¿Tú o yo?

Apenas si podía creer lo que estaba haciendo.

Bajé las escalinatas agarrándome de la balaustrada de piedra, porque allí, en la terraza del siguiente nivel, estaba él, con sus manos sobre la baranda que daba al parque vestido de noche, un par de metros más abajo.

Llevábamos un buen rato buscándolo, porque Stern había desaparecido sin dejar rastro. Se largó corriendo, atropellando a los invitados para salir del salón y perderse en la inmensidad de la mansión de Warren.

Charlotte salió en su busca, quizá demasiado tarde, después de perder tiempo excusándose con Warren y con nosotros cuando debió ir directa tras Stern, ya que obviamente él no se encontraba bien, y por eso lo había perdido.

Cuando Charlotte regresó y dijo que no podía encontrarlo, Warren envió a su asistente a que le pidiera al personal de servicio que lo buscara. Charlotte fue tras él otra vez y al instante Tony se ofreció a hacer lo mismo mientras me dedicaba a mí todas las muecas posibles para darme a entender que me ofreciera a salir en su búsqueda también. Por eso estaba allí, porque llevaba quince minutos buscando y, milagrosamente, uno de los hombres de seguridad con los que me había cruzado un momento atrás me dijo que había visto a un tipo alto y elegante en una de las terrazas laterales.

Allí no había invitados y, de hecho, no creía que ese sector de la propiedad estuviese habilitado para los presentes en la fiesta, porque todas esas terrazas daban a las habitaciones de la casa.

Entre las macetas con lavanda y arbustos de diminutos frutos negros, había un reflector que iluminaba su lado derecho; la tenue luz les arrancaba reflejos azules a sus pantalones.

El puto esmoquin le quedaba de lujo. Nunca antes lo había visto vistiendo así de moderno y, de no tener tan mala cara, el tipo no habría tenido problemas en conseguir con quién irse a casa terminada la fiesta, así fuese compañía masculina o femenina, la que él quisiese. En más de una ocasión Pink se había mostrado abierto a darle una oportunidad; insistía en que, para divertirse una noche, ni siquiera tenía que agradarnos su carácter. Yo no estaba tan segura de que a mí me diese igual, porque Jude Stern realmente podía ser bastante desagradable.

Pese a todo, me atrevía a asegurar que esa noche no estaba esforzándose por ser aún más despreciable de lo normal, sino que algo le sucedía. Desde que había llegado lo había visto sudar a mares, enrojecer y ponerse pálido como una hoja de papel nueva; también le había dado un ataque de tos y su mirada… Joder, que habría jurado que estaba desesperado, que gritaba a través de sus ojos.

Hubiese preferido que fuese su agente la que lo encontrara, no yo; no tenía ni idea de qué decirle y temía que fuese a apartarme de su lado con su despreciable forma de ser de siempre, a pesar de que yo llegaba allí, en el fondo, preocupada… porque, sí, él era un idiota, pero yo me preocupaba igualmente.

Mis tacones sonaron sobre los escalones de piedra, interrumpiendo el silencio de la noche que reinaba allí fuera, llamando su atención.

Sin quitar las manos de la baranda, Stern se giró un poco en mi dirección.

Me mató que estuviera tan pálido todavía.

Al menos estaba de pie, al menos no se había largado de la fiesta. Ese había sido mi primer miedo; temí que él, fastidiado por mi largo retraso, hubiese decidido anularlo todo.

—Stern…, estábamos buscándote. —Apresuré mi andar bajando los últimos escalones—. ¿Te encuentras bien? Comenzábamos a creer que te habías ido —aterricé con mis tacones sobre la terraza— o que los perros de Warren encontrarían tu cuerpo por algún rincón del parque mañana por la mañana.

Stern despegó los labios y nada salió, solamente se quedó mirándome con algo que no creí ver jamás en sus ojos. ¿Vulnerabilidad? ¿O sería que estaba bebido y a eso se debía su comportamiento de un rato atrás?

Él apretó los labios y se pasó una mano por la frente para volverse otra vez en dirección al parque.

Fuera lo que fuese, me dio la sensación de que no tenía nada que ver conmigo. Si estaba molesto por mi tardanza, ese no era su modo de demostrarlo. Sabía que en ese instante estaría soltándome a la cara su cabreo, sin piedad, porque él no tenía problemas en remarcarle a las personas sus errores.

—¿Stern? —Con pasos cortos para no matarme en el resbaladizo suelo de piedra, corrí hasta él. Iba a ponerle una mano en la espalda, pero me detuve, recordando que yo a él no lo tocaba, y que lo más probable fuese que él ni siquiera me quisiese cerca. Jude Stern mantenía una distancia prudencial con todo el mundo menos con su agente, con ella solía hablar de oído a oído; nadie más parecía tener permiso de aproximársele tanto, y por eso me detuve a un metro de él—. ¿Stern? —lo llamé de nuevo, preocupada.

Él me respondió con silencio y con un lento parpadeo que acarició la copa de los árboles que hacían que el parque tuviera aspecto de un bosque en mitad de la nada, en mitad de un sitio encantado, porque la casa parecía un castillo salido de un cuento, de uno que pasa de generación a generación, una historia que viviría para siempre, así como Warren aseguraba que lo harían las historias que su grupo editorial publicaba.

Yo tenía claro que aquello era un imposible; sin embargo, me gustaba la idea…, de hecho, me aferraba a ella, a la inmortalidad de las narraciones, a su capacidad de viajar lejos, alcanzando los lugares más insospechados, a esa cualidad única que estas tienen de tocar aquello que no puede ser tocado y hacerlo de mil modos diferentes, dependiendo de la persona a la que lleguen.

—Yo… —Abrió los ojos, manteniéndolos centrados en la distancia.

—¿Puedo traerte algo? ¿Quieres que llame a Charlotte?

Despacio, movió su rostro en mi dirección y me miró.

Me miró y de verdad me vio. Reconoció mi presencia; supe que así fue porque casi pude sentir sus ojos sobre mis mejillas, en mis labios.

Volvió a quedarse boquiabierto. ¿Estaría costándole respirar? Mierda, que no se desmayara delante de mí, que no le diese algo.

—No, está bien. —Se aclaró la garganta—. Me he sentido indispuesto. Necesitaba aire fresco. —Esto último lo mencionó con su voz rígida y distante de siempre.

Bueno, al menos por lo visto comenzaba a recuperar su estado habitual. Si empezaba a insultarme por llegar tarde, quedaría convencida de que él estaba completamente recuperado de su reciente malestar.

—Ah, bien… Nos has dado un susto —medio bromeé—. Has salido corriendo.

—Debía ir a los servicios.

—Claro. Bien… Tal vez deberías llamar a Charlotte para avisarla de que te encuentras mejor, está preocupada, y Warren también. Hemos salido todos a buscarte.

Stern apartó su rostro de mí y se lo refregó con ambas manos después de soltar la baranda.

—¿Seguro que estás bien?

Bajó sus manos y volvió a mirarme, o mejor dicho a estudiarme, porque eso hizo. Joder, que me insultara o que dijera algo, porque eso era más incómodo de lo normal, porque, de hecho, era la primera vez que estábamos a solas desde que nos conocimos poco más de cinco años atrás, cuando yo apenas celebraba la publicación de mi primer libro y él ya tenía un nombre en la literatura mundial, pese a ser un hombre muy joven.

Alce las cejas y él apartó la mirada al instante.

—Escucha, Stern, lamento haber llegado tarde. Esta noche he tenido cientos de problemas. Siento que hayamos empezado con el pie izquierdo. No ha sido mi intención. El imbécil del Uber me ha tenido cuarenta minutos diciéndome que llegaría en quince y, cuando lo he mandado a la mierda y he ido a poner mi coche en marcha, al darle contacto al motor, al segundo se ha muerto y no ha habido manera, no he podido volver a arrancarlo; lo he revisado y he intentado encenderlo de nuevo, pero nada. Y aunque no lo creas, no he podido encontrar otro Uber y he tenido que esperar a que mi padre…

—No necesitas decir nada más —me cortó él, reparando en mi presencia otra vez.

—Sí, porque quiero que sepas que… Escucha, nosotros no… Esto es extraño. Sé que ha de ser extraño también para ti, porque nosotros… Bueno, tú sabes tan bien como yo que nosotros no solemos conversar, no nos movemos en los mismos ambientes, y tú… —Iba a decirle que él había dicho que mis libros eran basura, pero me contuve; de nada serviría que fuera al choque cuando se suponía que debía convivir dos meses con él y que escribiríamos un libro juntos—. No sé cómo vamos a hacer esto, pero si… Stern, quién será el que comience a hacer esto más sencillo, ¿tú o yo? De verdad, quiero que sepas que en este mismo instante estoy intentándolo. Si no hacemos un esfuerzo por comunicarnos, jamás lograremos escribir nada mano a mano.

—¿Quieres escribir el libro conmigo? —inquirió, con su mirada clavándose en la mía con una intensidad tal que supe que, si mentía, él lo sabría.

Opté por repreguntar.

—¿Tú quieres escribir ese libro conmigo?

—No será sencillo —soltó por toda contestación, y con aquello quedó más claro que nunca que definitivamente no lo sería.

¿Por qué mierda estábamos haciendo eso?

Se me escapó un suspiro de agotamiento.

—No, no lo será. Al menos estamos de acuerdo en eso.

Stern, que había vuelto la vista al frente, espió en mi dirección.

—Bien, es lo primero.

—Pero lo lograremos —afirmé, procurando traslucir algo de mi optimismo de siempre a mi voz.

—¿Realmente lo crees?

—Joder, Stern, si no pones algo de tu parte —resoplé, inclinándome sobre la baranda hasta apoyar mi codo derecho sobre esta para mirar hacia abajo. Un hombre de seguridad andaba tranquilamente en dirección a la parte posterior de la casa.

La terraza quedó en silencio; giré la cabeza y me lo encontré con su mirada pegada a mi perfil.

—¿Qué?

Lucía terriblemente serio, mucho más que siempre, y, mierda, su piel no se desprendía de ese pálido terrorífico. Al menos Italia serviría para darle algo de color a su tez…, eso si viajábamos allí, eso si él me soportaba el tiempo suficiente como para que le diera un poco el sol.

En respuesta continuó con su mirada sobre la mía. La intensidad de sus ojos azules era casi violenta.

—Mejor buscamos a los demás. Los fotógrafos… estábamos esperándote para que pudiesen sacarnos las fotografías.

—Sí, claro. Por eso, mejor regresamos con los demás —resoplé, socarrona. Con ese nivel de conversación sería imposible trabajar con él.

Suspirando, le di una palmada a la baranda de piedra y me alejé un paso de esta para volver a encontrármelo observándome sin piedad. ¿Qué sucedía con él esa noche? Y, para ser franca, yo no estaba del mejor ánimo para soportarlo. Siempre procuraba solamente ignorarlo, dejar pasar su altanería y su desprecio, pero en esa ocasión… Había llorado cuando había tenido que cancelar el primer Uber y por eso tuve que quitarme el maquillaje y volver a recomponer mi imagen. Me contuve de llorar cuando el motor de mi coche enmudeció y luego cuando Brian pasó a buscarme, pero no estaba segura de poder contener mis lágrimas frente a su despiadada mirada, a su silencio, porque lo único que me quedaba en ese instante era mi carrera y, si las cosas con él no salían bien, lo más probable era que ya no me quedase carrera, tampoco..

—¿Qué posición prefieres? —soltó Stren sin advertencia previa.

—¿Perdón? —repliqué, confundida, porque no podía entender a cuento de que…

—Para las fotos… ¿Crees que deberíamos estar los dos de pie, los dos sentados, uno sentado y el otro en pie? Yo prefiero que me fotografíen de mi lado izquierdo.

Sonreí, divertida, por primera vez en casi dos días, pese a que acababa de comprobar que él continuaba siendo el mismo idiota de siempre. Definitivamente había pensado que hablaba de sexo, si bien no había razón para que él y yo discutiésemos de sexo en lugar de acerca de posiciones en la que pudiesen fotografiarnos. Ya me había hecho yo estúpidas ilusiones de que él iniciara una conversación para conocernos por ese tema.

Mordí la sonrisa entre mis labios

—Bueno, me da igual. Elige tú.

—¿A partir de ahora no deberíamos tomar todas las decisiones de forma conjunta?

¿Y me planteaba eso después de que él decidiera que viajaríamos a Italia en una semana para escribir el libro o no sería nunca?

—Estamos decidiéndolo juntos, a mí me da igual y a ti te gusta que te fotografíen del lado izquierdo, de modo que… —Me encogí de hombros—. Queda resuelto: tú, a la izquierda, y yo, a la derecha.

—¿Sentados o de pie? —me soltó con cara de pocos amigos.

Me quedé observándolo con una sonrisa en los labios.

Debía de ser toda una experiencia hacerlo con él de pie. Jude Stern me llevaba al menos dos cabezas. Me mordí el labio inferior y él me vio hacerlo.

—¿Sentados o de pie? —repitió.

A punto estuve de decirle que también podía ser él sentado y yo, a horcajadas sobre sus muslos, pero me contuve; a Stern no le divertiría mi respuesta.

—No me molesta parecer bajita a tu lado; no todo en esta vida es una cuestión de altura.

Lo vi tragar y me pareció que se esforzaba por no apartar la mirada de mis ojos, como si en realidad estuviese deseando, o necesitando, mirar en otra dirección.

—En pie, tú, a la izquierda, yo, a la derecha, aunque debo decirte que creo que tu lado derecho te favorece más. No importa, ese esmoquin nuevo que llevas lo compensa. Es la primera vez que te veo con uno que no sea negro, ¿no? Buena elección. Saldrá bien en las fotografías.

—¿Te… te parece?

Si me parecía, ¿qué? Definitivamente, ese día Stern tenía un problema de comunicación más que serio, y eso que era propenso a la verborrea; bueno, en realidad nunca frente a mí… Frente a mí solía ser parco, distante, pero… no era eso lo que parecía en ese momento. ¿Qué mierda le pasaba a ese hombre esa noche?

—Tranquilo, estás muy guapo, aunque seguro que sabes que siempre lo estás. —Era la verdad y, si bien nunca antes se lo había dicho, por algún lado debía procurar comenzar con él.

—Yo… —Se detuvo y me dio la impresión de que tragaba aire por la boca—. Tu vestido —me soltó, y no entendí si aquello era un intento de elogio o el inicio de una crítica nada constructiva o grata.

—¿Mi vestido? —no pude contenerme, y además me resistía a no ser capaz de hablar con él cuando el resto de la humanidad se me daba bien. Bueno, en realidad ni él ni Santi se me daban bien. Por lo pronto, por Santi no podía hacer mucho, pero por él… Íbamos a viajar a Italia e íbamos a escribir el puto libro.

—Tu vestido es… muy tú.

Reí.

—¿Muy yo? Tú ni siquiera me conoces, Stern.

—Pero lo has elegido tú, ¿no? Te gusta la moda.

—¿Sabes que me gusta la moda?

—Mejor entramos.

—¿Te gusta mi vestido o no? Si dices que sí, creo que será la primera vez que te habré oído decir algo bonito de mí.

El rostro de Stern enrojeció de inmediato, las orejas directamente se le pusieron moradas.

—Yo…

—Mejor nos lo quitamos de en medio de una vez, que será como tirar del esparadrapo de golpe. Dijiste que mis libros eran basura.

Stern abrió y cerró la boca una y otra vez.

—Lo que sea, Stern. No podemos defraudar a Warren y ambos lo sabemos, de modo que mejor nos esforzamos por hacer que esto funcione. A mí me da igual de qué lado me fotografíen y…

—El vestido te queda muy bien —lanzó, interrumpiéndome.

—Qué bueno, Stern. Me alegra que te lo parezca.

—Chang, yo…

—Soy Elizabeth —le recordé.

—Sí, Elizabeth —balbució, sin pedirme a continuación que lo llamara Jude. Entendí que aquello sería esperar demasiado—. Lo que quería decir es que… —Se detuvo—. No defraudaremos a Warren.

«No, por supuesto», murmuré mentalmente, recordándome que mejor dejaba de esperar que él se disculpara por decir que mi trabajo era basura, porque evidentemente debía estar convencido de que así era y que no tenía necesidad de disculparse por algo que tenía como una certeza.

—Bien, vamos mejorando, Stern. Tal vez sí que logremos escribir ese libro.

Perdí la cuenta de cuántas veces, en el rato que llevábamos allí, se había quedado observándome en silencio. Lo estaba haciendo de nuevo.

—Gracias por pedir el agua para mí.

—De nada. Perdón por llegar tarde.

—Está bien. Lamento lo de tu novio. Espero que no afecte a tu trabajo.

—Lamento lo de tu novio. Espero que eso no afecte a tu trabajo.

Mordí una sonrisa en mis labios mientras negaba con la cabeza; por supuesto que él debía suponer que yo era incapaz de ser profesional.

—No te preocupes por eso. —Di un paso al lado y al instante me arrepentí, no iba a dejárselo pasar así de fácil—. Por cierto, deberías permitir que Warren te buscase pareja, conoce a mucha gente. Si te gustan los hombres, yo tengo un amigo que cree que eres atractivo.

—Me gustan las mujeres —se apresuró a soltar.

—¿Sí? Hubiera jurado lo contrario —repliqué solamente para fastidiarlo un poquitín, porque evidentemente el tema lo incomodaba.

—¿Qué te ha hecho pensar eso?

—No lo sé. No estoy segura. Mejor entramos, que deben de estar por darte por desaparecido y llamar a la policía. Warren no permitiría que nada malo le sucediera a su chico de oro.

—Yo…

—Entremos.

Di media vuelta y, sin esperarlo, comencé a andar en dirección a la escalera, bamboleando mis caderas y mi precioso vestido, porque, sí, mi vestido era muy yo y me encantaba, y que él se guardara la opinión que tuviese de mis libros donde mejor le entrara. Escribiríamos el puto libro, porque no le permitiría destruir mi carrera, ni a mí, con su retorcido modo de ser. Tal como me habían dicho mis padres, yo era capaz de soportar dos meses en su compañía, y sin duda tenía lo necesario para escribir ese libro, para llevar mi carrera hacia delante. Que el viviera su vida como quisiera dentro de su extraña burbuja, y allá él.

Deslizando mis manos sobre la balaustrada, subí la escalera oyendo sus pasos a no mucha distancia de los míos, pasos precisos pero no demasiado pesados; el maldito Jude Stern era elegante hasta para caminar, y joder que el traje le sentaba de maravilla. Si no fuese todo tan complicado, si yo esa noche no tuviese tanta propensión a echarme a llorar, habría disfrutado de quitarle la chaqueta, deslizándola lentamente por sus hombros, para luego soltar uno a uno los botones de su camisa, liberando su pecho a mis labios, su pecho y sus abdominales. Imaginé el sonido que haría la hebilla de su cinturón y, así de fácil, la chispa se encendió en mí. Bajaría la cremallera de sus pantalones y lentamente sacaría de dentro de su ropa interior la erección que me encantaría encontrar, una de la que fuese responsable.

—¡Aquí estáis! —chilló Charlotte, dirigiéndose a mí—. Jude, cielo, que casi me matas de un susto. —La agente de Stern se llevó ambas manos al pecho—. Joder, que comenzaba a creer que algo malo te pasaba.

Alcancé lo alto de la escalera y me hice un poco a un lado, sin alejarme demasiado.

¿Cielo?

¿Joder?

Nunca antes la había oído hablarle así, y ni en mis sueños más delirantes habría imaginado que Charlotte Ehlers fuese a llamar «cielo» a Stern. También me sorprendió oírla maldecir.

—Sí, aquí estoy, Charlotte. Y no seas dramática, por favor. Estoy bien, solamente necesitaba salir a tomar aire fresco, eso es todo. ¿Los fotógrafos están listos? Deberíamos posar juntos para las fotos. Chang… —se detuvo—… Elizabeth y yo acabamos de conversar sobre eso. Creemos que, ambos de pie y yo a su izquierda, estará bien, para que puedan sacarme mi lado bueno. A ella le da igual de qué lado la fotografíen.

Por lo visto Stern recuperaba el habla.

Charlotte se quedó mirándolo, igual que yo, y a continuación ella deslizó la vista en mi dirección.

—Disculpa, Elizabeth, ¿nos permites un momento, por favor? —me pidió.

Y sin favor también, porque Stern estaba más raro que nunca y yo había tenido suficiente ya.

Trabajar juntos iba a ser tan difícil… Difícil en mayúsculas y negrita.

—Sí, claro, os dejo. Buscaré a Warren para avisarlo de que he encontrado a Stern y que venís en camino.

—Gracias, Elizabeth. En un momento nos reunimos con vosotros.

Estremeciéndome, y no por el fresco de la noche primaveral, sino por lo desagradable de la situación, di media vuelta y me largué de allí sin preocuparme por hacer un espectáculo de mi partida.

Busqué a Tony y le conté lo sucedido. Él le restó importancia y continuó insistiendo en que todo saldría bien. El libro sería una maravilla, todos lo amarían, Stern y yo nos veríamos estupendos en las fotografías, etcétera, etcétera.

Tony intentaba hacerme creer que esa historia entre Stern y yo sería de cuento de hadas.

Con el correr de la noche fue quedándome cada vez más claro que nuestra relación no podía estar más lejos de aquella noción.

Posamos para las fotografías y fue terriblemente incómodo, porque, aunque las primeras fotos estuvieron bien, dado que Warren se posicionó entre él y yo, cuando nos tocó posar juntos, solos, no hubo forma de hacer que Stern se me acercara. Ya fuese porque tenía fobia de que lo tocara, porque no me consideraba digna de respirar el aire que lo rodeaba o lo que fuera, sin importar cuántas veces los fotógrafos le pidieran que se aproximara a mí, él no se movió más de medio centímetro, y, cuando me pidieron a mí que me acercara a él, Stern encontró invariablemente el modo de escabullirse. Yo con dolor de cabeza y con los fotógrafos frustrados, decidieron sacarnos al exterior para hacer más instantáneas allí; acabaron colocándonos primero uno a cada lado de una fuente en la que quedábamos a metro y medio de distancia el uno del otro y, viendo que Stern se relajaba y ya no salía en las fotografías con la cara de alguien a quien están poniéndole un palo en el culo, porque exactamente esa era su mueca, nos juntaron uno a cada lado de una escultura, una reproducción de menor tamaño de la real de Niké de Samotracia, que había en uno de los jardines. Nos enseñaron las fotos después de hacernos posar allí durante varios minutos. Los dos al fin aparecíamos medianamente bien y normales. En una de ellas que pasaron por el visor de la cámara, Stern espiaba en mi dirección; en la siguiente continuaba haciéndolo, y su rostro lucía un tanto más relajado; en la tercera de la secuencia, su vista estaba dirigida al frente; en la cuarta sonreía. Aquella tontería me dio esperanza, una que apenas si sobrevivió a la distancia que él puso entre nosotros después de que termináramos con el protocolo de anunciar que trabajaríamos juntos. Fue extraño que Tony, Charlotte y Warren tuviesen que hablar por los dos, explicando que por el momento nosotros no contaríamos detalles del libro, cuando en realidad el libro ni siquiera existía en nuestra imaginación, al menos no en la mía, y, si Stern tenía alguna idea de lo que quería escribir conmigo, no se molestó en insinuarlo.

Los tres hablaron de nosotros ante los presentes como si fuésemos los mejores compañeros, como si el éxito del proyecto estuviese asegurado.

Pasada aquella incomodidad, Stern regresó a su yo normal, rodeándose de la gente de siempre para bañarlos con sus inteligentes monólogos con los que yo solía aburrirme, pero no porque lo que él dijese fuese aburrido, sino porque él los soltaba como si diese por supuesto que las mentes de las personas que lo escuchaban eran incapaces de comprender una palabra de lo que él decía.

Lo dejé correr; con que lo nuestro comenzara a funcionar cuando llegásemos a Italia, sería suficiente.

Para cuando decidí dejar la fiesta, Stern era otra vez Stern al ciento por ciento.

Me despedí de Warren y de Charlotte y a él lo dejé en su mundo.

Tony me acompañó hasta la puerta a esperar conmigo a Brian, quien insistió en pasar a recogerme, porque dijo que en modo alguno permitiría que otro Uber me dejara plantada, y no pude discutírselo.

Mi padre me llevó a casa, no a la mía, sino a la de ellos, y allí padecí insomnio, producto de todo lo que tenía en la cabeza.

 

* * *

 

La semana que quedó por delante fue una locura de trámites para el viaje, ver qué llevar y qué no, organizar maletas y limpiar mi casa para que cuando regresara no encontrara mi hogar usurpado por alimañas de toda índole. Además, fui a cortarme el cabello, a hacerme las uñas, compré un par de regalos para unos amigos que iban a celebrar su cumpleaños la semana siguiente y pasé todo el tiempo posible con mis padres. A mi madre la llamé por teléfono, y no fue agradable, porque ella se oponía por completo a que me relacionara de ninguna manera con Stern.

Mis amigos me hicieron una despedida y lloré. Volvimos a despedirnos saliendo a bailar el fin de semana siguiente y volví a llorar estúpidamente, porque aquello no era una despedida para siempre, sino solo por dos meses.

Las lágrimas se me escaparon otra vez cuando cerré la puerta de casa mientras mis padres terminaban de acomodar mi equipaje dentro de la camioneta. Stern no se había puesto en contacto conmigo y mis pobres intentos de hacerlo tampoco habían dado fruto, por lo que mi positividad flaqueaba.

Definitivamente, eso no era una buena idea.

Subí a la camioneta y, con esta de camino al aeropuerto, comenzó a entrarme miedo.

No podía perder mi carrera.

Rogué que Stern aflojara un poco, que se mostrara un tanto más humano en mi presencia.