Por segunda vez la pantalla se iluminó con el número de teléfono que no tenía registrado en mis contactos pero que ya sabía a quién pertenecía. Todavía estaba muy dormido, por lo que no había atinado a bloquearlo; de cualquier modo, imaginé que, si lo hacía, posiblemente intentaría ponerse en contacto conmigo desde otro número.
El teléfono sonó tres veces más y enmudeció, porque debió de saltar el buzón de voz.
Quizá pasó un minuto y el aparato volvió a sonar.
Eso continuaría sucediendo hasta que pusiese distancia, hasta que lo alejase de mí de un modo contundente.
Toqué sobre el círculo verde para contestar la llamada.
—¿Qué quieres? —Mi voz salió pobre, opaca, porque estaba muy dormido; era demasiado temprano y, además, despertar con su voz no iba a ser precisamente agradable.
—Hola, hijo.
—¿Qué quieres? —repetí.
—¿No queda claro? Estoy llamándote. Quiero hablar contigo.
—Sí, pero yo no quiero hablar contigo, no vuelvas a llamarme —solté, quedándome sin aliento porque hiperventilaba. Corté la comunicación y tiré el teléfono encima de la cama, sobre el sitio que solía ocupar Elizabeth a mi lado. Definitivamente ella no podía seguir allí, tenía que sacarla de mi cama, de mi vida. Con mi padre suelto…
El teléfono volvió a sonar.
Lo cogí.
—No quiero hablar contigo.
—Jude Aron Stern, controla el tono. Me importa una mierda quién seas para el resto del mundo, para mí eres mi hijo. Soy tu padre, me respetas.
—El respeto se gana, no se exige. Intentaste exigírmelo y no lo conseguiste. No vuelvas a llamarme. Ya hice más por ti de lo que debía. No te metas en mi vida, haz la tuya tan lejos como puedas de nosotros…
—Eres mi hijo.
—No, dejé de serlo hace mucho. No permitiré que vuelvas a acercarte a mí, no quiero que vuelvas a acercarte a mí. —Me eché a temblar, no pude controlarlo. Listo, así, sin más, mi día sería un asco, o sería un asco porque me constaba que no lograría deshacerme de ese estado lo suficientemente rápido como para enfrentar a Elizabeth sin que ella lo notara. Con las llamadas telefónicas de mi padre en la cabeza, no tendría la mente para escribir. Eso pulverizaba cualquier esperanza de concentrarme.
Como cuando era un niño, comencé a perder el control de mi cuerpo.
No era respeto, era miedo.
—Jude…
—No quiero volver a saber de ti, no tenemos nada de que hablar.
—Hijo…
—No me interesa escucharlo. Lo que sea, no me interesa. Ahórrate la molestia.
—Tu abuela me contó que estás de viaje.
Me pasé una mano por la cara para luego pellizcarme el puente de la nariz. No podía culparla por contárselo, ella estaba muy mayor ya.
—Sí, no estoy en el país y no me interesa encontrarme contigo cuando regrese.
—Tenemos que hablar.
—No.
—Jude, no seas necio. Hace cinco años que no hablamos.
—Y por mí podemos seguir así toda la vida.
—Te comportas como un niño malcriado, no como un hombre.
—Bueno, no te preocupes: que no te dé cargo de conciencia, porque no fuiste tú el que me crio.
—Jude, es increíble que seas tan inteligente para escribir y tan imbécil para…
—No me interesa lo que tengas que decir, ahórrate los insultos. Tuve suficiente de ti. No quiero volver a hablar contigo.
—Estás en Italia escribiendo un libro. —Sonó a que me acusaba de algo.
Me mantuve en silencio.
—Con una escritora conocida.
—Nada de esto es asunto tuyo.
—¿Qué se supone que escribes con ella?
—¿Qué demonios quieres? —repliqué, entrando en pánico porque no quería que la involucrara a ella en la conversación.
—Ver a mi hijo, hablar con él, eso es lo que quiero.
—No sucederá.
—No lo entiendo. ¿Hablaste pestes de lo que escribe y te largaste allí a escribir un libro con ella? Explícamelo.
—No tengo nada que explicarte.
—Creí que encontraría muchas más cámaras cuando salí. ¿Cómo lograste contenerlo? Bueno, no fuiste tú, debió de ser Charlotte. O será que a la gente ya no le importas. Por ahí oí decir que no gozas de muy buena reputación últimamente, por algo que escribiste, por cómo te comportas.
—Lo que me suceda no es asunto tuyo.
—Eres mi hijo.
—Sí, lamentablemente no puedo cambiar eso.
—Basta de tonterías. Podrías comportarte como un hombre adulto. Hijo, yo quería pedirte disculpas.
Se me escapó un resoplido que él oyó.
—Jude, no seas infantil.
—No quiero que me pidas disculpas, no quiero nada de ti. Déjame en paz y ya no molestes a Babu.
—Es mi madre y tú no me dices a mí qué hacer.
—Tampoco me dirás tú a mí qué hacer.
—Me da la sensación de que estos días, más que nunca, necesitas un guía.
—Sí lo necesito, no lo buscaré en ti. Tú no tienes ninguna buena lección que darme, no al menos con el buen ejemplo. Lo que aprendí de ti es lo que no debo hacer.
—No me faltes el respeto —bramó.
—Tú te lo faltas a ti mismo. Ni siquiera me necesitas a mí para eso. Has estado en la cárcel cinco años… Si no has aprendido la lección, es cosa tuya.
—Te crees tan inteligente… —lo oí canturrear, con su soberbia de siempre.
—No, para nada, soy un imbécil porque todavía sigo escuchándote y debería haber cortado la comunicación hace rato. No quiero tener nada que ver contigo, no vuelvas a llamarme. —Con lágrimas de rabia pulsando por escapar de mis lagrimales, corté la llamada y apagué el móvil. No quería siquiera ver su número en la pantalla otra vez.
Arrojé el aparato sobre la cama y, furioso conmigo mismo por no poder mandarlo a la mierda con toda la furia que guardaba dentro, me quedé mirando el sol de la mañana, que entraba por las rendijas de las cortinas, a través de las lágrimas que ya no era capaz de contener.
No podía creer que le hubiese permitido ganar otra vez, que incluso, pese a la distancia que nos separaba, él continuara afectándome igual que cuando no era más que un adolescente que no sabía vivir fuera de los libros en los que me ocultaba.
En eso él tenía razón, yo no era un hombre. Cuando debí hacerle frente, opté por no discutir, por no agravar la situación. Me decanté por la opción más cobarde, por generar menos dolores, y en ese momento pagaba las consecuencias. Él no se merecía mi estúpida cobardía, porque gracias a eso solamente había estado preso cinco años. Le había hecho un favor por no tener un problema entonces y mi problema en ese instante era aún mayor, porque, a lo largo de esos cinco años, yo no había hecho otra cosa que acumular miedo y vergüenza, arrastrando cada día el peso de lo que él me hacía sentir, del modo en que él me veía, del modo en que, con su reaparición, con su voz y unas pocas palabras, me hacía sentir sobre mí mismo.
Todavía le permitía gobernarme.
¡Todavía le permitía gobernarme!
Manoteé una de las almohadas y, en el arrebato más estúpido, la arrojé lejos, con todas mis fuerzas, deseando romper algo, destrozarlo todo.
La almohada no voló muy lejos y tampoco rompió nada.
Su único efecto fue provocar que Elizabeth se detuviera al paso de abrir la puerta para entrar en el cuarto.
Me quedé paralizado al igual que ella, que por lo visto llegaba de correr porque iba vestida con ropa deportiva y tenía la piel brillante; se entendía que había sudado. Estaba un tanto despeinada y su rostro…
No necesitó ver mis lágrimas para saber que algo no iba bien, porque acababa de tirar una almohada y, después de tres semanas, era de suponer que ella tuviese claro que ese no era mi comportamiento normal. Sin duda ese no era el centrado, recto y serio Jude Stern.
Apreté los labios entre mis dientes y sentí arder las lágrimas que corrían por mis mejillas.
Comencé a contar, especulando cuánto tardaría en salir corriendo. A nadie que te quiera para una relación informal o siquiera para lo que se suponía que debía ser una noche y nada más y que acabó alargándose, pero en todo caso una relación que tenía como fecha de caducidad la de nuestros pasajes de avión de regreso a casa, le interesaría saber sobre los malditos traumas que tienes con tu padre, sobre lo desastroso de tu carácter, sobre lo endeble que es tu posición frente al mundo, sobre lo susceptible que eres a las opiniones de todos, sobre el poco crédito que le das a todo lo que haces y a lo que no haces también.
La miré deseando poder darle algo más que eso, algo más que el imperfecto amor que sentía por ella, algo más que todo el enredo que había provocado para llegar allí.
—¿Jude?
Con furia, me limpié las lágrimas del rostro.
—Jude, ¿qué pasa?
Sacudí la cabeza negativamente, sin poder parar de llorar.
—Jude —jadeó ella, con su cara descomponiéndose de preocupación al tiempo que se lanzaba corriendo en dirección a la cama—. Jude…
Saltó sobre la cama. Elizabeth vino en mi rescate.
Debí rechazar el abrazo en el que me envolvió; en vez de eso, me prendí de ella, de ella tirando con todas sus fuerzas para cubrirme.
—Jude… —Sus manos acunaron mi cabeza y me dieron ganas de pedirle que no me soltara jamás. No pude hablar, solamente llorar.
Estaba haciendo todo lo que no debía hacer, todo lo que decididamente la ahuyentaría de mi lado. No me quedaban ni ganas ni fuerzas de volver a ser quien se suponía que era.
—Jude, ¿qué pasa? Jude, ¿por qué lloras? —Sus manos buscaron mi rostro; sus ojos, mi mirada—. Jude.
Le permití encontrarme.
Si el libro se iba al demonio, pues bien, que se fuese todo al demonio.
—Jude, habla conmigo. —Sus dedos barrieron mis lágrimas con un gesto delicado—. Está bien, chist…, puedes hablar conmigo. Dime. Habla conmigo. Estoy aquí, te escucho. Tan solo cálmate y habla conmigo. Jude —mencionó mi nombre con su voz quebrándose. Por el reflejo del sol que entraba, noté que sus ojos se habían puesto cristalinos como estaban los míos, igualmente llenos de lágrimas—. Chist, ya no llores —me pidió, y se le escapó la primera lágrima—. Jude…
—Mi padre —hipé.
—¿Qué pasa con él? ¿Le ha sucedido algo?
Sacudí la cabeza, negando, y tragué un montón de lágrimas.
—¿Entonces?
—Me ha llamado por teléfono.
Ella se quedó esperando.
—Es un maldito desgraciado.
Lloré con furia, sin poder controlarme, sin poder parar de sentirme dolido y despreciado, dolido por su desprecio, el mismo de siempre, el que él camuflaba detrás de su supuesta rectitud y buenos modales, de todos esos modos que me había inculcado, de aquella cara que me había obligado a poner frente a todo el mundo para cubrir la que iba por dentro, la cara que escribía mis libros, la que en ese instante se sentía débil y perdida, la cara que se había enamorado de ella, la que había mentido para llegar allí, la cara que se escondía detrás de la que todos conocían.
—¿Qué…? ¿Qué fue lo que te hizo?
Me enderecé un poco y esa vez fueron mis manos las que limpiaron las lágrimas de mi rostro.
—Jude…
Su angustia y preocupación me dolieron. No quería ser eso para ella.
—Estoy bien, no te preocupes. —Mientras lo decía, caía un nuevo torrente de lágrimas por mi cara.
—No, no estás bien. ¿Qué pasa con él? Cuéntamelo. Por favor, habla conmigo. Puedes confiar en mí. Dime. Necesito saber en qué puedo ayudarte, porque me duele verte así. Aquí solamente estamos nosotros dos. Lo que me digas no saldrá de esta habitación.
«Igual que lo que nosotros somos», pensé, y negué con la cabeza.
—Jude, por favor, te juro que puedes confiar en mí. Por favor, al menos dame la oportunidad. Nosotros podemos… —procuró sonreírme—, tú ya sabes que no soy una loca sin sentido. Me conoces, al menos un poco. Vamos, no te cierres. Habla conmigo, por favor. No me dejes fuera —me rogó, y me quedé mirándola sin poder terminar de comprender—. No vuelvas a imponer esa distancia entre ambos, Jude. No creo que pueda resistirlo. No hay vuelta atrás. Esto… —Movió sus manos hasta las mías para entrelazar nuestros dedos. Alzó la cabeza y me sonrió todavía llorando—. Yo sé muy bien que eres el sujeto que escribe esas palabras maravillosas que van directas al alma; ya no puedes escaparte de mí y te juro que yo no me escaparé de ti. Nunca volveremos a ser lo que éramos antes de llegar aquí. Por favor, si al menos confías un poquito en mí, dime qué es lo que puedo hacer por ti. Por favor, Jude, déjame… —Se interrumpió, mirándome a los ojos. Sus lágrimas eran un caudal tan ingente como el mío—. Jude…
Apreté sus dedos con los míos.
—Soy el hombre más estúpido del universo.
—No, claro que no. —Me sonrió mientras negaba con la cabeza.
—Sí, sí que lo soy. He pasado toda mi vida intentando convencer a todo el mundo de que soy lo que no soy.
Elizabeth parpadeó lentamente.
—¿Qué es lo que no eres?
—El tipo al que se supone que nada le afecta, el que no necesita a nadie, el que no tiene miedo de hablar en público, el que siempre tiene muy claro lo que dice, el que está seguro de cada palabra que escribe, el que se cree por encima de todos. No soy ni inteligente ni… —Las lágrimas no me dejaron seguir y les di prioridad, porque no lograba recordar cuándo había sido la última vez que había llorado…, probablemente cinco años atrás, y aquellas lágrimas habían sido lágrimas de furia, del enfado que tenía conmigo mismo. Las lágrimas de ese momento eran lágrimas de liberación—. No soy fuerte ni inteligente, y esta vida me desconcierta tanto como al resto de los mortales. La mayor parte del tiempo lo paso perdiendo el rumbo, sin comprender qué hago o por qué. A veces quisiera poder quedarme en mi cuarto encerrado leyendo y no tener que salir jamás, no tener que ver a nadie, a nadie… —mis ojos la miraron—, no quería ver a nadie.
—¿Quieres que me vaya? —Apretó los labios, llorando—. No me pidas que me vaya. No quiero que te quedes solo, no necesitas quedarte solo. Si no quieres que hable o que te toque…
La detuve encerrando sus manos por completo entre las mías.
—No quiero que te vayas, tú no. —Negué con la cabeza—. No quiero que me dejes —solté, dispuesto a enfrentar las consecuencias de mis palabras, porque, si no lo intentaba, nunca tendría la oportunidad de ser parte de ella.
—No voy a dejarte.
—Yo no soy gran cosa, nunca lo he sido. Solamente pretendía…, fingía serlo porque eso era lo que él quería de mí, que fuese perfecto, que lo hiciese todo bien, que no fallara, que demostrara ser digno hijo suyo.
—Jude… —Noté la reacción en su piel y la mía se hizo eco, erizándose.
—Siempre le tuve miedo. Desde pequeño me enseñó a tenerle miedo. Se desquitaba conmigo cuando las cosas le salían mal, cuando no iban como él quería; también me castigaba cuando las cosas me salían mal a mí. Me perseguía por toda la casa para alcanzarme y siempre me alcanzaba. Me golpeaba y luego me decía que me recompusiera, obligándome a parar de llorar lavándome la cara con agua fría. Solía golpearme la cabeza cuando me arrinconaba y en los brazos cuando intentaba cubrirme. Me pegó hasta los trece, hasta que definitivamente me fui a vivir al internado y ya no tuvo oportunidad de pasar conmigo siquiera los fines de semana. Al principio, cuando me mudé allí, intentó hacerme dejar el colegio los fines de semana para ir a pasarlos con él. Con el tiempo se aburrió de insistir con que regresara a casa a pasar los sábados y los domingos. De cualquier modo, continuó insistiendo con que no soy digno de tenerlo de padre, con que nada de lo que hago es lo suficientemente bueno. Para él, lo que escribo es una mierda, y jamás ha perdido la oportunidad de hacerme notar que lo que hago es estúpido, que ser escritor no es una profesión… —Tuve que detenerme, porque casi podía oír su voz gritándomelo una y otra vez—. Quería que trabajara con él en sus empresas y me echó la culpa a mí cuando sus negocios comenzaron a ir mal… Me dijo que era porque yo no lo ayudaba, porque pasaba todo el rato leyendo o escribiendo. Para cuando salí de la escuela, él ya estaba en la ruina. Yo comencé la universidad y ese año publiqué mi primer libro. Gané un premio con este, comencé a ganar dinero. Él reapareció en mi vida para decirme que estaba orgulloso de mí, para pedirme perdón por la distancia entre nosotros. Decía que quería que recuperásemos nuestra relación. Le di el dinero esa vez y tantas otras más —confesé, sintiéndome tan estúpido como cada vez que recordaba aquello—. Yo por aquel entonces no estaba bien y solamente quería a mi padre… pero mi padre no me quería a mí. La noche en que se celebró la fiesta por la salida de mi segundo libro, se encargó de decirle a todos lo que opinaba de mi trabajo. Me avergonzó frente a todo el mundo, diciendo que yo no era más que esas tonterías que escribía, que ni siquiera estaba seguro de que fuese muy hombre, que lo único que hacía era quedarme en casa leyendo, que no era más que una burda copia de él y que no valía para nada. Esa noche me quebré por completo y lo que quedó de mí con el tiempo fue lo que conociste. Dejé de ser, en público, la persona que era mientras escribía porque no quería que ni él ni nadie más me viesen así, porque no soportaba la realidad de que, sí, realmente soy débil y las cosas me afectan, que me duele que mi padre no pueda quererme por lo que soy, que yo no pueda… —se me cortó la voz como cada vez que intentaba sacar eso en terapia—, que yo no pueda quererme por lo que soy —solté al fin, con mi voz surgiendo entrecortada por los malditos hipidos en los que mi pecho se rompía.
—Jude…
—Yo no soy fuerte y no duermo la siesta porque tenga insomnio, duermo la siesta porque después de comer tomo mi medicación y me deja somnoliento durante un rato; no duermo por las noches porque la ansiedad me desquicia y le tengo miedo a la gente, por eso tomo distancia, y jamás te desprecié, solamente me parecías inalcanzable, demasiado buena, divertida y dulce, y me hacías recordar a cuando yo también podía hablar durante horas de mis personajes sin sentir vergüenza, sin intentar convencer a todos de que son inteligentes o perfectos. Yo tampoco soy ninguna de esas cosas, sencillamente no quiero que me vean como mi padre me ve. No quiero que nadie más llegue a mí de ese modo, porque no podría soportarlo. No podría defenderme —admití, sin poder controlar el llanto—. Con mi dinero, mi padre intentó hacer negocios otra vez, estafó a algunas personas, se metió en problemas, me pidió dinero de nuevo. Le dije que no. Me golpeó en la puerta de casa hasta que me tiró al suelo. Yo no pude levantar una mano en su dirección, porque todavía seguía esperando que me quisiera. Acabé en el hospital, pero no lo denuncié. Él estaba escapándose para que no lo enjuiciaran por fraude. Esa noche no se pudo escapar. Yo pasé tres días en el hospital, él ya no volvió a pisar la calle hasta unos días antes de que partiésemos hacia aquí. Lo siento. —Ojalá pudiese perdonármelo todo—. Me ha llamado por teléfono, me ha dicho que quiere pedirme perdón, que quiere verme. Sabe que estoy aquí contigo, sabe quién eres y lo que dije de ti, y no ha perdido la oportunidad… —Elizabeth se inclinó sobre mí, cubriendo mis labios con los suyos en un delicado beso.
—Chist… —Mirándome a los ojos, volvió a tocar mis labios con los suyos—. Por suerte tu padre no pudo acabar con quién eres. Ese Jude sigue escribiendo todavía, ese Jude está aquí desde que llegamos y duerme conmigo cada noche. Tu padre no tiene ni idea de lo que se pierde, no sabe lo que dice, ¿cómo podría hablar de ti si no te conoce?
—Eres tú la que no me conoces.
—Vamos, Jude. —Meneó la cabeza—. Podía no saber de dónde había salido la distancia, pero sí sé lo que hay más allá de esta, porque he leído tus libros, porque te veo aquí, porque te veo en este instante. No necesitas gritar para que se te escuche, no necesitas hacerlo todo público para que se vea. Los días están compuestos de ínfimos detalles que no se pueden fingir. Yo creía que te sacaría de quicio, que nos llevaríamos como perro y gato, que no coordinaríamos ni media palabra juntos… y he acabado descubriendo que nuestras diferencias no hacen distancia, que tus silencios son parte de ti, que lo que no me quieres contar es parte de una persona que necesita que lo vean, pero no por exhibirse, sino para que lo encuentren. Yo te encontré y no pienso dejarte partir. No te diré que debiste contarme antes el motivo de tus siestas o el de tu insomnio, o que debiste hablarme de tu padre. No voy a echarte la culpa por estos casi seis años, porque la mitad de la responsabilidad es mía. Nadie se va si no lo dejas ir. Yo creo que te dejé ir, que me rendí con facilidad y me consolé con quedarme con tus palabras nada más. Ya no me alcanzan tus palabras nada más, ni siquiera las que escribimos juntos. Quiero más. Quiero salir de este cuarto contigo y, si funciona, quiero más de dos meses, y me encantaría verte allí fuera siendo quien eres. Tienes mucho más que ofrecer de lo que estás dando y, te lo aseguro, cuanto más des de ti, más tendrás. Jude, sé de gente a la que tus palabras le han cambiado la vida. Tú lo consigues, tienes ese don.
Quise decirle que ella también lo tenía, que había cambiado mi vida.
—Como dice Mario Benedetti, que alguien te toque sin ponerte una mano encima, eso sí que es admirable. —Sonrió sobre mis labios empapados en lágrimas—. Tú has logrado tocar mucho más allá de lo visible, Jude. Lamento mucho no habértelo dicho antes. Pero, ya ves, nadie es perfecto. Somos todos un atajo de tontos que esperamos hacer lo mejor mientras cometemos errores, mientras vamos por la vida necesitando que nos quieran y nos acepten con todas nuestras jodidas rarezas encima.
—Tú no tienes nada de raro, eres perfecta. Bueno, quizá el tatuaje, el de tu espalda, es… asusta —intenté bromear, llegar a ella lo suficientemente cerca como para decirle que la amaba.
—Mis padres por poco no me echan de casa por ese tatuaje. ¿No te lo dije, no? —me preguntó, sonriendo.
—No, y yo no creí que tuviese derecho a preguntar.
—Sí que lo tienes, tonto. El caso es que me lo hice en cuanto cumplí los dieciocho, con dinero que había reunido trabajando dos veranos. Por entonces vestía siempre de negro y estaba casi segura de que tenía algo de bruja. Fue un momento de mi vida que enfureció a mis padres. Amenazaron con llevarme a quitármelo y yo primero no quise por capricho, luego porque… Hoy ya no cuadra del todo bien conmigo, soy más de las flores, pero, no sé, son momentos y no quieres olvidarte de los momentos por más que sean malos. Son parte de lo que somos. Yo no quería olvidar que por aquel entonces me pesaba que Ana no hubiese querido ser mi madre, que mucha gente no entendiese que yo tenía dos padres, porque, quizá te sorprenda, o tal vez no, pero el hecho de tener dos padres me pesó más de mayor que de pequeña. Cuando tenía quince o dieciséis años, mi cabeza tuvo problemas para comenzar a procesar la persona que quería ser y la que no, y de pronto en mí no cuadraba nada. Por suerte, con el tiempo y con un poco de esfuerzo, algunas piezas empezaron a encajar en su sitio… y a otras las metí a la fuerza —bromeó, sonriendo—. De todas maneras, todavía faltan piezas y algunas a veces se sueltan; es como si fuésemos robots que vamos modernizándonos y que sufrimos fallos, a veces se pueden reparar algunas piezas y, en otras ocasiones, otras quedan inutilizables porque ya no se fabrican y no te queda más remedio que seguir adelante con lo que hay.
Un millar de lágrimas debieron escapárseme cuando le sonreí.
Lo tenía en la punta de la lengua y no lograba decírselo.
—Jude…
—No te haces una idea de lo mucho que ansiaba estar aquí contigo.
—¿Qué?
—Por todo lo que acabas de decir, por quién eres.
—Jude, yo…
—Te amo. —En cuanto lo solté, se me puso la piel de gallina y contuve el aliento.
Elizabeth dejó de parpadear.
La vi intentar articular algo, pero no logró emitir nada.
—Sí, lo siento, lo que acabo de decirte está completamente fuera de lugar. Nosotros vinimos a escribir un libro y esto que sucede aquí en esta habitación…
—Hace un momento te he dicho que no quiero que se termine.
Me quedé mirándola.
Sonrió abiertamente.
—Existe la posibilidad de que también esté enamorada de ti.
—Tengo delirios auditivos.
Ella dejó escapar una carcajada que hizo que mi corazón se lanzara a toda carrera hacia ninguna parte.
—No seas tonto, Jude, hablo en serio. —Tiró de mis manos y yo la seguí, imposibilitado de soltarla; podía intentar arrancarme los brazos de las coyunturas, pero yo no la dejaría ir—. Estoy enamorada de ti, y no lo consideres una bendición.
Lo era. Era un regalo, una felicidad que no me merecía.
—¿Por qué no debería hacerlo? Tú eres…
—Un manojo de problemas, eso es lo que soy. No soy buena en las relaciones de pareja y tú ya sabes que puedo ser muy invasiva y malhablada. No me sale muy bien respetar los límites y soy ruidosa e inquieta, por no mencionar terriblemente desordenada, y me cuesta… me cuesta expresar lo que siento.
Solté una de sus manos y fui a tocar sus lágrimas, las cuales le enseñé sobre mi piel.
—Eso último no es cierto.
—Jude, hablo en serio, tengo una maestría en romper corazones.
—Al mío le hiciste exactamente lo opuesto. —No tuve que pensar en las palabras o en lo que decía, era la verdad y nada más.
Con una mano, tomé su cuello y ella sonrió.
—Te amo.
Al oírme decirlo, sonrió todavía más.
—Te amo. Venía a decírtelo porque acabo de hablar con Pink y le he contado que ya no soportaba más, que lo tenía atragantado, que me mataba no intentar saber si querías que esto fuese más allá del tiempo que nos queda aquí.
—En el presente, hacia el futuro y hacia el pasado. Yo quiero que el tiempo entre nosotros se extienda en todas direcciones, incluidas las imposibles.
Sonriendo, se inclinó sobre mi boca.
—Joder que hablas y escribes bonito.
—¿Bonito?
—Puedes ser terriblemente dulce, sobre todo cuando ni siquiera lo intentas, cuando no eres consciente de lo que haces.
Cerré los ojos e inspiré sobre su piel.
—Lo eres.
—Y tú eres luz. —Luz que veía incluso a través de mis párpados caídos.
—Tendrás que dedicarme un libro.
Fue mi turno de reír sobre sus labios.
—Tendrás que hacerlo —insistió.
Abrí los ojos y la vi mirarme como no me miraba nadie más.
—Te amo.
—Jude Stern me ama —canturreó en una vocecita aguda, dando saltitos con su trasero sobre el colchón, para acabar sonriendo pícara.
—Y yo soy el protagonista masculino de mi escritora favorita —le dije, y ella no tenía ni idea del verdadero alcance de mis palabras.
—Mi protagonista —susurró sobre mis labios, para luego comenzar a besarme—. Mío. —Otro beso—. Mío, mío, mío.
—Tuyo —me entregué, mirándola a los ojos, y ella me dio permiso para tomar su boca, absolviendo de sus labios lo que mi padre me había quitado poco a poco durante años, la seguridad de que alguien podía quererme, de que yo era capaz de querer.
La cogí necesitándola, entregándome.
Elizabeth fue a por la cintura de mi camiseta de dormir y tiró hacia arriba. La solté porque me urgía que entre nosotros no quedase nada, ni siquiera aire. Al final no me molestaba ni su desorden ni el que hacíamos juntos, por lo que no reparé a dónde fue a parar la prenda.
Le quité su top deportivo y solté su cabello mientras comenzaba a besarla. Su cabello en mis manos podía llevarme al delirio, así como sus besos.
Mientras la besaba, se arrancó las zapatillas deportivas, que cayeron pesadas por el borde de la cama.
Una vez que sus manos quedaron libres de cualquier otra tarea, llegaron a mí con la misma inocencia despiadada de siempre, después de enredar mis abdominales con caricias. La suavidad de su tacto se coló más allá de la cintura de mis bóxers en busca de la carne que ya ardía por ella.
—Elizabeth…
Debajo del beso, sonrió y mordió mi labio inferior, llevándoselo a la boca sin dejar de acariciarme, de hacerme entender que estaba allí con ella.
—Te amo —susurró, volcando sus palabras directamente en mi interior.
—Y yo a ti.
Cerró los ojos, sonriendo, y me dio la sensación de que se guardaba mis palabras y lo que yo sentía por ella.
—Estoy loco por ti. —Y lo estaba en sus manos, que no paraban de acariciarme, de arrebatarme el gobierno de todo, liberándome después de tanto tiempo—. Esto es como vivir dentro de un libro.
—Es todavía mucho mejor. —Sus dos manos me rodearon y no pude evitar gemir de placer sobre su boca—. Mucho mucho mejor. —Su susurro me hizo estremecer.
Acaricié su cabello, sus labios, sus mejillas con las yemas de mis dedos y mis labios, mi nariz bebió su aroma, mi piel reconoció su calor como un lugar seguro mientras ella tomaba mi carne para demostrarme lo maleable que podía ser, para hacerme olvidar de las formas que creía únicas e inamovibles.
Casi seis años de tenerle miedo a ella, a eso, a quedar así de expuesto y vulnerable, a ser así de feliz en sus brazos y dentro de mi propia piel, pese al caos, al dolor y al miedo que aún eran parte de mí.
Mis dedos recorriendo sus pechos como si anduviesen de puntillas, porque temía que, si ella percibía toda la intensidad que me hacía sentir, quedaría abrumada y saldría corriendo.
Elizabeth empujó lo poco que me cubría hacia abajo, buscando mi trasero, arrimándome a ella. Me atrapó con sus piernas, con sus brazos, con su respiración agitada, la cual olía a deseo, a mí y a ella componiendo una nueva sinfonía de aromas.
—Te necesito dentro de mí. —Fue una petición, una invitación, un permiso que murmuró y que yo estuve seguro de que se escucharía en mí por el resto de mis días, así ella ya no estuviese a mi lado. Eso era como el tatuaje en su espalda, no querría borrarlo de mí jamás, nada lo borraría de mí jamás, porque, si me arrancasen la piel, quedaría en mi carne y, si mi carne se consumiese, quedaría tallado en mis huesos, y, aunque mis huesos se convirtieran en polvo, continuaría para siempre en cada palabra que escribiese desde ese día en adelante.
Intenté levantarme sobre mi codo para alcanzar la mesilla de noche, y ella no me lo permitió.
—No —jadeó, perforando todos mis pensamientos con su mirada—, quiero sentirte. Quiero sentirte en mí.
Y yo quería sentirla a ella por completo, tanto como la necesitaba.
—Yo… ¿Podemos?
Asentí con la cabeza.
—Antes de estar contigo llevaba meses sin estar con nadie. —Le confesé, sintiendo el rubor que subía por mi cuello, y el calor que bajaba por mi abdomen, deseándola—. Y estoy limpio, me hice unas pruebas entonces…
—Entonces podemos, yo también estoy sana y tomo la píldora.
Conmigo todavía de lado, alzó el trasero y empujó hacia abajo sus leggins, desnudándose para mí.
Porque yo no tenía mucho más que darle, la dejé hacer.
Ella me tumbó de espaldas sobre la cama y me desvistió para luego trepar a horcajadas sobre mí. Sonriendo, se inclinó sobre mi rostro, escondiéndonos a ambos dentro de la sedosa cortina que era su cabello, que, incluso húmedo de sudor, olía a su champú, a ozono y un poco al campo que nos rodeaba.
—Te amo.
—¿A cuenta de qué? —le pregunté, porque todavía no podía quererlo.
—En parte a cuenta de esa incredulidad tuya, de tu insensatez por dejarme quererte, porque definitivamente que no tienes ni idea de en lo que te metes —bromeó sin perderme de vista—. Por ser mi compañero.
Una de sus manos buscó mi erección mientras su boca bajaba sobre la mía.
—Por tus abrazos y tus besos. —Se alzó sobre sus rodillas y avanzó un poco hasta que la humedad de su cuerpo me encontró.
Gemí de placer al sentirla.
—Por esto. —La voz le tembló cuando, sosteniendo mi miembro pulsante, se sentó despacio sobre mí, permitiendo que mi cuerpo penetrara en el suyo tocándola, sintiéndola sin una sola barrera de por medio.
Bajó sus caderas hasta sentarse sobre mis muslos, guardándome en su interior.
Mis manos sobre su cintura la sintieron estremecerse y le pasaron mi propio temblor.
—Te amo —repitió sin moverse de donde estaba, solamente inclinando su pecho sobre mí para volver a besarme, para permitirme que la besara.
Curvó la espalda, dejándome escapar apenas un poco.
Acorté la distancia alzando mis caderas y ella sonrió.
—Mi protagonista —susurró sobre mi boca—. Mi muy bien dotado protagonista.
No pude más que reír y ella lo hizo conmigo.
—El más guapo de todos.
—Eso sí que no. —Reí, y ella bajó sobre mí, cortándome el aliento.
—Eres jodidamente guapo. Tus ojos, tu boca —besó mis labios—, tus preciosas manos. —Su mano derecha encontró mi mano izquierda sobre su cadera—. Tu espectacular culo —me dijo con una mueca pícara en los labios, alzándose un poco otra vez—. Siento que eso no haya sonado poético, pero ¡joder con tu culo!
Reí.
—Y tu polla.
Reí todavía con más ganas y ella ahogó mi risa en un gemido de placer al bajar sobre mí para comenzar a mover sus caderas en círculos.
—Por ojos, los tuyos son los más hermosos, y si hablamos de labios, seguro que todos los idiomas del mundo deben desear que sus palabras broten de ti. Y el aire y el viento tienen la suerte de poder enredarse en tu cabello cuando quieren, y estoy convencido de que la tinta en tu piel desearía poder deslizarse de un lado para el otro para tocarte sin fin.
—Jude…
—Qué más prueba de que eres especial que saber que, pese a que no ves nada sin gafas, puedes ver mucho más allá de las distancias.
Ella mordió su sonrisa y pude ver la emoción en sus ojos.
—Joder que puedes ser terriblemente romántico también cuando no escribes.
—Tengo la musa perfecta —le dije, alzándome para llegar a su boca, para tomar sus pezones con mis labios, para cubrir el tatuaje de su espalda con mis manos, sintiendo la tinta, los músculos y los huesos con mis palmas mientras ella no dejaba de moverse sobre mí, con sus jadeos de gusto sobre mi oreja derecha, con sus manos alborotando mi cabello, con mi locura en su gobierno.
Agarrándola por el trasero, la bajé de espaldas a la cama y me impulsé dentro de ella, desbordando placer y amor.
—Más fuerte —me pidió, y obedecí, golpeando mis caderas contra su pelvis, intentando que el ritmo de mi cuerpo alcanzara el de los latidos de mi corazón, el corazón que ella desbocaba.
Mi nombre en sus labios repetido un millón de veces me ayudaron a olvidar lo que todavía no le había contado. No podía perderla y, por suerte, después de correrme en su interior, porque no me dejó partir, me abrazó y me guardó a su lado todavía entre jadeos, sudor y olor a sexo, a nosotros dos allí.
—Te amo —le susurré, acariciando con mis dedos las pecas que el sol había formado sobre el puente de su nariz y sobre sus mejillas, en el cobrizo de su dulce piel.
—Te amo.
Sus dedos sobre mi boca sellaron mis labios, pero no lograron evitar que sonriera. Ni siquiera mi padre lograría evitar que sonriera.