Palpable

Estaba enamorado de ella; el sentimiento era palpable, y no porque su cuerpo desnudo estuviese pegado al mío. Era palpable porque lo que sentía por ella se había convertido en mí.

En mi cuerpo no quedaba espacio para otra cosa que no fuese ella, y lo cierto era que no me interesaba liberarme ni de un centímetro cuadrado de su invasión sobre mi humanidad. Por mí podía clavar su bandera justo sobre mi corazón, reclamándome por completo. ¿Qué mayor satisfacción podía pretender que ser suyo totalmente?

La apreté contra mi pecho, inspirando sobre su cabello.

El aire más dulce que respirar.

Llevaba algunos minutos despierto y aún me costaba asimilar que continuase allí conmigo.

¿Por qué estaba allí conmigo?

¿Por qué?

Cierto que el sexo era espectacular, pero ella no necesitaba pasar dos noches seguidas conmigo. Seguro que podría encontrar a alguien sin esforzarse demasiado, porque… ¿qué hombre en su sano juicio la rechazaría?

Con cuidado de no despertarla, toqué su hombro con mis labios, percibiendo la tibieza reconfortante de su piel.

Era real. Ese momento era real.

Deslicé mi boca hasta su cuello y ella se encogió dentro de mi abrazo al tiempo que enredó sus piernas en las mías, emitiendo sonidos típicos de la mañana, deliciosos y suaves gemidos que alteraron mis sentidos.

Nos pegamos más el uno al otro.

—Humm… —murmuró ella—, qué rico. —Se empujó todavía más contra mí—. Buenos días.

Definitivamente ese era un buen día.

—Buenos días —le susurré al oído, acariciando su oreja con mi nariz, acariciándome yo contra ella.

—¿Has dormido bien?

—Como un tronco —le contesté, ajustando todavía más nuestras posiciones.

Ella buscó mis manos y las encontró, para llenarlas de besos que traspasaron mi carne para colarse en mis venas y ponerse a circular por mi sistema, dándome vida, haciéndome feliz.

Por Dios que estaba terrible e irremediablemente enamorado.

—Yo también he descansado muy bien. Me gusta tu cama.

Y a mí me gustaba ella allí.

—Es toda tuya —musité.

—¿Te incluye a ti? —En su voz se notaba que sonría.

—En tanto en cuanto me quieras en ella.

—No sé, lo pensaré —bromeó.

—Puedes dormir aquí todas las noches que quieras —le aseguré—. No molestas. No roncas, no pateas. —Y todo allí olía espectacular gracias a ella.

—Gracias, Stern. Acepto la invitación. —Rio, y a mí me entraron ganas de ponerme a saltar de felicidad.

—Lo digo en serio, es agradable tenerte aquí. —Besé su cuello otra vez, como sellando el pacto. Necesitaba asegurarle que no lo decía simplemente por decir. Se trataba de una propuesta seria.

Ella no dijo más nada y se tomó unos instantes para recorrer mis dedos con sus labios y su lengua. Cada uno de sus besos provocó una grieta en mí.

Acabaría escapándoseme todo, incluso el amor que sentía por ella, el cual, de cualquier modo, no sabía por cuánto tiempo más podría contener en silencio o camuflado detrás de una relación que se suponía que era solo sexo.

—¿Podemos escribir aquí hoy? —me preguntó después de besar mi dedo índice en toda su extensión, asesinándome poco a poco de gusto.

—No creo que pueda concentrarme en escribir contigo desnuda entre mis brazos. —Oí mi propia voz sonando pesada de placer por culpa de lo que me hacía.

—¿Te desconcentro? —Su trasero se movió, sensual, sobre mi pene, provocándome, y tampoco era que hiciese mucha falta; mi cuerpo ya se había puesto en marcha.

—Horrores.

—Qué falta de profesionalidad, Stern.

—Eso que haces no ayuda.

—¿No? —dijo, moviéndose sobre mi creciente erección—. A mí me parece que funciona. ¿Puedo confesarte algo?

—Dime.

—Dentro de mi cabeza nuestro protagonista es como tú.

Su confesión dio directo en el blanco. Sentí la sangre desparramándose por mi pecho, el calor cubriendo mi carne, fluyendo libre. Yo, en su cerebro, considerando lo que hacíamos juntos. No lo esperaba, jamás me hubiese atrevido a esperarlo, y si bien podía analizar aquello de docenas de modos distintos, siendo escritor, entendía que tenía una importancia única.

—¿Tengo el aspecto de un octogenario? ¿En serio? —le pregunté, fingiendo una ligereza de espíritu que no experimentaba. Aquello era importante, lo suficiente como para llenarme, para colmarme del peso suficiente para mantenerme pegado a esa cama y a su cuerpo de por vida.

—Cuando era joven, Stern. Me encantaría verte con uniforme de soldado.

—Ahora sé por qué te emociona tanto escribir las escenas del pasado de Kirby —bromeé.

—¿Te molesta?

—No —le susurré al oído, deslizando mi mano de su cadera a su vientre para bajar por este lentamente, disfrutando de las suaves formas de su cuerpo. Por supuesto que no me molestaba, todo lo contrario. Despacio, la recorrí con mis dedos, deseando traspasarle a su cuerpo todo lo que sentía por ella.

—Stern… —gimió cuando mis dedos alcanzaron su piercing.

Mis manos temblaron, pero no se detuvieron.

—Imagíname de uniforme —bromeé en un susurro.

Ella rio y se estremeció de gusto, todo a la vez.

—No necesito imaginarte de uniforme para que me hagas perder la cabeza, Stern.

Reí, no sabía qué hacer con aquello de que continuase llamándome así. ¿Era su modo de mantener la distancia entre ambos? De todas maneras, me gustaba, pero cuando me llamaba por mi nombre…

—¿Qué? —jadeó, con mis dedos moviéndose sobre ella.

Casi podía sentir su interior llamándome. Por Dios que la necesitaba y la deseaba tanto…

—Nada —contesté, aventurándome más profundamente en la humedad y la suavidad de su cuerpo, el cual me enloquecía.

—No, dime. ¿Qué es?

—No es nada, Elizabeth —mentí.

—Sí… —la oí tragar con dificultad—, sí que es —jadeó, excitada por lo que le hacía.

Uno de mis dedos entró en ella. Su cuerpo dio una sacudida.

—Ya no digas nada.

—No me silenciarás. Joder —gimió cuando entré en ella; involuntariamente se echó hacia atrás, pegándose contra mi erección—. Dime.

—Chist… —le susurré al oído, disfrutando de tocarla.

—Stern —se quejó sin apartarme, sin poder alejarse demasiado de mis caricias.

Y, sí, yo seguía siendo Stern, por lo que se me escapó una risa seca y un tanto amarga. Ella sujetó mi mano y la detuvo en su sitio para, a continuación, espiar hacia atrás, girando la cabeza todo lo que pudo.

—Si no me dices qué es lo que te molesta, porque algo te molesta, no puedes negarlo, me largo de la cama en este instante.

Se me puso la piel de gallina. ¿Tan transparente era para ella?

—Stern, habla. Escúpelo; esto, realmente, no puedo adivinarlo en tu mirada. ¿Qué es? Por lo general pesco lo que pasa por tu cabeza; no en esta ocasión.

Su mirada me obligó a rendirme y la verdad era que no quería contenerme más. Tarde o temprano se me escaparía, lo soltaría todo, porque lo quería todo. Por Dios que, cuando eso sucediese, todo se iría al infierno, porque ella se enfadaría, eso si no terminaba odiándome.

—Es eso. —Mi voz apenas si sonó.

—Eso, ¿qué, Stern? No te pongas en ese plan. Dime.

—¿Stern?

Dejó de parpadear por un largo segundo.

—¿Qué?

—Sigo siendo Stern.

—¿Te has cambiado el apellido?

—Vamos, Elizabeth. —Tiré de mi mano y la aparté de ella. No fui muy delicado porque estaba incómodo; el rostro me ardía y, para qué negarlo, me sentía terriblemente patético por tener que confesar que me molestaba que continuase llamándome por mi apellido, que no pudiese ser simplemente Jude para ella.

Claro que me hacía feliz que le gustara lo que yo escribía, claro que era una bendición que quisiese trabajar a mi lado, que pudiésemos disfrutar de escribir juntos, pero yo quería más, mucho más; quería lo que no quería que nadie más tuviese de ella. Quería ser el único así para ella. Quería ser yo para ella y para nadie más.

Giró entre mis brazos y me enfrentó. Mi cobardía tomó cuenta de mí, apartando mi cuerpo de ella. Elizabeth me agarró por los hombros.

—¿A dónde crees que vas?

—No tiene importancia.

—Claro que la tiene. Estás terriblemente incómodo, rojo como un pimiento, y no me miras a los ojos. ¿Qué es lo que me estoy perdiendo aquí?

Tragué saliva.

Parpadeé una vez.

Dos veces.

Charlotte, definitivamente, se quedaría con mi cabeza; mi cabeza ensartada en una pica, porque eso era ir mucho más lejos de mi planteamiento inicial.

—Tú eres Elizabeth para mí —articulé, siendo todo lo claro y sincero que pude. Porque más sinceridad era decirle que la amaba, y muy probablemente eso provocaría que se largara directa al aeropuerto y, de allí, a su casa.

Su expresión cambió al instante, sus ojos se entristecieron un poco y me sentí culpable, inmensamente culpable.

—Lo siento —susurró sobre mi boca.

—No, no quiero hacerte sentir culpable. Es una estupidez, no me hagas caso, estamos bien. —Quise besarla solamente para que no dijera nada más, para no ser responsable de arruinar eso entre ella y yo. Elizabeth interpuso su mano derecha entre sus labios y los míos. Me sonrió y fue como si me atravesaran el corazón con una espada al rojo vivo.

—Jude —articuló pausadamente, mirándome a los ojos, desplegando toda su energía sobre mí.

Lo mucho que había subestimado el efecto de mi nombre en los labios de una persona importante para mí, sobre todo porque lo mencionó sonriendo.

—Jude —repitió con su sonrisa ensanchándose gloriosamente—. ¿Puedo llamarte Jude?

—Sí. —Mi voz fue una patética excusa de expresión. Esperé que la cara de idiota que estaba convencido que tenía hablase por mí.

Ella repasó mi expresión con sus dedos, acariciándome.

Si esa mujer tocaba a todo el mundo así…

—Jude —susurró sobre mi boca.

—¿Es mucho pedir?

—Es un esfuerzo sobrehumano —murmuró en respuesta, pegando su nariz a la mía—. ¿Cómo me lo pagarás?

—Con lo que me pidas; lo que sea, te lo daré —le contesté en el mismo tono… ahogándome, entregándome a su presencia, a su mirada… rendido.

—Eres malísimo negociando.

—Pide.

Su sonrisa pícara lo valió todo.

Elizabeth me empujó hasta que mi espalda tocó la cama. Moviéndose por debajo de las mantas, trepó sobre mí a horcajadas.

—Esto es lo que quiero. —Cogió mis manos metiendo sus dedos entre los míos y los plantó a los lados de mi cabeza para inclinarse sobre mí y comenzar a marcar con mordiscos y besos mi mandíbula, mi cuello, mi pecho, mis abdominales.

Fueron sus dedos los que deslizaron el preservativo hacia abajo por mi erección y los que guiaron mi cuerpo hasta el suyo, los que pusieron mis manos sobre sus pechos, entregándose a mí al tiempo que me tenía.

Me tuvo cada instante, me tendría siempre si me quería, de lo cual no estaba seguro, porque la noté un tanto distante mientras desayunábamos con Giulia y Cecilio entrando y saliendo del comedor.

Su actitud me confundió, pero me recuperé cuando nos encerramos a escribir y ella pareció encontrar todas las excusas posibles para tocarme como si todo estuviese perfecto.

Con el sol cayendo, comencé a creer que de verdad no resultaría, porque, cuando le dije que iría un rato al gimnasio a entrenar, ella exclamó un par de veces «¡Estupendo!», lo que me sonó como que se aliviaba de librarse un rato de mí.

Ella se fue a correr y, en la cena, volvió a actuar como en el desayuno, lo que terminó de dejarme claro que realmente no quería que nadie se enterase de eso. Para Elizabeth, en público, nosotros no éramos más que compañeros de trabajo.

Con la angustia a punto de empujarme cuesta abajo por un ataque de pánico, subimos a nuestros cuartos y entonces ella…

Ella se lanzó a mis brazos sin previo aviso y yo no pude hacer otra cosa que permitir que terminase de llevarme a la locura, porque no quería ser yo sin ella otra vez; porque tener algo con ella era mejor que no tener nada; porque, cuando eso se terminara, yo entendería que me la merecía a medias, que tenía derecho a hacerme sufrir, que yo no tenía derecho a meterla en mi desastre de vida, que nuestro comienzo había sido una mentira más grande que esa casa, que, si me rompía el corazón, era porque yo me lo merecía. Y, de cualquier modo, cuando ella me desnudaba y me permitía desnudarla, todo desaparecía para ser simplemente nosotros dos.

Lo acepté, acepté que me alimentase a migajas, porque en realidad yo estaba acostumbrado a vivir de nada.

 

* * *

 

—Hola, soy yo.

—Jude, cielo, si no me llegas a decir que eras tú, jamás te habría reconocido —canturreó, con un tono endulzado en exceso—. ¿Cómo va todo, tesoro? ¿Continuáis en paz?

—Sí, Charlotte.

—¿Todavía no ha amenazado con largarse o con matarse? ¿Todavía no ha mostrado los síntomas de convivir contigo?

Los síntomas estaban, pero no aquellos a los que ella se refería. Habíamos especulado con que no me soportaría, con que, a la semana, saldría huyendo; no era el caso. Llevábamos casi dos semanas allí y por lo pronto el libro continuaba viento en popa, y ella, durmiendo en mi cama como si fuese el lugar que le correspondía. Corresponder, le correspondía, solo que su presencia allí implicaba demasiado sobre lo cual yo no me animaba a discutir con ella.

—No, todavía no la he vuelto loca. Me soporta, ha de tener un alto nivel de tolerancia.

—O está acostumbrada a tratar con maniáticos como tú.

—Gracias, Charlotte, por recordarme lo mucho que me aprecias.

—Yo te aprecio con toda el alma. A pesar de todo, he aprendido a quererte, tesoro.

—Es reconformarte oírte hablar así, de verdad, Charlotte.

—¿Estás de mal humor, Jude?

—No, para nada.

—¿Ansioso? ¿Cuéntame qué sucede? ¿Eres tú el que no la soporta? Jude, tienes que aguantar un poco más. Si el libro va bien, mejor haz de tripas corazón y sigue adelante. Ya queda menos… No te darás cuenta y ya estarás de regreso con un bonito libro que hará que todos te quieran. Piensa en el futuro, Jude. No es tan trágico. Será la edición, la promoción en cuestión de un año, y luego quedarás libre como un pajarillo para ser tú mismo otra vez.

La bilis trepó por mi garganta.

—¿Jude? Vamos, cielo, no me hagas un berrinche. Estás ahí, no puedes volver antes de tiempo. No me provoques un dolor de cabeza. Conseguir esto no resultó sencillo… Jude, no puedes echarte atrás. Inspira hondo un par de veces, ve a dar una vuelta y regresa a la casa y esboza una sonrisa para ella. Ten un poco más de paciencia, te lo ruego. No la presiones, no la fastidies, no quiero que Tony me llame para reclamarme algo por tu comportamiento.

—Charlotte, ¿podrías parar? —le pedí, porque no soportaba que ella esperase lo peor de mí. Era cierto que tenía motivos, pero de todas maneras no era agradable ver que yo, para ella, podía ser solamente aquello. Era patético, lamentable, y no me hacía sentir muy feliz conmigo mismo—. En menos de un minuto has soltado una miríada de conjeturas que no… —bueno, en realidad sí tenía motivos de sobra para conjeturar de ese modo, pero…—, no es eso. Estamos bien, de verdad que estamos bien. Tuvimos un día productivo ayer y ahora estamos en el pueblo, de compras.

—¿Has salido de compras con ella? —No pudo sonar más incrédula.

—Sí, hemos salido a pasear. Hoy nos lo tomaremos de descanso.

—No entiendo. ¿Estás de paseo con Elizabeth o por «ella» te refieres a otra persona?

—Elizabeth, Charlotte.

Agobio total, eso era esa conversación.

Charlotte enmudeció.

—¿Estás ahí?

—Sí, aquí estoy.

—Pensaba que se había cortado la comunicación.

—No, solamente me has dejado muda. ¿Has salido de paseo con ella?

—¿No es lo que acabo de decirte?

—Supongo que necesitaba que lo repitieras para poder creerlo.

—Te dije que nos llevábamos bien.

—Sí, pero yo supuse que eso significaba que trabajabais en armonía, no que pasabais vuestro tiempo libre juntos. Realmente estás comprometido con la causa, me alegra. Es perfecto que te hagas su amigo, mucho mejor que el plan inicial. Podría enviar unos fotógrafos para que os viesen juntos. Lo arreglaré para el fin de semana que viene… Seguro que puedes volver a convencerla de salir otra vez a dar una vuelta. ¿No habrá posibilidad de que la lleves a cenar? No necesito que te pongas amoroso con ella, no te preocupes; de hecho, es lo más prudente, solamente una cena. Intenta sonreír y mostrarte amable con ella. Sería estupendo que la hicieras reír. Los dos riendo en una fotografía sería el súmmum.

—Charlotte…

—No me digas que es mucho pedir. Vamos, Jude, sabes que es por tu bien. Fuiste tú el que sugirió esto, no te eches atrás ahora.

—Charlotte…

—Francamente, me muero de ganas de leer lo que estáis escribiendo. Recuerda que, si no te satisface por completo, luego, cuando acabéis, bueno, podemos hablarlo. Si les pides hacer cambios, no se negarán y lo sabes. Solamente no lo arruines, que no acabe odiándote.

Dejé el tomate que tenía en las manos con los demás y me quedé con la vista fija al otro lado del puesto de verduras sin ver. Solo conseguía pensar, y no eran pensamientos felices. Por supuesto que Charlotte esperaba lo peor de mí; si hasta yo esperaba lo peor de mí cuando llegué a la Toscana. En el fondo no creí ni por un segundo que pudiésemos escribir un libro, menos que menos que pudiésemos llevar una semana durmiendo juntos cada noche, usualmente sin nada entre mi piel y la suya. Un par de noches simplemente habíamos caído rendidos en los brazos del otro sin hacer mucho más que compartir algunas caricias después de leer; aun así, aquello había sido terriblemente íntimo, porque la cama que compartíamos parecía una burbuja protectora dentro de la cual no había necesidad de explicaciones ni cabían reclamaciones. Allí éramos solamente nosotros dos. No habíamos vuelto a discutir lo que éramos y no éramos, tal parecía que fluía y que ella no necesitaba nada más que la contundencia de esa realidad.

Yo no podía no disfrutar de su presencia, pero de todos modos… su ligereza de aceptación de la situación me angustiaba. Eso no era una cosa de una noche y nada más, no podía serlo. La gente que solo folla no duerme cada noche junta acurrucada, no comparte la comida, no trabaja codo con codo como si se tratara de un solo cerebro, no planea paseos y cenas románticas… Bueno, lo de romántico lo había añadido yo en mi cabeza, se suponía que le prepararía de cenar y esa noche estaríamos solos porque logramos convencer a Giulia y a Cecilio de que se tomaran el fin de semana libre, pues nosotros nos ocuparíamos de nuestras comidas y demás.

—Charlotte, el libro va bien, estupendamente, de hecho. Sinceramente, no creo que necesite ningún cambio rotundo.

—¡Maravilloso, entonces! Me alegra escucharlo. ¿Ya sabes qué escribirás luego? Deberías aprovechar tu energía, ahora que se te ha pasado el bloqueo, que en realidad dudo que fuera tal. Eres quisquilloso, eso es todo. Dijiste que tu último libro era basura y es simplemente estupendo, Jude, de lo mejor que he leído de ti sin duda. Mucho más sensible de lo normal, más accesible pero tan humano como todas tus obras.

—¿Desde cuándo crees que mis libros son humanos?

—Desde siempre.

—¿Y por qué nunca me lo habías mencionado?

—Porque sé que a ti no te gusta oír hablar de esas cosas siquiera. Supongo que tus dudas debían de estar basadas en el nivel de exposición al que te has sometido al escribir. No pienso que creyeras que no es humano, simplemente tenías miedo de haber revelado demasiado de ti. —Charlotte hizo una breve pausa y mi corazón también se tomó una; solamente volvió a latir cuando ella continuó—. Es muy personal, Jude; él padre, el hijo, toda la historia es rotunda. Sinceramente, cielo, después de que esto se publique, ya no importará que te vean con Elizabeth, porque estarán viéndote a ti.

La taza de expreso que había bebido antes de salir de la casa trepó por mi garganta.

Me entró pánico.

Sentí la acuciante necesidad de decirle que lo dejara, que no quería publicar el libro, que no podía permitir que nadie más lo leyera.

La piel de mi rostro se heló.

—Todo eso de que los cambios que hiciste no funcionarían… Es maravilloso, Jude. Tendremos que ponernos de acuerdo en qué contarás y qué no, cuando hagamos promoción, porque la gente querrá saber de dónde salió la inspiración, siempre quieren saberlo.

—Yo… —Por poco no me arranqué la piel de la frente al refregármela, histérico.

—Tranquilo, ya nos organizaremos. Ahora, dime, ¿para qué me has llamado? Si todo va bien…

Así, en pánico, con el corazón latiéndome sobre las sienes, no pude contenerme.

—Llevo una semana durmiendo con Elizabeth —solté sin anestesia y, en cuanto terminé de expresar esas palabras, esperé que el mundo acabara.

No acabó, y el más completo y absoluto silencio reinó al otro lado de la línea.

—¿Perdón? —Charlotte se calló otra vez unos segundos—. ¿Qué has dicho?

—Ella duerme en mi cuarto, tenemos relaciones sexuales. Eso y que creo que estoy enamorado de ella, desde hace mucho. —Me detuve—. Bastante.

Charlotte volvió a enmudecer.

—¿Charlotte? —la llamé, desesperado.

—¿Qué…? ¿Cómo?

—Lo que has oído. Ella propuso que fuese algo informal, de una noche o mientras estemos aquí, mientras los dos quisiéramos; el caso es que no es solamente sexo para mí.

—Jude, ¿estás hablándome de Elizabeth Chang?

—Charlotte, ¿podrías prestar atención, por favor? ¡Claro que estoy hablándote de ella!

—¿Ella te propuso que fuese algo de una noche?

—Sí.

—¿Y tú estás enamorado de ella desde hace mucho?

—Sí. ¡Dios! ¡¿Tendré que repetírtelo todo dos veces?! —chillé.

—Lo siento, pero… —Se interrumpió, y casi pude oírla maquinar a pesar de la distancia—. ¿Jude? ¿La propusiste a ella porque…?

—Supongo —admití—. No creo que lo tuviese asimilado por entonces, solamente quería… —La quería para mí, por eso hice todo lo que hice, por eso exigí lo que no merecía, por eso me impuse ante ella, por eso estábamos allí.

—Jude… ¿Ella lo sabe?

—¿El qué?

—La verdad, Jude.

—¿A cuál de todas las verdades te refieres?

—Alguna, la que sea. ¿Le has contado algo?

Mis párpados cayeron, pesados.

—No —negué en voz baja. No quedaba más remedio que admitirlo.

—Es decir, que no sabe que estás enamorado de ella y que no tiene ni idea de por qué está allí.

—Está aquí para escribir un libro conmigo —me mentí a mí mismo.

Charlotte no dijo nada.

—Se escapó de mi control, Charlotte —musité a modo de disculpa.

—¿Seguro?

Tal vez debí enfadarme por su tono, por su desconfianza, pero lo cierto es que tan solo logré avergonzarme de mí mismo.

—En parte no creí que fuese eso. Solamente… pensé que estaba encaprichado, nada más. No es mi tipo de mujer… Bueno, no lo era hasta que la conocí, mejor dicho, hasta que la acepté. Nunca me planteé que acabaría en esto, que yo me permitiría esto que siento por ella. No creo que supiese lo que hacía, Charlotte. Con franqueza, en este instante no sé lo que hago, porque estoy comprando cosas para prepararle una receta polaca. Cenaremos juntos. Nos quedamos solos en la casa este fin de semana. Ella no quiere que nadie se entere y despachamos a la gente que se ocupa de la villa.

—Jude…

—Estoy enamorado.

—Jude, cielo.

—No sé qué hacer.

—Tesoro…

—Voy a estallar. —Me refregué la frente otra vez.

—Jude, si esto termina mal, no te dejará en buen lugar y lo sabes.

—Por supuesto que lo sé. —Tragué la saliva que se me había amargado en la boca. No me dejaría en buen lugar porque no tendría modo de disimular la mentira y los engaños. Ella tenía motivos de sobra para enfurecerse conmigo, solo que no lo sabía.

—Sinceramente, no sé qué decirte. Jude, esto escapa… Tu carrera es tu carrera, pero… esto es tu vida privada y yo… solo se me ocurre recomendarte que seas prudente, que medites lo que vas a hacer…

—No puedo hacer nada, no puedo decirle lo que siento porque ella no quiere escucharlo. Ella no quiere ni necesita esto de mí.

—Eso no lo sabes. Es evidente que no te desprecia, que os entendéis bien. Y si lleva una semana durmiendo en tu cama… Joder, no puedo creerlo, ella y tú. ¿Cómo sucedió?

—No pienso explicártelo, pasó. Hay química, mucha, no necesitas saber nada más.

—No, decididamente no.

—Charlotte, yo…

—¿De verdad estás enamorado de ella?

—No es que tenga mucha experiencia en la materia —admití con angustia—. Está buscando el pan al otro lado del mercado, nos separamos hace cinco minutos y ya la extraño. La extraño cuando se levanta temprano para ir a correr y cuando después de almorzar me voy a dormir la siesta y ella no me acompaña porque tiene mejores cosas que hacer que vegetar conmigo, porque, cuando tomo mis pastillas con el almuerzo, quedo más estúpido de lo normal.

—Jude, no digas eso. No hables así. ¿Ella sabe que…?

—No —la corté de cuajo.

—Jude…

—No necesita saberlo todo.

—Si estás enamorado de ella…

—Ella no está enamorada de mí.

—Jude, cielo, te conozco de toda la vida prácticamente.

—Exageras.

—Sí, bueno, no importa. Me refiero a tu vida adulta… que tampoco me hubiese gustado criarte.

Ojalá ella hubiese aparecido en mi vida antes.

—Jude, puedes hablar con ella aunque ella no te ame. Si vosotros os lleváis bien, si la quieres… Habla con ella, cielo. No necesitas guardártelo todo siempre.

—Si le cuento eso, tendría que contarle todo lo demás, y entonces dudo que vuelva a querer saber de mí.

—Eso no lo puedes afirmar con certeza. Si le explicas…

—No quiero que sienta pena por mí, no quiero que me perdone por lástima. Lo que yo quiero de ella no es su lástima.

—No es por darle lástima. Jude; la gente comparte cosas. Si al menos pudiese decirse que sois amigos, compañeros o lo que sea… Ella te contó lo de su madre, lo de sus padres.

—No es lo mismo; la suya es una historia bonita.

—Jude, tú no elegiste…

—No tiene importancia.

—Jude, escúchame. Sé que hablas esto conmigo porque no quieres discutirlo con tu madre; ella lo sabrá un día. Tu padre va a buscarte. —Se detuvo un momento—. Si no te ha llamado aún, te llamará en cualquier momento. Sé que fue hasta tu casa y preguntó por ti. Se presentó allí dos veces, habló con tus vecinos, pero me consta que no le dieron mayores explicaciones. Supongo que intenta cruzarse contigo allí porque sabe que, si te llama, no le contestarás. Jude, tarde o temprano sabrá que saliste del país.

—No vendrá hasta aquí. —Al menos eso era un alivio.

—Pero, sin duda, te llamará.

—Bueno, no pienso contestar. Ya hice suficiente por él, mucho más de lo que se merecía. No le debo nada y él no me debe nada a mí. Solamente quiero que desaparezca por completo de mi vida.

—Cielo, tal vez deberías… Hiciste lo que hiciste porque…

—Hice lo que hice porque no quería que el escándalo fuese todavía mayor, no porque lo perdonara. No quiero volver a verlo.

—Tal vez él quiera pedirte perdón.

—Estoy cansado de oírle pedir perdón, llevo toda una vida oyéndole mentir descaradamente. Él no lamenta nada. Intenta portarse bien, eso es todo… pero la fuerza para intentarlo se le acabará pronto, lo conozco; en nada volverá a ser el mismo de siempre, y yo no quiero estar allí cuando eso suceda. No me interesa estar allí presente. No pienso estar allí. Ya he tenido suficiente.

—Jude, de ninguna manera quiero que tu padre vuelva… No estoy pidiéndote que le permitas…

Comprendí que eso también era difícil para ella.

—No tiene sentido que discutamos esta mierda —solté.

—Quizá esta vez sea diferente. No quiero que le permitas hacerte daño, pero te mereces que te pida perdón.

—Lo que yo merezco es que no se me vuelva a acercar jamás. Nada más. No hay ninguna otra cosa que necesite de él.

—Jude…

—No, Charlotte. No te he llamado para hablar de él.

—Estamos hablando de tu vida privada, y es un hito.

—Solamente necesito… No tengo ni idea de qué es lo que necesito. Estoy perdido.

—Jude, no seas alarmista. Estás asustado, eso es todo.

—Haga lo que haga, la perderé. —Con la desesperación, las palabras se me escaparon.

—Jude…

—Y de cualquier modo no la tengo porque a ella no le sucede lo mismo conmigo. Estoy solo en esto.

—Habla con ella.

—No puedo. Me odiará.

—Jude…

—No puedo, Charlotte, porque, ¿por dónde empezar?

—Al menos deberías insinuarle que para ti esto es algo más.

—Sí, genial, eso probablemente la sacará de mi cama en un parpadeo.

—Jude, cielo, no es un delito enamorarse.

—Lamento haberte llamado para esto.

—A mí no me molesta que lo hayas hecho. Cielo, nosotros somos amigos.

—Sí, soy el amigo que paga tu sueldo.

—No te comportes como un idiota. No me pagas por esto, Jude; no te pongas en papel de diva, que no lo eres. Solamente fastidias cuando tienes miedo. Por más que lo intentes, no puedes poner distancia conmigo, sin importar cuán desagradable y arisco pretendas ser. Deberías hablarle de tu padre a ella.

—Desde ya te digo que no lo voy a hacer. No insistas.

—Tal vez lo sepa.

—Si sabe algo, no será con pormenores, y no me interesa ahondar en el tema con ella. Además, si lo sabe… —Ella no había preguntado—. Si todo se va al demonio ya sabes por qué es. Solamente te he llamado para advertirte. Será culpa mía.

—Jude, hazme el favor y disfruta esto. No pienses tanto. Si solo te concentras en vivirlo, las cosas acabarán sucediendo.

—¿Qué cosas?

—La vida sigue su curso, Jude, si tú sigues caminando de un modo u otro…

—Deja de leer esos libros, Charlotte.

—Años de terapia y…

—Esos libros no son como la terapia, y mis años de terapia básicamente han debido funcionar por la mediación —bromeé con amargura.

—Cuando quieres, eres terriblemente imbécil.

—Sí, soy un idiota.

—Tú no eres idiota. No al menos todo el rato, solo cuando te esfuerzas en serlo.

Su voz me llegó por detrás y por poco no vomito el corazón al oírla.

Giré sobre mis talones para verla llegar, sonriente, con una bolsa de papel enorme con una gran variedad de panes en esta.

—¿Te he asustado? —curioseó, con una gran sonrisa en los labios.

—¿Jude? —me llamó Charlotte—. ¿Es ella, es Elizabeth?

—Perdona, he interrumpido tu llamada —se disculpó Elizabeth.

—No, está bien, solamente… es Charlotte.

—Ah. Salúdala de mi parte.

—Elizabeth… —medio jadeé sin aliento para Charlotte.

—Sí, ya la he oído, y también te oigo a ti ahora. Te cambia la voz. Suenas completamente perdido —se burló.

—Charlotte, por favor.

—Mejor continuamos con esta conversación en otro momento.

—Sí, será lo mejor —le contesté, mirando a Elizabeth a los ojos. Ella sonreía y respiraba feliz, completamente ajena a todo, desde debajo de su amplio sombrero que la protegía del sol—. En realidad no hay mucho más que decir.

Elizabeth alzó una ceja.

—Jude, no seas necio.

—Tengo que seguir comprando.

—Está bien, te dejo por ahora. Devuélvele el saludo. Y… Jude…

—¿Qué?

—Lo que te sucede no es tan terrible. Tú no eres tan terrible. Inténtalo, por favor. Aunque tengas miedo, inténtalo.

Apreté los dientes por no vomitar la angustia que había invadido mi pecho.

Frente a mí, las facciones de Elizabeth se disolvieron en una mueca poco feliz.

—Hablamos durante la semana que viene, Charlotte.

—Claro, cielo. Disfruta de tu fin de semana.

—Y tú.

Colgamos tras despedirnos.

Guardé mi móvil en el bolsillo trasero de mis pantalones mientras Elizabeth continuaba con su mirada sobre mí.

—¿Sucede algo malo? Tienes mala cara.

Sacudí la cabeza, porque no podía mentir.

—Seguro.

—Sí. Charlotte también te manda saludos.

Ella se quedó observándome sin piedad y me dio terror que lo adivinara todo con solo mirarme.

—¿Por qué le decías que eres un idiota?

—Porque tengo tendencia a serlo. —Di media vuelta y comencé a recoger tomates de la pila.

—¿Has discutido con ella? —inquirió, sin darme tregua.

—No.

—¿Estás enfadado conmigo?

—¿Por qué habría de estarlo? —le respondí sin mirarla.

—No lo sé, por eso pregunto.

Me encogí de hombros.

—¿Jude Stern dando una respuesta así?

Iba a pasarle los tomates al tendero; ella me sujetó de la manga de la camisa, frenándome.

—¿A dónde crees que vas?

—A pasarle los tomates para coger las otras cosas que necesito —le respondí todavía sin mirarla; no me atrevía.

Tiré de mi brazo, pero ella no soltó la manga, que estaba arremangada por encima de mi codo.

—¿Jude?

—No es nada.

Me escrutó sin clemencia.

—Puedes hablar conmigo. Lo sabes, ¿no es así?

—Sí, claro.

—Acabas de sonar como si le dieses la razón a una loca. No es enteramente desacertado; sin embargo…

—Te juro que no es nada.

—Ok, no te creo, pero, como no puedo obligarte a contarme nada… —canturreó, soltándome, y yo deseé que su mano continuase en mí, que no me permitiese escapar—. O tal vez encuentre un modo de sonsacarte lo que no quieres contarme. —Me regaló una sonrisa pícara—. Tal vez después de cenar. —Hizo saltar sus cejas, poniendo una mueca cómica en su espléndido rostro—. ¿Qué me dices?

—Podrías intentarlo —le seguí el juego, porque me perdía, porque no quería perderla.

—Ya me lo dirás. —Puso su mano en mi antebrazo y se alzó de puntillas para acercar su boca a la mía. ¿No habíamos quedado que en público no seríamos más que compañeros de trabajo? El beso que me tentaba en su sonrisa no tenía ninguna relación con el contrato que habíamos firmado. Frente a mí, su lengua apareció sobre su labio inferior por debajo de sus dientes, en una sonrisa apretada que hizo que se me cerrara la garganta de puro gusto. Se mordió el labio. ¿De verdad estaba haciendo eso en público? Lo cierto era que la gente de allí no tenía ni la más remota idea de quiénes éramos, pero… Se estiró un poco más y tocó mis labios con los suyos húmedos.

—Elizabeth —jadeé dentro de su boca después de que sus labios besaran los míos.

—Puedo ser muy persuasiva.

Ojalá que no.

Su boca orbitó sobre la mía, tentándome.

Por Dios que me lo sacaría todo.

Tomó mi labio entre los suyos y con la mirada le pregunté qué hacía y cómo era que no se daba cuenta de lo que me sucedía con ella si yo no podía sentirme más transparente y desnudo en su presencia.

Su lengua se asomó dentro de mi boca.

—Dime… —susurró, humedeciendo sus labios con la humedad que había robado de mi boca.

—Eres terrible.

—Te refieres a terriblemente buena, quiero creer.

Fui yo el que acortó la distancia entre nosotros esa vez. Ella ya me había besado, de modo que…

Me adueñé de su boca por completo y ella me lo permitió. Fue un beso demorado, profundo, no el beso de una puta sola noche, nada de esto tenía que ver con eso.

Ella sonreía cuando nos separamos.

Continuó sonriendo y no se apartó de mi lado. Soltó mi brazo para que yo pudiese continuar comprando, pero uno de sus dedos se aferró a una de las presillas de mi pantalón, para que su cuerpo se moviese conmigo de aquí para allá mientras yo escogía las verduras.

Compramos allí y luego fuimos a por los quesos, y entonces su dedo se prendió de mi meñique izquierdo casi disimuladamente. Imposible que a mí se me pasara por alto el gesto, sobre todo porque sus nudillos no despreciaron oportunidad para acariciar el dorso de mi mano.

Cargando nuestras compras, buscamos un sitio en el que almorzar. Fue ella la que escogió acomodarse a mi lado después de que me sentara a la mesa.

Su cuerpo me acorraló contra la fachada del restaurante, porque habíamos optado por comer fuera para disfrutar del sol.

Escogimos platos para compartir como si llevásemos veinte años casados y los compartimos tal cual lo hacíamos siempre, sin tener que cruzar ni una mirada.

Pasamos el resto de la tarde vagando por ahí, disfrutando del pueblo, paseando sin prisa.