No había resultado. Terminé de convencerme de que no funcionaría en un futuro cuando me di la vuelta después de despegar mis labios de los de Lucca y girar para encontrármelo mirándome por entre la gente que abarrotaba aquel local.
Debía de haber una decena de personas entre él y yo y, aun así, sus ojos estaban en mí.
Stern no apartó la vista y me dolió porque algo en sus ojos zafiro no iba bien.
La distancia entre él y yo era mayor que la física, y así acabé de entender que no me divertía con Lucca, que nada más sucedería entre él y yo, porque no era con él con quien quería estar, sino con Stern. Y en ese momento Stern no tenía aspecto de querer tenerme ni remotamente cerca.
Cómo no culparme si me había comportado como una hija de puta. Ni siquiera lo había presentado y lo abandoné en la barra con mis cosas y su bebida, bebida que en ese instante alzaba hasta sus labios otra vez.
Iba a pedirle perdón con la mirada cuando Lucca me agarró por la cintura para pegarme a su cuerpo y comenzar a besarme el cuello.
Stern había apartado los ojos.
Lo que acababa de hacer era el broche final para aquello que comenzó conmigo diciéndole que era un estupendo compañero de trabajo, que sin duda podríamos ser buenos amigos. Yo tenía muy claro que, para su bien, lo mejor que podía hacer era eso, alejarlo de la parte de mí que le rompería el corazón.
Tarde.
En ese momento, mirándolo, me dio la sensación de que ya se lo había roto.
A lo mejor solamente alucinaba. Yo no tenía nada con qué romper su corazón, porque él no estaba interesado en mí de ese modo, me dije. Simplemente debía decepcionarle mi espantoso comportamiento. Seguramente él, con lo educado y recto que era, me habría presentado si alguien se le hubiese acercado a hablarle.
Las manos de Lucca aparecieron por todas partes sobre mí. Volvió a besarme y no lo sentí ni un cuarto de bien de lo que había sido la primera vez, porque entonces había intentado engañarme; ya no podía. Aun así, una parte de mí no quiso soltar su beso. ¿Podía divertirme una noche, no?
No.
Al poco rato quedó claro que no.
Le dije a Lucca que estaba cansada, él propuso que nos fuésemos, su casa estaba cerca.
Cuando le contesté que no, miró directo hacia Stern; yo le había contado con quién estaba allí y por qué, y él me vio dejarle mis cosas a Stern, pero los dos lo ignoramos. Lucca ya no podía ignorarlo, tampoco yo.
—De verdad que estoy cansada y tengo que llevarlo a casa. Ha bebido y yo no —le expliqué por encima de la música.
—¿Nos vemos mañana?
Mi respuesta fue la que generó la reacción que yo causaba en todos los hombres. No podía decir que le hubiera roto el corazón, porque acabábamos de conocernos; sin embargo… esa era yo, poniendo distancia, alejando de mí cualquier posibilidad de caer en sentimientos que no sabía cómo corresponder correctamente. Lo había hecho con Santiago, y había tomado distancia con Stern también.
Lucca me miró y un segundo más tarde, sin añadir nada más, dio media vuelta y se perdió entre la gente para dejarme allí de pie, sola.
Yo, allí sola, y Stern bebiendo en la barra con la vista fija en su vaso.
Ni siquiera me oyó llegar de tan ensimismado que estaba y, cuando le pedí mis cosas, se sobresaltó.
No formuló pregunta alguna cuando lo avisé de que nos íbamos, simplemente bajó su vaso para posarlo en la barra, se levantó y extendió mi chaqueta para que me la colocara, como el caballero que sabía que podía ser.
Una vez que me la cerré, me pasó mi bolso.
En silencio, conmigo por delante y él siguiéndome de cerca, dejamos el bar para ir a buscar la camioneta.
El cambio de temperatura del bar a la calle me hizo encogerme sobre mí misma, o quizá fuese que así de helado se sentía el infierno, porque ahí era donde había ido a parar por ser tan hija de puta.
Me estremecí, si hasta los pies tenía congelados.
Maldije mis sandalias, me arrepentí de no haber salido en zapatillas deportivas e, injustamente, deseé tener uno de sus brazos rodeando mis hombros.
Lo que habría dado por poder acurrucarme a su lado.
Encogida como estaba sobre mí misma, espié en su dirección pese a que temía encontrarme con su mirada, porque no sabía cómo disculparme por dejarlo plantado, por ignorarlo, por…
Estaba quitándose su chaqueta.
Stern se quitaba la chaqueta.
Mis pasos se detuvieron al instante.
Él caminó hasta mí y, sin soltar palabra, acomodó la americana de su traje sobre mi chaqueta vaquera.
—Gracias. —Mi voz no fue más que un susurro.
La de él fue silencio. Echó a andar, dejándome atrás.
De inmediato apresuré el paso y lo alcancé, porque él tampoco iba muy rápido y se le notaba que cargaba unas copas encima.
Él fue directo a la puerta del acompañante mientras yo buscaba la del conductor.
Subí y me quité su chaqueta de encima; en cuanto entró, se la tendí.
—Gracias —volví a decirle. Él apenas si me miró, cerró la puerta, dejando la chaqueta sobre sus muslos, y se puso el cinturón de seguridad.
Arranqué el motor y puse la calefacción, porque me helaba.
El frío provenía de mi interior.
Programé el GPS y puse en marcha la camioneta para salir del pueblo a poca velocidad, viendo la noche avanzar por sus calles.
De no haberlo arruinado, en ese instante podríamos haber conversado sobre la cena, sobre el bar, sobre lo bonito que se veía Montalcino a esas horas; en vez de eso, todo fue silencio.
Silencio cuando salimos del pueblo.
Silencio cuando las ruedas comenzaron a girar suavemente sobre el camino bordeado de olivos.
Las veces que fisgué en su dirección, lo encontré con la vista al frente, probablemente sin centrarse en nada.
Mierda que, si no nos recuperábamos de eso para mañana, no tenía ni idea de cómo haríamos para escribir.
Me puse más y más nerviosa a medida que nos aproximábamos a la villa, porque él estaba quieto, muy quieto y un tanto ausente, y no daba la sensación de que fuese por culpa del alcohol; yo, en cambio, no podía quedarme quieta o dejar de buscarlo con la mirada.
Cuando el paisaje se tornó familiar pese a la oscuridad, entré en pánico.
—Stern —lo llamé, con la vista en el camino.
—¿Elizabeth?
Dirigí la vista hasta él; su rostro estaba vuelto hacia la ventanilla de su lado. Ni siquiera le quedaban ganas de mirarme a la cara.
—Ha sido una noche agradable, ¿no crees? —En cuanto lo dije, me entraron ganas de morderme la lengua. Lo había sido hasta que la había arruinado. Quedó claro que la había arruinado cuando él giró su cara en mi dirección para mirarme.
—Sí. —Su respuesta verbal no coincidía con la que me daba la mueca en su rostro.
Quise sonreírle y no pude.
—Stern… —Él había apartado su cara otra vez—. Perdona por lo del bar.
Despacio, deslizó su mirada hasta mí. No dijo nada.
—Por no presentarte —añadí a toda prisa—. No era nada serio. Lo siento, debería haberlo hecho. Me he comportado como una bestia. Lo siento, no estoy acostumbrada… No sabía, no creí que tú… es que como… —Me detuve para tragar aire—. Lo siento, he sido un asco de persona allí.
—No te preocupes. No hay problema, lo entiendo. Dijiste que querías divertirte. He pensado que él y tú… La próxima vez deberías salir sola; de todas maneras, yo no soy muy buena compañía. Debería haber regresado solo en un taxi o algo así. Podrías haberte quedado en Montalcino con él. Me he cargado tu noche. —Se llevó una mano a la frente—. No debería haber bebido.
—No, lo lamento; hemos salido juntos, yo debería haberme quedado contigo en la barra.
—No, no necesitas hacer eso por mí. Realmente a mí no me gustan mucho los bares ni salir. No soy de ese tipo de persona. Seguro que, si tu amigo viene de visita, podrás salir a divertirte con él.
—Yo me he divertido contigo, la cena ha sido agradable. —Tenía que hacerle entender que el problema allí era yo, no él, porque Stern era demasiado propenso, según me parecía, a no verse con demasiados buenos ojos; pese a que se rodeaba de un aura de engreimiento, en realidad entendía que la seguridad de Stern estaba sobre sus libros, no sobre su persona. Stern no se exponía, por eso aquella barrera suya de tipo distante, un tanto frío y soberbio. Cuando Stern no pensaba tanto, cuando se soltaba a sus impulsos, definitivamente era dulce y atento. Imaginé que debía pasar demasiado tiempo pensando en cómo ser perfecto y quizá no simplemente él.
Cuando era simplemente él…
Su chaqueta sobre mis hombros y una infinidad de pequeños gestos más. Eso y las cosas que escribía, incluso las que escribía conmigo presente, porque él también era sensible a la hora de escribir.
De verdad quería ser su amiga, por eso prefería no arruinarlo con mis ganas de besarlo o de meterme en su cama. Podíamos tener futuro como compañeros de letras si yo no lo estropeaba intentando ser algo más.
—Te pasarás la salida —articuló, monocorde, regresándome a la realidad, y así fue cómo pesqué la advertencia del GPS. Llegábamos a la casa.
Aminoré la marcha y tomé el camino hacia la villa.
—Deberíamos repetirlo, juro que la próxima vez no te dejaré plantado. Perdón. Estamos aquí juntos.
—Estamos aquí juntos para escribir un libro, el resto del tiempo eres libre de hacer lo que quieras, Elizabeth. No eres mi niñera, puedes salir a divertirte sola. No necesitas andar cargando conmigo. Puedo quedarme en la casa solo sin problemas.
—Pero que… Perdona, de verdad, Stern, debería haberte presentado.
—Deja de disculparte, Elizabeth; no pasa nada, no es tan terrible. Solamente lamento que hayas tenido que traerme.
La casa apareció a la distancia.
—¿Seguro que no puedes regresar con él?
—No es que no pueda. Es… —Me detuve. No podía decirle que prefería estar con él, no al menos en el modo en que quería estar con él—. Estoy cansada.
—A mí se me parte la cabeza. He bebido en exceso.
—Te conseguiré paracetamol.
—Yo tengo.
—Puedo prepararte una taza de té.
—No, está bien, solamente necesito largarme a la cama.
¿Podía ofrecerle acompañarlo?
La casa fue agrandándose al otro lado del parabrisas.
—Mañana nos tomamos el día de descanso. Creo que a los dos nos sentará bien.
Estupendo, ponía distancia entre nosotros.
—Sí, claro. Retomaremos el trabajo el lunes.
—Sí. —No sonó convencido.
—Stern —lo llamé, sin saber qué más decirle.
—¿Qué? —inquirió sin entusiasmo alguno, girando su rostro otra vez hacia mí.
—¿Todavía podré tener esos ejemplares firmados?
—Sí, claro, seguro que tengo en casa. Mañana mismo le pediré a Charlotte que los envíe a tu casa. ¿Hay alguien para que los reciba?
—¿No me escribirás dedicatorias personalizadas?
Se limitó a mirarme.
—¿No te inspira escribirme nada? Puedes insultarme si quieres, te doy permiso. Te prometo que mis padres no me criaron así. A veces soy un desastre, en todo, es puramente mi responsabilidad.
—Elizabeth, en serio que no ha sido una gran cosa.
—Entonces por qué… —Me detuve porque sus ojos azules estaban otra vez sobre mí, mirándome como el distante Stern de los eventos de la industria en los que coincidíamos. El camino acabó. Estacioné la camioneta frente a la puerta principal.
Stern se quitó el cinturón de seguridad.
—Stern…
Él abrió la puerta de su lado y yo no pude moverme ni para quitarme el cinturón de seguridad.
—Por favor, Elizabeth, olvídate ya de esta noche, todo sigue igual. Baja, necesito meterme en la cama y no puedo dejarte aquí sola. Baja.
Seguí sin moverme.
—Si quieres regresar con él…
—¡No! —exclamé, al borde de la desesperación.
¡Mierda!, necesitaba decirle que me gustaba, necesitaba advertirle de que no debía acercarse demasiado a mí o esperar mucho más de mi persona que ese desastre que se había comportado como una maldita en el bar.
—Bueno, entonces baja. Necesito dormir.
—Stern…
—Elizabeth, por Dios, baja de una vez. No pasa nada, ha sido una tontería.
Para mí no lo había sido y me daba la impresión de que para él tampoco; estaba enfadado, no era el mismo Stern que cuando habíamos cenado y por supuesto ni remotamente el mismo que esa tarde, cuando escribíamos, o el que salió de la casa para estudiarme de pies a cabeza con intensidad, con una intensidad que deseaba sobre mí en ese instante. De camino al pueblo había imaginado lo que debía sentirse al estar con él en la intimidad para recibir ese tratamiento. Él me veía como si yo fuese algo único, verdaderamente único, probablemente porque no debía de ser su tipo de mujer y porque le costaría comprender cómo una mujer podía ser así, y sin embargo… Quería ser diferente y única para alguien, al menos por una noche.
No podía ser una noche para él, eso lo arruinaría todo. Y desde ya que él no debía quererme a mí ni para una noche.
Él y yo no éramos eso.
Él y yo…
La cabeza acabó dándome vueltas.
—Baja, Elizabeth —me pidió, sonando agotado.
Obedecí, quitándome antes el cinturón de seguridad.
Cerró la puerta de su lado cuando yo salía de la camioneta y, al pasar por la parte delantera de esta, noté que se había quedado esperándome. Sus pasos se reanudaron cuando lo alcancé.
Abrió la puerta y me cedió el paso.
—¿Seguro que no quieres té?
—Seguro. Solamente necesito meterme en la cama. ¿Subes?
—Sí.
Con el silencio entre nosotros otra vez como una tercera presencia que no quería dejarnos del todo, avanzamos por el corredor hasta la escalera.
Me cedió el paso al llegar a esta, pese a que había lugar de sobra para que trepásemos los escalones los dos a la par.
Sus pasos eran pesados y lentos, todo lo contrario que su respiración. ¿Estaba nervioso, ansioso, furioso conmigo? Muy probablemente lo último.
Alcanzamos el descansillo de la escalera y ralenticé el paso. Lo miré, él siguió de largo.
Tambaleando sobre mis sandalias, aceleré el paso y lo alcancé. Él apenas registró mi llegada con un parpadeo.
—¿Qué harás mañana?
—Dormir. —El poderoso e intocable Stern dormiría. Me merecía el tono que acababa de usar conmigo.
—Bien, claro… pero imagino que no dormirás todo el día.
Alcanzamos el pasillo del primer piso.
—No creo que haga mucho más…, leeré un poco… No lo sé.
—Podemos leer juntos —propuse.
—Seguro que tienes planes más divertidos que quedarte sentada a mi lado leyendo.
—A mí me gusta estar contigo —susurré con una timidez que no era propia de mí.
Stern se detuvo para mirarme como si no comprendiese a quién tenía a su lado.
—No tienes que quedarte conmigo todo el rato. Eso no figura en el contrato. Cuando no estamos escribiendo, puedes hacer con tus horas lo que te plazca.
—¿Puedo elegir estar contigo?
Inspiró hondo y soltó el aire con fuerza, apartando la vista hasta el fondo del corredor en dirección a su cuarto.
—Lo digo en serio, lamento lo de esta noche. Lamento todas las otras veces que no he intentado llegar a ti, que me di por vencida en cuanto tú apartabas la mirada. Siempre creí que no querías saber nada de mí. Hemos perdido casi seis años por eso.
—No fue puramente tu responsabilidad, Elizabeth.
—Yo no contribuí, en el fondo te juzgué sin conocerte. No tenía ni idea de quién eras y de todas formas di por sentado que tú no querías saber de mí.
Sus ojos regresaron a los míos, para que su mirada se quedase suspendida sobre la mía.
—Debí insistir.
—Yo me comporté como un canalla durante mucho tiempo contigo. Lo cierto es que, en el fondo, siempre he sabido que no soy del tipo de persona con la que tú te rodeas y eso está bien. Admitamos las cosas como son.
—Las cosas no son así. Hacemos un buen dúo.
—Sí, un buen dúo a la hora de trabajar y nada más. —Sus últimas dos palabras sonaron a cristal roto, a afiladas astillas. ¿Estaba herido por lo que le había dicho? ¿Podía ser que él… que quisiera algo más? Definitivamente estaba imaginando cosas, pero…
—Seguramente querrás volver a ver a ese tipo. Sal con él, seguro que te divertirás.
No necesitaba que nadie me explicara cómo sonaba un hombre celoso, yo ya lo había oído en varias ocasiones, y en ese momento en mis oídos reverberaba otra muestra de aquello. Stern, ¿celoso? Sin duda sus celos debían de ser el producto de su desconfianza de que yo, por irme de fiesta, no iba a cumplir con mis obligaciones profesionales. Desde ya que no debía querer hacerme de niñera, que no debía tener paciencia para eso.
Estudié su rostro, procurando encontrar respuestas.
—Con que estés aquí de regreso el lunes por la mañana… —resopló.
Definitivamente sonó celoso.
Se me escapó una sonrisa.
No podía creer que Jude Stern estuviese haciéndome una escena de celos.
—¿Qué es lo gracioso? —refunfuñó, cruzándose de brazos.
—¿Si hubieses conocido a una mujer en el bar, te habrías ido con ella?
—Yo no necesito conocer a nadie —gruñó.
—Podrías haber pasado una buena noche de sexo. No tendría que ser para comenzar una relación con miras a un futuro.
—¿Era eso lo que ese tipo significaba para ti?
—No has respondido a mi pregunta —lo enfrenté, alzando la barbilla, considerando sobre su mirada, sobre sus labios, si nosotros podíamos ser eso. Sexo mientras estuviésemos allí. Compañeros de trabajo con algunos beneficios.
—Tú tampoco has respondido a la mía.
—Me gustas —solté antes de pensarlo una segunda vez. Si Stern me cerraba la puerta en la cara, los dos estábamos fritos; bueno, yo más que él, porque, por quién era, tendría una larga carrera por delante; en cambio, yo…
—El que ha bebido he sido yo —replicó después de parpadear exactamente tres veces.
—No tengo el juicio nublado, Stern, tampoco la vista. Me gustas. No me he ido del bar con Lucca porque me gustas. —Podía visualizar mi fosa profundizándose cada vez más—. Tú no querías que me fuera con él, ¿no es así? —verbalicé, porque me daba la sensación de que él no diría nada a menos que yo le diese un empujón. Bueno, tal vez solamente estuviese poniéndome en ridículo.
—No —farfulló entre dientes apretados.
—Podemos hacer esto mientras estemos aquí. Olvídate de lo que dije, Stern, podemos ser algo más que simples compañeros de trabajo. Podemos divertirnos mientras estemos en la Toscana, o al menos esta noche. Nada de ataduras ni compromisos; el único contrato que firmamos fue con Warren, todo lo demás puede acabarse cuando queramos.
—Tú lo acabarás pronto. No sabes lo que propones.
—Y tú no tienes ni idea de con quién te metes.
—Con alguien que no merezco —susurró.
—Stern… —No entendí por qué decía algo semejante. Evidentemente su imagen de mí estaba muy falseada.
—Me odiarás.
—Nunca te he odiado, no seas tonto, creo que solamente te tenía un poquito de miedo. Temía que me dijeras a la cara que nada en mí te gustaba; ni lo que escribo ni cómo soy.
—Tú no ni tienes ni idea —jadeó, dando un paso al frente—. Me gustas, me gustas mucho. Me aterras, siempre te he temido. Me asustas hasta el punto de incapacitarme. Dudo poder estar a la altura de aquello a lo que estás acostumbrada.
—¿Por qué?, ¿la tienes corta? El tamaño de la polla no importa si sabes cómo usarla.
El rostro de Stern se puso del color de los pimientos que había en la huerta de la villa.
—No me ha dado la sensación de que sea corta… a menos que lleves algo más ahí abajo.
—No es corta, y no digas nada más si luego decides que te darás la vuelta y te meterás en tu cuarto para dejarme aquí solo de pie —musitó con su voz sonando profunda, cargada de la densidad de deseo que comienza a juntarse en tu cuerpo cuando sabes que sucederá.
—No voy a dejarte solo. ¿Me dejarás sola tú a mí?
—Que quede entre nosotros.
—No pensaba convertirlo en una declaración pública.
—Suerte que la casa está vacía, porque, si no, lo sería.
—¿Me harás gritar? —lo pinché, entusiasmándome.
—Haré que quedes afónica.
—Nunca oí a Stella afónica.
—Porque Stella no me motivaba a hacerle todas las cosas que quiero hacerte a ti —jadeó.
—¿Es el vino?
—Eres tú. Te lo advierto, corremos severo riesgo de no volver a escribir ningún otro libro.
—No me asustas.
—¿No quieres escribir más libros conmigo? —me dijo, avanzando hasta mí con el andar de un león que rodea su presa, hasta alcanzarme.
—Sí.
—Acabarás odiándome, Elizabeth. Podríamos escribir docenas de libros más.
¿Y perderme esa oportunidad?
—No importa. —En ese instante no podía pensar en otra cosa que no fuese el aroma de su masculinidad plantada frente a mí; en que tenía que alzar la cabeza para mirarlo a los ojos por lo cerca que lo tenía; en que sentía su aliento a whisky en mis labios; en que el calor de su cuerpo ardía de un modo diferente a su tibieza normal. A este Stern yo no lo conocía y me moría por familiarizarme con él—. Esto no arruinará nuestro trabajo.
—Eres una ilusa. Tan inocente…
—No soy inocente.
—Sí que lo eres. Eres confiada, dulce, amable, se nota en lo que escribes. Siempre esperas lo mejor. No puedes ocultarlo. Para ti todas las personas son buenas, pero no todos somos dignos de ti.
—No digas tonterías y bésame de una vez.
Se quedó observándome sin moverse.
—Si arruinamos el libro… —susurró, bajando sus labios hasta los míos, hasta que percibí la energía que irradiaba su carne.
—No arruinaremos nada.
—Yo lo haré.
—¿Ya quieres deshacerte de mí?
Su respuesta llegó con el movimiento lento pero decidido de su brazo subiendo por mi costado, apenas palpando la manga de mi chaqueta vaquera. Me dieron escalofríos, se me puso la piel de gallina. Su mano pasó de la prenda a mi cuello.
Había notado que tenía manos grandes y fuertes; entendí que eran todavía más poderosas de lo que me había atrevido a especular cuando su palma tomó mi nuca entrando por debajo de mi melena para que, a continuación, sus dedos aferraran mi cráneo con toda la intención de no permitirle escapar.
—No quiero deshacerme de ti. No quiero que nadie más te tenga, no al menos mientras estemos aquí. Dime que nadie más te tendrá.
¿Tenerme?
Las rodillas se me aflojaron.
Usualmente, que me dijeran esas cosas, provocaba que mi cerebro se pusiese a chisporrotear; sin embargo, que él reclamara posesión sobre mi carne…
Mi interior se contrajo. ¿Por qué nadie me había advertido antes de que Stern podía ser así de sexy?
Separé los labios, pero nada pude hacer; su mirada no me dejaba hablar y lo único que conseguía expresar mi cuerpo era el deseo que sentía por él. Mi equilibrio se vio empobrecido y, de no ser porque me tenía sujeta por la cabeza, me habría ido de culo al suelo.
—Si hasta me dieron celos del modo en que ese chiquillo te miró cuando llegamos.
—¿Qué? —balbucí, completamente intoxicada por su aroma, y no me refiero a su aliento a alcohol.
—Andrea —explicó.
—Tiene diecisiete años.
—Debió de masturbarse pensando en ti la noche en que te conoció.
—Stern, ¿qué…?
Apenas si podía creer que tuviese eso en la cabeza desde antes de ese momento. Sí, yo había notado que de tanto en tanto se fijaba en mí, pero ni remotamente hubiese imaginado que pudiese sentirse celoso por el modo en que un adolescente me miraba o por lo que ese adolescente hubiese podido hacer después de conocerme. ¿Desde cuándo pensaba así de mí? ¿En qué momento se había fijado en mí? ¿Qué habíamos estado haciendo los últimos casi seis años?
Yo no lo había alejado de mí, directamente ni siquiera le había dado espacio; por eso él solía ser, si no la única, al menos una de las escasas personas a las que, en las reuniones del gremio, yo no abrazaba en el momento de saludarlo. Era más que eso, a él ni siquiera me había acercado lo suficiente jamás. Ni un apretón de manos. ¿Tanto miedo había tenido de su posible desprecio?
En vez de cuestionarlo con palabras, alcé ambas manos hasta su pecho y lo toqué. Mis palmas aterrizaron sobre sus pectorales, esos que adiviné a través de la camiseta con la que dormía la mañana en que entré en su cuarto para despertarlo.
—Es la primera vez que me tocas —me dijo a la boca, en voz muy baja.
Mis manos subiendo por su pecho le anunciaron que no sería la última. Decididamente, no, porque cada palpitante fibra de su cuerpo me extasiaba. Allí frente a mí tenía a un hombre que comenzaba a conocer, uno cuyo interior apenas si conocía, pese a que llevábamos casi seis años compartiendo el mismo ámbito. Años de leer sus libros y querer decirle lo mucho que admiraba su trabajo, lo mucho que amaba sus palabras, porque eran valientes, certeras y crudas. Años de preguntas que respondí por él, años de especular en vano.
Mis manos subieron hasta su cuello y, cuando mi piel hizo contacto con la suya…
Infinidad de veces había puesto en palabras aquella descarga fatal que los amantes de la literatura experimentan en aquel momento cúlmine en el que al fin comienzan a fundirse en uno a quien aman y desean. Yo había experimentado deseo, pasión, había amado, pero nunca con locura novelesca; lo que había sentido en mis relaciones hasta la fecha era real, mundano, con los pies sobre la tierra, sopesando los posibles desastres que pudiesen convertir en cenizas la relación; había tenido sexo por química, había estado junto a personas que no eran del todo buenas para mí, permanecí junto a otras a las que sabía que no les hacía bien (Santiago era una de ellas)… Mi vida había tenido un poco de todo, porque yo no me prohibía lo que deseaba intentar.
Eso creía hasta la fecha.
La carne que tenía entre mis manos lo desmentía todo, lo apartaba todo a un segundo plano.
Procuré encontrar la mentira en lo que sentía y no fui capaz. Mis manos nunca se habían sentido tan bien sobre el cuerpo de alguien y la presencia de ese alguien nunca se acomodó a la mía con tanta sencillez. Stern y yo, en muchos aspectos, ni siquiera teníamos que hacer el esfuerzo. Tampoco necesitaba esforzarme por encontrar puntos en común con él, porque estaban por todas partes.
La textura de su piel, la fuerza debajo de esta…
Rodeé su cuello con mis manos y él tragó profundo, rotundo. Hasta en eso era terriblemente masculino, así como lo era en su elegancia, en su modo de hablar, en su mirada.
«Ser suya…», pensé, y lo deseé, buscando la clave de su ser en la profundidad de sus ojos. Anhelaba que me confesara todos sus deseos, que se desnudara por completo para mí al hacerme suya. A mí fácilmente se me escaparían todos los secretos en cuanto sus labios me tocaran.
¡Mis manos estaban sobre el cuello de Jude Stern!
Podría escribir cientos de libros con cualquier otro autor, pero nadie podría escribir palabras como las que él escribía para mí en este instante.
Me estiré y él se inclinó hacia delante para permitir que mi brazo rodeara su cuello. Stern pegó su cuerpo al mío, tomándome por la cintura.
La contundencia de su agarre se movió hasta la parte baja de mi espalda.
—¿Cómo es que te tengo entre mis brazos? —Al hablar, sus labios rozaron los míos apenas un poco. Todas las células que conformaban mi cuerpo estallaron en llamas.
—Mejor no me sueltes, las piernas no me sostienen —le dije, mirando sus labios. Necesitaba con desesperación que me besara.
Sonrió.
¡Stern sonrió!
Alcé la vista hasta su intensa mirada.
—¿Me besarás o no?
—Todavía estás a tiempo de arrepentirte. Al menos puedes librarte de mí en este aspecto.
—Yo no quiero librarme de ti, Stern, quiero que me lleves a tu cama. —Deseaba su aroma rodeándome por completo.
—Si lo arruino, Charlotte me matará.
—Tony ya habría acabado conmigo si viera mis pensamientos. Pero él no está aquí. Solamente tú y yo estamos aquí.
Stern me atrajo con fuerza, apretándome contra su cuerpo. En la parte baja de mi abdomen sentí que no escondía más que su cuerpo en sus pantalones y que su cuerpo era absolutamente divino, digno de un dios griego. Y ese maravilloso cuerpo estaba entusiasmado por mí.
Su mano bajó hasta mi trasero. Agarró mi culo con descaro, lo cual me arrancó una sonrisa porque no lo imaginaba haciendo nada semejante.
—¿Stern? —inquirí, divertida, con una ceja en alto.
—Vi tu trasero enfundado en esos leggins con los que sales a correr, ¿qué más podías esperar de mí?
—¿Debo entender que te gusta?
Vi sus pupilas dilatarse todavía más cuando su mano apretó.
El placer empujó hacia arriba por mi garganta un gemido de placer.
—Soy humano, Elizabeth, y sin duda que soy mucho más que mis libros.
Ese vozarrón suyo, incluso sin sonar más fuerte que un suspiro, era tan terrible como un terremoto.
Mi cuerpo volvió a estremecerse desde el interior. Me pegué a él, me moría de necesidad de sentirlo, de descubrir lo que sería estar en sus brazos sin ropa de por medio…, pensar en él dentro de mí, moviéndose dentro de mí.
Mis párpados cayeron, pesados, y al mismo tiempo su caliente boca, perfumada con los aromas tostados del whisky que había bebido, alcanzó la mía para, muy despacio, deslizar sus labios sobre los míos con sus dedos apretando mi cráneo y mi trasero, buscando más de mí.
Ese hombre iba a destrozarme; ese hombre iba a darme lo que tantas veces había escrito y mucho más, porque él era real.
Sus labios recorrieron el camino en sentido inverso y, al llegar a la comisura de mi boca, besó con dulzura mi piel.
—Me fascina cómo hueles. —Su voz apenas si sonó, pero igualmente lo oí, porque sus palabras se metieron por mis poros.
Un beso más sobre mi piel, su aliento caliente sobre mí.
—Tu cuerpo me hace sentir tan bien.
—El tuyo… —Me quedé sin aliento, porque Stern ladeó la cabeza para, con sumo cuidado, besar mi cuello.
—Eres dulce.
Y me estaba derritiendo como caramelo al sol. Él era el sol.
Sus labios llegaron hasta mi oreja, su nariz, detrás de esta; lo noté inspirar hondo sobre mí.
—Maldición, Elizabeth —gruñó, y lo imaginé musitando aquello mismo cuando acabara dentro de mí.
—Bésame, fóllame.
Su mirada oscura apareció ante mí.
Las piernas me temblaron, porque aquellos ojos prometían peligro.
Sus labios articularon una sonrisa malévola.
—Mañana te arrepentirás de esto. Yo, no.
No me dio tiempo a preguntarle por qué decía eso. Su boca impactó contra la mía para morderme con voracidad. Sus labios me probaron, inspiraron sobre mí, me dieron aliento mientras me degustaba, mientras su lengua follaba la mía, porque eso hizo. Stern básicamente estaba follándome de modo bestial con un beso, y a mí acabó de quedarme clarísimo que todo lo que había especulado sobre él no era más que basura.
El traje no era más que una imagen; la boca que me besaba, las manos que me tocaban por todas partes, buscándome debajo del vestido, tirando de la tela, eran el hombre verdadero. Gruñó sobre mi boca, sobre mi cuello, mordió mi cuello. Sus dos manos aparecieron en mi trasero después de que yo dejara caer mi bolso al suelo para luego buscar más de su piel mientras andábamos dando tumbos en dirección a su habitación.
Su mano, caliente, logró apartar la vaporosa y excesiva cantidad de tela de la falda de mi vestido para agarrar mi muslo derecho. Sus dedos treparon ansiosos sobre mis músculos de un modo tan posesivo que solamente pude desear entregarme a él…, que me tuviera, que me hiciera suya.
Salté a sus caderas y él me atrapó sin dudar.
Podríamos haber trabajado en un circo, de trapecistas, y habríamos sido la pareja perfecta. De algún modo misterioso, su cerebro y el mío debían estar conectados; no me importó cómo o por qué, la verdad no se cuestiona, no cuando es así de rotunda y de irrefutable. Solamente siendo ridículamente necia podría ignorar que las diferencias entre nosotros parecían patéticas excusas para mantener la distancia.
No quedó distancia entre nosotros, porque, con él sujetándome por los muslos y yo colgándome de su cuello, evaporamos el aire entre su pecho y el mío.
Por un instante su mano derecha me soltó para abrir la puerta, la cual cerró de una patada al girar para ponerme a mí de espaldas a la cama.
Me hubiese gustado pedirle poder dormir allí el resto del tiempo que estuviésemos en la villa, pero entendí que era mejor no pensar más allá de esa noche. Cuando al día siguiente la sobriedad le enseñara lo que había hecho… Stern regresaría a la realidad, los dos volveríamos a la realidad. ¡Lo que me costaría no tenerlo para mí!
En sus brazos y en su boca, sosteniéndome con su lengua y con sus labios, me llevó hasta su cama para bajarme allí con cuidado y, sin soltarme, inclinarse sobre mí sin interrumpir nuestro beso.
¡Mi culo estaba sobre su cama!
¿Cómo era eso posible?
Mis manos me dijeron que me callara, porque querían desnudarlo y eso empecé a hacer, apartando la chaqueta de sus hombros.
Stern me soltó un momento para permitirme bajarla por sus brazos.
La prenda cayó por detrás de él y, contrariamente a lo que pudiese esperar, él ni siquiera se inmutó. Él era el orden y la pulcritud.
Festejé que, por lo visto, en ese instante tenía otras cosas en mente: yo.
Mis dedos fueron hasta el primer botón de su camisa. Mi vista se apartó de sus ojos, pero supe que los suyos todavía estaban en mi rostro, acariciando mis mejillas, mis labios, incluso mis sienes.
Fui soltando los botones uno a uno, descubriendo que su piel era porcelana sobre acero. ¡Joder, ¿de qué estaba hecho ese hombre que era así de duro?!
Me constaba que iba al gimnasio por las tardes, pero…
Tiré de la camisa para terminar de destapar sus abdominales, y descubrí, además de un perfecto y terriblemente escalonado de músculos, una uve de victoria cuyo extremo se perdía debajo de la cintura de sus pantalones.
—Stern… —gemí, examinado descaradamente su cuerpo—. ¿Qué es lo que haces? ¿Entrenas mientras escribes?
—No, es que el bloqueo me tenía fatal y he estado entrenando más de lo que solía para descargar ansiedad.
—Mierda. —Ante mi exclamación, sonrió—. ¡Qué sorpresa más agradable!
—¿Qué sorpresa tienes tú para mí?
Le sonreí, pícara.
—¿No lo sé? ¿Qué esperas encontrar?
Apartó un poco la mirada hacia abajo, más precisamente a la altura de mi pecho. Volvió la vista a mí.
—Tatuajes, me figuro —articuló su voz ronca—. Yo creía que los tatuajes no me gustaban.
—¿Y ahora te gustan?
—Me gustan en ti. Todo me gusta en ti, todo lo que eres me enloquece.
Complacida, sonreí.
Comencé a quitarme la chaqueta para mostrarme a él.
Sus ojos recorrieron mis brazos como si los viese por primera vez.
Busqué su boca de nuevo y comenzamos a besarnos lentamente, mirándonos a los ojos. ¿Hacía cuánto que no besaba a alguien así?
En sus labios, además de besos, había una gran sonrisa.
El beso es una expresión diferente a la sonrisa; el beso con sonrisa tiene un significado completamente distinto al beso a secas, a la sonrisa a secas, así como el corazón que late por pasión no es lo mismo que esos latidos que marcan tu alma, que te marcan profundo de un modo único. Stern me besaba sonriendo, mirándome a los ojos con dulzura y deseo.
Mis dedos volaron al cinturón y la hebilla sonó como campanadas de gloria cuando la solté.
Desabroché el botón mientras nuestro beso traspasaba la barrera de nuestros labios. Bajé la cremallera y, de inmediato, tanteé su cuerpo para tener una prueba más de que Jude Stern estaba allí y en ese momento, conmigo.
Lo que sentí en su cuerpo aniquiló todas las distancias pasadas.
Giré la mano, bajando mis dedos para cubrir todo el largo de su erección…, bien, todo lo que mi mano pudo cubrir, que no era mucho. No era por comparar, pero a mi mano sobre Santiago no le faltaba tanto para abarcarlo, por no hablar del ancho.
Mi interior dio una sacudida.
Inteligente, sexy y terriblemente bien dotado. ¡Que alguien me explicara por qué ese hombre todavía estaba soltero!
Su sólida carne en mi mano…
Así como yo tragué saliva con dificultad al empezar a acariciarlo, él gimió de placer dentro de mi boca.
Mis dedos, curiosos, treparon dando pequeños pasitos hasta dar con la cintura de sus bóxers. Encontré su vello oscuro y varonil deseado tocar más, necesitando tocar más.
Sin pedir permiso, me metí en su ropa interior para dar con la punta de su polla, que al sentirme reaccionó humedeciendo mi piel. Estaba listo para mí.
—Elizabeth —jadeó, estremeciéndose en mi mano, sobre mi boca.
Tomándolo de su cuello y con mi mano rodeando su erección, lo atraje hacia mí hasta que mi espalda quedó sobre su cama.
Mi mano subió y bajó sobre él mientras él marcaba con sus labios y lengua mi cuello, incluso con sus dientes, con su jodidamente perfecta dentadura.
Sus manos alzaron la falda de mi vestido para buscar otra vez mis muslos.
Sus caricias eran suaves, deliciosas, quemaban del modo más maravilloso formando garabatos sobre mi piel, los trazos de un nuevo lenguaje, letras y palabras que su mano derecha imprimió sobre mi muslo hasta moverse al lado interno de este para buscarme.
Su piel por poco no me arranca la mía al trepar despacio hasta mis bragas, las cuales ya estaban húmedas por él. Stern las tocó y me miró para sonreírme entre satisfecho e incrédulo.
Las apartó de encima de mí un poco.
—Sí —le pedí. Que me tocara, que descubriera todo lo que tenía para darle.
Fue cuidadoso, si bien mi cuerpo lo reclamaba a gritos. Me tocó como si temiese romperme y en mis labios se ahogó un gemido de «¡destrózame!» cuando sus dedos dieron con mi piercing.
Alzó una ceja después de dejar su mano quieta sobre la hinchazón y el ardor que provocaba; era como si hubiese detenido el dedo sobre el botón de «estallar».
—¿Te dolió al ponértelo?
—No tienes ni idea de cuánto, pero mereció la pena. Ya verás que valió la pena.
Su otra ceja acompañó a la que ya estaba en alto.
Su pulgar palpó el piercing y a mí, y no pude evitar gruñir de gusto, mordiéndome los labios, porque, además, uno de sus dedos entró en mí, deslizándose cauto pero decidido.
—Si me dices que tienes piercings en los pechos, me corro aquí mismo —soltó con su voz sonando rasposa.
Me limité a sonreírle.
—Joder, Elizabeth.
—¿Qué?
—¿Los tienes o no?
—¿Esperabas que los tuviera? —Mi voz sonó tan cargada de deseo como la suya—. ¿Pensabas en mis pechos, en mis pezones perforados? ¿Quién eres y que has hecho con Jude Stern?
Él no respondió.
—¿Stern?
—Sí. —Su confesión sonó desgarradoramente real y masculina.
—Sí, ¿qué?
—Sí he pensado en tus pezones perforados. Los imaginé.
—¿Y desde cuándo piensas en mí así?
Me miró.
—Dime —insistí.
—No es de hoy, ni de ayer, ni de cuando llegamos aquí. Es… Siempre he creído que tú… siempre he sabido que eras distinta; te he visto, pero no creí que… Contigo quedo desarticulado, Elizabeth.
—No puedo creer que pensaras en mis pezones.
—Elizabeth, que tu mano está en mi erección —rogó, sonando sufrido.
—Y bien, ¿no quieres descubrir si están perforados o no?
El dorso de su mano, la que había estado dentro de mí, acarició mi muslo a modo de despedida, que en realidad yo sabía que sería un hasta pronto, o al menos eso esperaba.
Le ofrecí mis hombros, mi pecho, y sus dedos aceptaron la oferta.
Sus estupendas manos, esas que flotaban sobre el teclado a toda velocidad a la hora de escribir, tomaron los finos tirantes de mi vestido para deslizarlos por mis hombros, mis brazos. Me descubrió despacio, exponiéndome al fresco de la noche, a su mirada.
Stern me había imaginado tal cual yo era.
Lo vi mirarme y me vi a mí misma a través de él.
Me vi mejor, más compuesta. En él no pude ver lo que le había hecho a Santiago, en él no pude ver mi miedo al futuro con alguien, porque en ese instante yo quería que eso con él durara para siempre.
Lo había admirado, idolatrado; lo había temido; me había enfurecido con él; lo había buscado, lo había alejado; lo había observado durante un tiempo, quizá sin querer verlo en verdad. Lo había deseado, creyendo que solamente podía ser deseo… y en ese momento…
Me acarició el pecho con el dorso de su mano y mi corazón golpeó contra él, buscándolo, pidiendo que lo acunara entre sus bonitas y seguras manos.
—Eres perfecta —susurró, mirándome a los ojos sin parar de acariciarme con delicadeza. Delicadeza, no deseo de una noche. Me tocaba como si supiese que podría seguir tocándome toda la vida, y eso, que en otro momento me hubiera hecho entrar en pánico, me reconfortó.
—Tú eres perfecto.
Negó con la cabeza, sonriendo.
—No, ya sabes que de cerca no veo nada. No soy perfecto —bromeó, y su boca se lanzó sobre la mía. Su mano cubrió mi pecho.
No podría hartarme jamás de sus besos.
Su pulgar e índice tomaron mi pezón, endureciendo mis dos pechos, endureciendo todavía más su erección en mi mano.
Con besos, bajó por mi cuello. Sabía a donde iban sus labios y por eso le pedí que se diese prisa susurrando su apellido una y otra vez, porque no podía llamarlo «cariño», «amor», «mi cielo» ni de ningún otro modo sin echarlo todo a perder, sin perder la cabeza yo, sin entrar en pánico.
Su lengua, sus labios.
Si él podía correrse tan solo de verlos, yo me correría con lo que me hacía.
—Escribirías magníficos libros eróticos —le dije justo antes de que succionara con mi pecho en su boca, tensando todo mi cuerpo, provocando que mis bragas se humedecieran todavía más—. Harías furor con las mujeres.
Con su lengua en mi piercing, alzó un poco la frente y espió hacia arriba para mirarme.
—Escribamos una escena de sexo.
Sonrió, pícaro, y dejó mi boca para alejarse de mí.
No fue muy lejos, sus manos aterrizaron en mi ropa interior para apartarla del medio.
Me agarró por los muslos, y bien que hizo, porque, cuando su boca llegó al piercing, di un estupendo respingo.
Su lengua no era tímida, tampoco sus labios, y para qué hablar de sus dedos.
Solamente alejó su boca de mí un segundo para susurrar mi nombre y luego entró en mi con su lengua.
—Stern —jadeé, buscando su cabello.
Sus dedos…
—Stern. —Las yemas de mis dedos, debilitados por lo que hacía, intentaron sostenerlo allí, pese a que sabía que no se iría a ninguna parte; él también lo disfrutaba.
«¡Seis años desperdiciados! —grité dentro de mi cabeza—. Seis años de comportarnos como idiotas.»
—Stern —gemí.
Pese a mi ruego, no tuvo piedad y su lengua se deslizó por encima y dentro de mí, haciéndome olvidar hasta cómo se escribía mi propio nombre.
Estallé y él absorbió la onda expansiva, quedándose con todo de mí.
Todavía jadeaba de placer cuando se alejó y le oí decirme que necesitábamos preservativos.
Yo necesitaba que no me dejara. Abrí los ojos y lo vi salir corriendo en dirección al baño.
—Stern —musité, desparramada sobre su cama, todavía más ebria que si hubiese bebido toda una botella de vodka—. Stern…
—Voy —me gritó, y oí un montón de cosas caer—. A la mierda con todo —lo oí refunfuñar.
—Yo tengo en mi cuarto —le anuncié, todavía sonando atontada.
—¡Aquí están! —festejó, y capté sus pasos regresando.
Cuando apareció en mi campo visual, venía arrancándose los zapatos y los calcetines; luego, sus pantalones y sus bóxers fueron historia pasada.
—Mierda, Stern —jadeé, extasiada al verlo completamente desnudo—. No vuelvas a vestirte.
Sonrió como si acabase de decirle que se había ganado otro Pulitzer.
Alcanzó la cama y me regaló el estupendo espectáculo de verlo deslizar una de sus manos hacia arriba y hacia abajo por su erección para luego colocarse el preservativo. A continuación agarró mi tobillo derecho, me quitó la sandalia y la arrojó al suelo; fue a por el izquierdo. La sandalia cayó, pero él se quedó con mi pierna para besar el interior de mi tobillo, para besar toda mi pierna hasta mi rodilla. Acomodando mi pierna alrededor de su cadera, trepó a la cama y se hizo lugar sobre mí.
Soltó mi pierna.
Fui a coger su cuello y él atrapó mis muñecas para alzar mis brazos por encima de mi cabeza.
—Voy a hacerte mía.
Ya era suya.
—Stern…
Lo rodeé con mis piernas y él entrelazó los dedos de su mano izquierda con los de mis dos manos en un agarre que, para mí, nada tuvo que ver con el sexo. Su mano derecha fue hasta su erección, la cual empujó contra mí para moverla por encima de mi clítoris, de mi piercing, mientras sus ojos se fijaban en los míos.
Besó mis labios con delicadeza al tiempo que me acariciaba y se acariciaba a sí mismo.
—Elizabeth…
—Jude…
Sonrió, y así, con esa sonrisa, su boca se posó con delicadeza sobre la mía. Los dos registramos que era la primera vez que mencionaba su nombre.
—Me gusta el modo en que suena en tus labios.
—Jude.
Me besó suavemente.
—Jude.
Movió su miembro hasta la entrada de mi vagina.
—Jude…
Soltó su erección para acariciarme al tiempo que se deslizaba lentamente en mi interior.
—Jude.
—Elizabeth…
Le dio un primer bocado a mis labios y entonces todo su cuerpo comenzó a devorarme, a consumirme. De ser solamente sexo de una noche habría sido estupendo, porque, entre el largo, el ancho y sus habilidades, marcó un antes y un después en mi vida sexual, pero fue más; no podía precisar qué, así como tampoco podía ignorarlo. Su cuerpo no solo se impuso, sino que se entregó, así como yo demandé de él cuando supe que él estaba al límite.
Fueron caricias, fueron besos y jadeos, fueron miradas y silencios de complicidad, fueron sus manos en mí y él entregando su cuerpo a las mías.
Nos abrimos paso juntos y, si bien no tenía ni idea de dónde iríamos a parar, grité su nombre, llamándolo, cuando me empujó al éxtasis azotándome con su cuerpo, penetrándome con fuerza y necesidad.
Con sus manos en las mías, porque no nos soltamos en ningún momento, se corrió, pero no se detuvo hasta que mi cuerpo tembló y estalló.
Cayó sobre mi pecho y lo abracé.
Por un buen rato me llenó de caricias y besos, y yo aproveché para terminar de aprenderme todo de él, para darme el gusto de despeinar su cabello todavía más, de recorrer sus cejas con las yemas de mis dedos.
El ritmo de su respiración se convirtió, para mí, en una de esas canciones que no se te olvidan jamás.
En algún momento de la noche mi vestido desapareció de entre nosotros por completo y yo trepé sobre él para hacerlo mío.
Mientras me quedaba dormida, tuve la sensación de que llevaba toda la vida allí, en esa habitación, en sus brazos.