Paraíso

Pasé la página y acomodé sus gafas sobre mi nariz. Había olvidado las mías arriba en su cuarto, que ya a esas alturas del campeonato podía llamar nuestro cuarto, y él, al instante, siendo la dulzura que era siempre conmigo, me pasó las suyas.

Giré la cabeza un poco en su dirección y por encima de mi hombro derecho lo vi achinar los ojos, intentando ver algo en la pantalla de su móvil.

Como si supiese que lo miraba, alzó la vista y me vio observándolo. Había estado tomando el sol y tenía las mejillas, la nariz y los hombros enrojecidos, pese a que lo había untado con media tonelada de protector solar. De ser más blanco, Jude habría podido pasar por un fantasma…, uno con unos pectorales estupendos y unos abdominales que provocaban que mi boca se hiciese agua en ese instante. Su traje de baño todavía estaba húmedo, así como el mío; bueno, las braguitas del mío, porque la parte superior me la había quitado para que no me quedasen marcas en la espalda.

Así, acostada boca abajo, deseé tenerlo debajo de mí, sintiendo su erección creciendo lentamente a medida que las caricias se intensificaran.

Le sonreí y él a mí, apartando su móvil para dejarlo a la sombra de la sombrilla que cubría la mesa.

—¿Todo bien? —Su padre lo había llamado dos veces más y en las dos ocasiones, al estar presente cuando el móvil sonó, lo vi angustiarse, discutir con él, cortar la comunicación, frustrado. Habían pasado dos semanas desde el último intento de su padre de ponerse en contacto con él, por lo que Jude parecía menos tenso y dormía mejor por las noches.

Su madre le había asegurado que su padre tampoco la llamaba ya a ella para que intercediera entre ambos, y si bien el abogado de Jude estaba listo para pedir una orden de alejamiento o al menos intentar interceder para que lo dejara en paz, no fue necesario; parecía haber comprendido que Jude ya no pensaba ponerse a su merced. Habíamos hablado mucho sobre el tema y, si bien para él todavía no era asunto cerrado, porque habían sido años de vivir con la sombra de lo sucedido, al menos el hecho de poder hablarlo conmigo, el hecho de no tener que esconder más lo que le sucedía, le permitía vivir sus días con otra libertad, cosa que yo agradecía, porque me dolía pensar en él durante todos esos años, viviendo contenido dentro de sí mismo, avergonzado de no ser lo que su padre quería que fuera, maltratado, sin ni siquiera poder disfrutar de verdad de sus logros.

Jude me había contado que, cuando lo avisaron de que había ganado el Pulitzer de novela, fue feliz durante una hora, y luego cayó en una de sus mayores etapas de depresión, porque sintió que aquello no le servía de nada, que era tan falso como lo que él se creía ser. Cuando me contó que estuvo una semana encerrado en su cuarto sin salir, a oscuras, sin ducharse y sin apenas comer, experimenté una tristeza tal que no pude evitar las lágrimas.

Lo que yo había visto en él como soberbia no era más que un intento de defenderse, un escudo detrás del cual esconder su miedo a no ser suficientemente bueno, para evitar que la gente lo viera tal cual era.

Supe que sus únicos momentos de libertad eran cuando escribía, y en los últimos tiempos ni siquiera eso. Escribir su último libro había sido un proceso extremadamente complicado y catártico para él, hasta el punto de que creía que lo había sacado todo y que ya no le quedaba nada dentro.

Yo ya tenía la mitad de ese libro en mis manos, porque, después de mucho batallar, conseguí que me permitiese imprimirlo para leerlo, y me parecía que, en vez de vaciarse, Jude le había quitado la compuerta a una represa de la cual saldrían muchas más cosas, de la que continuaban saliendo palabras porque el libro iba estupendamente bien, todavía mejor que cuando comenzamos a estar juntos.

No nos quedaba mucho trabajo por delante y por eso nos tomábamos los fines de semana para estar así, descansando al sol, disfrutando de la villa, de sus terrenos, paseando por los pueblos próximos o sin hacer nada, juntos.

—Sí, todo bien. Solamente era Charlotte, para fastidiar. Pregunta si todavía no te has hartado de leerlo —apuntó con la barbilla en dirección a las hojas en mi mano y a las que tenía delante de mi pecho en la tumbona.

—Dile que me fascina.

—No me creería.

—Puedo enviarle un audio.

—Dirá que te forcé a grabarlo.

Charlotte podía fastidiarlo, podía fingir estar harta de él e ignorarlo; sin embargo, era todo menos eso. Ella no era solo su agente, sino su mejor amiga, su soporte moral, su guía en más de un sentido, y yo le estaba agradecida por haber cuidado de él todo ese tiempo. Por supuesto que ella ya estaba al tanto de lo nuestro, igual que Tony y mis padres, y también Ana, quien había puesto el grito en el cielo. Pink lo había festejado e insistía en que no veía la hora de vernos juntos. Por lo pronto, nada de eso era oficial; era nuestro y así seguiría siendo en tanto en cuanto alguien nos viera juntos, no porque quisiésemos ocultarlo, sino porque los dos éramos conscientes de que, cuando se hiciese público, muy probablemente tendríamos que enfrentar mucha más atención sobre nosotros de la que teníamos ganas de soportar por el momento: Jude, por lo que sucedía con su padre, por los cambios que todavía removían su interior, y yo, porque aún continuaba con miedo de arruinarlo, pese a que convivir con él estaba siendo muchísimo más sencillo de lo que hubiese podido imaginar que sería compartir un espacio con alguien con quien tienes una relación sentimental.

Había mudado mis cosas a su cuarto, usábamos los dos el mismo baño, dormíamos en la misma cama juntos y trabajábamos durante horas en la misma sala y aun así… las pocas discusiones que habíamos tenido no se habían debido ni a su obsesión con el orden ni a mi desorden, ni sobre qué cenar, dónde ir de paseo o qué película ver; habíamos discutido por libros, defendiendo o acribillando personajes e historias como si fuésemos abogados que lucharan por proteger a su cliente de la pena de muerte o algo así. Bueno, y también discutimos una vez cuando nos perdimos porque el GPS tenía la información mal cargada y yo insistí en que era por un camino, y él, por otro. Por suerte, terminé de admitir que, por una vez, su sentido de la orientación había funcionado mejor que el mío y logramos regresar a la villa antes de que acabara el día.

Yo era muy propensa a mandarlo a la mierda cuando no nos poníamos de acuerdo en algo, pero él, por fortuna, menos temperamental y mucho más centrado que yo, no se dejaba llevar por mis arrebatos. Si yo quería iniciar una discusión, él me obligaba a cerrar los ojos y me pedía que respirara hondo o me ofrecía un té; usualmente él debía soportar que lo mandara a la mierda en un par de ocasiones más antes de ceder a intentar calmarme, pero nunca reaccionaba mal.

—Ella sabe que el libro es estupendo, pero no quiere que se te suba a la cabeza.

Él, sonriendo con timidez, giró un poco la cabeza y la vista. Había descubierto que le daba vergüenza que elogiaran sus obras. No le importaba discutirlos, pero, cuando le decías que sus libros eran geniales, se ponía como un tomate maduro; en ese momento el rubor no se le notaba porque el sol se había prendido de sus mejillas; sin embargo, la mueca en su rostro resultaba más que evidente.

—No puedo creer que esté leyéndolo antes de que sea publicado, no puedo creer que tenga la oportunidad de leerlo cuando solamente Charlotte lo ha leído. Ni en mis sueños más retorcidos hubiese imaginado esto. Gracias por el privilegio.

—No digas tonterías —replicó sin mirarme, frunciendo el entrecejo.

—No son tonterías, eres uno de mis escritores favoritos —le aseguré, alzándome un poco más sobre mis codos para intentar captar su atención. Continuó mirando en dirección a la piscina. Oí el ruido en el agua.

—Jude —lo llamé, estirando su nombre en mis labios infinitamente.

Él se puso serio, sin apartar la vista de la piscina.

—Jude —canturreé en un tono claramente insinuante. Sabía que lo enloquecían mis pechos, que le perdían los piercings en mis pezones—. ¿Cuándo te perforarás los tuyos? —lo pinché otra vez, solamente para fastidiarlo, porque sabía que ni drogado se lo haría. Había intentado meterlo dentro de un estudio de tatuajes a empujones para que se tatuara algo y él había comenzado a hiperventilar, así fue cómo supe que las agujas no le gustaban ni un poco—. ¿Jude?

—Cada vez que salimos, viene a limpiar la piscina. Cada vez que tú sales.

Procurando taparme un poco, no porque fuese pudorosa, sino porque sabía que aquella persona de la que Jude hablaba todavía era un menor, espié hacia atrás. En efecto, Andrea estaba limpiando la piscina de nuevo.

—No me importa que sea menor de edad, voy a arrancarle los ojos.

—Eso no se lo cree nadie. —Reí—. Tú ni siquiera sabes lo que es la violencia.

Lo vi saltar de su silla.

—Ya mismo voy a hablar con su padre.

—¡Jude!

Tapándome con un brazo, todavía de espaldas a la piscina, me levanté. Él se dio cuenta de lo que hacía y de inmediato cambió el rumbo de sus pasos: en vez de enfilar en dirección a la casa, se lanzó directo a mí.

—¡¿Qué haces?! —Se colocó rápidamente por detrás de mí, en la tumbona, para cubrirme.

—Intento evitar que traumatices al chico.

—El chico, como tú lo llamas, no es nada inocente.

Todavía cubriéndome, giré un poco y le sonreí.

—¿Lo eras tú a su edad?

—No intentes distraerme. Cada vez que sales, encuentra un motivo para venir a espiarte.

—Jude, es un crío.

—Uno que quiere verte desnuda.

—El único que me ve desnuda eres tú. —Me di la vuelta sobre la tumbona hasta encararlo y, cuando di de frente con su pecho, dejé de cubrirme y rodeé su cuello con los dos brazos; olía a sol, a protector solar, a sudor, a cloro y a su perfume. Todo mi cuerpo se estremeció de gusto—. Dime que soy la única que puede verte desnudo.

—Sabes que así es.

—¿No te escapas por las noches cuando me duermo para ir a conquistar a otras mujeres?

Revoleó los ojos.

—Contigo tengo mucho más que suficiente.

—Ah, ¿sí? —Pasé una de mis piernas por encima de su muslo flexionado y la otra por el muslo de su pierna que caía por el costado de la tumbona, para pegarme a su ingle.

—Sí. —Su voz comenzó a delatarlo—. El chico… —jadeó dentro de mi boca cuando me moví lentamente sobre él.

—¿Crees que se quedará a mirarnos? ¿O que se asustará y se irá?

—¡Elizabeth! —medio gimió, horrorizado.

Espié en dirección a la piscina y vi a Andrea que recogía la red con la que limpiaba el agua, luego daba media vuelta y se largaba por el camino más largo hacia la parte de servicio de la casa.

—Listo, se ha largado —le anuncié, enfrentándolo otra vez—. No pensaba hacerte el amor con él aquí, no me mires con esa cara de desorbitado. No soy tan pervertida…, solo un poquito. —Mi mano descendió despacio desde su cuello hasta su pecho, de allí, por sus resbaladizos y tensos abdominales, para apartar la cintura mojada de su traje de baño—. ¿Puedo tenerte para mí ahora? —En cuanto alcancé su polla, dio un respingo—. Di que sí, nadie vendrá.

—Elizabeth —susurró sobre mi boca, y entendí que era un sí, porque su cuerpo ya estaba en marcha.

—Ven aquí —le pedí, atrayéndolo hacia mi cuerpo a medida que me recostaba sobre la tumbona. Recordé las páginas de su libro y solté su cuello para recogerlas a tientas y dejarlas en el suelo; sobre estas puse sus gafas. Él sonrió.

—Me gusta cómo te quedan —me dijo, y supe que se refería a las gafas.

—A mí me gusta más cómo quedas tú en mí. —Terminé de recostarme y ya no tuve que llevarlo conmigo, él vino conmigo de buena gana.

Lo solté solamente para buscar su trasero y apartar de este su traje de baño húmedo.

—Esto es el paraíso —susurró sobre mi oído derecho, después de besar mi cuello—. Será la primera vez que lo haremos aquí fuera.

—Sí. —Agarrándolo por el trasero, lo impulsé hacia mí.

—Creo que será todavía mejor que en la cocina.

—La cocina… —balbucí, con mis pensamientos deshaciéndose porque su mano derecha se había colado dentro de mi traje de baño. Uno de sus dedos alcanzó mi clítoris.

—Sí, la cocina. —Sonrió sobre mi boca.

Tres noches atrás habíamos bajado en plena madrugada, muertos de hambre. Él preparaba unos sándwiches y a mí de pronto me entró hambre de algo más. Me costó convencerlo; bueno, en realidad no tanto. Terminé tendida sobre la robusta y antigua mesa de la cocina sobre la que Giulia preparaba gran parte de nuestras comidas, con mis piernas separadas a más no poder, y él dentro de mí, matándome de gusto.

—Debería hacer que Warren me vendiera la casa —comentó después de besar mi pecho—. Cómo haré cuando no te tenga todo el tiempo para mí.

Su dedo no paraba de moverse sobre mi clítoris, bajando de tanto en tanto hacia la entrada de mi vagina. ¿Cómo haría yo para sobrevivir sin él?

—Podemos hacerle una oferta. ¿Crees que nos la…? —La voz se me cortó, porque él entró con dos de sus dedos en mi interior—. Jude…

—Podríamos intentarlo. —Sus dedos se movieron dentro de mí—. Nosotros dos solos aquí… —susurró sobre mi boca.

—Sería un descontrol.

—Sería el paraíso.

—¿Cocinarías para mí cada noche?

—Cada noche —murmuró, sensual, sobre mi boca, deslizando sus dedos fuera de mí para así, húmedos de mi cuerpo, volver a acariciarme, despertando un placer todavía más profundo en mi cuerpo. Ya me sentía hinchada, lista y necesitada de él.

—Tendrías que ocuparte de poner orden también.

Alejó su mano de mí y no me quejé, porque fue directo a por su erección.

—Lo haría —replicó, y a continuación besó mis labios. Con su erección en su mano, me acarició—. Tú tendrías que ocuparte de ir a comprar, eres mucho mejor que yo en eso y la gente te adora. Creo que, si no vivieran de lo que venden, te lo regalarían todo. Quienes te conocen, te quieren… aunque nadie como yo, claro está. —Presionó su miembro erguido sobre mí, bajando hasta encontrarse con la carne que temblaba de anticipación por él. Despacio pero con firmeza, se encajó en mí. Su cuerpo se deslizó hacia mi interior sin problemas, porque mi cuerpo lo necesitaba.

Fue mi turno de besarlo.

—Podemos tener esto en cualquier parte.

Entró en mí, llenándome por completo.

—Lo sé. Mi paraíso está donde tú estés.

—Eres jodidamente romántico.

—Te amo —me dijo, moviendo sus caderas en círculos para hacerme notar los límites de mi cuerpo, los que él sabía derribar.

—Y yo a ti.

—¿Me soportarías cada día en tu casa?

—¿Me soportarías tú a mí cada día?

—Quiero conocer tu casa —dijo, saliendo un poco de mí.

—Y yo, la tuya. ¿Me dejarás entrar?

—Luego le pediré a Charlotte que te tenga preparada una copia de las llaves.

Alcé la cabeza y besé sus labios, sonriendo.

—¿Puedo dejarte dos juegos de llave de la mía? Siempre las pierdo.

La sonrisa que me regaló puso a saltar de felicidad mi corazón.

—Por supuesto que sí.

Lo besé otra vez.

—Mi jardín te gustará, dicen que es precioso; yo casi nunca salgo, porque me calcino por el sol.

—¿Saldrás conmigo?

Asintió con la cabeza, acariciando mi frente, mi cabello, deslizándose hacia mi interior otra vez, sin prisa, como si realmente estuviésemos solos allí.

—Me pregunto qué diría Warren si se enterase de que estamos haciendo el amor en su terraza, a la vista de todos, en plena tarde de sábado.

—Espero que le entrasen los celos, por todas las veces que a mí me dieron celos al verte bailar con él.

—¿Te traumaticé con eso? —No era la primera vez que lo mencionaba.

—Esto lo compensa. —Su cuerpo entró en mi otra vez, para colmarme por completo.

Besé sus labios de nuevo.

—Cuando quieras que baile contigo, me lo pides —le dije, prendiéndome de sus piernas con las mías.

—Soy pésimo bailando.

—Puedo enseñarte. Sé que ritmo no te falta. Solamente debes pretender que haces esto conmigo. —Me agarré de su espalda, que el curvaba para entrar y salir de mí.

—No creo que sea buena idea que baile así contigo en público.

Se me escapó un gemido de placer; mi columna se tensó de gusto, tirando de mi cabeza desde el sacro. Perdí de vista sus ojos para ver el cielo y, con la cabeza así echada hacia atrás, él se aprovechó y besó mi cuello una y otra vez.

El sonido de nuestros cuerpos moviéndose juntos ya era una melodía familiar para mí.

En la tensión de los músculos de su espalda noté que su placer comenzaba a escalar alto, también el mío.

Mi nombre emergió de sus labios.

—Acaba dentro de mí —le pedí en un susurro.

Me volvía loca sentirlo estremeciéndose en mi interior, con su cuerpo a punto de convulsionar, con el mío repercutiendo aquel estallido, enfermo de deseo y placer, contaminado de amor sin cura.

—Jude —musité sobre su boca.

Él me miró.

—Simplemente no puedo no amarte tanto.

Saber que llevaba tiempo, mucho tiempo, sintiendo cosas por mí me había parecido absolutamente irreal e increíble. Él mirándome de lejos, creyendo que nunca podría llegar a mí.

Abandonamos la delicadeza de movimientos para entregarnos a la necesidad desgarradora de darnos placer. Mi cuerpo se contrajo a su alrededor, buscando más y más de él. Él se empujó en mi interior sosteniendo mi cabeza, mi cuello, para no perderme. Sus manos ardían sobre mi piel; su aliento caliente, que emergía en jadeos profundos y desesperados, me abrazaba, así como el olor de su sudor, de su perfume mezclado con lo que había puesto en nuestras pieles el día de sol y el sexo. Entre su cuerpo y el mío, humedad. Me volvía loca de gusto oírlo gemir, podría correrme con solo escucharlo gemir.

—Jude…

Su mano alzó mi barbilla y me besó en la garganta.

—Jude…

Con su cuerpo empujándome una y otra vez, la tumbona crujió.

—Jude…

Un gruñido todavía más profundo y varonil emergió de su garganta, tronando contra mi pecho.

Mis uñas se aferraron a su espalda y sus dientes encontraron el contorno de mi barbilla.

—Amor —jadeó sobre mi oído.

—Stern —gemí casi sin aliento, y él me enfrentó, sonriendo—. Mi Stern.

 

Se clavó en mí, arrancándome el aire de los pulmones con aquel empujón. Todo su cuerpo se tensó, con su respiración contenida dentro de sus pulmones, su placer dejándolo todo dentro de mí. Otro empujón, pese a que ya no tenía más espacio.

—Jude…

En respuesta, gruñó de éxtasis otra vez.

—Múdate conmigo —dijo con la voz profunda, ese tono que le hacía cosquillas a mis oídos, cosquillas que bajaban por la parte posterior de mi cuerpo, deslizándose hasta mi nuca para luego expandirse por toda mi columna, provocándome los escalofríos más deliciosos del universo—. Múdate conmigo —insistió, y yo no pude hacer otra cosa que sonreír de oreja a oreja. Yo sonriendo ante semejante petición. Sí, tenía miedo, pero sonreía de todos modos—. Si no te gusta mi casa, puedo comprar otra, una más grande. Puedes elegirla. Haremos lo que tú quieras. Tan solo…

Yo lo sabía, no necesitaba ponerlo en palabras. A mí me sucedía lo mismo. No quería que tuviésemos que separarnos cuando regresáramos a casa, no al menos por mucho tiempo.

Todavía no le había contado a Jude los motivos por los que había terminado con Santiago y él no sabía nada del viaje a Grecia; solamente le había dicho que yo solía ser un desastre en las relaciones de pareja, pero no era así con él. Lo nuestro funcionaba.

—Si quieres, le pido permiso a tus padres.

—¿Pedirles permiso a mis padres?

—Para que sepan que mis intenciones son buenas.

—¿Tus intenciones son buenas? —inquirí, con una ceja en alto. Todavía estaba dentro de mí—. ¿Nobles?

Asintió con la cabeza.

—Te dije que yo hablo mucho de sexo con Brian, ¿no?

—Elizabeth —chilló, cayendo con su rostro en mi cuello, escondiéndose.

Reí y él salió de mí. Su cuerpo cayó a mi lado y yo me volqué sobre él, sin querer dejarlo partir.

—Eres adorable.

—Que tu padre sepa…

—Es saludable.

Puso cara de horror.

—Yo no le cuento a mi madre…

—Si quieres hablar de sexo con mi padre…

—¡Elizabeth! —exclamó otra vez.

—Bueno, puedes hablar con Pink. Estoy segura de que a él le encantará escuchar lo que tengas que contarle.

—¿No se lo cuentas tú ya?

—Puedes darle tu punto de vista —jugué.

Volvió a fruncir el ceño, terriblemente incómodo.

—Me encanta incomodarte.

—Sí, ya me he dado cuenta.

—Bueno, tienes hasta mañana por la mañana para pensarlo. ¿En serio no te molesta que se quede aquí?

Jude negó con la cabeza, con sinceridad en la mirada.

—Aquí lo tendrás cerca. Es tu amigo, lo extrañas.

—¿No dices que sí solamente para caerle bien?

—¿No me dijiste que yo le gustaba? —se envalentonó, siguiéndome la corriente.

—¿Qué? ¿Quieres tenernos a ambos, por eso quieres que se quede aquí?

Sus brazos me rodearon para apretarme contra su cuerpo.

—Yo solamente te quiero a ti. Lo echas de menos. No tiene sentido que se quede en Montalcino y Warren no tiene problema con que lo hayamos invitado. ¿Por qué habría de tenerlo yo?

—Porque me robará un poquito de tu lado.

—Un poquito —susurró sobre mi boca—. Pero luego te tendré todavía con más ganas.

—¿Es esa una amenaza? Espero que la cumplas.

—¿No te parece que te tengo ya con suficientes ganas?

Simulé meditar su pregunta.

—¿Elizabeth? —Me buscó con la mirada, con una ceja en alto.

—Probemos otra vez más y te diré qué me parece.

—Eres insaciable.

—¿Yo? —Reí—. ¿A quién, cuando yo todavía estoy desparramada y jadeante, le entran ganas de repetir? Habla con Pink y verás. Tu ritmo no es el habitual, Jude Aron Stern.

Su sonrisa fue enorme; su sonrojo, una delicia.

—No me quejo —le susurré, bajando mi boca a la suya para besarlo.

Su móvil sonó con un mensaje.

—Si es Charlotte, aprovecharé para decirle que el libro es maravilloso.

—Entonces, ¿puedo dedicártelo?

—Por supuesto que espero mi ejemplar autografiado y con una dedicatoria especial.

—No, no me refiero a eso. Me refiero a dedicarte el libro a ti. ¿Puedo?

—Jude… —No supe qué decir. Mis tripas se convirtieron en un nudo de emoción.

—¿Puedo?

—¿Sabes una cosa? No siempre tienes que pedir permiso para todo.

—No te pedí permiso para amarte.

Me entraron ganas de comérmelo a besos.

—Claro, Jude, sí que puedes si eso es lo que quieres hacer. Para mí sería un honor.

—¿De verdad me permitirás hacerlo?

—Podrías no… —Con saña, le clavé los dedos en las costillas.

—¡Auuu, Elizabeth!

—Joder, no hables así, que no es que yo esté regalándote nada, no es que te hayas ganado la lotería conmigo.

Se quedó observándome en silencio.

—No la has ganado —le aseguré.

—Tampoco la has ganado tú conmigo —replicó en voz muy baja.

Mis dedos volaron hasta su frente. Ante mis caricias, cerró los ojos.

Las yemas de mis dedos pasearon por encima de sus angulosas cejas y vi sus labios relajar la expresión.

—La vida podría haber sido tan distinta… —le susurré—. Si hubiese dicho que no a venir aquí a escribir el libro…

Jude abrió los ojos lentamente.

—Me alegra haber venido.

—Si no hubieses aceptado…

—Confío en que no puedo ser tan necia. No tanto.

—Elizabeth…

—Esta era una oportunidad única no solo en el plano profesional, yo siempre quise poder hablar contigo.

—Sí, pero…

—Es bueno que lo dos termináramos con el libro que teníamos entre manos al mismo tiempo, que se diera la ocasión. No es fácil combinar estas cosas, y menos que menos cuando uno de los escritores es alguien como tú.

—Elizabeth, no.

—Sé que no te gusta que te lo diga, pero te aguantas. Asume que, en el fondo, yo siempre te he admirado. Acéptalo, eso no cambiará. Tus libros son increíbles y no puedo evitar que me lleguen hondo, y menos aún ahora que te conozco.

Noté que su mirada se turbaba.

—Y no podría estar más feliz de conocerte. De verdad, Jude. Relájate, está bien. Nosotros estamos bien. —Bajé mi boca hasta la suya—. Estamos mucho mejor que bien. Deja de pensar tanto, porque sé que piensas de más. Nosotros ahora, eso es lo que importa. No te enredes en lo que fue.

—Las cosas que yo…

Amenacé con clavarle los dedos en las costillas otra vez y él se detuvo.

—No —le advertí, mirándolo fijamente a los ojos—. No.

—Yo… —Vi la angustia crecer todavía más en su mirada.

—No, Jude. Yo estoy aquí, tú estás aquí, estamos escribiendo un libro que nos está quedando de puta madre —ante mi elección de palabras, no le quedó más remedio que sonreír—, y hacemos que esto que somos juntos sea increíble, de modo que no, no lo hagas, ni lo intentes. Yo me considero afortunada y no te atrevas a desmentirme.

—Elizabeth…

—¿No te consideras afortunado?

—Por eso mismo. Y más que eso, tengo la sensación de haberle arrebatado a alguien su fortuna.

—No le has robado nada a nadie.

Muy probablemente lo mío con Santiago hubiese terminado, por un motivo o por otro, eso me quedaba claro, porque era más que evidente que yo a él no lo quería del mismo modo en que amaba a Jude.

—Bueno, puede ser que Andrea considere que tú… —añadí, bromeando.

—Si vuelvo a pescarlo mirándote… —amenazó.

Ataqué su boca con un beso, sin permitirle seguir.

Estuvimos un buen rato juntos, acurrucados en la tumbona, hasta que él no pudo más del sueño y yo se la cedí para que descansara, moviendo una de las sombrillas hasta allí para que el sol no lo dejara en carne viva.

Como una idiota, estuve todo el rato saltando de sus palabras a su imagen, viéndolo dormir, identificando el compañerismo, la pasión, la ternura y el amor que nos unía. Así como él cuidaba de mí, yo cuidaba de él, y eso último era algo que los dos experimentábamos de verdad por primera vez, algo a lo que no estábamos del todo acostumbrados, porque de algún modo creíamos que no podíamos ceder a necesitar a alguien, ya fuese por miedo, por orgullo o por simple estupidez.

Viéndolo dormir comprendí que también en la vida real, no solamente en los libros, las personas tienen la capacidad de curar a otras personas.

Sonriendo, completamente embobada por él, regresé a su libro para enamorarme todavía más de su persona, de esa cabeza y ese corazón que lo hacían tan él.