Hielo

—Quédate quieto.

Ante sus palabras, me congelé en mi sitio, aplastando las suelas de mis zapatos contra el pulido suelo de mármol. Yo podía ser hielo, pero pronto comprendí que el suelo era fuego y me derretía. Por mi columna corría un río de transpiración y estaba seguro de que el sudor de mis axilas comenzaba a mojar la camisa. En cinco minutos estaría hecho un asco, y nada podría hacer contra el olor a sudor el perfume que me había puesto al salir de la ducha y luego al acabar de vestirme, porque me había olvidado de que ya me había puesto (obviamente mi sentido del olfato no lo detectó y este solamente se reactivó, y mi cerebro no lo recordó hasta que dejé el frasco otra vez sobre el estante del baño). Apestaba, como bien me dijo Charlotte en cuanto nos encontramos aquí, y a eso tendría que sumarle la peste a transpiración.

—Jude, ¿tienes algún problema? —inquirió Charlotte, para a continuación alzar la copa hasta sus labios.

Giré un poco la cabeza y apunté hacia la izquierda.

Ella acababa de llegar.

Elizabeth estaba en la puerta del salón y Sam Warren avanzaba en su dirección, acompañado de uno de sus tres asistentes.

Ella llegaba tarde, como siempre; muy tarde, para ser más precisos. Yo había visto a su agente dar vueltas por el salón, ansioso, en un par de oportunidades con el móvil en la oreja, hablando y gesticulando a toda velocidad.

La fiesta había comenzado hacía hora y media, y se suponía que los fotógrafos que pululaban por allí debían retratarnos juntos y en compañía de Warren, además de que debíamos hablar, o al menos reconocer nuestras presencias, porque escribiríamos un libro juntos, porque en poco más de una semana estaríamos compartiendo una villa durante dos meses (eso si ella no se largaba antes, eso si ella no se arrepentía y me dejaba plantado solo en el avión, en mi asiento del pasillo en la primera fila).

Por supuesto que Elizabeth lo cancelaría todo, y probablemente Warren se lo perdonaría, porque ella, con su modo de ser, muy posiblemente conseguía que todos hiciesen lo que ella quisiera.

Aquello no funcionaba conmigo, pero…

Volví a mirarla.

Llevaba su larga melena castaña recogida en una coleta con reminiscencias de los sesenta, la cual acababa en unos definidos bucles que, con su andar, se estiraban y encogían cual resortes. Sus rasgados ojos castaños estaban rodeados de sombra rosa, y sus pestañas eran abanicos que se movían seductores, como la cola desplegada de un pavo real. Ella no estaba muy lejos de ser uno, y no en el mal sentido… Era imposible no notar su llegada cuando Elizabeth se dignaba hacer acto de presencia, y en parte eso me molestaba. A una mitad de mí le ponía de mal humor que fuese tan condenadamente magnética; la otra parte de mí se preguntaba si, bajo el corsé de su vaporoso vestido rosa drapeado que acababa en forma de corazón sobre sus pechos, se escondían pezones perforados.

Intenté tragar y así fue cómo descubrí que mi boca se había quedado seca.

Maldije a Charlotte, porque en la vida lograría quitarme esa imagen de mi cerebro.

Elizabeth estiró sus brazos de lozana piel tatuada en dirección a Warren y, sin reparo alguno, se los echó al cuello para compartir dos besos en las mejillas con él. Ella hacía eso, besaba y abrazaba a todos, a todos menos a mí, y eso que jamás la había visto hacer diferencia entre las personas que evidentemente le eran cercanas y aquellos a los que no conocía. Elizabeth Chang abrazaba uno a uno a todos los lectores que iban a sus firmas; yo había visto docenas de vídeos de sus presentaciones, en las que ella se tomaba el tiempo de recibir y saludar a cada persona que se pusiese en la fila para obtener la firma en su ejemplar.

Warren la agarró por la cintura, por aquella diminuta cintura aprisionada en la estructura de diseño casi arquitectónico de su vestido, el cual dejaba gran parte de su espalda tatuada a la vista.

Por varios motivos, aquel vestido no era adecuado para la fiesta, comenzando porque era rosa y porque la tela superior, una suerte de gasa semitransparente, tenía corazones de terciopelo rojo en toda su extensión; siguiendo porque era ridículamente femenino y no de un modo adulto (o, al menos, a mí me lo parecía así; toda su ropa era de ese estilo, Elizabeth vestía como una niña que quisiese disfrazarse de mujer), y terminando porque la amplia falda que le llegaba a las rodillas dejaba al descubierto las pantorrillas más sexis —y los tobillos, también— de la historia de la humanidad. Demasiada piel expuesta, demasiada tinta expuesta que solamente me hacía pensar en las horas de dolor que debía acumular. Definitivamente, Elizabeth estaba loca por haberse hecho aquello a sí misma.

Mi vista bajó por la parte inferior delantera de su pierna derecha cuando Warren la tomó por las puntas de sus largos dedos, con las uñas pintadas de rosa, para apartarla un poco de su lado mientras la estudiaba y le sonreía, diciéndole algo que desde mi posición, y con la música y las conversaciones, no alcancé a oír. Allí sobre su piel, enredada en su pierna, había una serpiente negra cuya cabeza reposaba sobre su empeine, encerrada en los barrotes que eran sus sandalias rojas, de finísimas tiras y tacones que desafiaban la gravedad. La cola de la serpiente, alzada, terminaba justo debajo de su corva y apuntaba hacia arriba, hacia su muslo y más allá, hacia el respingón trasero que en ese instante quedó frente a mí porque Warren la hizo girar como a una bailarina. Ella se detuvo y la falda se enredó entre sus piernas; ella rio y Warren también. Por lo visto a él no le había molestado lo más mínimo su retraso.

A mí en ese instante me molestaba todo, que hubiese venido, que luciese tan bien, que hubiese llegado tan tarde, que no pudiese parar de pensar en sus pechos, que mi cerebro se fijase en sus tatuajes sin parar cuando los tatuajes no me gustaban. Me molestaba mi miedo, mi ansiedad, mi piel, que no paraba de transpirar por cada poro, que se me hubiese secado la boca y que mi maldita polla no entendiese que ese no era ni momento ni lugar, y que no debía reaccionar así con ella porque… primero que nada, Elizabeth debía despreciarme; segundo, ella tenía novio; tercero, trabajaríamos juntos compartiendo casa, y cuarto, a mí ella no debía gustarme, no me gustaba, pero no porque no fuese hermosa —todo lo contrario, yo tenía dos ojos y percibía lo evidente, desde sus curvas hasta su risa—, sino porque no era ni remotamente mi tipo de mujer y, por encima de todo, ese no era el momento para buscar a una mujer, menos que menos allí.

—Jude, ¿respiras?

No, no respiraba; me había quedado conteniendo el aliento y ni siquiera me había dado cuenta de ello.

Solté la ansiedad que hinchaba mis pulmones amenazando con hacerlos estallar y absorbí una buena bocanada del aire que me rodeaba, el cual, impregnado de alcohol, perfume y risas, me llevó a arrepentirme de inmediato. Mejor hubiese sido caer inconsciente por falta de oxígeno, porque, en ese instante, Warren apuntaba en mi dirección. La mirada de Elizabeth encontró la mía.

—Maldita sea —gemí por lo bajo.

—¿Qué? —me preguntó Charlotte.

—Vendrán hacia aquí —le contesté, moviendo mi atención hacia ella.

—Sí, ¿y? Ya era hora de que llegara.

—Sí, pero…

—Jude, ¿qué te pasa esta noche? —Amenazó con alzar una mano hasta mi frente.

Interpuse mi mano en su camino.

—Charlotte —protesté—, ¿podrías no tratarme como si fuese un crío?

—Solamente quería ver si tienes fiebre. Tienes las mejillas rojas y sudadas.

Ante sus palabras, me di prisa y, girando un poco para darle la espalda a quienes venían en mi busca, pasé por mi rostro la servilleta de papel que me habían entregado junto con mi copa. La superficie del poroso papel quedó convertida en un absoluto asco.

—Mierda.

Convertí la servilleta en una pelota y me di la vuelta otra vez para ver que Warren y Elizabeth no avanzaban solos, sino acompañados de Marino, el agente de ella, y seguidos por uno de los jóvenes asistentes de Warren, un chico de cabello medio rubio medio pelirrojo que no podía tener más de veinte años y que aún sufría de acné. Cada año Warren salía a la caza de nuevos estudiantes que cursaran carreras relacionadas con la literatura para darles la oportunidad de aprender del mundo editorial bajo su ala. Warren no era necesariamente amable con sus asistentes, pero el sueldo que les pagaba era mucho mayor que el de cualquier aprendiz de nada pudiese aspirar y, sin duda, la mera posibilidad de trabajar a su lado era algo por lo que muchos pagarían. La mayoría de aquellos estudiantes, tras ese año, continuaban trabajando para él en algún que otro puesto de su grupo editorial.

—Jude, me preocupas.

—Estoy bien. —La voz apenas si me salió.

—Pues no da esa impresión. Por favor, no le ladres. Vienen hacia aquí. Intenta ser amable. Bueno, si no amable, al menos educado, por lo menos mientras estemos frente a Warren. Sé que ella llega tardísimo, pero tú la conoces y ya has visto cómo la ha recibido él —me soltó a toda prisa—. No intentes ponerla en su sitio, este no es momento ni lugar. Por favor, ten paciencia. —Centró su mirada en la mía—. Y, por favor, cambia esa cara, que pareces a punto de estallar, además de estar por desmayarte.

—No me desmayaré.

—Mejor. —Espió en la dirección en la que venían Warren, Elizabeth y los demás; sonrió, alzando una mano.

Elizabeth me miró, su rostro se tornó serio al instante. Aun así, lucía radiante. Había cubierto sus mejillas con un maquillaje ligeramente iridiscente. Los destellos rosados la hacían parecer un condenado unicornio en medio de una jungla de cemento y acero, y eso que dentro del mundo editorial había muchos personajes que, escudándose en lo creativo que deben ser los escritores, ponían en sus ropas una cantidad excesiva de creatividad que, en realidad, rayaba en el ridículo. No podía decir que Elizabeth fuese ridícula, y sí muy ella, demasiado muy ella, y mi maldito cerebro cruzó otra vez, por delante de mis retinas, la imagen de pechos con los pezones perforados. Apreté los párpados y me pellizqué el puente de la nariz.

Al abrirlos…

—¿Te duele la cabeza?

—Necesito un trago, uno fuerte —le contesté a Charlotte en voz baja, y a continuación arrojé dentro de mi garganta lo que me quedaba de champagne.

—En un momento te conseguiré uno, pero, por favor, no te emborraches. Todavía no hemos hecho las fotos.

—¡Jude, mira quién ha llegado! —exclamó Warren, llamando mi atención al tiempo que empujaba a Elizabeth en mi dirección, poniéndole una mano en la cintura de ese ridículamente sexy vestido, que, para colmo de males, olía terriblemente bien, porque ella siempre olía bien, como a vainilla y jazmines, a fresco, dulce y delicado, todo al mismo tiempo.

El aire, de pronto, se cargó hasta saciarse del perfume de Elisabeth.

—Buenas noches. —Mi voz salió áspera y, de sonar más carente de emoción, me habrían dado por muerto. En realidad no me faltaba emoción; en realidad sentía demasiadas cosas en ese instante y mi aturdimiento me tenía al borde de una apoplejía.

—Buenas noches —me contestó ella, sin efusividad alguna, apenas rozándome con la mirada.

—Buenas noches, Elizabeth —la saludó Charlotte.

Elizabeth, como era su costumbre, puso sus manos una sobre cada hombro de aquella persona a la cual estaba a punto de saludar y besó sus dos mejillas. Charlotte, que ya la conocía, recibió sus dos besos en las mejillas sin problemas; con otras personas que no sabían de su manía, a veces había tropiezos y accidentes. Conmigo no los había, porque ella no me saludaba así.

—Lamento el retraso.

—No pasa nada —le contestó Charlotte, porque se había disculpado con ella, no conmigo. Nosotros, como ya nos habíamos cruzado con Marino, no hicimos más que reconocer su presencia.

—Ha tenido un problema… —comenzó a excusarla este.

—Con mi Uber —lo interrumpió ella—. Y con mi coche, que decidió morir en cuanto arranqué el motor. Al final ha tenido que traerme mi padre.

—Lo importante es que has llegado —le dijo Warren—. Deberías haber invitado a tu padre a entrar. Me hubiese encantado conocerlo.

—No estaba vestido para la ocasión y, de hecho, acababa de salir del parque.

—¿Del parque? —le preguntó Warren, verbalizando mi curiosidad.

—Sí. Es capitán de su parque de bomberos.

—No tenía ni idea. Jamás me lo habías contado.

Yo tampoco lo sabía.

—Sí.

Ella le dio forma con sus labios rosados a una tímida sonrisa y espió en mi dirección con una mirada rara, una que me desconcertó, porque no era su mirada de siempre, aquella con la que me recordaba que probablemente ni siquiera respirásemos el mismo aire, con la que me hacía sentir estúpido, aburrido, poca cosa para ella, sino una que, si bien no me ayudaba a sentirme más próximo a su existencia, me reconocía de un modo diferente… Bueno, quizá fuera que había asimilado que tendríamos que escribir un libro juntos y que se resignaba a ello. Simplemente no podíamos continuar ignorándonos, porque los dos habíamos firmado el contrato y debíamos cumplirlo.

—De verdad que lamento mucho llegar tarde. La fiesta se ve animada.

—No, se ha animado ahora que tú has aparecido. —Solo faltó que Warren le erigiera un monumento por llegar hora y media tarde. Conmigo no tendría tantas concesiones—. Te ves radiante. Dime que bailarás conmigo. Esta noche tenemos motivos de sobra para celebrarlo. —Warren no flirteaba con ella, yo sabía que el modo en el que le hablaba era más como el de un abuelo se dirige a su nieta preferida; de todos modos, me molestó que no perdiera oportunidad de tocarla, de llamar su atención—. ¿No te parece que Elizabeth está guapísima esta noche, Jude?

Ante la mención de mi nombre, di un respingo, porque hasta ese momento mi nombre y el de ella no habían sido mencionados juntos en voz alta, solamente en las letras impresas del contrato. Era la primera vez que testigos nos oían nombrar juntos y no pudo parecerme más irreal.

Despegué los labios, abrí la boca, tomé aire para hablar y me atoré, se me irritó la garganta, me entró tos y la situación fue para peor, porque la falta de aire me asustó, supe que me ponía rojo, mi tos se hizo más profunda, la garganta se me llenó de gusto a sangre, alguien me quitó la copa de la mano; me pareció ver, entre las lágrimas, que era Charlotte. Alguien más me propinó pesadas palmadas en la espalda, que en vez de calmar mi tos la empeoraron todavía más.

—Jude —me llamó Warren, y alcé la mano derecha, pidiéndole un segundo mientras que con la otra buscaba hacer espacio entre mi camisa y mi cuello.

—Podrías traernos un vaso de agua, por favor —oí decir a Elizabeth por encima de mi tos y los siseos de mi garganta arruinada por una estupidez.

La pesada mano de Marino dio entre mis omoplatos con toda su fuerza, creo que hasta consiguió reacomodar mi cerebro en su sitio, por lo que pude abrir mis ojos llorosos y mirarla. ¿Había algo de compasión en sus ojos o era un delirio de mi cerebro falto de oxígeno por el absceso de tos?

Marino me dio un par de palmadas más y la tos fue pasando.

—Gracias —le dije—. Perdón, me he atragantado —me disculpé con los demás.

Vi que una camarera aparecía por detrás de Elizabeth, ella prácticamente le arrancó el vaso de las manos, aunque se lo agradeció fervientemente, para a continuación hacer lo más inesperado del universo: con su mano tomó mi mano derecha y me puso el vaso en esta para, manteniéndome bien sujeto en su suave piel, aproximar el vaso a mis labios.

Inspiré hondo y mis pulmones se cargaron de su perfume, perfume que a continuación tosí, porque, al respirar hondo, volvió a irritárseme la garganta. Ella sostuvo el vaso para que no me tirara toda el agua por encima y, cuando la tos remitió, lo aproximó a mi boca, sus dedos rozaron mi barbilla y su piel alteró cada milímetro cuadrado de la mía. Los dedos con los que me tocó estaban tatuados; en su índice tenía un símbolo que, si no iba mal encaminado, era del zodíaco, solo que yo no tenía idea de cuál, porque los horóscopos me parecían algo simplemente ridículo. En el anular tenía una mariposa; en el dedo del corazón, eso mismo, un corazón, y en el meñique, un diamante.

En cuanto el cristal tocó mis labios, ella apartó sus manos. Bebí mirándola a los ojos, sin poder apartarme de allí, si bien quería huir.

Fue ella la que rompió la comunicación que en realidad era silencio absoluto.

Por supuesto que era de esperarse que ella no tuviese nada que decirme, o en realidad lo que debía tener para decirme no eran palabras amables —y no podía culparla por eso—, y no planeaba gritármelas, no al menos delante de Warren, porque, así como yo debía tener muy claro lo que estaba en juego allí, si bien yo tenía contrato para tres libros más con Warren además del que se suponía que iba a escribir con ella, Elizabeth debía tenerlo mucho más. ¿Qué demonios escribiríamos juntos? ¿Qué escribiría yo sin ella? Estaba totalmente perdido, arruinado, y otra vez, al bajar la vista hasta sus hombros tatuados de flores y hojas, imaginé los pezones perforados.

Ni diez años de terapeuta me ayudarían a borrar esa imagen de mi cabeza.

—¿Mejor? —me preguntó Charlotte, poniéndome una mano en el hombro.

Asentí mientras bebía un poco más de agua.

—Tranquilo, Jude, que no queremos perderte; que mentes como la tuya no hay muchas —soltó Warren.

Quizá fuese mucho mejor así para la humanidad.

En ese momento ni siquiera estaba seguro de querer conservar mi mente, porque no sabía qué hacer con ella, ni tampoco con la presencia de Elizabeth frente a mí; esquivarla en otras ocasiones había sido sumamente sencillo; sin embargo, en ese momento no era una opción. Me recordé que esa locura era idea mía, que debía hacerme cargo.

Esforzándome, procuré poner buena cara, si hasta intenté empujar una sonrisa a mis labios que Elizabeth pescó espiando en mi dirección, con una ceja en alto, como si algo en mí le llamara la atención.

—Ya estoy bien, no ha sido nada.

—Mejor así, que quiero que esta noche sea perfecta. El futuro que nos aguarda es muy prometedor. Si ambos supierais lo mucho que he soñado con un momento así… y verlo materializado en vosotros es simplemente perfecto. Tanto carisma e inteligencia juntos… —comentó Warren, poniéndole una mano en el hombro desnudo a Elizabeth y, por más que quisiera llegar a mí, no hubiese podido, porque Charlotte se encontraba de pie entre ambos.

Obviamente que el carisma lo tenía ella, y la inteligencia, también.

Yo ya ni siquiera me sentía inteligente. Con cada segundo que pasaba, me sentía encogerme dentro del maldito esmoquin azul que había comprado en el último momento esa mañana y que había pasado a retirar por la tarde, después de pagar un dineral por los retoques de última hora y a toda prisa que debieron hacerle para que me quedara como el resto de los que colgaban en mi vestidor. Si Elizabeth había notado que se suponía que yo iba a la moda, no había dado la menor señal de ello.

Toda la idea había sido absolutamente ridícula. Nunca debería haberle hecho caso a Charlotte, sin importar que otra media docena de personas hubiesen elogiado mi atuendo desde que había llegado.

Lo quemaría o, como mínimo, lo enterraría en el fondo del vestidor.

—Estoy convencido de que lo que salga de los dos meses que pasaréis en mi villa será absolutamente estupendo.

Charlotte sonrió, complacida, y Marino le lanzó una mirada recelosa a Elizabeth, que ella acogió en sus ojos rodeados de tupidas pestañas y maquillaje para luego lanzarla en mi dirección.

Con cada minuto que pasaba me parecía más imposible que, en cuanto nos encontráramos a solas, fuésemos a ser capaces de dirigirnos la palabra, y para qué hablar de conseguir ponernos de acuerdo para escribir un libro.

—Claro que será algo estupendo. Yo ya muero de deseo de leer lo que salga de estas dos estupendas mentes —intervino Charlotte, y para mi gusto sonó demasiado zalamera, o quizá fuese solamente que me molestó que ella pudiese decir lo que se suponía que debía estar saliendo de mi boca, porque era yo el que tenía que recuperar su imagen y no Charlotte; era yo el que debía caerle bien a ella.

—No eres la única —comenzó a articular Marino—. Seguramente será algo interesante —me miró— y divertido —miró a Elizabeth.

Los ojos de ella regresaron a los míos.

—Será estupendo —comentó Warren—. Ya era hora de que vosotros dos hicierais algo así y, por encima de todo, era hora de que Jude aceptara trabajar con alguien, ya que nunca ha escrito un libro a cuatro manos. Será la primera vez para nuestro chico de oro. —Estirándose, lanzó un brazo en mi dirección y me palmeó el pecho—. No te preocupes, Jude, con tu genio, lo sobrellevarás bien; tu mente es brillante, seguro que podrás adecuarte al nuevo escenario sin problemas.

No, mi cabeza era un desastre a la hora de amoldarse a nuevos escenarios y no podía pedírsele mucho cuando encima se nublaba y descentraba por culpa del perfume que llevaba el nuevo escenario. Tendría que pedirle que dejara de usar perfume y que se tapara un poco, al menos durante el tiempo en el que estuviésemos trabajando, porque, con tanta piel expuesta, mi cabeza no hacía otra cosa que regresar a aquella ficticia imagen de los pezones perforados que ni siquiera sabía si ella tenía. Y lo peor de todo era que, además, en ese momento la imagen del pecho se conjugaba con su vientre plano, con sus piernas, con sus labios cerca de mi oreja, con mi boca acercándose a su cuello…

—Encima contarás con una estupenda guía, pues Elizabeth tiene mucha experiencia. Dile que lo ayudarás. —Eso último lo soltó mirándola a ella, y ella, al instante, desvió la mirada en mi dirección.

El rubor estalló en mi rostro.

—Claro —aceptó sin la menor emoción, probablemente tampoco notando mi incomodidad y lo mucho que sudaba.

La mirada de Elizabeth se perdió dentro de su propia mente.

Pese al maquillaje, a su rostro le faltaba algo. Sus labios parecían carentes de fuerza y no sonreían como solían hacerlo.

Definitivamente, esa no era la Elizabeth que yo conocía.

La observé, extrañado; por fuera tenía el mismo aspecto, pero podría jurar que por dentro…

—Lo ves, Jude. Despreocúpate, estás en las mejores manos. —Miró a Elizabeth y yo bajé mi vista hasta su mano tatuada, la cual se había quedado posada a la altura de su plano vientre, sobre el vestido. ¿Le faltaba el aire, se sentía mal? Ese gesto suyo la hacía lucir como yo me sentía cuando la vi llegar. ¿Qué le habría sucedido con el Uber? ¿Sería grave lo de su coche? Y, por cierto… ¿y su novio?

En cuanto pensé en él, me sentí mal. Su novio no estaba allí, ella había llegado sola y, de hecho, no tenía muy buena cara, pese a que intentaba sonreír.

Asustado por lo bien que podía resultar mi plan, retrocedí un paso, alejándome del grupo. No había creído que realmente fuese a funcionar.

Charlotte espió en mi dirección, poniendo cara de preocupación. Debía de creer que estaba a punto de dejarlos a todos allí plantados. En realidad no pude moverme más, porque la mirada de Elizabeth me atrapó otra vez.

—Resultará bien. —Su voz fue apenas un susurro; en cambio, la mirada que me dedicó… ¿Acaso estaba a punto de ponerse a llorar?

Sentí la necesidad de buscar a un camarero y pedirle un vaso de agua para ella, tal como ella había hecho por mí. No lo hice. No lo hice porque yo era un asco de persona. En cambio, ella…

—Por supuesto, Elizabeth. Jude, ni te imaginas la envidia que te tengo, trabajarás y convivirás dos meses con esta joya de ser humano. Sin duda vosotros dos os divertiréis mucho, y por supuesto desde ya os digo que, si bien espero que trabajéis duro porque debéis regresar de Italia con el manuscrito acabado, también tenéis todo mi permiso para disfrutar de la villa a gusto. En esta época del año, la casa es estupenda. Aprovechadla vosotros que sois jóvenes y todavía podéis. Ya quisiera yo poder escaparme unos días allí.

Elizabeth se forzó a sonreírle, yo ni siquiera atiné a eso.

—¿Qué os parece si brindamos? —propuso, para girarse y, con una mirada, darle una orden a su asistente. El chico enseguida alzó un brazo, llamando con desesperación a un camarero.

—Sin duda que es una ocasión memorable que merece celebrarse. —Charlotte se me acercó y, disimuladamente, me dio un codazo en las costillas.

—Definitivamente. Además aprovechemos que todavía esto está entre nosotros, que, cuando la prensa y el público se enteren de que estos dos estupendos autores unirán fuerzas, los perderemos —bromeó Marino.

¿Unir fuerzas?

Busqué la mirada de Elizabeth y me pareció encontrarla a la altura de mi pecho, en las solapas terminadas en seda de la chaqueta de mi esmoquin. ¿Habría reparado en que era azul?, porque lo era, a pesar de ser un azul muy oscuro. No me había atrevido con el que era más claro, con el que se notaba a distancia que era azul. Este, si lo veías de buenas a primeras, costaba identificar si era negro o azul marino oscuro.

Sus ojos subieron por mi cuerpo hasta dar en mi barbilla, la cual había afeitado después de ducharme, pese a que por la mañana caí en la tentación de no hacerlo. Hubiese sido una tontería hacerle caso a Charlotte en eso también.

Elizabeth encontró mis ojos.

La miré sin saber qué hacer o decir.

Hubo una época en la que podía escribir nueve mil palabras de un tirón y dar discursos de la nada, sin preparación previa.

Nada, absolutamente nada. Me había quedado en blanco.

—¿Hugo Boss?

—¿Qué? —balbucí, demostrándole que evidentemente todas mis neuronas habían pasado a mejor vida.

—El esmoquin, si es Hugo Boss.

Sí, lo era y, por supuesto, ella lo sabía.

De inmediato recordé la entrevista que Charlotte quería ofrecerle a la amiga de Elizabeth, a la que escribía para Vogue.

—Sí, es de Hugo Boss.

Ella pegó los labios y me sonrió.

—Jude está muy guapo esta noche. ¿Cuándo será el día que nos presentes a la afortunada? Que no todo en esta vida es trabajo. Mientras sigas escribiendo, yo no tengo problemas de que consigas compañía femenina… o masculina, que en esta época nadie se sorprenderá de nada, vamos.

Enrojecí. ¿Warren pensaba que yo era gay?

Me quedé mudo y Charlotte salió en mi rescate otra vez. Definitivamente esa noche quedaría como un idiota.

—Jude es un obseso del trabajo.

—Sí, lo sé, pero el ser humano también necesita diversión, Jude.

Mi mueca no debió de ser nada agradable de ver.

—Esperaba ver a tu novio esta noche, Elizabeth. Es una pena que no haya podido venir a celebrar esto contigo.

El rostro de Elizabeth terminó de deformarse.

Sam Warren alzó las cejas y de inmediato se disculpó.

—Tengo la impresión de que no he debido mencionarlo.

Elizabeth intentó sonreírle.

Warren le puso una mano en el hombro.

—Perdona, querida, no tenía intención de…

Charlotte se removió, incómoda, a mi lado y la bilis trepó por mi garganta.

—No, está bien, es que él y yo terminamos ayer —anunció ella con la voz rota. Si quiso evitar que se le notara, no lo consiguió, y yo no logré evitar la mueca de asco que saltó a mi rostro, porque, en ese instante, mi estómago se retorció dentro de mi vientre.

—Cuánto lo lamento, Elizabeth. Parecía un chico agradable.

Ella volvió a entregarle un pobre proyecto de sonrisa, y no por falta de intentarlo, sino probablemente por falta de energía. Esa noche, sin duda, no tenía la energía de siempre.

Me odié.

Me odié a mí mismo desde lo más profundo de mi alma, pese a que, como bien había dicho Charlotte, yo no tenía alma; en algún momento debía de habérsela vendido al diablo por lo que se suponía que era mi don. Mi maldito don.

Mi estómago volvió a retorcerse dentro de mí y no fue una amenaza, sino el comienzo de algo que…

Otro segundo vuelco que me dejó sin más posibilidad que dar media vuelta y procurar orientarme para largarme en dirección a los servicios sin dar una explicación, porque, si abría la boca, vomitaría sobre el suelo de mármol.

Esquivando gente que sabía que se había quedado observándome sorprendida, llegué al baño, que por suerte estaba vacío, y volqué en el váter todo el contenido de mi estómago.

Las arcadas amenazaron con hacerme expulsar todos mis órganos vitales, incluido mi corazón, el cual latía desesperado por miedo a perder la protección de mis costillas.

Hice correr el agua, deseando que me llevara lejos con ella, porque merecía ir a donde iba todo lo que caía dentro del inodoro.

Su mirada escasa de energía, su voz quebrada, ella consiguiéndome un vaso de agua, ella aceptando ir conmigo a Italia durante dos meses para escribir un libro.

Era una locura, todo eso era una locura, y había sido yo quien la había iniciado.

No podría salir del baño, no podría volver a enfrentarla.

Me lavé las manos, la boca, y arrojé agua fría sobre mi rostro, el cual, antes de secarlo, estudié frente al espejo.

—¿Quién demonios eres? —le pregunté en voz alta al tipo del reflejo.

No respondió y no supe si fue porque se negó a hacerlo o porque no tenía ni idea de qué contestar, probablemente fuese una conjunción de ambas cosas.

Agarrándome del canto de piedra de la moderna instalación que rodeaba la pila del lavamanos, cerré los ojos y vi su sonrisa, no la que era un tanto débil esa noche, sino la de tantas otras veces, aquella sonrisa suya que lo iluminaba todo. Yo la necesitaba para iluminarme y, por mi culpa, ese día ella estaba apagada, por mi culpa ese día ella no sonreía, y, sin importan cuán vibrante fuera su atuendo y su aspecto general, era más que evidente su tristeza.

Abrí los ojos y me enfrenté.

—Es culpa tuya.

La acusación no tenía defensa alguna. Era culpa mía y de nadie más, porque ni por un segundo había pensado en ella, ni por una fracción de segundo me había detenido a pensar en las consecuencias poco agradables de mis exigencias. Solamente necesitaba salir del pozo, necesitaba volver a mi lugar, y había equivocado el camino de modo grosero. ¿Inteligente, yo? No solo no lo era, sino que, además, tanto Elisabeth como muchos otros tenían todo el derecho de llamarme hijo de puta, de desearme que fuese a parar al infierno, aunque dudaba que el fuego del infierno lograse derretir el hielo en mi corazón.

No podría volver a mirarla a la cara.

Salí del baño y me escapé. Lo hice alevosamente, corriendo, pese a la debilidad que me habían dejado las náuseas. Como un fugitivo, fui a esconderme a una de las tantas terrazas a las que daba la casa, alejándome de las más próximas al salón, que estaban más concurridas.