—Lo siento, lo siento —me disculpé a toda prisa, apartando la silla de la mesa para empezar a arrancarme la chaqueta a tirones—. Perdona, me he quedado dormida. —Una costura de la manga izquierda se quejó porque me lie con la cadena de mi bolso—. Joder. —Enredado como estaba con la manga, intenté quitármelo por la cabeza, pues lo tenía colgado en bandolera. Debía de haberse enganchado con algún botón, o quizá con algún bolsillo o adorno, porque la chaqueta era tejida y estaba llena de hilos—. Mierda, coño —me quejé.
La chaqueta me había costado un ojo de la cara y la maldita se enganchaba literalmente con todo. Pulseras, anillos, mis gomas para el pelo, el reloj, las manijas de las puertas, la cremallera de los vaqueros que llevaba puestos, el cierre de mi bolso. Tiré de la correa de este y terminé de trabarme con todo lo que llevaba encima, con un brazo sobre mi cabeza, la correa por detrás de mi nuca, la manga derecha a la altura de mi codo, la izquierda apenas a centímetros por debajo del hombro. Tiré un poco más y, con dolor, descubrí que la tira del bolso se había embrollado en los palillos con los que tenía sujeto el moño. Debía parecer una contorsionista del Cirque du Soleil.
Miré a Tony, desesperada. Él sonreía, por no decir que estaba a punto de reírse.
—¿Podrías echarme una mano?
—¿Cómo? —fue su respuesta—. ¿Explícame cómo es posible? —Se quitó la servilleta del regazo y con esa mano me apuntó—. ¿Cómo lo haces? Ha de ser un don especial tuyo, porque jamás he visto a nadie quedar en situaciones similares.
—¿Me ayudas o no? —El brazo que tenía en alto comenzaba a acalambrárseme y el cuero cabelludo por encima de mi nuca, a doler.
Tricia, nuestra camarera de siempre, se me acercó.
—Elizabeth, te ayudo.
—No, está bien, ya lo hago yo. —Tony dejó la servilleta junto a su plato y se puso de pie.
Tricia me sonrió.
—Gracias.
—No hay de qué, Elizabeth. Disfruta de tu almuerzo.
—Tricia —la llamé antes de que terminara de alejarse.
Tony llegó a mí para intentar desenredarme.
—¿Sí?
—¿Hay alguna posibilidad de que me consigas algo para el dolor de cabeza? Y necesito agua, mucha agua. ¡Ah, y un vaso de zumo de naranja, por favor!
Por el rabillo del ojo vi que Tony, además de quedarse quieto con una de sus manos en la correa de mi bolso y la otra en la espalda de mi chaqueta, se había quedado mirándome.
—Claro. Enseguida regreso —me dijo ella, dejándonos solos.
En cuanto se alejó lo suficiente…
—Salí anoche. Bebí demasiado —le expliqué a Tony.
—Deberías dedicarte al maquillaje. Tus aptitudes para camuflar tus noches de fiesta mejoran notablemente con el paso del tiempo.
—Tony —gemí, todavía atrapada en mi vestuario.
—Llegas cuarenta y cinco minutos tarde, Lizzy.
—Lo siento. Perdona, sé que no he debido. Encima, con el terremoto…
—Me has dicho que todo estaba bien por tu casa.
—Sí, pero igualmente. La tierra se sacudió fuerte.
—¿Fue eso lo que te quitó el sueño? —me espetó, sin apartar la mirada de mí.
—Bueno, no… pero… —Me detuvo—. Tony —lloriqueé.
Sacudió la cabeza.
—No te enfades conmigo.
—Si tus padres me llaman para preguntarme cómo vas…
Sabía cómo era eso.
—No tendrás que decirles nada, lo juro. Luego los llamo y se lo explico.
Mis padres tenían la absurda esperanza de que Tony pudiese controlar mi vida, o al menos evitar que me descarriara por completo. Debían de pensar que, en vez de ser mi agente, era mi niñera.
—No me gusta mentirles.
—No tendrás que hacerlo.
—Ellos detectan cuándo miento. No tengo ni idea de cómo lo hacen, pero lo hacen, y yo odio quedar mal con ellos. Es peor que cuando defraudaba a mis padres. Tus padres te hacen sentir su dolor, es horrible; no quiero decepcionarlos y odio mentirles por ti.
—Yo se lo diré. Además, no llegué borracha a casa, solamente entonada, y no estaba sola, Santi se vino conmigo.
—Pues encárgate de decírselo, porque tus padres sabían que nos veíamos hoy y lo primero que harán será preguntarme si llegaste a tiempo.
—Ellos no entienden que yo no puedo ser puntual, no está en mis genes.
Tony bajó la vista hasta mi espalda y allí, con sus dos manos, terminó de desenganchar lo que fuera que se hubiera quedado trabado. Me ayudó con la correa del bolso, que acabó en sus manos, y luego con la chaqueta, comportándose como todo el caballero que era. Tendiéndome ambas cosas, me sonrió.
—Gracias, Tony, por todo.
—De nada, Lizzy —me dijo, regresando a su silla.
—De verdad que lamento haber llegado tarde. Es que Santi no quería despegarse de mí hoy. Por poco no tengo que sacarlo de casa a empujones.
No estaba segura de si era por el viaje que había propuesto, porque él tenía planes para el futuro que no compartíamos del todo o por el dolor de cabeza que latía en mis sienes, pero el caso es que sus arrumacos habían terminado por empalagarme. Literalmente había tenido que pedirle que saliera de la casa para poder cerrar la puerta cuando los dos ya estábamos listos para marcharnos.
—¿Por qué será que eso no me sorprende?
Colgué el bolso del respaldo de la silla y me senté. A mí tampoco me sorprendía, ese era Santi últimamente. Hacía una semana le había dicho que parecía una garrapata, por estar siempre adherido a mí, pero creo que él ni siquiera me oyó, y si me oyó no me hizo ni caso; eso quedaba claro después de la conversación de la noche anterior.
—Sinceramente, pensaba que vosotros os mudaríais juntos hace un tiempo ya.
Seria, con mis cejas en lo alto de mi frente, lo miré.
—¿Qué? —fue su respuesta ante mi pronunciado silencio—. ¿Qué he dicho de malo?
—¿Cuándo he insinuado yo que quería vivir con él?
—Bueno… —comenzó a decir—… considerando que lleváis dos años juntos, que vuestras familias se conocen, que has invertido en su negocio, que pasáis todo el tiempo libre uno con el otro…
—Sí, eso es cierto, pero… —Cierto, pero ¿qué? Ni siquiera yo tenía idea de con qué argumentos despachar el tener que discutir una posible convivencia con Santi y otros planes de futuro con él—. Me encanta estar con él, pero… no creo estar lista para convivir. No lo sé. Yo soy muy… Mi casa es mi mundo. Yo trabajo allí. Estoy acostumbrada a mi ritmo, a tener mis cosas por todas partes, a manejar mis horarios, a…
Tony alzó una mano para detenerme.
—Esa verborrea… ¿Qué ha pasado?
Me removí, incómoda, en mi silla.
—¿Lizzy? —Tony se relamió los labios para luego inclinarse sobre la mesa—. Dime qué sucede, porque sé que tarde o temprano Brian me llamará para preguntarme si yo estaba al tanto de lo que sea que haya ocurrido y, si no sé dónde estoy parado, se enfadará.
—Mis padres tienen que entender que no eres mi niñera ni mi madre.
—Si te pasa algo, hasta tu madre me llamará para reprochármelo.
No sería la primera vez que Ana lo llamara para gritarle.
Abrí la boca para comenzar a soltarlo todo cuando apareció Tricia con una bandeja en la que cargaba un alto vaso de zumo de naranja, otro vacío, una jarra de agua con hielo y limón y un plato pequeño con una única pastilla que reconocí como paracetamol. Una a una dejó las cosas alrededor de mi puesto en la mesa.
Se lo agradecí y ella se retiró con una sonrisa en los labios.
Inspiré hondo y dejé escapar el aire hasta vaciar por completo mis pulmones. Tomé aire una vez más.
—Santi quiere… Anoche… Dice que lo haríamos bien juntos, que somos un buen equipo. Él quiere que vivamos juntos.
Tony se quedó esperando en silencio.
—Y además de eso me invitó a ir de viaje con él a Grecia… de vacaciones, en dos semanas, para que pasemos tiempo juntos, como práctica. Dice que veré que podemos convivir en paz, que saldrá bien. Prometió que no me interrumpirá mientras leo, que me dará mi espacio…, esas cosas que se prometen todos cuando quieren que salga bien. Afirma que no le molesta que mis porquerías estén tiradas por todos lados, pero yo sé que no es así; más de una vez lo he visto recoger mi ropa sucia para meterla en la lavadora, por ejemplo, y yo no necesito eso de él. También me prometió que cocinaría para mí para que yo no tuviera que parar de escribir para ocuparme de la cena. —Verbalizar aquellas palabras provocó que se me cerrara la garganta. No podía, comenzaba a sentirme sofocada por la mera idea de saberlo instalado en mi casa, o de compartir otra casa con él. Pobre Santi, él en realidad no tenía nada de malo y sabía que ponía su mejor voluntad en nuestra relación. El problema allí era yo, no él. El problema eran mis miedos, no su seguridad y su confianza. El problema era que yo ni siquiera sabía si tenía idea de lo que significaba estar enamorada, pese a haber escrito la palabra «amor» un millón de veces en mis libros. La vida real no podía estar más lejos de la ficción que escribía.
—Lizzy.
—¿Sí? —pregunté con temor.
—No puedes irte de viaje con él.
—¿Qué? —inquirí, confundida, porque creía que a Tony le gustaba Santiago; además, acababa de decir que nos imaginaba conviviendo.
—Que no puedes irte de viaje a Grecia con él, no al menos por el momento.
—¿Por qué? ¿Te parece que debería dejarlo? Seguro que sabes que acabaré lastimándolo. Sí, soy un desastre, es verdad…, acabaré forzándolo a odiarme. Me odiará, sé que sí. Una cosa es que nos divirtamos juntos y otra muy distinta es que pasemos veinticuatro horas al día pegados. Yo soy insufrible de maniática, lo admito. Y si no se cansa de mí durante el viaje, seguro que lo arruinaré todo cuando regresemos, porque…
—No, no es eso.
—¿Entonces?
Tony cogió su copa de agua y se la llevó a los labios. Lo noté nervioso.
—Tómate tu zumo, y la pastilla —me indicó antes de hacer un segundo largo sorbo.
—Tony, me estás preocupando. ¿Qué sucede?
—La pastilla y el zumo. Bébetelo, no quiero que me lo arrojes sobre el traje. Prefiero el agua con hielo; el agua no mancha y este traje…
—¿Tony? —lo corté, con los agudos de mi voz yéndose a la mierda.
—No puedes ir a Grecia, Lizzy, lo siento.
—Pero… ¿por qué?
—Tienes que escribir un libro.
—¿Qué? Acabo de terminar uno, seguro que puedo tomarme unas semanas de descanso. Siempre me pillo unas semanas al acabar una novela.
—No, lo siento. Puedes hacer lo que quieras siempre y cuando regreses antes del primero de mes y estés lista para trabajar.
—¿Qué?
—Tu zumo y el paracetamol.
—Al cuerno con el zumo y el paracetamol, ya se me ha olvidado que me duele la cabeza. ¿Qué es lo que pasa aquí? ¿Otro libro tan pronto?
—Lizzy…
—¿Qué? ¿Por qué tienes esa cara de torturado? ¿Qué es lo que sucede? ¿Qué tienes que decirme? —Me llevé ambas manos al pecho, más precisamente al corazón, el cual latía desacompasado y me dolía. Estaba asustada, para qué negarlo, todavía más asustada que ante la perspectiva de intentar convivir con Santiago. Mi trabajo, mi profesión… era mi pasión, lo era todo para mí.
—No me grites; por favor no me grites. No montes un escándalo, no me odies.
—Tony —La voz me tembló, estaba a punto de arrancarme a llorar—. Tony, qué… —No pude seguir. Mi carrera estaba acabada, él estaba a punto de decírmelo. ¿Qué haría yo sin mis libros? ¿Qué sería de mí si no podía escribir?
Con mis palmas pegajosas de sudor, me agarré las rodillas por encima de los vaqueros. Estaba a punto de sufrir un ataque de pánico.
—Lizzy, hace dos días recibí una llamada.
—Una llamada, ¿de quién? —Eso empeoraba cada vez más.
—De la oficina de Sam Warren.
—¿Perdón? —De haber tragado la pastilla y el zumo, estaría vomitándolos en ese instante. Sam Warren era el dueño del grupo editorial más grande del país, el único que había resistido a la globalización y, de hecho, pisaba con fuerza, dictaminando lo que miles de lectores leían en todo el mundo, poniendo en los primeros puestos de todos los rankings a sus autores, además de catapultarlos a los premios más importantes de la literatura—. ¿Qué? —No podía entender qué podía tener que ver Sam Warren con que yo tuviese que escribir otro libro, con que no pudiese ir a Grecia.
—Me llamó su secretaria para concertar una videollamada con Sam Warren y con Charlotte Ehlers.
—¿Qué? —repetí, olvidándome del resto de las palabras del vocabulario.
No entendía qué podía tener que ver con todo eso la agente de Stern. Con Warren hablaba en cada evento en el que nos encontrábamos y, de hecho, podía asegurar que el tipo era sumamente agradable; siempre nos divertíamos mucho juntos, pero él no era mi jefe y yo sabía que con sus autores era implacable. Si publicabas bajo uno de sus sellos, era para hacer lo que él demandase que hicieses…, no porque aquello no fuese a reportarte convertirte en número uno en ventas, pero de todos modos su forma de trabajar no acababa de gustarme. En el ámbito laboral lo tenían por un ogro, y también por un dios. Un dios que todo lo que tocaba lo convertía en oro y premios.
—Lizzy, escúchame atentamente antes de ponerte a chillar.
Moví la cabeza para dirigir mi oreja derecha hacia él, sin perderlo de vista.
—Habla. —El miedo estaba dando lugar a algo diferente, aunque no podía precisar qué era.
—Lizzy, me contactaron para proponernos algo. Hablamos ayer por la tarde, fue una reunión muy larga… mucho —insistió, alzando las cejas y estirando las palabras—. Créeme que mi cara de sorpresa no fue menor que la tuya ahora cuando la secretaria de Warren me informó de que su jefe quería que conversáramos los tres juntos. Yo siempre había esperado que un día Warren nos llamara para proponernos un proyecto, pero nunca creí que fuese con Charlotte de por medio.
—¿Y por qué estaba ella en el medio? Suéltalo, Tony. Suéltalo de una puta vez o me dará algo. ¿Por qué querían hablar contigo? ¿De qué?
—Quieren que escribas un libro.
Eso no era terrible.
—¿Un libro?
—Sí, un libro a cuatro manos… con él.
Mi cerebro cesó su funcionamiento por completo.
—¡¿Qué?! —exclamé, y «él» se quedó dando vueltas dentro de mi cráneo como si mi cerebro hubiese desaparecido—. ¿Con él? —pregunté, sin querer descubrir a qué se refería. De verdad que no quería saberlo.
—Con Jude Stern.
Esa vez fue el mundo al completo el que se detuvo.
—Repite eso.
—Sam Warren quiere que escribas un libro con Jude Stern. Él lo publicará. El contrato… Lizzy… Luego podrás irte de vacaciones a Grecia por el tiempo que te dé la real gana, podrás mudarte a vivir allí si quieres. Incluso podrás comprar una estupenda casa con las mejores vistas y escribir tus libros desde allí. El adelanto es…
No podía pensar ni en el dinero ni en Grecia.
—¿Jude Stern?
Tony asintió con la cabeza.
—¿Sam Warren quiere que Stern y yo escribamos un libro a cuatro manos?
—Sí.
—¿Y cómo hará Warren para convencer a Stern de eso?
—No sé cómo ha hecho para convencerlo, pero el asunto es que él ya está a bordo de este proyecto y, para serte sincero, Lizzy, no puedes decir que no. No podemos decirle que no a Warren, ni tampoco a Stern.
—Stern no escribirá un libro conmigo ni así le pongan un arma en la cabeza.
—Lizzy, Charlotte me aseguró que Stern ya está comprometido con el proyecto. Dice que ya ha firmado el contrato.
—¡Repite eso! —No podía creerlo.
Tony se inclinó para recoger su cartera, la cual le había regalado mi padre para su último cumpleaños. La puso sobre su regazo, apartó la tapa, descorrió la cremallera y de dentro extrajo una elegante carpeta de piel que tenía impreso, en el centro, el logo del grupo editorial de Warren. Una uve doble que eran dos libros abiertos, con páginas desplegadas como un abanico.
Luego bajó la cartera, también de piel, y, a continuación, abrió la carpeta, pasó las páginas y me la tendió. De no haber estado sentada en la silla, me habría caído de culo.
En estilizada letra que no parecía de una persona de este siglo, estaba la firma de J. A. Stern debajo de la de Sam Warren, a la derecha del espacio que quedaba reservado para mi firma.
—Elegiréis juntos la portada, la voz para el audiolibro y los detalles de la gira de presentación. —Tony quitó la carpeta de mi vista para regresarla a él y pasar las páginas otra vez.
Me la tendió de nuevo, en esa ocasión poniendo un dedo sobre el texto en un renglón en particular.
Se me cortó la respiración y me mareé, por lo que no pude ni contar los ceros de la cifra.
—Tony… —jadeé—, ¿qué es esto?
—¿La mejor propuesta profesional de tu vida?
—Tony…
—Yo sé que Stern es un imbécil. Todo el mundo lo sabe. El tipo es insoportable. Sé que te aburre, que no te gusta, pero esto, Lizzy, y no me refiero solamente al dinero, es una oportunidad que no puedes dejar pasar. No le podemos decir a Warren que no, porque si esto sale bien… Lizzy, si esto sale bien, tu carrera ya no será la misma, y lo sabes.
—Tony…
—Lizzy, el tipo carga sobre sus hombros docenas de premios literarios.
—Explícame esto.
—No puedo hacerlo. No sé por qué ha sucedido, simplemente puedo decirte que Warren sabe que, sea lo que sea que vosotros escribáis, se venderá, y mucho. La gente os adora a ambos.
—Por motivos muy diferentes.
—Por eso mismo, Lizzy. Los públicos de ambos son muy distintos. Será una colisión de dos enormes planetas.
—Por eso mismo, también, nos haremos mierda al estrellarnos.
Tony se rio, pero a mí nada de eso me parecía divertido.
—Él no querrá escribir un libro conmigo —insistí.
—Ya has visto su firma.
—Sí, pero da igual, no querrá. No podremos, no resultará, somos muy diferentes. No tenemos nada en común, ni a la hora de escribir ni fuera de la escritura. Nada, Tony. Ni siquiera nos dirigimos la palabra en las fiestas. No somos dos planetas distintos, somos dos universos paralelos. Y yo sé que él no me tolera. Tony, no me digas que te has olvidado de lo que dijo de mí; esto no tiene sentido.
—Lo que dijo… Lizzy, fue hace un siglo.
—No fue hace un siglo, fue hace tres meses. Y creo que lo hizo por despecho. Comenzó a recibir malas críticas y, cuando le preguntaron por el resto de los libros que habían salido ese mes, soltó que no podía compararse lo que él escribía con historias como las mías. Mencionó mi nombre.
—Tal vez no lo hizo…
—Sí, tú sabes cómo lo dijo.
—Lizzy, la prensa puede dar pie a interpretaciones erróneas, sobre todo cuando…
—Él opina que lo que yo escribo es basura, y el hecho de ser un estupendo escritor no le da derecho a menospreciar el trabajo de otros. Es un genio a la hora de escribir, pero en la vida real es un pedante asqueroso egocéntrico y…
—Lizzy, tienes que hacerlo.
—No. No, no puedo. Es ridículo. Jamás podremos escribir nada juntos. Él no querrá, y yo dudo que pudiera. Además, ¿de qué podríamos escribir? No hay modo de que coincidamos en un tema.
—Claro que sí. Ambos escribís sobre la vida, los dos tenéis tendencia a darle vida a personajes muy profundos y…
—Tony, basta. No necesito que intentes convencerme, no funcionará. Nunca funcionará.
—Lizzy, deberás hacer que funcione. Él deberá hacer que funcione. No os queda más opción a ninguno de los dos.
—No hay modo de hacer que funcione. Tú lo viste durante la cena de gala de hace dos semanas en el museo… Ese hombre me mira como si no entendiese lo que soy o de dónde he salido. Poco faltó para que se riera en mi cara cuando le presentaron a Santiago. Fue una noche lamentable. No quiero tener que revivir eso. Menos mal que Santiago no tenía ni idea de lo que dijo en ese reportaje, sino creo que lo habría golpeado. Lo saludó y luego nos giró la cara, nos ignoró. Fue como si no existiésemos, como si para él no fuésemos más que…
Me detuve porque no quería volver a sentirme como esa noche, no merecía la pena. Stern pensaba que mi trabajo era una porquería, que no valía el papel en el que imprimían mis libros, y yo hacía mucho que había comprendido que no debía dejarme llevar por su opinión. Por mucho que lo admirase, no tenía que dejarlo correr, porque jamás tendría su aprobación y, de hecho, como bien decía mi padre, no la necesitaba. Además, Stern no se comportaba como un miserable solo conmigo, sino con la mayoría de los escritores. La burbuja de ego en la que vivía hacía que le faltara oxígeno, y la falta de oxígeno, evidentemente, le impedía funcionar como un ser humano normal.
«No es contigo, es con todo el mundo. No es contigo, es con todo el mundo», me repetí.
Aun así, no era capaz de comprender eso de que nos hubiesen propuesto escribir un libro a cuatro manos.
—Lizzy, los dos deberéis empeñaros en lograrlo. Tendréis dos meses para hacerlo.
—¿Dos meses? —repetí. Usualmente me tomaba mes y medio escribir un primer manuscrito; por tanto, dudaba de que nos alcanzaran dos meses para ponernos de acuerdo con Stern sobre qué escribir, y para qué hablar de escribirlo. En mi haber tenía cuatro libros escritos con otros autores, dos de fantasía, uno para niños y un cuarto de ciencia ficción, pero aquellas obras los había escrito con cuatro autores que eran mis amigos, es decir, con seres humanos con los que congeniaba y con los que tenía relación estrecha incluso fuera del ambiente profesional. Stern y yo en contadas ocasiones habíamos compartido una distancia más cercana que dos metros, y esas ocasiones podían contarse con los dedos de una sola mano.
—Sí, dos meses. Os vais el primero de mes.
—¿Nos vamos? ¿De qué hablas?
—Warren os prestará su casa en la Toscana.
—¿Cómo? —solté riendo, incrédula.
Yo había visto fotografías de la casa que tenía la familia Warren y aquello no era una casa, sino una villa; una inmensa, con viñedos, piscina, una colección de Ferraris, cine propio, un ejército de personal de servicio, una docena de habitaciones, un salón de baile…
—Que Warren, amablemente, os alojará en la casa que tiene a las afueras de un pueblo que se llama Montalcino para que os quedéis allí y podáis escribir sin interrupciones, sin distracciones.
—¿No solamente pretende que escribamos un libro a cuatro manos, sino que además espera que convivamos?
—Te servirá de práctica para cuando Santiago se mude contigo.
Me entraron ganas de arrancarle los ojos; me limité a mirarlo con odio.
—No es gracioso —gruñí cuando me sonrió.
—Lizzy.
—Es absolutamente ridículo, todo, de principio a fin. Tony, él no querrá vivir conmigo, menos que menos escribir un libro conmigo. No hay forma humana de hacer que esto funcione. No sé qué se les ha metido en la cabeza, no sé de quién ha sido la idea, pero es pésima.
—Dicen que la casa es absolutamente estupenda.
—Tony, la casa me importa una mierda. Nunca lograremos hacer ese libro. Él jamás ha escrito uno a cuatro manos, con nadie, y ni siquiera tolera que alguien pronuncie una palabra en contra de lo que escribe. A todos sus críticos los trata de imberbes. Cada vez que Stern abre la boca es para dejar claro que nadie está a su altura. No me convenceréis de que él está de acuerdo con esto. Han debido de ponerle un arma en la cabeza para hacerle firmar ese contrato.
—Charlotte dice que Stern está entusiasmado.
Mi carcajada atrajo la atención de los comensales que nos rodeaban; yo hasta me había olvidado de que estábamos en nuestro restaurante favorito.
—Ok, sí, lo admito, ella debió de exagerar en eso de que Stern está entusiasmado, pero, vamos, que ya ha firmado, Lizzy. Sea como sea, el tipo se ha embarcado en esto.
—Debieron drogarlo para hacer que firmara.
—No parece que el pulso le temblara. Tiene una caligrafía magnífica.
Sí, eso no se lo podía negar, tenía una caligrafía estupenda, elegante; su firma era el vivo retrato de su persona. Jude Stern era la personificación de la elegancia y la corrección; su imagen no podía ser más pulida, todo en él, desde sus libros hasta su condenada firma, era absolutamente perfecto. Todo en él era proporcionado, armonioso, distinguido y refinado. Sus modales a la hora de comer eran impecables, yo lo había estudiado de lejos en varias cenas en las que habíamos coincidido. Además de eso, Stern daba unos discursos que te dejaban boquiabierto y tenía el poder de abrir la boca y atraer la atención de todos, y de hecho ni siquiera necesitaba despegar los labios para llamar la atención, porque, con su más de metro noventa que debía medir, con su estilizado físico que enfundaba en trajes de impecable factura, los cuales por cierto tenían la mala costumbre de realzar su espectacular trasero y su espalda no menos impactante, con su corto corte de cabello y con sus impresionantes ojos azules, era imposible que lo pasaras por alto. No necesitabas leer lo que escribía para que se te cayera la baba por él, porque, además, si bien no solía sonreír demasiado, no al menos en público, tenía una sonrisa bonita, una que no era perfecta porque sus caninos eran un poco demasiado más largos que el resto de sus dientes, lo cual le otorgaba cierto aspecto de vampiro. A decir verdad, si fuese un poquito más humano, a mí no me molestaría que me mordiera el cuello. Lo más probable era que a Stern no le interesara en absoluto mi sangre.
En fin, que el maldito, además de tener una mente privilegiada, tenía unas facciones terriblemente masculinas, de pronunciados pómulos, mejillas que se hundían lo suficiente como para que la curva hasta su mandíbula tuviese un aspecto todavía más peligroso y delicioso, ¡y joder con la época en la que decidió dejarse esa sombra de barba oscura que a mí me habría encantado tener entre las piernas!
Y esas manos… esas enormes manos.
Y también me había fijado en el largo de sus pies y elucubrado sobre las medidas del resto de su cuerpo.
Fue mi pulso el que se echó a temblar cuando pillé el paracetamol y lo arrojé dentro de mi boca mientras que con la otra mano cogía el vaso.
—Lizzy…
Lo detuve con un dedo en alto mientras terminaba de beber mi zumo.
Se calló dos segundos y volvió a la carga.
—Lizzy, es una oportunidad única. Muchos escritores matarían por recibir una oferta semejante. Tú misma lo has dicho, Stern jamás ha escrito un libro con nadie.
Bajé el vaso, negando con la cabeza.
—Podrás verlo el fin de semana y preguntarle. Warren dará una fiesta en su casa y estás invitada. Los dos estamos invitados. Stern irá, Charlotte me aseguró que allí podríamos conversar un poco los cuatro antes de que partáis para Italia.
—Tengo la sensación de que deliro. Demasiado vodka.
—No, Lizzy, es real. Vosotros dos iréis allí y escribiréis un libro sobre lo que os plazca, Warren os ha dado vía libre. Me dijo que no te preocuparas por nada, que hablará contigo el sábado. Confesó que lleva un tiempo deseando tenerte en su familia, y qué mejor que junto a su niño de oro. Lizzy, esto es entrar en el Grupo Warren por la puerta grande, para ser recibida a bombo y platillo.
—Stern me sacará de una patada en el culo.
—Stern no hará nada semejante, no podría aunque quisiera. Esto será cincuenta y cincuenta, Lizzy. Aquí nadie se quedará con el protagonismo, eso está claro. Y los apellidos en la portada constarán por orden alfabético, que lo pone en el contrato. Primero Chang, luego Stern.
Reí otra vez, no pude evitarlo.
—Ah… y, por cierto, Warren quiere que la fotografía de los autores sea una; es decir, que deberéis posar juntos.
—Sí, claro, Stern accederá a eso, si en su último libro actualizó su foto de autor… —Y pese a su sobrio traje oscuro, estaba terriblemente sexy en esta—. Definitivamente debía estar drogado. No sé qué le dieron, pero, cuando se recupere, todo esto pasará a la historia. Stern no escribirá un libro conmigo. Yo no puedo escribir un libro con él. —En cuanto solté esto último, me percaté del miedo que tenía, de lo imposible que me parecía siquiera intentar ponerme a su altura.
Yo tenía todos sus libros en mi biblioteca y la mayoría de ellos los había leído en más de una ocasión; mucho más que eso, me parecían estupendos, simplemente magníficos, y así de claro tenía que lo que él escribía nada tenía que ver con lo que yo hacía. Mis novelas podían tener una profunda carga de sentimiento, pero el nivel de su ficción literaria era tal que haría que sus letras superasen el poder del tiempo. Stern se te metía en la cabeza, revolvía tus pensamientos, te hacía dudar de tus creencias, de tus inseguridades y también de tus certezas. El maldito era un puto genio, mientras que yo escribía muchas escenas de sexo y narraba historias con elfos, y otras con adolescentes que descubrían que tenían poderes mágicos.
Definitivamente, no resultaría.
Imposible.
—¿Estáis listos para pedir? —nos preguntó Tricia, deteniéndose junto a nuestra mesa.
—¿Me traes una copa de chardonnay, por favor?
—¿Tony?
—No, estoy bien con el agua. ¿Me traes lo de siempre?
—¿La ensalada de pavo y…?
—Sí —le contestó Tony, interrumpiéndola—. ¿Lizzy?
—Lo de siempre también, Tricia. Gracias.
Ella nos conocía de sobra como para saber qué era lo de siempre. Se largó rauda con nuestro pedido, comprendiendo que el ambiente allí en la mesa no estaba para las charlas amistosas habituales entre nosotros.
—Puedes soportar al tipo durante dos meses, yo sé que sí; eres dura, eres capaz de todo. Olvídate de lo que dijo, intenta dejar a un lado sus estupideces y absorbe de él todo lo que creas que puede ayudarte a mejorar… y, por favor, Lizzy, dime que no desperdiciarás esta oportunidad. Además, estoy convencidísimo de que tú puedes enseñarle unas cuantas cosas a él; Stern puede ser un genio, pero anda escaso de muchas otras cosas. Ten paciencia, enséñale lo que significa tener un corazón tan grande como el tuyo.
Si tuviese un corazón grande, no habría dejado la noche anterior a Santiago sin una respuesta. Si tuviese un corazón grande, probablemente no tendría tantas dudas sobre nuestra relación.
Los que acusaban a Stern de no tener corazón, si hubieran sabido lo que realmente circulaba dentro de mí, no tendrían una opinión muy distinta de mi persona. Él podía no tener corazón, pero no sabía de nadie al que le hubiese roto el suyo; en cambio, yo… me sentía demasiado próxima a destrozar el de Santi.
—Deberás suspender el viaje a Grecia.
La voz de Tony me trajo de regreso a la realidad.
Definitivamente le rompería el corazón a Santi. No se tragaría que eso no había sido idea mía para escaparme de él.
Joder, y él que ya lo tenía todo reservado.
Santi acabaría odiándome.
—Mierda.
—Lo lamento, Lizzy.
—¿No puede posponerse para más adelante? No es que me desespere el viaje, pero… —¿No debería ir para terminar de descubrir si de verdad podíamos ser buena pareja o no?
—Lizzy —Tony sacudió la cabeza, negando—: hasta donde yo sé, todo está arreglado, hasta los pasajes de avión.
—¿Qué?
—Warren sabía que no dirías que no.
—Que no puedo decir que no, mejor dicho.
—Eso, no puedes decir que no. No puedes decirles que no a Sam Warren ni a Jude Stern. Nadie en su sano juicio lo haría y, si bien Warren sabe que estás un poco loca —intentó animarme con una sonrisa, pero no dio resultado—, hasta lo que me dieron a entender, para Stern es ahora o nunca, Lizzy.
—¿Cómo?
—Que el tipo es jodidamente estricto con su agenda. Tiene que ser ahora. Además, ¿qué mejor momento? Ya no tienes ningún proyecto entre manos y él acaba de terminar un libro también. Ninguno de los dos tiene que salir de gira y dicen que la Toscana es preciosa en esta época del año.
—¿La Toscana es preciosa en esta época del año?
Tony se aclaró la garganta.
—Lizzy, saldrá bien. Nadie lo ha forzado a él a hacer esto. Supongo que su opinión de ti no ha de ser la que dejó entrever o en caso contrario no habría accedido a esto.
Sacudí la cabeza, negando.
—Intenté hacer que Charlotte te concertara una cita con Stern para que vosotros dos pudierais conversar un rato, pero parece que está muy ocupado hasta el fin de semana.
—Sí, claro —resoplé.
—Intentaré conseguirte su número de teléfono.
Reí. No lo lograría, porque, de tener real interés en escribir un libro conmigo, Stern me habría llamado antes para que nos reuniéramos a tomar un café y conversar, tal como lo haría cualquier persona normal. Debían estar obligándolo a él también, y por eso no se ponía en contacto conmigo. Eso no era otra cosa que un negocio elucubrado por Warren, porque, pese a ser de universos diferentes, los libros de Stern y los míos se mantenían en las listas de los más vendidos.
—Bueno y, si no, como muy tarde lo verás el sábado por la noche. —Tony me sonrió otra vez—. La gente enloquecerá cuando se enteren de que escribiréis un libro a cuatro manos.
—Explícate —le dije, porque algo en sus palabras me dio mala espina.
—Warren quiere anunciarlo antes de que partáis hacia Italia, con sesión de fotos incluida. En sus oficinas. Falta que me confirmen el día y la hora.
—¡¿Qué?! —chillé—. Entonces no hay modo de que pueda negarme, vosotros ya lo tenéis todo resuelto. ¡Tony!
—Lizzy, por favor, baja la voz.
—Debiste llamarme anoche para contármelo todo.
—Lizzy…
—No, Tony, esto no funcionará. Pueden haberlo organizado todo, pero no funcionará. ¡¿Cómo se supone que voy a escribir una novela con un hombre que no me dirige la palabra?!
—Eres estupenda con la gente. Encontrarás un modo.
Gruñí cual perro rabioso.
—Y será un libro estupendo —acotó, y a mí me entraron ganas de matarlo.
El almuerzo se me quedó atragantado, porque lo que me angustiaba no era solamente el libro, sino el hecho de que tendría que enfrentar a Santi para decirle que debía cancelar el viaje y para explicarle que pasaría dos meses encerrada en una villa en la Toscana con Jude A. Stern.