El país de Nunca Jamás

Ella venía andando por la manga justo detrás de mí, cargando su enorme bolso y un maletín que no era mucho más pequeño; ambas piezas de equipaje tenían aspecto pesado y no tenía ni idea de qué podía guardar ahí. No la había visto despachar su equipaje, porque yo estaba en la fila frente a la ventanilla incluso antes de que abriera y ella no había llegado hasta que yo ya estaba cómodamente instalado en la sala VIP, con una taza de té, leyendo mi libro, una hora más tarde.

No resultó una sorpresa que llegara tarde, ni tampoco me extrañó que, después de facturar, se largara a la zona de las tiendas duty free. Sí me sorprendió, sin embargo, que con desparpajo dejara sus cosas en el sillón a mi lado y me dijera que les echara un ojo mientras ella iba a comprar.

No me había dado ni tiempo de decirle que no tenía intenciones de cuidar sus pertenencias, por lo que tuve que resignarme a verla alejarse alegremente, casi dando saltos, con su trasero enfundado en un pantalón vaquero que trepaba por la parte baja de su espalda marcando impunemente sus curvas. Para mi desgracia, poco faltó para que babeara y, a modo de precaución, crucé las piernas para evitar que mi maldita polla, la cual, como resultaba evidente entonces, últimamente tenía cierta debilidad por ella —porque todavía no podía quitarme de la cabeza la visión de los pezones perforados—, se entusiasmara más de la cuenta con el espectáculo que era Elizabeth vestida con una vaporosa blusa fucsia y zapatillas Converse verde esmeralda.

Agradecí que no llevase sus tacones de muerte de siempre, pero hubiese preferido que no dejara su abrigo conmigo, porque, pese a que la camisa tenía aplicados bolsillos sobre sus pechos, la tela de su sostén debía de ser muy fina, por lo que poco podía hacer por disimular sus pezones y por impedir que mis ojos buscaran en ellos lo que deseaban encontrar.

La ansiedad me había carcomido bocado a bocado durante la última semana. Los días habían sido un verdadero infierno, y la perspectiva de tener que pasar más de diez horas a su lado me parecía un imposible. Acabaría enloqueciendo, porque, más allá de la visión que no podía sacarme de la cabeza, no tenía ni idea de cómo haría para escribir un libro con ella, no tenía ni idea de cómo escribir nada, y eso que lo había intentado hasta el último momento. Quería llegar a Italia con un plan, al menos con un par de ideas para la historia que se suponía que debíamos escribir juntos, pero no había logrado nada.

Elizabeth se convencería de que yo era un fraude, todos se enterarían de que mi carrera estaba acabada.

Y, demonios, todavía no sabía qué hacer con aquello que ella recordaba muy bien: a mí diciendo que sus libros eran basura.

Debía coserme los labios para no poder volver a soltar palabra.

Ella había regresado con dos bolsas de compras pocos minutos antes de que llamaran para embarcar; aun así, pidió un café y dos medialunas, que devoró con avidez sin que le importara lo más mínimo que la sala VIP quedara vacía.

Yo hice el intento de levantarme y dejarla allí, pero ella me pidió que por favor la esperara, y con eso bastó para que no pudiese despegar mi trasero del sillón. Ella, a mi derecha, siguió como si nada hasta acabar y, cuando lo hizo, giró su rostro en mi dirección con una amplia sonrisa en los labios, una sonrisa que no disimulaba los ojos hinchados y sin maquillaje, hinchazón que no sabía si adjudicarle a la falta de sueño o al llanto; no tenía ni idea de lo que le sucedía, porque era incapaz de comunicarme con ella. ¿Habría llorado por su novio? ¿Sería acaso que se habían reconciliado y habían pasado toda la noche en vela, practicando sexo?

Me había apresurado a apartar el inicio de esa visión cuando ella me tendió sus dos bolsas de compras, las que en ese instante cargaba yo en una mano, mientras que en la otra sostenía mi tarjeta de embarque.

Llegamos a la puerta del avión, allí nos esperaba una azafata de impoluto uniforme y sonrisa un tanto sintética.

Le cedí el paso y ella me lo agradeció.

—Buenos días —la saludó la azafata—. Bienvenida.

—Buenos días. —Elizabeth le tendió su tarjeta de embarque—. Vamos juntos. —Elizabeth giró un poco en mi dirección y me sonrió.

La joven mujer me miró.

—Bien. Es por aquí, síganme.

«Juntos», repetí dentro de mi cabeza, siguiéndolas a ambas.

La azafata nos guio hacia nuestros asientos, que eran de los pocos que quedaban sin ocupar. Debíamos de ser de los últimos, y todo porque ella se había tomado todo su tiempo para desayunar.

—Estos son. Usted tiene la ventanilla —le dijo a Elizabeth.

—El mío es el del pasillo —me apresuré a explicar.

La mujer, de todos modos, comprobó mi tarjeta.

—Sí, así es. ¿Puedo ofrecerles algo de beber?

—No, gracias, yo estoy bien.

—¿Puede ser una copa de champagne?

La azafata le sonrió a Elizabeth.

—Desde luego, en un momento alguien vendrá a traérsela. ¿Seguro que no puedo ofrecerle nada? —insistió en mi dirección mientras Elizabeth se estiraba para abrir el compartimento de carga sobre nuestros asientos.

—No, gracias.

—¿Lo conozco de alguna parte? —me preguntó después de quedarse mirándome un momento.

—No lo creo.

—Su rostro… —Abrió la boca, sorprendida, y al segundo se la cubrió con una mano—. ¿Es usted Jude Stern, el escritor?

Elizabeth, que subía su maletín por encima del nivel de su cabeza, se detuvo y se volvió en nuestra dirección.

No entiendo por qué, pero me ruboricé.

—Sí, soy yo. —La voz apenas si me salió.

—No puedo creerlo. Es un honor tenerlo en mi vuelo.

No me pareció que fuese buena idea remarcarle que el vuelo no era suyo, que ella ni siquiera hacía volar el avión; aun así, lo pensé y me sentí asqueroso por hacerlo.

Elizabeth abrazó su bolso y, con una sonrisa en los labios, me guiñó un ojo.

Mi entrecejo se frunció al verla.

—Si no es mucha molestia, podría hacerme una fotografía con usted después. He leído todos sus libros, son estupendos. No puedo creer que esté en mi vuelo —insistió—. Qué emoción. De verdad que no me lo puedo creer.

Por detrás de la azafata, las cejas de Elizabeth rebotaban sobre su arco superciliar una y otra vez. Eso la divertía.

—Sí, bien… claro, por supuesto. —Que me tomaran fotografías no era lo mío; de hecho, me incomodaba muchísimo y siempre que podía lo evitaba, lo cual era en casi todas las ocasiones, porque, como fuera, me buscaba una excusa para impedirlo. Los autógrafos eran una cosa, pero las fotografías… La gente tenía tendencia a colgarse de mis hombros, a pegarse demasiado a mí o incluso a agarrarme de la cintura en estas, cuando no llegaban a la altura de mis hombros; sin embargo, con ella allí…—. Sí, luego.

—Muchísimas gracias.

—No hay de qué.

—¿Seguro que no puedo traerle nada?

Cedí.

Lo necesitaba.

—Está bien, champagne.

—En un segundo —soltó ella, entusiasmada—. Si necesita algo más, no dude en pedírmelo. Que disfrute de su vuelo —me dijo a mí, juraría que olvidándose de que Elizabeth estaba por detrás de ella.

—Gracias.

La azafata me dedicó otra enorme sonrisa y se alejó por el pasillo.

—Le gustas. —Las palabras de Elizabeth me llamaron a mirarla.

—¿Qué? —balbucí como un idiota.

—Le gustas, y mucho. Es bonita. Le he dicho al embarcar que estábamos juntos y creo que se ha olvidado por completo de ello en cuanto se ha dado cuenta de quién eras. Evidentemente le importa poco o nada si tú estás con alguien o no. Pídele su número.

—¿Qué?

—Que le pidas su número, Stern. No dudará en dártelo.

—No haré eso, y nosotros… nosotros no estamos juntos.

—De cualquier modo, tanto da. Ya te lo he dicho, a ella no le importa, le gustas mucho.

Noté mi frente arrugarse y, en vez de contestar, le arranqué el maletín de las manos y lo subí al compartimiento superior; por poco no me la llevo con el maletín, porque ella tardó en reaccionar y soltarlo.

Arrojé dentro también las bolsas con sus compras mientras ella, con voz ahogada y al mismo tiempo divertida, me pedía que tuviese cuidado.

Por poco no hago giratoria la tapa al cerrarla.

—Calma, Stern, o destrozarás el avión.

—Estoy calmado. —No, no lo estaba—. Pasa y siéntate, por favor, que me quiero sentar y todo el mundo ya está en su sitio.

Ella puso los ojos en blanco, sacudiendo la cabeza, pero obedeció y fue a sentarse.

—Ok, si me lo pides con tanta amabilidad… —Rio, pasando entre el respaldo del asiento de delante y el que debía ocupar yo.

Mi intención de disculparme llegó demasiado tarde.

Ella se sentó en su sitio y, apareciendo por detrás de mí, la azafata regresó a nosotros en tiempo récord, con nuestras copas de champagne. Tendió en mi dirección la pequeña bandeja, tomé una y luego sirvió a Elizabeth.

—Si necesita algo más…

—No, gracias, por el momento estamos bien —le contesté en plural, completamente adrede.

La azafata me sonrió con notable menos efusividad, y luego a Elizabeth. Sin añadir nada más, dio media vuelta y se largó.

—Y así es cómo acabas de perder tu oportunidad con ella —canturreó Elizabeth cuando yo posaba mi trasero en el asiento de la butaca.

Me limité a mirarla.

Ella alzó su copa y sonrió.

—Eres todo un casanova, Stern —me soltó, y alzó su copa otra vez.

Debía de haber vuelto con su novio, definitivamente que sí; la gente, cuando está enamorada y en pareja, tiene tendencia a querer que todo el mundo se amolde a su patrón.

—Vamos a Italia a trabajar, no de vacaciones.

—Pero tendrás las noches libres, Stern, eso a menos que seas un escritor nocturno… Dime que no eres un escritor nocturno, por favor, porque la noche se hizo para otras actividades —rogó con una mueca cómica en el rostro que magníficamente la hizo lucir todavía más hermosa de lo que ya era.

Algo en Elizabeth era distinto a lo que podías ver en otras mujeres. Ella parecía no preocuparse por su aspecto, no desde un punto de vista narcisista o para complacer a los demás; era más bien como si jugara con su imagen, como si se divirtiera con ella, como si no tuviese problema en saltar de un extremo al otro en los cánones de la moda y, más aún; ella debía entretenerse deformando el concepto a su favor, dándole un nuevo sentido, el suyo, el de su personalidad, el de su unicidad. Un universo no puede ser comparado con otro porque cada uno es un sistema único de vida, y ella lo era. Elizabeth era un universo complejo que yo quería descubrir para intentar aprender algo, si bien corría el riesgo de morir en ese nuevo ecosistema por ser completamente incompatible con este. Una parte de mí estaba completamente convencida de que no resistiría su estilo de vida, de que era imposible intentar ser el unicornio en una selva de cemento, exactamente lo que ella era. Yo no lograría mutar jamás a eso y la gente terminaría de despreciarme por completo, porque acabaría convertido en un monstruo todavía más horrendo de lo que ya era.

Bueno, al menos, si ella había regresado con su novio, podría conservar un parche blanco de pelaje, blanco y radiante, dentro de su arcoíris, como la mirada que me dedicó a continuación.

La culpa me cayó encima con más fuerza que la que nos apretó contra el asiento cuando el avión despegó unos minutos después, apenas dándonos tiempo antes a beber nuestras copas. La mía bajó de un único largo trago mientras ella fue dando pequeños sorbos.

El avión recuperó la horizontalidad y nos ofrecieron más bebida, que los dos aceptamos. Bueno, quizá el alcohol nos ayudara a escribir; después de todo, no seríamos los dos primeros escritores que creaban maravillas a base de él.

La miré mientras ella sacaba un cuaderno rosa de su bolso, y una pluma, una Montblanc negra exactamente igual a la que utilizaba yo, una pluma de verdad, con plumín y cartucho de tinta, no un bolígrafo, con los mismos detalles de dorado en la superficie que la que tenía yo enganchada en mi cuaderno de piel negro, en mi mochila, detrás de mis pantorrillas.

Así de fácil fue convencerme de que ella, pese a todo, regresaría a su vida, alejándose del alcohol y del posible desastre que fuese ese proyecto, y yo, en cambio, no lograría despegarme del alcohol y no conseguiría escribir nada más en toda mi maldita vida.

Elizabeth abrió el cuaderno, lo apoyó sobre sus piernas, destapó la pluma y me enfrentó con su rostro.

—Bien, Stern, aprovechemos el tiempo. ¿Protagonista femenina o masculino?

—¿Qué? —balbucí. ¿Por qué frente a ella no podía articular una condenada frase decente?

—Tenemos que empezar por alguna parte, ¿no crees? A mí suele sucederme que la idea me llega completa, pero, cuando trabajas con alguien más, es diferente. Para serte sincera, las veces que he escrito un libro a cuatro manos ha sido porque descubrimos que queríamos contar una historia similar… Bueno, al menos que compartíamos puntos de interés o necesidades. Este no es el caso, porque tú y yo escribimos sobre temas completamente diferentes y es más que obvio que no tenemos los mismos intereses y necesidades, de modo que tendremos que construir esto de otra manera. Si es que no tienes una idea sobre lo que quieres escribir conmigo, haremos esto paso a paso hasta que la historia surja. —Elizabeth se detuvo para quedarse observándome—. ¿Y bien?

Tragué saliva con gusto a champagne.

—No tengo ni idea de qué escribir —admití en voz alta, y sonó quizá mucho más terrible para mí de lo que fue para ella.

Definitivamente así era, porque ella sonrió.

—Yo tampoco tengo la más puta idea. Bueno, al menos hemos descubierto que tenemos un par de cosas más en común. En fin… —Esto último lo suspiró—. ¿Qué te apetece, una protagonista femenina, uno masculino, una pareja, dos hombres, dos mujeres, animales, un personaje asexual, extraterrestres? ¿Elfos?

—Elizabeth —fue lo único que conseguí articular para detenerla.

Que me metiera prisas de ese modo me abrumaba. Yo no trabajaba así, a mí no me llegaban las ideas desde la maldita nada como evidentemente le llegaban a ella, y no podía empezar de esa manera.

—Tienes cara de torturado —me soltó sin más; bueno, de hecho sí que fue con más, porque la sonrisa no se le borraba del rostro.

Elizabeth dejó la pluma sobre el cuaderno y, de debajo del puño de su camisa de gasa fucsia, sacó una especie de goma del cabello que en realidad era como un resorte, uno de plástico, de color negro. Tomó su larga melena negra y sin demasiado cuidado la alzó en lo alto de su cabeza para enroscarla y sujetarla con dicha goma.

La miré hacer completamente embobado, imaginando sus pechos alzarse al subir ella sus brazos.

Los condenados pezones.

Un sudor frío comenzó a empapar mi espalda.

Necesitaba más alcohol.

—Este no es mi modo de proceder. —Mi voz sonó increíblemente rígida.

—Bueno, explícame cómo procedes, entonces.

—Tiene que haber algo.

—Algo, ¿como qué?

—Un motivo.

—¿Un motivo más allá de que ambos firmamos el contrato y que tenemos dos meses para escribir el libro?

Apreté los dientes.

—Anda, explícame qué clase de motivo —añadió ella, divertida, sin perder más tiempo.

Cómo hacer para explicarle lo que me movía si ni yo mismo lo entendía. Y, peor que eso, por esos días apenas si podía recordar lo que me había movido a escribir mis libros, lo que me había hecho sentir exultante, necesitado de plasmar palabras; parecía tan lejana la época en que ponerme frente a mi ordenador para soltar lo que tenía dentro era tan necesario para mi supervivencia como lo era respirar…

—No sé sobre lo que quiero escribir hasta que lo sé.

Elizabeth dejó de parpadear. Su sonrisa fue derritiéndose poco a poco.

—Stern, no es por meterte ni presión ni prisa, pero… lo cierto es que la tenemos, mucha prisa, porque en condiciones normales a mí me habría tranquilizado llegar a Italia sabiendo lo que escribiremos, no contigo esperando inspiración divina.

—No es que espere inspiración divina. —En ese momento, por mucho que me costase admitirlo, sí esperaba que me cayera algo del cielo.

—¿Entonces?

—¡Que todavía no lo sé!

—¿Hombre o mujer? —me presionó ella.

—No sé, Elizabeth. Hombre —mencioné por decir algo.

—¿Joven o mayor?

No me apetecía escribir sobre hormonas descontroladas, ya suficiente tenía con las mías, y menos que menos me apetecía acabar escribiendo algo medianamente erótico o insinuante, y que a mi maldita polla se le ocurriese entusiasmarse otra vez… porque, por lo visto —la imagen de los pezones reapareció ante mí otra vez—, la tentación no desaparecería en tanto en cuanto la tuviese a ella frente a mí. Quizá lo haría con el tiempo, la distancia y terapia. No descartaba necesitar drogas.

—Mayor.

«Muy mayor e impotente», añadí mentalmente.

—Ok, será un hombre mayor. —Empuñó la pluma y anotó en su cuaderno—. Un señor mayor, gruñón, parco en palabras y solitario —detalló.

—¿Por qué tiene que ser todo eso?

Paró de escribir y me apuntó con su pluma.

—Puedes aportar algo cuando quieras.

—Mi aporte es que esto no resultará.

—No aportas nada, eso ya lo sabíamos los dos antes de subir al avión. No puedes negarlo. ¿Por qué accediste a esto, Stern?

No podía decirle la verdad.

—No puedo hacer esto aquí —comencé a decir en vez de responderle—. Este no es el mejor sitio para trabajar. No me gusta tener público cuando lo hago. Yo odio escribir en cafeterías y esas cosas, necesito la soledad de mi despacho.

—Pues voy adelantándote que no estarás solo, porque este debe ser un libro a cuatro manos.

—Cuando estemos solos, Elizabeth; no así, no aquí.

Ella bajó la pluma, suspirando largo y tendido.

—Bien —convino, cerrando el cuaderno.

—Gracias. —La palabra se me escapó en un jadeo de alivio un tanto ahogado.

—De nada. —Cogió su bolso y metió la pluma y el cuaderno dentro de este, sacó un libro electrónico, que apoyó sobre su regazo, acomodó el bolso a un lado y se repantigó sobre su asiento para, a continuación, encender el dispositivo.

Por lo visto, así finalizaba su interés por mí.

Y ni siquiera pude ver lo que leía, porque ella apartó la pantalla todo lo posible de mí, como si quisiese impedir que pudiese robarle las palabras que este contenía.

Todavía un poco más angustiado y algo decepcionado por lo fácil que ella había desistido de mí, la observé; la vi sumergirse en su lectura, olvidándose de mi existencia por completo, mientras que yo no tenía cabeza ni para leer ni para ver una película ni para nada de nada.

Mis ojos saltaron de ella, a la parte posterior del respaldo frente a mí, a la pantalla a oscuras; de la pantalla a oscuras a la película que veía el pasajero de la fila de delante a la nuestra, al otro lado del pasillo…, nada de interés; de allí al pasajero a mi lado, un señor mayor de aspecto malhumorado, peor que yo, que se disponía a dormir pese a que no llevábamos ni una hora en el aire. De él mi atención saltó al otro lado de la aeronave y mis ojos regresaron de inmediato al respaldo frente a mí, porque allí estaba la azafata que nos había recibido.

Despacio, dirigí la mirada hasta Elizabeth otra vez; ella seguía leyendo como si nada.

¡Demonios!, sentía que iba a estallarme la cabeza antes de que bajáramos del avión.

Incluso sabiendo que no podría procesar ni media palabra, busqué mi libro y me puse a la tarea.

Pasaron dos capítulos y no podría explicar lo que acababa de leer, porque no tenía ni idea. Los leí una segunda vez y algo quedó en mi cabeza, por lo que fui a por otros dos. Nos trajeron de comer. Bebí más champagne, mientras que Elizabeth, a mi lado, optó por agua.

Yo pedí café al acabar, ella no tomó nada más y regresó a su lectura.

El café era alquitrán y me hizo un agujero en el estómago.

Pedí agua. Bebí un sorbo y cerré los ojos sin imaginar que caería completamente rendido, y desperté horas más tarde, cuando ella me llamó para decirme que debía ir a los servicios. Por poco no vomito mi corazón cuando me llamó, y debió de hacerlo varias veces, solo que yo no la oí hasta que alzó la voz.

Así como me sobresalté al oírla, mi cuerpo se encogió sobre sí mismo y solamente entonces me percaté de que estaba absoluta y desgraciadamente desparramado por la butaca, con mis piernas trabándole el paso; si hasta me dio la impresión de que había estado barbeando, con el rostro vuelto en su dirección.

Por suerte, como ya estaba morado de la vergüenza, no debió de notárseme, pero el caso es que el calor trepó por mi cuello cuando me incorporé todavía más y ella pasó frente a mí, con su trasero demasiado cerca, a la altura de mi mirada.

Ella tardó lo suficiente en volver como para darme tiempo a recomponer mi pulso y, cuando la vi aproximarse, me levanté y me esperé en el pasillo para no tener que volver a pasar la misma incomodidad de un rato atrás.

Volar junto a un completo desconocido y no cruzar una palabra puede ser un tanto incómodo; volar junto a ella sin hablarnos durante el resto del vuelo resultó una tortura, porque ella no volvió a intentar comunicarse conmigo y yo no encontraba el modo de hacerlo. La imaginé aún más frustrada que yo, y con razón. Ella se llevaba de maravilla con el resto de la humanidad, había sido testigo de ello.

Mi valiente personalidad y yo nos escondimos otra vez, pero no en el sueño: me encasqueté los auriculares y puse música, cerré los ojos y me perdí en el interior de mi cabeza, buscando un cabo al cual aferrarme, del cual tirar para dar con una idea.

Atravesamos el océano y yo no di con nada. Bien podría haberme ahogado; sin embargo, ambos llegamos a salvo a destino, al aeropuerto de la ciudad de Florencia.

Bajamos del avión apenas comunicándonos. Mi único y muy pobre intento que medianamente funcionó fue bajar sus cosas del compartimento situado encima de mi cabeza. Los dos anduvimos juntos, pero en silencio, en busca de nuestras maletas; ella traía dos y no necesitó pedirme que la ayudara a recoger una de la cinta, pues agarró la primera y, cuando vi que intentaba hacer lo mismo con la otra, la pillé antes de que se escapara. Ella me lo agradeció y ahí acabó todo.

Esperamos la mía callados y, cuando los dos estuvimos listos, nos dirigimos a Migraciones.

Si todo salía tal como estaba planeado, la persona que nos iba a llevar hasta Montalcino se encontraba ya en la puerta de llegadas, con un cartel con nuestros apellidos. El hombre que se presentó, Cecilio, un empleado de la villa de Warren que iba a ser nuestro chófer durante los próximos dos meses, no tuvo problemas en llegar a Elizabeth y conversar con ella y su recuperado entusiasmo.

Quedó más que comprobado que el problema era yo.

Cecilio nos dejó a las puertas del edificio del aeropuerto para ir a buscar la camioneta en lo que era una mañana radiante, y el silencio volvió a instalarse en Elizabeth. Pensé en comentar algo sobre lo bonito que estaba el día, pero me sentí ridículo, porque yo no realizaba ese tipo de comentarios. Hablar del cambio de divisas tampoco me pareció una opción.

Allí acabaron mis posibilidades de entablar conversación.

Por suerte Cecilio no tardó en regresar.

El hombre se puso a cargar nuestro equipaje y ella de inmediato se lanzó a ayudarlo, por lo que reaccioné al instante, alcé mi maleta del carro y la cargué hasta la parte posterior de la camioneta, muy a mi pesar, registrando que era la primera vez que hacía algo semejante…, seguro que no era la primera vez de Elizabeth.

Después de terminar de meter nuestras cosas, Cecilio abrió la puerta para Elizabeth y ella le pidió ir delante; él, con una sonrisa, le indicó que, por favor, se acomodase en el asiento trasero, cosa que ella hizo, resignándose, con mala cara, a tenerme otra vez de compañero de fila.

Para su fortuna y mi desgracia, ella se salió con la suya y, cuando hicimos nuestra primera parada a no mucha distancia, ya a las afueras de la ciudad, logró convencer a Cecilio de ir como copiloto y se instaló con él allí, para ponerse a charlar con él como si se conociesen de toda la vida.

Fueron poco menos de doscientos kilómetros de sentirme increíblemente relegado, insignificante, patético y estúpido; doscientos kilómetros de certeza de que nunca podría ser ni remotamente parecido a ella; doscientos kilómetros de envidiarle su espontaneidad, su risa fácil, su sencillez; doscientos kilómetros de verla tomarse la vida de un modo tan distinto al mío que me aterró.

—Madre mía, es una preciosidad. ¡Qué lugar! —exclamó ella en cuanto la casa apareció más adelante en el camino, para, a continuación, soltar un chillido de entusiasmo al tiempo que saltaba sobre su asiento junto a Cecilio, quien reía con ella.

La villa era absolutamente magnífica, sí, de paredes doradas, balcones decorados con flores, distintos niveles que se acoplaban a las ondulaciones del terreno, pérgolas, patios, caminos serpenteantes delimitados por arbustos y terrazas, anexos, arboledas, una piscina exterior, los viñedos al fondo… Todo allí era luz y energía, por lo que era comprensible su entusiasmo. El sitio era su vivo retrato, puesto que todos los colores eran mucho más intensos que en cualquier otro lugar en el que hubiera estado antes. Casi podías oler la tierra al verla, y sentir el fresco de la vegetación al imprimirse en tus retinas el verde de las copas de los árboles. Yo me calcinaría allí y ella estaba exultante. Yo ya comenzaba a morirme de calor ante la brisa cálida de la primavera y ella había bajado su ventanilla para arremangarse la camisa, volver a sujetarse el cabello y colocarse sobre la nariz unas gafas de sol que la hacían parecer una actriz de cine de los cincuenta.

Ella estaba en su ambiente; yo debería ir a esconderme bajo una piedra o en la tierra, como una chicharra.

Elizabeth saltó de la camioneta en cuanto esta se detuvo, sin esperar a que Cecilio apagara el motor. Esa vez no tuve que aguardar a que ella me hiciera reaccionar para ir a por mi equipaje, e hice más que eso: antes de sacar mi maleta, bajé una de las de ella mientras Cecilio se ocupaba de la otra.

Charlotte hubiese estado orgullosa de mí, de no haberse puesto tan furiosa por saber que, en las más de diez horas de vuelo, yo no había conseguido acercarme a ella de un modo productivo y para bien de nuestro proyecto en común.

—Gracias, Stern —me dijo ella, agarrando su maleta.

Cogí la mía y, al instante, en la puerta principal de la villa, a unos metros de nosotros, a la sombra de unos cipreses que habían obligado a crecer formando un arco sobre la entrada, apareció una mujer de unos cincuenta y pocos, edad que más o menos le adjudicaba a Cecilio, para recibirnos con entusiasmo mientras era seguida de cerca por un adolescente melenudo con cara de aburrido que sin duda era la viva imagen de su padre, Cecilio.

—Mi esposa, Giulia, y mi hijo, Andrea —nos presentó Cecilio cuando ellos llegaron a nosotros.

Elizabeth intercambió besos y abrazos incluso con el adolescente, dirigiéndose a ellos en un italiano impecablemente perfecto y muy vivo, que me recordó lo que me había dicho mi madre, aquello de que repetir declinaciones en latín no era lo mismo que hablar italiano con pasión. Mi italiano era correcto, pero no sonaba ni la mitad de italiano de lo que sonó el de Elizabeth.

Cohibido una vez más por su soltura, intercambié apretones de manos y unas pocas palabras en italiano que sonaron imposiblemente frías para aquel idioma.

—Giulia es una magnífica cocinera. Ella preparará todas sus comidas —nos explicó Cecilio, para, después, poner una mano sobre la cabeza de su hijo y despeinarlo un poco, lo que el chico tomó con resoplidos y una mueca digna de un adolescente que no soporta a sus progenitores ni ser presentado ante extraños, si bien no parecía tener mucho problema en espiar en dirección a Elizabeth cada tanto, lo cual no me hizo muy feliz, menos el imaginar que muy probablemente el crío amanecería al día siguiente con una erección después de soñarla. Quizá se corriera pensando en ella aquella misma noche. O tal vez ese fuera a ser yo, porque Elizabeth se había soltado un par de botones de su camisa y la brisa alzaba la sutil prenda de su pecho, enseñando mucho de sus tatuajes.

»A Andrea también lo verán a menudo por la finca, porque, si bien todavía está en el colegio, de tanto en tanto hace trabajos por aquí —continuó explicándonos Cecilio.

—Ah, qué bueno —comentó Elizabeth, entusiasmada, y a mí me entraron unos celos de lo más irracionales.

—Luego les presentaré al resto del personal de la casa, pero ¿qué les parece si primero les enseño sus habitaciones?

Los dos aceptamos de inmediato.

Nuestra comitiva, compuesta por Cecilio, Andrea, quien cargaba la otra maleta de Elizabeth porque su padre la había convencido a ella de soltarla para ocuparse de llevar solo su maletín, el bolso y las bolsas de lo que había comprado en la zona de duty free, y yo nos movimos por las amplias y luminosas galerías con estupendas vistas a los terrenos de la propiedad, de camino a nuestras habitaciones.

La de ella, a dos puertas de la mía, sobre lo que me pareció era el lado este de la vivienda; la mía, de cara al atardecer.

Me dio cierta angustia que nos despidiésemos de ella después de que Cecilio y yo la dejáramos con sus cosas y con su hijo para ir hasta la mía.

Cecilio me indicó dónde quedaba el baño, pese a que era una suite y no me hubiese costado nada encontrarlo. También me mostró el vestidor y me indicó dónde había toallas limpias.

Antes de dejarme solo en aquella enorme y muy radiante habitación con una cama desmesuradamente gigantesca, me avisó de que el almuerzo estaría listo en una hora, pero que mandaría a por mí en cuanto fuera a ser servido, por si deseaba recostarme un rato a descansar y me quedaba dormido.

No dormí; me instalé y luego fui a darme una ducha en pos de aclarar mis ideas.