difícil ahora —canturreé de nuevo, y me dio la impresión de que él se sonrojaba un poco. Definitivamente podía ser humano en público.
—Tú no quieres que yo me ponga difícil.
—Uuuu, qué miedo. ¿Es una amenaza? Te haces el malo, pero en realidad eres bueno, tierno. Eres como un cachorrito. —¡Y una mierda!, definitivamente no era un cachorrito, era un pedazo de hombre, y por eso era más divertido provocarlo.
—Espera y verás. Veremos qué opinas de mí cuando llevemos dos semanas trabajando juntos.
—No me harás odiarte.
Giró la cabeza y me miró.
—No lo conseguirás. Ya me has convencido de que no eres tan arrogante como creía que eras, de modo que estás perdido, no me convencerás de lo contrario.
—¿En qué momento te convenciste de que no lo soy?
—Tranquilo, Stern, no le diré a nadie que tienes una sonrisa bonita.
Lo vi tragar; su cuello se ensanchó como si por su garganta hubiese bajado entera una de las preciosas manzanas que había sobre el mueble, junto con otras frutas, en el servicio de desayuno.
Me miró, lo miré. Lo dejé estar, porque quizá había ido un poco demasiado lejos.
—¿Alguna idea de lo quieres escribir?
—He dormido, pero necesito una taza más de café, Elizabeth. Esto para mí es un madrugón. Ten un poco de piedad.
Le sonreí, alcé mi taza de café y bebí.
Entre los dos ayudamos a Giulia a recoger la mesa, pero ella nos despachó antes de que pudiésemos terminar; prácticamente nos echó, diciéndonos que nos fuésemos a trabajar.
Stern se fue directo a la sala y yo subí a buscar mis cosas.
Cuando regresé a él, lo encontré con su cuaderno sobre su muslo derecho, tomando notas con la pluma que definitivamente era igual a la mía.
—¿Se te ha destrabado el bloqueo?
Su respuesta fue una sonrisa.
Sí, él se había destrabado y, entre los dos, conseguimos comenzar a discutir sobre lo que podía ser el libro.
Con pósits que él puso en mi poder, comenzamos a escribir notas, a llenar la pared de lo que podría ser el libro que íbamos a escribir.
De tanto hablar, se me secó la boca, y él fue a buscar té mientras yo terminaba de reorganizar las etiquetas en la pared según los últimos cambios que habíamos acordado.
Además de té, trajo galletas.
Él me pasó una taza cuando yo todavía estaba de pie frente a la pared repleta de papelitos amarillos. Cogí la taza dándole las gracias, él me ofreció una galleta; antes de tomar una para mí, recogí una y la dirigí a su boca… Lo interrumpí justo cuando me decía que creía que el protagonista debía tener un solo hijo.
Yo había estado pensando exactamente lo mismo un segundo atrás, por lo que quité de la pared el papelito que tenía el nombre de la hija. Hice una pelota con él mientras Stern sonreía. Por lo visto los dos habíamos llegado exactamente a la misma conclusión. Arrojé la pelotita sobre la mesa, cogí otra galleta y se la ofrecí. Él abrió la boca, aceptándola. Con la mano libre me señaló el pósit que hacía referencia a la segunda guerra mundial y lo movió hacia el comienzo del libro.
Yo no tenía por costumbre planear con tanto detalle mis libros, pero si él lo necesitaba… Además, acordamos que podíamos hacer cambios sobre la marcha si así lo considerábamos necesario.
Cogí otra galleta del plato y me la metí entera en la boca.
—Son orgásmicas —le dije, todavía masticando.
Stern sonrió y se metió otra en la boca.
—Regresaremos a casa rodando —añadí.
—Totalmente —convino, ofreciéndome el plato otra vez, con una sonrisa pícara en los labios.
Los pósits en la pared cambiaron una y otra vez, acabamos el segundo paquete, la forma en la pared mutó. Almorzamos, bebimos más té que él fue a buscar, que luego supe que había preparado personalmente, igual que por la mañana.
El sol comenzó a caer y nosotros continuábamos tomando notas y discutiendo detalles para acabar teniendo las mismas ideas.
Para cuando Andrea vino a avisarnos de que la cena estaba lista, nuestro libro tenía su esqueleto sobre la pared.
No nos habíamos gritado ni una vez, no nos habíamos mandado a la mierda, ninguno de los dos se había ofendido, ninguno de los dos había intentado imponerle nada al otro. Ni siquiera hubo necesidad, porque, por lo visto, su cabeza y la mía funcionaban de un modo mucho más similar del que hubiésemos podido imaginar.
—¿De verdad haremos esto? —susurró con la mirada recorriendo la pared después de que Andrea nos dejara una vez que le dijimos que en un momento estaríamos en el comedor.
—Eso parece —le respondí con una amplia sonrisa, porque yo también apenas podía creerlo.
Stern deslizó su mirada hasta mí.
—Lo haremos.
¿Cómo negárselo a la rotundidad de la mirada que me lanzó?
—Por supuesto que sí. Haremos esto.
Sonrió.
Cenamos juntos y nos dimos las buenas noches después del postre, porque él pasó del café y yo estaba agotada.
A la mañana siguiente salí a correr y otra vez, al regresar, encontré su puerta abierta y luego a él en el comedor, poniéndose de pie para darme los buenos días. Lo vi tomar una taza y servir café, al cual le añadió leche. El café no era para él, porque su taza estaba en su sitio, sino para mí.
—¿Así está bien de leche? —me consultó mientras yo me servía Nutella y pan en un plato.
—Sí, perfecto.
—¿Has dormido bien?
—Hasta que un condenado pájaro se ha puesto a cantar en mi terraza. Menos mal que me había ido a dormir temprano.
—Si te molesta otra vez, te cambio de habitación.
—Lo que tú quieres no es evitar que el pájaro me despierte, sino quedarte con mi terraza.
Le sonreí.
—El pan está buenísimo.
—¿Quieres uno con Nutella?
—Ya he comido dos.
—Uno más, eres enorme… Seguro que ese cuerpo tiene espacio para otra rebanada —le dije, y comencé a preparárselo.
Su media sonrisa…, ese hombre era una delicia cuando se dejaba ver.
Stern llevó mi taza a la mesa y luego vino a servirme un vaso de zumo de naranja.
Lo vi darle un mordisco a su rebanada de pan con Nutella.
—¿Puedo decirte que estoy nervioso? —me planteó tras beber un sorbo de café.
—Solamente si me permites a mí decirte que también estoy nerviosa.
—Nunca he hecho esto, Elizabeth.
—Tranquilo, Stern, lo tenemos bajo control.
Nos costó arrancar, pero lo hicimos.
Esa mañana él no fue a por té, pero sí lo hizo por la tarde, cuando, después de almorzar, ya avanzábamos con paso medianamente firme.
Para el atardecer teníamos un decente primer capítulo, por lo que decidimos acabar nuestra jornada allí.
Él se fue al gimnasio, y yo, a llamar a mi familia y a Tony para avisarlos de que, al fin, nuestro trabajo comenzaba a convertirse en realidad.