Pretende ser inteligente y divertido

Marqué su número de nuevo y esperé.

Sonó una, dos, tres y cuatro veces.

—Has llamado a Charlotte Ehlers. En este momento no puedo atenderte; deja tu nombre y tu mensaje y me comunicaré contigo.

—Charlotte Ehlers —comencé a decirle en cuanto sonó la señal del buzón de voz—, soy tu representado, tu único cliente y el responsable de que tengas trabajo y hagas mucho dinero. Si no recuerdas mi nombre, te lo refresco, soy Jude Aaron Stern, y es la maldita quinta vez que te llamo y no contestas. ¡¿Por qué no atiendes, Charlotte?! Necesito saber qué es lo que está sucediendo. Prometiste que me llamarías por la tarde y el sol está cayendo. Se acaba el día y yo no sé dónde estoy parado. ¡Charlotte! —le grité, como si, por hacerlo, ella fuese a oírme—. Charlotte, necesito saber qué ha pasado de una jodida vez. Si no te pones en contacto conmigo en los próximos quince minutos, me presentaré en tu casa, y más te vale que estés allí, porque, si no, puedes darte por despedida. ¡Charlotte! —volví a gritar y, por supuesto, de nada sirvió.

Aparté el teléfono de mi oreja y corté la comunicación. Arrojé el aparato, el cual, por suerte para su integridad, cayó sobre el sillón para rebotar por los almohadones una y otra vez hasta dar contra el apoyabrazos al otro extremo; fue como una piedra plana dando saltos por la superficie calma de un lago. El sillón gris no era un lago y allí en mi casa no había ni un centímetro cúbico de agua en paz, porque no tenía ni idea de si había funcionado. Lo más probable era que ella hubiese dicho que no. Por supuesto que habría dicho que no… ¿Por qué querría Elizabeth escribir un libro conmigo? Además, no era solo eso: imponerle que conviviera conmigo en una villa en mitad de la nada era demasiado pedir.

Hice crujir cada uno de mis nudillos al tiempo que dejaba atrás mi despacho sin volver la vista al teléfono. Fuera lo que fuese lo que Charlotte estuviese haciendo en ese instante, obviamente era mucho más importante para ella que responderme si Elizabeth Chang había aceptado sumarse al proyecto.

Giré a la derecha por el pasillo en penumbras, porque el sol descendía y yo no me había molestado en encender ni una sola bombilla. No quería ver y al mismo tiempo tenía la sensación de que la oscuridad que se avecinaba terminaría por aplastarme. El peso sobre mis hombros era tanto que comenzaba a comprimir mi caja torácica, empujando una costilla sobre la otra, haciéndome empequeñecer, quitándole espacio a mi corazón y a mis pulmones.

Iba a tener un ataque de ansiedad, al final sucumbiría. Llevaba todo el día batallándolo, resistiéndolo, pero ya no podía soportarlo. Había sido una idea estúpida, ridícula, infantil, y no acababa de entender por qué Charlotte y los demás me habían hecho caso.

En ocasiones como esa me exasperaba que la gente me diese la razón, que no cuestionasen lo que salía de mi boca.

¡Mi maldita boca y yo!

Definitivamente, todas las decisiones que había tomado durante los últimos diez meses no podían ser más desacertadas. Por decirlo mal y pronto, no había dado una.

En algún momento debí de perder todas mis neuronas o quizá estas, simplemente, dejaron de funcionar, como si hubiesen llegado al fin de su vida útil.

Sin duda, mi carrera también estaba acabada.

Esos manotazos de ahogado que había intentado dar no lograron otra cosa que arrastrarme al fondo todavía más aprisa.

Las suelas de mis zapatos iban chasqueando por el suelo de madera recientemente pulido y barnizado. Sonaba a como si llevase puestos zapatos de claqué, y no podía ser más molesto.

¡Yo y mi maldita idea de protegerlos!

Le di un golpe al interruptor que estaba junto a la puerta y todas las luces de la cocina se encendieron. Al instante volví a arrepentirme de las últimas remodelaciones que había realizado allí. Había cambiado los muebles azul grisáceo por unos blancos, sobre los que en ese instante rebotaba la luz hasta el punto de cegarme.

«Quiero luz», le había dicho a la decoradora, y ella se había ocupado de que la tuviera.

—Maldición —gruñí, avanzando por el suelo de cemento, que era muy moderno y también jodidamente resbaladizo, por lo que las suelas de mis zapatos nuevos se deslizaban con cada una de mis pisadas igual que si el suelo estuviese cubierto de agua jabonosa.

A mitad de camino tuve que sostenerme de una de las modernas sillas blancas para no irme al suelo. La silla se tambaleó bajo mi peso, pero por fortuna no se volcó, por lo que yo también logré mantener la verticalidad.

Solté la silla y, caminando como un pato, fui hasta la vinoteca a recoger la botella de chardonnay que tenía abierta para servirme una copa. El whisky que había tomado antes de almorzar era historia; historia que por cierto ya formaba parte de las notas que mi psicólogo tomaba en nuestras sesiones, porque, en cuanto Charlotte se fue pasada la una, lo llamé para vomitar sobre su desdichada oreja todo lo que tenía atragantado.

Busqué una copa y vertí vino hasta la mitad. Enfrenté la ventana que daba al parque, con sus arbustos perfectamente podados, con el césped cortado y sus flores, todo fundiéndose con el anochecer. Se notaba que la primavera ya estaba allí, porque el verde era más verde, el aire, más dulce, y la luz, más clara; aun así, allí faltaba algo. Toda la casa se sentía como un complicado rompecabezas de un millón de piezas que, justo antes de terminarlo, descubriera que le faltaba una.

Alcé la copa hasta mis labios y bebí un sorbo.

Procuré disfrutar del sabor del vino, de su frescura, del delicado picor que ponía en mi lengua mientras sus perfumados vapores ascendían por mi paladar hasta mi nariz. Fruta de la pasión, jazmines, un deje mineral.

Era estupendo, realmente una delicia; sin embargo…

Alcé la copa y, sin piedad, lancé el resto del contenido cuesta abajo por mi garganta, lo cual era literalmente un sacrilegio, porque un vino así no lo bebes con tanto descuido; un vino así se disfruta…

Y maldición que yo no podría disfrutar nada hasta que Charlotte me sacara de mi miseria. Solamente necesitaba saber si ella había dicho que sí o que no; luego decidiría si acabaría de convertirme en un ermitaño para no volver a salir de casa el resto de mi vida.

Sintiéndome culpable por lo que le había hecho al vino que me regaló mi madre, devolví la botella a la vinoteca sin mirarla y fui hasta el congelador para rescatar del frío polar que allí reinaba una de las botella de vodka de las tres con las que Noah, el asistente de Charlotte, apareció en mi puerta el día de mi cumpleaños, un mes atrás. Noah me las había tendido diciéndome que me hacía falta divertirme.

El vodka no era ni de lejos mi bebida favorita, y aquella noche todos se divirtieron menos yo, y fue peor que eso…, aquella noche la pasé deseando que todos se largaran, enfadado porque ellos reían y yo no podía parar de sentirme miserable; porque todos elogiaban lo maravillosa que había quedado la casa después de las remodelaciones, y cómo lucía la casa no era mi responsabilidad y sí de la diseñadora que había contratado, diseñadora con la que Noah conversó, bebió y bailó esa velada. Se habían ido juntos y, si bien me constaba que no habían vuelto a verse, Noah me aseguró que se divirtieron mucho luego y que, igual que empezaron bien, acabaron en buenos términos, cada uno por su lado.

A mí me era casi imposible empezar o acabar en buenos términos con alguien, porque últimamente ni siquiera estaba en buenos términos conmigo mismo.

Hice girar el tapón metálico, que se había pegado. El metal crujió.

Estuve tentado de llevarme la botella a la boca para beber directamente desde allí; debí hacerlo, casi lo hago. Al final me acobardé y fui a por un vaso.

Me serví un trago mucho más largo de lo recomendable y, sin respirar, lo añadí a mi cuerpo.

El alcohol me quemó la garganta, el frío del líquido se me fue a la frente, entre los dos ojos, los cuales cerré, apretando los párpados con todas mis fuerzas.

A nadie, porque estaba solo, le demostré mi asco con un sonido poco agradable que emergió de mi garganta mientras me retorcía por la impresión. Aquella porquería era realmente intomable, poco menos que combustible barato, y no comprendía cómo los invitados a mi fiesta habían podido beberlo sin morir envenenados.

—Maldición —farfullé mientras recogía la botella, empañada y todavía helada, de la encimera para servirme otro vaso.

No me causó tanta impresión como el primero, porque ya sabía qué esperar.

De un golpe, planté el vaso vacío sobre la encimera de piedra. Parpadeé varias veces, porque el alcohol parecía habérseme subido directo a los ojos y no podía enfocar. Le eché otro vistazo al jardín, intentando recordar cuándo había sido la última vez que había salido para caminar por allí, para disfrutarlo.

No pude acordarme.

Debía hacerlo en ese instante, impregnarme de los perfumes de la primavera, tomar contacto con la naturaleza, quitarme de la cabeza todas las preocupaciones que me agobiaban al menos durante diez minutos. Diez minutos de no pensar, de no preocuparme o amargarme; diez minutos para evitar terminar de emborracharme, diez minutos…

Mi cerebro registró el sonido, pero me costó identificar de qué se trataba.

Sonó otra vez.

¡Mi móvil!

—Maldición —gemí, dando la vuelta demasiado pronto. Resbalé, me agarré del borde de la encimera, tomé impulso, me resbalé con el suelo de nuevo, manoteé una silla, la de la cabecera de la mesa, y esta vez sí que la volqué, pero yo no caí. El teléfono seguía sonando. Llegué a la puerta de la cocina más patinando que corriendo y, de hecho, salí disparado para que me frenara la pared del pasillo que en realidad era mitad pared mitad baranda de la escalera posterior de la casa.

Intentando no arrancar ninguno de los portarretratos que colgaban de la pared con fotos familiares que fueron regalo de mi madre, atropellándome con mis propios pies, giré a la izquierda, pateé primero la silla y luego una de las patas de la delgada mesa que soportaba una pequeña lámpara Tiffany.

El teléfono sonó una vez más y enmudeció.

Tenía que ser Charlotte, por su bien tenía que ser ella o de verdad la despediría.

El teléfono se puso a tocar otra vez y fui corriendo, con los brazos extendidos a los lados para sostenerme de las paredes del corredor.

A un metro de llegar a la puerta de mi despacho, puse demasiado ahínco en frenar mis pasos y por poco no me voy de culo al suelo.

Logré prenderme del marco de la puerta.

Por suerte en mi despacho tenía varias alfombras.

Estás se comieron parte de la energía de mis pasos, pero llegué a tiempo para ver el nombre en la pantalla del aparato.

Mamá.

Desinflándome, me arrojé sobre el sillón para responder.

—¿Mamá? —Soné agobiado, quizá un poco exasperado. Sin duda, nada entusiasmado por su llamada.

—Hola, cielo… Querido, ¿te encuentras bien?

—Hola, mamá. Sí, estoy bien. —Eché la cabeza hacia atrás para apoyarla en el respaldo del sillón Chesterfield. Por una fracción de segundo estudié el techo raso de ornamentado estuco. Acabé cerrando los ojos.

—¿Trabajabas? ¿Interrumpo?

El vodka subió por mi garganta, efectuando el trayecto en sentido contrario al que había realizado un momento atrás. El líquido debía de ser corrosivo, porque lo sentí quemarme al mezclarse con el vino blanco. Tuve que contener un eructo en mi garganta, eructo que acabó escapándose por la nariz, y de milagro el líquido no salió por allí también.

—No, mamá.

—¿Leías?

—No, mamá.

—¿Pensabas? —Con su «pensabas» se refería a si estaba elucubrando el argumento de alguna historia. Definitivamente, no; mi cerebro se había secado y ni con toneladas de abono volvería a ser terreno fértil.

—No, mamá. Estaba bebiéndome una copa de vino. De hecho, del vino que me regalaste. Es estupendo.

—¿Todavía te queda? Puedo llevarte unas botellas más si quieres, podría intentar conseguir de la misma cosecha.

—Tranquila, mamá, no te preocupes. —Me pinché el puente de la nariz con dos dedos, buscando que eso aclarara mi mente; no surtió efecto. Bajé la mano y abrí los ojos.

—Suenas… ¿agobiado?

—No, mamá, estoy bien. Ha sido un largo día, eso es todo.

—¿Ya lo tienes todo preparado para tu viaje?

Mi ansiedad y mis miedos habían cometido la estupidez de hablarle sobre el proyecto, sobre la inminencia de mi partida a Italia, que después de todo no parecía muy inminente, porque Charlotte no respondía a mi llamada y aquello no era buena señal.

—Sí, mamá —admití, sintiéndome patético, porque, si bien aún no había metido las cosas en la maleta, ya la había sacado y también había apartado en una sección de mi vestidor todo lo que planeaba llevar. En un cajón de la isla central de dicho espacio tenía el resto de las prendas que no colgaban de perchas, incluso ya había elegido relojes, gafas y calzado, trajes de baño, productos de tocador y medicamentos, y absolutamente todo lo que pensaba llevar estaba en una lista en el primer cajón de mi escritorio. Los libros que quería meter en mi equipaje se encontraban en una pila en un estante de la biblioteca, a menos de dos metros de mí.

Lo tenía todo listo y ni siquiera sabía si Elizabeth había dicho que sí.

El sí se diluía cada vez más en un océano de noes cuyas aguas se oscurecían con el transcurrir de los segundos.

—Me lo imaginaba, cielo. De cualquier modo, si hay algo en lo que pueda ayudarte…

—No, mamá, lo tengo todo controlado. —Todo menos el sí de ella.

—¿Tienes protector solar?

—Sí, mamá; compré uno nuevo.

—Imagino que el sol allí será muy fuerte, pues como estaréis en mitad del campo… quizá deberías comprar uno para ella.

—¿Qué?

—Que deberías comprar uno para ella, por si se le olvida llevar.

—Mamá, no puedo… No compraré un protector solar para ella.

—¿Por qué no? —me preguntó como si tal cosa.

—Porque no.

—Hijo, esa no es respuesta.

—Mamá, yo…

—Sería un gesto amable.

—Mamá, vamos a trabajar… —eso si ella decía que sí—, no de vacaciones.

—Sí, pero no estaréis escribiendo las veinticuatro horas del día. Hasta tú, que eres un enfermo del trabajo, te tomas un descanso cada tanto.

«Sí, gracias por recordármelo», farfullé dentro de mi cabeza.

—Tengo un diccionario de italiano, de esos de viajeros; si quieres, podría alcanzártelo.

—Mamá, puedo buscar palabras en el traductor del móvil y además… bueno, mi italiano no es excelente como el tuyo, pero…

—Siempre te costaron los idiomas derivados del latín.

—Yo tenía calificación perfecta en latín.

—Hijo, una cosa es aprender declinaciones y otra muy distinta es hablar con la pasión con la que se habla el italiano.

—Sí, gracias, mamá —murmuré por lo bajo, al tener la seguridad de que ella creía que no había ni un gramo de pasión en mí.

—No seas susceptible, cielo. A las mujeres no les gusta eso.

Me contuve de preguntarle a qué mujeres se refería.

—No necesito el diccionario. Estoy seguro de que la gente allí entiende al menos algo de inglés.

—Es un pueblo pequeño.

—No voy a hacer turismo.

—Pero pasearás algún día.

—Mamá… —Mi tono fue suficiente como para que ella se detuviera y la línea quedara en silencio durante dos segundos.

—Tu padre ha llamado esta mañana.

Después de los dos segundos de silencio esperaba que volviera a la carga, no con que saliera con que mi padre había llamado.

—¿Para qué?

—Porque ha salido hoy y no recordaba la dirección de la residencia de su madre.

—¿Se la has dado?

—Sí, hijo. Bertha y él hablan por teléfono, son madre e hijo, querrán verse.

—No deberías haberlo hecho.

—Es su hijo.

—Él es un….

—Tengo entendido que irá a verla mañana —me cortó antes de que pudiera seguir—. Ya he hablado con Bertha y la he puesto al tanto. Me ha dicho que lo recibirá, porque tiene unas cuantas cosas que decirle a la cara.

—Sí, ya sé cómo es Babu.

—Por eso, cielo.

—Si le provoca angustia, por poca que sea…

—Hijo, no permitiré que la moleste. He quedado con ella en que me llamará después de verlo. Si no se comporta, impediré que vuelva a visitarla.

—Lo hará, él no sabe vivir de otro modo.

—Cielo, no te preocupes por él. —Suspiró y efectuó una pausa—. Me ha dicho que te llamaría.

—No pienso hablar con él —solté de inmediato.

—Bueno, deja que sea él quien hable. Después de todo, es él quien debe explicaciones.

—Yo no quiero nada de él.

—Bueno, de cualquier modo, continúa siendo tu padre.

—Lamentablemente lo tengo presente. ¿Ha salido en el periódico? No he tenido tiempo de leerlo todo, tampoco de ver las noticias. —Lo que no había tenido era cerebro para concentrarme en nada.

—Sí, Jude, pero no en primera plana ni nada parecido. También ha salido en las noticias, pero no ha durado ni treinta segundos.

—Suficiente con eso.

—¿No estaba tu publicista al tanto?

—Sí, se lo dije… Es que yo estoy un tanto perdido con los días y hoy ha sido una jornada interminable.

—Ya casi se termina, cielo.

—Llamaré a Charlotte, a ver si sabe algo del asunto.

—Cielo, no me cortes tan pronto.

Apreté mi puño libre hasta clavarme las uñas en la palma de la mano.

—Dime, ¿cómo estás?, ¿cómo te encuentras?

Con ganas de arrojarme a un pozo, así estaba.

—Bien, mamá.

—¿Ya tienes alguna idea para lo que escribiréis Chang y tú?

—No, mamá, todavía no. Hasta media tarde hemos estado trabajando con Charlotte en mi último libro.

—Bueno, algo se te ocurrirá, cielo. Tú tienes una mente privilegiada.

Resoplé.

Y para lo mucho que eso me servía…

Mi madre fue a decir algo, pero un sonido en la línea nos interrumpió. Una llamada entrante. Aparté el aparato de mi oreja y vi el nombre de Charlotte.

—Mamá, es Charlotte. Debo colgar ahora.

—Pero Jude…

—Te quiero, mamá. Mañana te llamo. Adiós. —Colgué y respondí la llamada de Charlotte—. Te odio con toda mi alma —le solté de buenas a primeras.

—Tú no tienes alma, se la cambiaste al diablo por ese talento tuyo que tienes.

—¿Por qué no me has llamado antes? ¿Acaso tienes idea de lo que han sido para mí las últimas horas?

—Jude, tu estado empeora con el correr de las horas. Te conseguiré una banda en la que ponga «la reina del drama». Podría añadir una bonita corona también.

—Charlotte —le advertí—. Solamente dime qué ha dicho —bramé—. ¿Ha firmado?

—¿Cómo es que en ocasiones eres todo un caballero y en otras…?

—Contesta la maldita pregunta, Charlotte. ¿Ha firmado el contrato sí o no?

Charlotte rio y no supe si tomar eso como un sí o como un no.

—Eres exasperante.

—Respira hondo, Jude.

—¡Charlotte! —Mi vozarrón salió de mi despacho para dispersarse por el resto de la casa.

—¿Tú qué crees?

—No es lo que yo creo, es si su maldita firma está en el contrato o no.

—¿Te paso una fotografía? —me ofreció, y me entraron ganas de estrangularla.

—¡Charlotte!

—Por supuesto que sí, Jude. Chang ha firmado. Ella y tú partiréis rumbo a Italia en el vuelo programado, en asientos en primera, el tuyo el asiento de pasillo como siempre. Un coche os esperará en el aeropuerto para llevaros hasta la casa, y lo que suceda de allí en adelante será responsabilidad tuya. Solo te advierto una cosa: no tengo ganas de tener que enfrentar causas penales, de modo que no pongas en tu equipaje tu intolerancia. Déjala aquí. Si la asesinas, tendremos un problema serio.

—¿Y por qué…? —El pulso se me aceleró. No pude terminar la frase.

—Ahora, que si ella te golpea o te mata, te aguantas. No quiero oírte llorar, ¿estamos claros?

—Yo…

No supe por dónde seguir. No tenía ni la más remota idea de por dónde seguir, porque Elizabeth Chang había firmado el contrato para escribir un libro conmigo y mi plan hasta allí llegaba. Ni siquiera tenía idea de cómo haría para enfrentarla el sábado en la fiesta en casa de Sam Warren, porque podía evitar tener que verla mañana o más temprano el sábado, pero no podría escaparme de ella durante la fiesta, pues estaba convencido de que Warren haría que nos tomasen fotografías a los tres juntos y, seguro, a nosotros dos solos también. Tenía lo que quería y, sin embargo, no tenía ni la más ínfima idea de qué hacer con eso.

—¿Jude?

—¿Qué se supone que debo hacer ahora? —balbucí.

—Pretende ser inteligente y divertido.

—¡Charlotte! —grité a voz en cuello.

—Esfuérzate, cielo.

—Ella… —Se me cortó la voz.

—Si tiene intenciones de asesinarte por lo que dijiste de ella, no lo ha mencionado. Tony me ha contado que Elizabeth ha firmado y que está entusiasmada por escribir un libro contigo.

—Mentira —resoplé.

—Por supuesto que es mentira. No quiere, pero lo hará porque no tiene más opción, tampoco tú. A los dos os conviene. Esto será un gran éxito y un gran negocio para todos.

—Dios —jadeé.

—¿Hiperventilas?

No; de hecho, estaba ahogándome. Estiré el cuello en busca de aire.

—Jude, no te oigo respirar. ¿Estás vivo? No te mueras todavía, puedes escribir muchos más libros.

—¡No podré escribir ningún puto libro! —grité, exprimiendo mis pulmones. Mi cuello se puso tenso y ardió y, del esfuerzo por gritar, por poco no se me saltan los ojos de las órbitas.

—Jude, haz el favor de tranquilizarte.

—Fue muy mala idea —gemí.

—Ha aceptado y todo está encaminado. Creo que Warren te llamará más tarde, se lo oía exultante al teléfono. Lleva mucho tiempo deseando incluir a Chang en su familia de escritores y sabía que ella no podría resistirse a ti. Mejor te mentalizas de que vosotros dos os convertiréis en el centro de atención. Sé que no necesito pedirte que te comportes como un caballero, de ser posible, un príncipe azul. Evita hacer comentarios desagradables sobre el trabajo de ella, porque el libro llevará el nombre de ambos y, si ella se hunde, tú te hundes también. Antes de decir una palabra en su contra, o de enfadarla, te muerdes la lengua. Quiero que, cuando regreséis, Elizabeth Chang no tenga más que elogios para ti. Tiene que quererte, Jude, porque si ella habla bien de ti…

—No puedo creer esto. —Me derrumbé sobre mis piernas para esconder mi rostro en mi brazo izquierdo y mis rodillas.

—Créelo, porque es una realidad y ya no hay vuelta atrás. Además, cielo, fue idea tuya. Tu maravillosa idea. Quedaréis tan guapos, vosotros dos en una foto —canturreó, socarrona—. Deberemos conseguirle una banqueta para que se ponga a tu altura cuando os saquen esas fotografías.

—Charlotte —musité sin salir de mi escondite, sintiendo que me moría.

—El sábado te pones bien elegante. No estaría nada mal que buscases un esmoquin con un diseño un tanto más moderno para ese día, para las fotografías, y ya sabes cómo es Chang, ella además es un icono de la moda. Intenta no parecer su abuelo junto a ella.

—Yo no visto como un abuelo.

—Deberías broncearte un poco.

—No me gusta tomar el sol.

—Puedes ir a esos sitios en los que te tiñen, estás pálido.

—¡No me teñiré! —grité.

—Están de moda los esmóquines azules.

—No, Charlotte.

—No te haría mal innovar; de todas formas, ya diste el primer paso. Puedo conseguirte una asesora de imagen.

—No necesito una asesora de imagen. Sé vestirme solo.

—Una renovación, Jude. ¿Y si te tatúas algo? ¿Has considerado perforarte un pezón? Dicen que ella tiene perforados los dos pezones.

—¡Charlotte!

Ante mi grito, ella chilló de dolor. Definitivamente no quería pensar en la posibilidad de que Elizabeth tuviese los pezones perforados y, sin embargo, estaba hecho; ya no podría dejar de preguntarme si los tendría perforados, y sabía que, en cuanto la tuviera enfrente, mi mirada iría derecha a sus pechos.

Levanté el trasero del sillón y tiré de la entrepierna de mis pantalones hacia abajo para hacer espacio, porque empezaba a incomodarme, porque mis últimos parpadeos habían dado paso a la imagen de rosados pezones perforados.

Tironeé del pantalón hacia abajo todavía más.

—Estás despedida —jadeé, percibiendo el sudor que comenzaba a pegotear mi espalda, mis sienes y la piel sobre mi labio superior.

—Déjate crecer el cabello.

—Te odio, Charlotte. —En realidad no era así, pero habría pagado millones por conseguir apagar mi cerebro en ese instante, por no tener que presenciar esa conversación. Estaba aterrado—. Además, no hay modo de que el cabello me crezca de aquí al sábado y mi pelo es una porquería, no puedo dejármelo crecer.

—¿Tú admitiendo en voz alta que algo en ti no es perfecto? —replicó ella, divertida.

—Charlotte, te lo ruego, podríamos mantener una conversación medianamente profesional.

—Esta es una conversación profesional. Todo esto tiene un fin, Jude, recuperar tu imagen, y tú no colaboras. De nada sirve que la plantemos a tu lado si no te aflojas al menos un poco. Si la miras con desprecio al tenerla junto a ti, será peor que cuando la ignorabas. Tienes que propiciar el acercamiento, parecer más humano. Muchos dicen que Elizabeth es muy divertida; Warren lo asegura, afirma que ella baila divinamente y que tiene buena voz.

—¿Y cómo demonios sabe Warren que Elizabeth tiene buena voz? Los he visto bailar, pero jamás la he oído cantar.

—No tengo ni idea, cielo. Pero si Warren sabe que ella canta, mejor que tú te empeñes en escuchar su voz. Sería bonito que, en digamos a una semana de estar allí, pudieras dar una entrevista en la que hablases maravillas de ella.

—¿Es broma?

—No, ya estoy analizando a quién sería mejor llamar para eso.

—Charlotte…

—Estaba pensando en Sofía Jansson, de Vogue. Chang y ella son amigas. Jansson escribe un poco sobre de todo y, si le ofreces una nota alabando a su amiga, seguro que la publicará.

—¿En Vogue?

—Sí, en Vogue, cielo, y tú te regocijarás de felicidad si ella quiere entrevistarte.

Me incorporé para descansar mi espalda en el respaldo del sillón.

—Jude, escúchame bien lo que te diré, porque no lo repetiré.

—Suéltalo. —La cabeza comenzaba a palpitarme, probablemente por el vodka de malísima calidad y por todo eso—. Si lo arruinas con ella, estarás acabado. Esta apuesta es a todo o nada, ¿me oyes? Sus lectores la quieren. Si la insultas, la decepcionas o la ofendes, puedes darte por muerto.

Petrificado me quedé, mirando mi portátil sobre el escritorio.

Escribir un libro a cuatro manos con ella.

—De donde sea, sacarás un poco de dulzura y harás que te adore.

—No puedo hacer esto. Maldición, en qué estaría pensando.

—En que necesitabas recomponerte. Tuviste un mal momento, hablaste de más y tu popularidad bajó. La gente comienza a olvidarse de que eres un pedante que asquea, pero, si haces esto bien… —Se interrumpió—. Jude, si haces esto bien, la gente no solamente te querrá por tus libros, sino que te convertirás en su ídolo… definitivamente, en un icono de tu generación. La gente necesita ver que eres más que palabras impresas en papel.

No, yo no era nada más, por eso necesitábamos a Chang, para fingir y para que ella les hiciese creer que en mí había un ser humano, no solo una máquina de escribir.

—Déjate crecer la barba para el sábado. Te quedó bien cuando te la dejaste.

Esa decisión aún continuaba pareciéndome muy desacertada.

—Te da cierto aspecto de chico malo; a las mujeres les gusta eso —continuó diciéndome.

¿Ella también?

Mi madre y Charlotte debían de estar conectadas.

—¿Qué mujeres, Charlotte?

—A Chang. ¿El tipo con el que fue a la fiesta la otra vez no tenía una sombra de barba? Tenía aspecto recio. ¿Dijo que era entrenador físico, no?

Enmudecí. Sí, el novio de Elizabeth llevaba una barba algo crecida, estaba bronceado y era entrenador personal; además de eso, tenía un gimnasio.

—Deberías aprender a hablar español, es sexy. El sujeto tiene ascendencia cubana, seguro que a ella le gusta que le hablen…

—Hablo español, Charlotte, y tú lo sabes.

—Sí, cierto, pero deberías trabajar en tu acento… Ya sabes, para sonar más dulce.

Inspiré hondo; primero mi madre con el italiano y ahora ella con el español.

—Si tuvieras el aspecto del tipo ese, destrozarías todos los rankings de libros vendidos.

—¿Te parece que me mude a Cuba como hizo Ernest Hemingway?

—Jude, al menos sal un rato mañana a que te dé un poco el sol, que estamos en primavera y cualquiera diría que tú llevas viviendo tres siglos bajo tierra.

—¿Alguna otra sugerencia?

—No, solamente lo dicho: finge que eres inteligente y divertido.

—Soy inteligente.

—Hablo de inteligencia emocional, Jude.

—Dios, ¿ahora lees libros de autoayuda o qué?

—No son libros de autoayuda, y a ti no te haría daño hojear uno.

—Antes muerto.

—Siempre tan drástico. Cómprate bermudas y un bonito sombrero de paja, Jude, porque vas de camino al soleado Montalcino. Dime, ¿recogerás uvas en tus horas libres? Podrías dárselas de comer a ella en la boca.

—¿Estás borracha?

—No, Jude, realmente estoy convencida de que esto puede funcionar.

Mi mano descendió lentamente desde mi frente por encima de mi rostro, arrastrando mis acciones hacia abajo. Suspiré.

Hubo un segundo de silencio.

—Mi padre ha salido hoy.

—Sí, lo sé, por eso no te contestaba al teléfono, estaba hablando con Mary; ella ya tiene la situación bajo control. No te preocupes, su salida no pasará a mayores.

—Mañana irá a visitar a Babu, mi madre acaba de contármelo.

—Bueno, si tu abuela lo asesina, saldrás en los titulares; si sobrevive a la visita, no tendremos de qué preocuparnos.

—¿Estás segura de eso?

—Tu padre es noticia vieja, Jude, y, si lo haces bien el sábado, no quedará espacio en la prensa para otra cosa que no seáis Chang y tú.

Recé para que así fuera.

Conversamos un rato más sobre trabajo y, encendiendo luces en mi camino, regresé a la cocina para buscarme una tableta de paracetamol, porque se me partía la cabeza.