—¿A eso le llamas un cambio de planes?
No pude culparlo por sonar cabreado, ofendido, herido. Tenía toda la razón. Me merecía su mirada entre furiosa y dolida.
Santi deslizó sus manos por encima del mantel hasta que sus dedos encontraron el borde de la mesa; de allí se prendió, o quizá quería agarrarla de allí para tumbarla y tirar lo que quedaba de nuestra cena.
Por las dudas, recogí mi copa de vino blanco y me la llevé a los labios.
—Lizzy, te he hecho una pregunta. ¿Esto, para ti, es un simple cambio de planes?
Terminé de vaciar mi copa sin poder escapar de su mirada; relamiéndome los labios, la deposité de nuevo en su sitio.
—Te propongo irte de vacaciones conmigo y tú decides largarte a escribir un libro con un tipo al que odias.
Me aclaré la garganta.
—¿Lizzy? —planteó él, sonando todavía menos feliz.
—No lo odio.
—Lo aborreces.
—No, eso no es cierto.
—Recuérdame cuántas veces te he oído decir que ese individuo es insufrible, y lo es. Joder que sí lo es. Es un narcisista, un pedante y un enfermo que se cree el ombligo del mundo. Me bastaron cinco minutos para terminar de entenderlo. No podría estar más de acuerdo contigo en ese sentimiento. Es aborrecible.
—Te digo que no lo aborrezco.
—Dices que es insoportable.
—Yo…
Sí, era cierto, yo había dicho todas esas cosas de él y, de hecho, lo evitaba todo lo que podía; también lo ignoraba, sobre todo desde que dijo aquellas cosas de mí. Stern podía ser desagradable en exceso, de hecho lo era, no se contenía… No debía interesarle contenerse, porque, para él, el resto de la humanidad era simplemente insignificante. ¡Mierda, que no tenía ni idea de cómo lograría escribir un libro con él!
—Te largas a Italia con un hombre que desprecias, a escribir un libro.
—Sus libros son excelentes —musité.
—¡Lizzy!
Sus manos, cerradas en puños, dieron contra el canto de la mesa, y cubiertos, platos y copas se sacudieron. El golpe atrajo la atención de los comensales de las mesas más cercanas y la de un camarero que pasaba por nuestro lado. Santi podía ser muchas cosas, pero no violento; por eso su arrebato me sobresaltó a mí también. Mi trasero se despegó de la silla.
—Lo lamento, tengo que hacerlo. No podía decir que no.
—No querías decir que no.
—No, no podía, es así de simple. No le dices que no a Sam Warren si quieres seguir en este sector. No puedes. No podía negarme, Santi.
—Pide que retrasen el viaje.
—Ya te he explicado que no es una opción. Stern puede ahora, dijo que era ahora o nunca.
—Es un cretino.
Sí, definitivamente Stern lo era, pero como no quería añadir más leña al fuego…
—Habla con la agencia de viajes.
Santi resopló una carcajada, girando la cabeza para apartar su vista de mí.
—Santi… —rogué.
—Esto te va como anillo al dedo, ¿no es así? —Volvió a mirarme—. No querías ir a ningún lado conmigo.
—Santi —susurré su nombre, porque en realidad no podía terminar de negarlo.
—Dime que querías ir conmigo.
—Santi, escucha.
—Estoy escuchándote, incluso lo que no dices en voz alta. Está bien, Lizzy, ya lo he entendido. Aunque creo que lo sospechaba desde el primer día, lo primero para ti es tu carrera y yo no soy lo suficientemente importante como para aplazar ese viaje tuyo.
—Santi, por favor…
—Vete con él a Italia. —Pilló la servilleta de encima de su regazo y la plantó sobre la mesa convertida en un bollo.
—Llevas esto a un extremo innecesario. No tiene por qué ser así.
—Y, dime, Lizzy, ¿cómo quieres que sea? Porque todo en nuestra relación es como tú quieres que sea o no es.
—No, eso no es cierto, yo… Está bien, lo admito, no estaba segura del viaje y…
—No querías ir de viaje conmigo y tampoco siquiera meditas el discutir que nos mudemos juntos. Llevas, desde la otra noche, evitando que hablemos sobre eso.
—Es un paso importante y…
—Yo estoy listo; sé que es un paso importante, pero estoy listo. Llevamos dos años juntos, Lizzy. Sinceramente, no creo que sea una decisión apresurada. Yo no necesito meditar nada más, sé que te amo y que quiero intentarlo contigo. El problema es que tú no… —Se detuvo para quedarse mirándome a los ojos y me partió el alma.
Yo no…
Yo no tenía ni idea…
Yo no estaba segura de amarlo, no así, no lo suficiente, no del modo correcto como para tomar la decisión de vivir juntos, de intentarlo, de apuntar a más.
Me aclaré la garganta y él se quedó observándome en silencio.
—Pediré la cuenta —me anunció al cabo de un momento—. No creo que tengamos nada más que hacer aquí.
—No, yo me ocupo de la cuenta. —Y así, con aquellas palabras, lo di por terminado, porque sabía que estaba rindiéndome a no discutirlo, porque en realidad no había mucho que discutir, porque yo continuaba sin estar segura de querer dar ese paso con él.
—Sí, claro —resopló.
—Santi…
—No me dirás que estoy equivocado, debí entender que no lo harías. Esperaba que hablaras conmigo, que pelearas por mí, por nosotros; tú simplemente…
—No es que quiera terminar contigo. Es que no estoy segura de lo que quiero.
—Bueno, yo sí estoy seguro de lo que quiero.
—Dame tiempo. —No tenía claro por qué se lo pedía, quizá solamente fuese por miedo a lo que podía suceder si lo perdía, a lo que sentiría si acababa lo nuestro. No quería terminarlo, quería que siguiera como estábamos hasta dos días atrás. ¿Por qué tenía que cambiar todo tan abruptamente? ¿Por qué debía ser todo o nada?
—¿De verdad crees que servirá de algo que te dé tiempo? No estoy seguro de que exista la posibilidad de que descubras que me amas tanto como yo te amo a ti.
Aquello fue una puñalada directa al corazón, pero, por respeto a su persona, ni me quejé; me lo merecía.
—Ojalá en unos días, milagrosamente, te des cuenta de que tienes tantas ganas de tener un futuro compartido como yo las tengo de tener uno contigo; lo malo es que, sinceramente, dudo que sean expectativas realistas.
—Santi, por favor.
—¿Lo dices en serio?
—No quiero perderte. —No podía ser más sincera; el problema eran los motivos por los cuales no quería perderlo, que no eran del todo nobles.
—Solamente me quieres a medias.
Negué con la cabeza, a pesar de que no estaba segura de que lo que decía no fuese cierto.
—Vete a Italia a escribir ese libro.
—Santi, por favor —le pedí de nuevo, porque amagó con levantarse de la mesa.
—No puedo prometerte que estaré aquí cuando regreses, pero lo intentaré.
—Santi…
La voz se me quebró y se me cargó la mirada de lágrimas. El corazón me dolía, tenía la sensación de haberlo hecho todo mal, la seguridad de que era muy hija de puta y completamente incapaz de tener una relación sentimental seria, profunda y duradera con nadie. Desde que tuve edad para entender que me gustaban los chicos, había comenzado a tener novio y, desde entonces, prácticamente nunca había estado sola, porque, por más que me avergonzara admitirlo, incluso en la secundaria, después de terminar con mi relación larga de por aquel entonces, una de seis meses, no estuve más de una semana sola hasta comenzar a salir con uno de sus compañeros del equipo de fútbol.
Por lo visto no sabía ni estar sola, no quería estar sola; amaba las relaciones, probablemente más de lo que había amado a ningún hombre con el que hubiera estado en una relación.
—Te amo, pero me amo más a mí mismo, Lizzy, y no estoy seguro de cuánto podré esperar o de si quiero seguir esperando a que tú decidas por nosotros.
—Lo entiendo. —La voz apenas me salió.
—No necesitas largarte a Italia con ese tipo. Si lo que querías era pedirme un tiempo o terminar conmigo…
—No se trata de una excusa, Santi.
—Ni siquiera hablas con él, ¿cómo se supone que vais a escribir un libro juntos? Es ridículo. Tú no tienes nada que hacer con un individuo como él. Lo que tú escribes es… y él… dijiste que él debe de pensar que nadie puede entender lo que escribe.
Eso había dicho, porque en realidad eso creía. Stern debía de pensar que nadie en este mundo era capaz de interpretar sus palabras; quizá así lo prefiriese, permanecer distante, incomprendido; lo cierto era que, más allá de lo que pretendían ser análisis fríos de sentimientos, situaciones y experiencias, Stern dejaba entrever que al menos algo de su corazón continuaba funcionando a la hora de escribir.
—Dijiste que él jamás ha querido tenerte cerca siquiera y que no te gusta tenerlo cerca porque te chupa la energía.
Le sonreí, porque, a pesar de todo, a pesar de mi insensibilidad, Santi continuaba preocupándose por mí; me había visto penar por las cosas que Stern había comentado de mí.
Me procuraría a mí misma una banda para ponerme, la banda a la más hija de puta de todos y que por detrás pusiera «Peligro, no le entregues tu corazón, lo destrozará».
—Será bueno para mi carrera y, más allá de que es probable que no sea buena persona, aun así es un genio.
—Sí, sé que admiras su trabajo. —Meneó la cabeza—. No entiendo cómo alguien despreciable puede escribir cosas que… —Se detuvo e inspiró hondo—. ¿Sabe que has leído sus libros infinidad de veces?
Negué con la cabeza.
Nos quedamos mirándonos a los ojos.
—Realmente no quiero perderte, Lizzy. Lo que sucede es que no sé si yo…
—Sí, lo entiendo.
—Es probable que viaje a Grecia de todos modos. Veré si mi madre quiere acompañarme y, si no, iré solo.
Atrapé mi labio inferior entre mis dientes.
Si él tuviese idea de lo mucho que lamentaba esto.
—Lo siento, Santi. No quería que fuese así.
Apretando los labios, se puso de pie. Lo seguí con la mirada mientras rodeaba la mesa para llegar a mí. Con las yemas de los dedos de su mano derecha empujó un poco hacia arriba mi mentón al tiempo que descendía su rostro sobre el mío. Su sonrisa triste me rompió el alma…, alma que yo no tenía, eso estaba claro, no necesitaba más pruebas.
Santiago besó delicadamente mis labios, me soltó y enderezó la espalda.
—Cuídate, Lizzy —me susurró a modo de despedida, para dar media vuelta y comenzar a poner distancia entre nosotros.
Lo vi alejarse cada vez más, esquivando las mesas y a los comensales que las poblaban, completamente ajenos a lo que había sucedido allí.
«Todos estamos perdidos, perdidos de amor, entregados a la posibilidad de fracaso, a acabar con el corazón herido, a terminar como responsables del dolor de alguien. Todos estamos perdidos —insistí mentalmente—. Los finales felices son los que escribimos, no los que vivimos. El amor incorruptible es de la palabra escrita y por un único motivo: una vez que la tinta se ha secado, está hecho, no lo puedes cambiar… aunque podemos olvidarnos de un libro, de una historia, con suma facilidad, solamente cuesta pasar la página, cerrar el libro.»
Yo no creía poder olvidarme de Santi; en lo más profundo de mí sabía que no quería olvidarme de él, porque habíamos vivido demasiadas cosas buenas y, si eso se acababa, no sería culpa suya, sino mía. Debía recordar eso último: la culpa era mía, no suya.
¿Cómo podía enorgullecerme de mi carrera, cómo podía querer llevarla a más si era todo una farsa? Y yo que me atrevía a decir que Stern era pedante y frío. Yo era igual, solo que sabía disimularlo; lo escondía detrás de desquiciados atuendos como el que llevaba en ese momento, una inmensa falda amarillo huevo, una blusa verde esmeralda, zapatos de charol color naranja y un bolso del mismo material que era del color exacto de la blusa. Mis ropas y yo, mis tatuajes y yo, incluso la sombra verde alrededor de mis ojos. Todo eso no era más que un disfraz, una mentira. Sí, rodearme de gente se me daba estupendamente bien, mantenerla quizá a la fuerza y con engaños a mi alrededor… Definitivamente, era una profesional en ello. Me constaba que muchas personas me querían, y en ese instante no podía comprender por qué lo hacían.
Santi tiró de la puerta y salió a la noche de viernes, con su energía y perfumes a ilusión y futuro, porque la primavera así olía para mí, pese a que en ese momento no era capaz de percibir nada de aquello, sino solamente su partida.
Desapareció detrás de la puerta y me quedé sola, rodeada de un montón de extraños que no me conocían ni me conocerían jamás, porque tenía la sensación de que ni siquiera mis mejores amigos lo hacían.
Se me escapó una lágrima y luego otra.
Definitivamente, debía largarme a casa de mis padres.
Alcé una mano, temblorosa, llamé al camarero y le pedí la cuenta.
* * *
Mis padres ya estaban avisados de mi llegada, por lo que, en cuanto detuve el coche en la entrada, tras la camioneta de Brian, la puerta de entrada se abrió y este apareció.
Alzó una mano y me dedicó una sonrisa a modo de saludo. No fue una sonrisa feliz, sino una de esas que se entregan como apoyo, para intentar hacerte sentir mejor.
El motor de mi coche quedó en silencio.
Recogí mi bolso del asiento del copiloto y abrí la puerta para bajar.
La amplia falda amarilla se enredó en mis piernas.
—Buenas noches, cielo —me dijo Brian en cuanto mi cabeza apareció por encima del nivel del coche.
—Hola, papá. ¿Estoy arruinándoos la noche de viernes?
—Lizzy —se quejó él, saliendo al camino de piedra más allá del porche—. Ven aquí, cielo.
Cerré la puerta y rodeé el vehículo para ir directa a sus brazos, enfundados en una camisa de un azul verdoso que realzaba el color de sus ojos.
A pesar de mis tacones de vértigo, corrí mis últimos pasos hasta llegar a él para que me atrapara en la seguridad de su abrazo, de su fuerza, aquella que él ponía al servicio de su comunidad. Brian era capitán en el parque de bomberos que quedaba a menos de quince calles de allí.
Sus brazos me rodearon por los hombros y los míos se enredaron en él, necesitando regresar a mi infancia. Mi padre, mis padres… ¿por qué no era capaz de tener algo como lo que ellos dos tenían?
—Lo lamento, cielo —susurró sobre mi coronilla, acariciando mi cabello. Era simplemente enorme, muy alto, tan distinto a mí no solo en lo físico… Él amaba a mi otro padre, sus sentimientos eran evidentes en todo lo que él hacía, así mi padre estuviese frente a él o a kilómetros de distancia.
—Es culpa mía.
—Cariño, a veces, simplemente, no funciona, y no es que sea culpa de nadie.
Inspiré sobre su camiseta para volver a ser la niña de la que muchos en la escuela se burlaban por el modo en que su familia estaba conformada.
Quise evitarlo, pero no dio resultado. Las lágrimas se me escaparon.
Papá susurró mi nombre y yo terminé de romperme.
Ellos llevaban treinta y dos años amándose, yo no estaba segura de haber vivido nada semejante ni durante cinco segundos.
—Entremos. Evan está horneando para ti. —Tomándome por los hombros, me apartó un poco de él para, con una mano, limpiar mis lágrimas, teniendo cuidado de no arruinar todavía más mi maquillaje. Estaba segura de que mi rostro debía de ser un desastre. Mi padre sonrió después de mirarse los dedos; mis lágrimas eran verdes.
Me eché a llorar todavía con más fuerza, porque sabía que tenía que estar espantosa, porque me preocupaba estar espantosa en ese instante y eso no podía hacerme sentir todavía peor.
—No, Lizzy —me susurró él, sonriéndome—. Verás como todo saldrá bien, tesoro. Si no es Santiago, será otro, un hombre muy afortunado que primero que nada deberá pasar por un riguroso sistema de aprobación impuesto por tus padres.
—¿Por qué no puedo…? —La voz me falló. Me escondí detrás de mis manos.
—No, Lizzy, no es que no puedas. —Suspiró.
—Lo que vosotros tenéis —hipé, con mi pecho temblando a causa del llanto.
No podía ser más lamentable, más hija de puta. Yo le había roto el corazón a Santiago, no a la inversa; no tenía derecho a llorar así, a sentirme tan miserable y desdichada.
—Lizzy, tu padre y yo somos muy afortunados y, al mismo tiempo, trabajamos cada día en esta relación. No es un milagro, y te aseguro que tampoco es un imposible. Te llegará, cielo. Un día llegará y no sabrás qué hacer con tanto amor.
Sus palabras acabaron de anegar mis ojos.
—Vamos dentro, que sabes que a papá le gusta tener compañía mientras hornea. Está preparando tus preferidos. —Rodeó mis hombros con uno de sus pesados y musculosos brazos. Recordé cuando de niña me llevaba al parque de bomberos, me colocaba en la cabeza su casco y me ponía a practicar con el resto de sus compañeros; yo me tomaba aquello con responsabilidad, como si esperase que en algún momento me llamaran para unirme a ellos a ir a apagar algún incendio. Mi padre era mi héroe, no los personajes de las películas de superhéroes; él era de carne y hueso, e incluso había acabado una vez en el hospital por salvar a una mujer de un incendio en un edificio de doce pisos.
Con su paso seguro, me guio hasta el interior de la casa que siempre sería mi hogar, porque allí había crecido. A pesar de que algunas cosas cambiaban en la decoración con el paso del tiempo, y seguirían cambiando porque mis padres no tenían apego a lo material, porque les encantaba redecorar, ese espacio continuaba siendo familiar para mí…, allí estaba el olor de ambos, sus voces; allí estaba el perfume de los cupcakes que mi padre horneaba para mí.
—Coco. —Brian me guiñó un ojo—. Logré convencerlo de que preparase unos de vainilla con chispas de chocolate para mí —añadió, divertido—. ¿Te lo puedes creer?
Refregándome la cara para quitarme las frescas lágrimas verdes que corrían por mis mejillas, le sonreí, negando con la cabeza.
Atravesamos la sala y nos internamos por el corredor, con el aroma a hogar intensificándose cada vez más.
Desde la puerta vi a mi padre, a Evan, de espaldas a esta y de frente a la encimera, sobre la cual continuaba trabajando su batidora plateada.
Este debió de oír mis tacones por encima del ruido de la batidora, porque se dio la vuelta y me buscó.
—Lizzy —me dijo, intentando sonreírme.
—Papi. —Con el impulso que Brian me dio, corrí a sus brazos, a su cuerpo, que no olía solamente a su perfume de toda la vida, sino a esencia de coco, a vainilla y a mantequilla.
Su abrazo no era tan potente como el de Brian, pero sí igual de rotundo. Evan era mi padre biológico y por eso los dos compartíamos facciones, complexión física y el resto de parecidos que puede otorgar la genética. Para otras cosas, la genética no cuenta demasiado, y por eso amaba la moda igual que Brian, y por él también me encantaba entrenar, porque desde pequeña lo había visto ejercitarse y salir a correr para mantenerse en forma. De Brian también había heredado el gusto por los realities y por la música de Madonna.
—Chist, cielo, ya pasará. Todo pasa, mi vida. Tienes que fijarte en lo bueno, en todo lo maravilloso que tienes por delante. Te han presentado una propuesta increíble, concéntrate en eso, en dar lo mejor que puedas, en aprender de Stern todo lo que sea posible.
Alcé la cabeza y lo miré a los ojos.
—Tesoro, la distancia tal vez también te ayude a aclararte.
—Le he roto el corazón —le confesé, para echarme a llorar con fuerza otra vez.
—El tuyo también está roto, cariño. Lo sé. Estas situaciones no son sencillas para nadie. Tampoco serviría de mucho que le dijeras que sí a todo lo que él te propone si no lo sientes. Ve a Italia, deja que él se vaya a Grecia de vacaciones y si luego… bien, si sois el uno para el otro, encontraréis el modo de volver a estar juntos. —Dejó pasar un segundo en el que me miró a los ojos. La mirada de mi padre era intensa, firme; siempre lo había sido, a diferencia de la de Brian. Cuando Brian me retaba, el efecto no era el mismo que cuando lo hacía Evan, y todo por esa mirada suya que imponía respeto. Además, no por nada sus alumnos lo adoraban; papá no era un ogro, sino una persona noble, respetuosa y sincera que te obligaba a intentar ser como él, porque, si te comportabas de otro modo a su alrededor, te sentías como una mierda. Yo me sentía como una mierda en ese instante.
—Lo sé —admití.
—Bien, cielo, entonces no le des más vueltas. Ve allí, haz tu trabajo lo mejor que puedas e intenta decidir qué es lo que quieres en el futuro.
—Ojalá lo consiga.
—Lizzy, tú siempre consigues lo que quieres —intervino Brian, acercándose a nosotros. Me dio un apretón en el hombro y pasó de largo hasta la batidora.
—Ni se te ocurra —le dijo mi padre, porque lo conocía, y tan bien como yo: sabía que iba directo a meter el dedo en la pasta que batía la máquina.
—Evan… —se quejó.
—No comerás masa cruda.
—Me gusta.
—No —le dijo, sonando tajante.
Brian se rindió y se volvió en mi dirección para sonreírme.
—Me gusta esa falda.
—Gracias, papá.
—Estás preciosa esta noche. Tú siempre estás guapa.
—¿Con el maquillaje corrido también?
—Eres guapa, amor. Deja de echarte culpas.
De camino allí había pasado casi media hora al teléfono repitiéndoles lo muy hija de puta que me sentía.
—Papá tiene razón, cariño. A veces no funciona. A veces las personas no están en el mismo sitio en una relación. Créeme que nadie desea más que yo verte enamoradísima, pero lo que ciertamente no quiero es verte infeliz o forzada a hacer algo que no sientes. Lo lamento por Santi, lo lamento por ambos, pero las cosas son como son, tesoro.
Asentí con la cabeza, limpiándome la cara otra vez.
—¿Quieres que llamemos a tu madre?
Embarrando con mis manos el maquillaje todavía más sobre mis mejillas, alcé la cabeza.
—Tal vez quieres…
Con Ana manteníamos una relación amena y, si bien alguna que otra vez habíamos hablado de hombres, había sido más que nada por la cuestión física más que la sentimental; es decir, de sexo, no de amor, y, por extraño que pareciera, me provocaba menos pudor hablar con ella de sexo que de amor.
—No, está bien. No es necesario.
—¿La llamaste para contarle lo del libro, lo de tu viaje a Italia?
No, no lo había hecho, porque me constaba que Ana, definitivamente, sí aborrecía a Jude Stern. Ella lo tenía por misógino, engreído y sociópata, y terminó de declararlo persona non grata cuando él habló mal de mis novelas. Ana nunca había ejercido el rol de madre propiamente dicho, porque, como ella bien decía, no tenía instinto maternal, pero aquello no era tan así, pues, cuando las palabras de Stern se hicieron públicas, sacó sus garras y dientes para defenderme y contraatacó por cuanta red social le dio voz, para expresar lo que opinaba de él.
No, definitivamente a Ana no le gustaría saber que iba a escribir un libro con él, por más que aquello fuera a significar un salto monumental en mi carrera.
Negué con la cabeza.
—Bueno, si quieres, la llamaremos juntos y se lo contaremos —ofreció, porque él también sabía cuál era la realidad—. Cielo, yo estoy orgulloso de que, pese a todo, vayas a escribir ese libro con él. Con esto demuestras que eres una persona profesional y comprensiva, que no te permites ofenderte por la opinión de otros, que estás bien plantada…
—Papá, no es que vaya a escribir ese libro de buena gana, básicamente me obligan, y, a decir verdad, no tengo la menor idea de qué podremos escribir él y yo. Sus libros son… —«estupendos», debía decir—, y los míos… —«basura».
—Encontrarás un modo, cielo. Si él no lo encuentra, tú hallarás la manera de llegar a él, porque tú sabes llegar a la gente, tanto con lo que escribes como cuando una persona está frente a ti. Se te dan bien los demás, cariño. Tú abres caminos y tiendes puentes, siempre lo has hecho. Llegarás a él y le demostrarás lo que puede conseguir una persona de buen corazón.
—Es él quien ganó un Pulitzer en la categoría de novela.
—Cielo, un puto premio no significa nada —soltó Brian, y papá se volvió para mirarlo mal; en su presencia nadie maldecía ni usaba palabras malsonantes.
—Perdona, amor, se me ha escapado.
—De cualquier modo, cielo, lo cierto es que un premio no es lo que escribes, lo que escribes es lo que llega a tus lectores, y tú tienes una relación única con los tuyos; ellos te entienden y tú los entiendes, conectáis. Yo no sé si él conecta con sus lectores. Sí, escribe cosas inteligentes, pero eso no lo es todo en la vida. Enséñale lo que una persona de corazón puede hacer. Aprovecha esta oportunidad, tesoro. Que este proyecto no se transforme en un problema. Y, es cierto, no ha llegado en el mejor momento… o quizá sí. No sabemos lo que habría sucedido si te hubieses ido de vacaciones con Santi.
—Podría haber sido peor —acotó Brian, amagando con meter un dedo dentro de la ruidosa batidora otra vez.
—Si lo metes, te lo corto —lo amenazó papá.
—Joder, Evan.
Este lo miró mal.
—Lo siento, amor.
Papá se volvió otra vez en mi dirección.
—No pienses en lo que podría haber sido y no fue. Concéntrate en esto, aquí y ahora, Lizzy. Procuremos no transformar esto en un drama, ¿de acuerdo?
—Lo que es un drama es la camisa que llevas —bromeé, intentando cambiar de tema, porque necesitaba apartarme al menos un poco, por un rato, de Santi y el libro que se suponía debía escribir con Stern, y también de todo lo demás que no fuesen mis padres y el exquisito aroma de los cupcakes de coco horneándose a unos metros de mí—. Es espantosa, papá.
—Se lo dije, es horrible. Insistió en comprarla —me secundó Brian.
—Quítatela.
—A mí me gusta.
—Cielo, me duele la vista de verla. —Brian rio.
—No seas exagerado, y tú no seas mala; no es espantosa, me gusta. Deberías apoyarme.
—¿Apoyar tu sentido de la moda? Perdón, me corrijo, no tienes sentido de la moda. Es horrible, la quemaré.
—No, tú no quemarás nada, en esta casa no se permite el fuego —soltó Brian a toda prisa, y yo lo sabía—. La pondremos en la caja de donaciones.
—Es nueva, no voy a ponerla en la caja de donaciones.
—Ve a cambiarla —le propuse.
—No la cambiaré, llevo todo el día con ella puesta. Además, a mí me gusta. Me pareció que estaba bien para ir a dar clases.
—Espantarás a tus alumnos. Regálala.
—No regalaré mi camisa nueva.
—Por favor —le rogó Brian, guiñándome un ojo.
—No seáis odiosos, los dos. Cuando os confabuláis en mi contra por la ropa, sois realmente malvados.
—Amor, solamente queremos que tengas buen aspecto, que vayas bien.
—Mi estilo no tiene nada de malo.
Ante las palabras de mi padre, los dos reímos a coro.
—Amor, tienes muchas cualidades maravillosas, pero, sin duda, no tienes nada de estilo.
—¡Brian! —chilló Evan, soltándome.
Él lo tomó por el cuello y le estampó un rápido beso sobre los labios.
—Amor, todo lo demás en ti es adorable —le dijo, todavía a escasos centímetros de su boca.
—No permitiré que comas un solo cupcake.
Brian rio y lo abrazó, rodeándole el cuello con los brazos.
Definitivamente, mis padres se amaban, y mucho.
Todos comimos cupcakes, yo cuatro, acompañados de chocolate caliente.
Con un quinto, me encerré en mi cuarto, que mis padres mantenían intacto, para pasar la noche allí.
Volví a llorar y lo hice sobre el delicioso dulce preparado por mi padre.