Irreconocible

Me senté en el borde de la cama, tirando de los cordones para aflojar una de las deportivas mientras el teléfono daba señal de llamada una y otra vez. Suponía que mi padre debía de estar en casa todavía. La zapatilla salió volando después de que me la arrancara con ferocidad. Tenía los pies hinchados; no debería haber bebido en el vuelo.

Fui a por los cordones de la otra y, en el exacto momento en el que tiraba del lazo, papá contestó.

—¡Tesoro! ¡Lizzy, ¿ya has llegado?! —La comunicación emitió un par de chisporroteos.

Solté los cordones, pillé el móvil y quité el altavoz para llevarme el aparato a la oreja.

—Papá, sí, ya estoy aquí.

—Hola, mi vida. ¡Qué bien! —exclamó—. ¿Cómo ha ido el vuelto? Cuéntame cómo es todo por allí. ¿Qué tal te ha recibido la Toscana?

Me tragué las lágrimas de frustración al tiempo que volví a sonreír para no llorar. Llevaba horas forzándome a no caer en la tentación de hacerlo, a no rendirme.

—La casa es estupenda, papá. Es simplemente grandiosa. Todo el lugar es un paraíso. Ya te enviaré fotos. Estoy en mi habitación ahora, la cual es gigantesca. Hace una temperatura increíble y nos han recibido muy bien. —Se me escapó un suspiro—. No puedo creer que esté aquí.

—Pues ahí estás, Lizzy. Disfrútalo, sácale el jugo a la experiencia. Te lo mereces, cielo…, has trabajado mucho. Sé que la situación no es la ideal, pero lo lograrás y conseguirás que salga algo estupendo de esto.

Lo dudaba.

Volví a tragar, porque las lágrimas que no dejaba salir por mis ojos se acumulaban en mi boca otra vez.

Mi silencio debió de ser más largo de lo esperado y por eso mi padre me llamó por mi nombre de pila completo, no por el diminutivo. Como no contesté, insistió.

—¿Qué sucede, cielo? ¿Qué tienes? ¿Te encuentras bien? Háblame, Lizzy, no me dejes así. ¿Quieres hablar con Brian? Le diré que te llame, sé que vosotros dos…

—No, papi, está bien.

—Cariño, si quieres hablar con él…

—No, quiero hablar contigo —le dije con la voz quebrándoseme.

—Lizzy, ¿qué ha pasado? ¿Estás llorando? Cariño, calma…, seguro que estás cansada; son vuelos largos y con el estrés que has vivido estos últimos días… Inspira hondo, amor; tranquila, todo saldrá bien. Le diré a Brian que te llame, ¿vale? En cuanto colguemos, lo llamaré al parque de bomberos…

—No, está bien, papi.

Odié que me lo ofreciera, que se resignara a que, para algunos temas, Brian y yo tuviéramos más facilidad para conversar de la que tenía con él. Evan era quien solía impartir la disciplina en casa, por lo que, cuando yo hacía alguna trastada, cuando sabía que había actuado mal o incluso cuando necesitaba consejos amorosos, hablaba con Brian. De cualquier modo, aquello no implicaba que quisiese a uno más que a otro; mis padres eran mis padres, sin distinción de sangre o genética. Lo cierto era que en ese momento necesitaba hablar con él y con nadie más. Llamarlo, oír su voz, era como regresar a la seguridad del vientre materno. Mi padre, Evan, era mi estabilidad, mi pilar, mi seguridad.

—Cuéntame qué ha sucedido, Lizzy.

Y así, sin más, las lágrimas se me escaparon.

—Cielo… —susurró, para, a continuación, dejarme llorar a moco tendido durante un par de minutos.

Él supo interpretar los hipidos como la culminación de mi descarga y, luego, continuó.

—Anda, explícame qué ha pasado. ¿Se ha comportado mal contigo? No permitas que te afecte, Lizzy. Él tiene cosas buenas, tú adoras sus libros. Céntrate en eso. Aparta a un lado todo lo demás. A veces la gente exterioriza sus frustraciones de la peor manera. Tú eres más productiva que eso. No le hagas caso.

—No, no es eso —le respondí con las lágrimas todavía rodando por mis mejillas, lágrimas que me apresuré a secar.

—¿Qué es, entonces?

—Soy yo —admití—. Me siento irreconocible. Lo intento, pero no puedo llegar a él. Esto no funcionará. De verdad que estoy esforzándome, y no puedo. Él es el mismo de siempre; ya sabía que sería difícil, pero es que… —Me detuve. Nunca antes me había molestado en intentar llegar a él y, en ese momento que lo intentaba, resultaba increíblemente frustrante y angustiante no conseguirlo. Las fuerzas se me habían acabado demasiado pronto; iba escasa de tácticas y tenía la sensación de que estaba jodiéndole la vida más de lo que me la jodería a mí misma si no conseguíamos escribir el puto libro—. No sé cómo haremos esto. Somos el día y la noche, papi.

—Lizzy, tú sabes que el día y la noche tienen muchas cosas en común.

—No. —Lloré, rompiéndome otra vez.

Acabaría con todavía peor aspecto después de eso, y eso que ya tenía los ojos patéticamente hinchados por haber llorado la noche antes de salir de casa.

—Lizzy, escúchame…

—No, papi. Me da la impresión de que, cada vez que intento acercarme a él, lo torturo. El tipo sufre, lo sé. No puedo acercarme a un hombre sin romperle el corazón —gimoteé, y lloré más, mezclándolo todo, porque eso hacía, pese a que entendía que lo que había sucedido con Santi nada tenía que ver con mi relación profesional con Stern.

—Amor…

—Deberían advertir a todos los hombres que no se aproximen a mí.

Evan rio, susurrando mi nombre.

—Amor, no digas eso. Jude es un hombre difícil, eso es todo, y nada tiene que ver con lo que sucedió entre Santi y tú. Tranquilízate, por favor.

¿Cómo lograrlo?

—Inspira hondo y cuéntame qué ha pasado.

Entre mis estúpidos hipidos, forcé a entrar algo de oxígeno en mis pulmones.

—He tratado de hacer contacto con él, para comenzar a encontrar un modo de llegar a una idea en común, y lo único que he logrado ha sido frustrarlo, presionarlo. Sé que él tampoco sabe cómo trabajar conmigo. Lo he espoleado y luego lo he abandonado sin más… He desistido y me he puesto a leer… y apenas si le he dirigido la palabra durante el resto del vuelo. Lo he abandonado o, peor que eso, le he cerrado la puerta en las narices. —Cerré los ojos, tapándomelos con una mano, como si quisiese evitar que alguien me viese llorar, y así escondida me dejé caer de espaldas sobre la enorme cama.

—Lizzy, ¿has dormido?

—Apenas —admití, cubriéndome con el antebrazo.

—Tesoro, llevas días que apenas pegas un ojo. ¿Podrías ser un poco más piadosa contigo misma? Ya verás que, al convivir allí, descubriréis que tenéis cosas en común. Debéis daros tiempo para conoceros, pues hasta ahora jamás habíais cruzado más que un par de palabras. No es que Stern sea santo de mi devoción, que sabes que ni siquiera tolero sus libros, pero esto es trabajo, Lizzy, y tú eres una profesional dedicada y apasionada por lo tuyo. Seguro que él también lo es. Date unos días para reconocer el terreno, y sabes bien que no me refiero a la casa y sus alrededores. No puedes esperar recuperar los casi seis años que hace que os conocéis sin haber interactuado apenas en lo que dura un vuelo. La gente requiere más dedicación que eso, al menos si quieres conseguir que de verdad funcione, y tú quieres que funcione, ¿no es así? ¿Quieres llegar a él? Soy tu padre, sé que te frustraría más no poder llegar a él como persona que como profesional.

Así era, me molestaba que, por creer que mi trabajo no era lo suficientemente bueno para él, tampoco lo era yo. No se trataba de que necesitase su aprobación o que imperiosamente necesitase caerle bien cuando él tampoco colaboraba ni un poco para caerme bien a mí; se trataba de que ni siquiera entendía que la distancia entre ambos fuese tanta cuando sus libros a mí me resultaban tan cercanos. Estaba segura de que probablemente a Stern no le gustaría saber que yo amaba sus libros; probablemente se tomaría como un insulto que yo los leyera, porque seguro que estaba convencido de que no estaba a la altura de sus letras.

En mis retinas lo vi ruborizándose frente a la azafata, subiendo mis cosas al compartimento superior del avión, bajándolas, poniéndose de pie para dejarme pasar, cediéndome el paso, atrapando mi maleta por mí para que la cinta transportadora no se la llevase, no apartándose de mi lado, sacando mi equipaje de la camioneta… ¿Y qué había hecho yo? Dejarlo atrás solo en el asiento trasero casi todo el camino hacia la villa.

Había pescado su rostro por el espejo retrovisor en un par de ocasiones durante el trayecto, y no podía decir que luciese especialmente feliz por tener espacio de sobra allí atrás.

Quería decirle que veía cosas bonitas en lo que él escribía; que, sin importar cuánto se esforzara en ser pedante, altanero y un jodido imbécil, sus libros me llegaban al alma y que, pese a todo, le hacía frente a los que decían que sus letras eran frías y distantes, porque no lo eran. Sus modos eran descarnados y sinceros, heridas a flor de piel, en carne viva, y no por eso menos dulces y evocativas de sentimientos profundos. Sus personajes tenían un modo particular de amar, de expresarse, de ver la vida…, uno que no era el común denominador, pero no por eso resultaba menos válido. Cuando no me daban ganas de mandarlo a la mierda por verlo muy erguido sobre su pedestal, me entraba la necesidad de preguntarle al oído si sus personajes heredaban mucho de él, si se les parecía.

En vez de susurrarle nada, le había cerrado la puerta en la cara, poniendo entre nosotros un libro; un libro sobre el que podría haberle hablado, que podría haber sido una puerta abierta, no una muralla defensiva.

Stern se había quedado solo al otro lado sin saber qué hacer o en qué dirección mirar, porque obviamente tenía que sentir que no debía mirar en la mía, porque yo no quería que lo hiciese, porque, cada vez que lo hacía, yo me sentía incapaz e inútil.

Solté un gruñido de frustración que hizo que mi padre sonara preocupado.

—¿Cielo? —inquirió con urgencia.

—Lo siento. Es que creo que lo he traumatizado durante el vuelo.

Evan rio otra vez.

—Lizzy, acuéstate un rato, descansa.

—Todavía tengo que deshacer las maletas, y debería darme una ducha; estoy hecha un asco, porque he sudado mucho debido a los nervios.

—Amor, es un ser humano, como tú. Seguro que los dos podréis daros un día de tregua.

Podía sonar a obviedad, pero me sentó bien oírle decir eso. Stern era un ser humano, uno muy inteligente y particular, pero un ser humano al fin y al cabo, y, como solía decirme Brian, cada persona es inteligente a su modo y nadie es perfecto.

Un ser humano.

Debía tenerlo presente cuando lo enfrentara otra vez, porque a mí se me daba bien la gente y no había razón para que él no se me diese bien. Stern era una persona también, una con sus aciertos y desaciertos, una con un presente, un pasado y con un futuro cercano que me involucraba.

—No lo sé.

—No podéis poneros a trabajar recién bajados del avión. Esperad a aclimataros al nuevo horario, al lugar. Tómatelo con calma. Intenta no pensar en el vuelo. Anda, cuéntame cómo es todo por allí. ¿Opinas que a tu padre le gustaría que lo invitase a ir por allí de viaje?

Brian se aburriría es un sitio así, a menos que saliesen a caminar unos cuantos kilómetros cada día, y probablemente ni así; él necesitaba ciudad, gente, bullicio.

—No creo que para más de un fin de semana, pero a ti te encantaría. —Le sonreí, pese a que no podía verme; de todas maneras, creo que al menos se me notó en la voz, porque ya no lloraba.

—Ah, ¿sí?

Y así fue cómo me puse a describirle la casa, los terrenos que la rodeaban, el pueblo por el que habíamos pasado de lejos, el clima, el cielo. Estuvimos unos minutos más al teléfono y luego lo dejé en paz, para ir a instalarme y a ducharme.

Justo acababa de acomodar la ropa de una de mis maletas en el vestidor cuando vinieron a tocar a mi puerta para avisarme de que el almuerzo estaba listo. Lo hizo una joven mujer que se presentó como Bianca, que ayudaba en la casa.

Se lo agradecí y volví a calzarme y a recomponer un poco mi imagen todo lo aprisa que pude, para no llegar tarde y así correr el riesgo de arruinar todavía más mi relación con Stern.

Cuando salí al corredor, este estaba en silencio. La chica me había indicado dónde quedaba el comedor e imaginé que Stern ya estaría allí.

Cuando entré en el amplio salón de paredes pintadas con un paisaje de trescientos ochenta grados de la campiña que nos rodeaba, Stern no solamente no estaba allí, sino que, además, Bianca retiraba su puesto de la mesa, dejando solamente mi plato, mis cubiertos y mis copas.

Ella alzó la cabeza en cuanto me oyó llegar y me sonrió.

—¿Stern no almorzará?

—No, señorita. Ha avisado de que no tiene apetito. Está en su cuarto. —Eso último lo dijo alzando la bandeja con la vajilla sobrante—. En un segundo le sirvo.

Comí sin demasiada hambre ni intención, pero, como no quería despreciar el esfuerzo de preparación de tan estupendo almuerzo, me forcé a tragar los tres platos, que de hecho estaban deliciosos.

Agotada y con la barriga demasiado llena, me largué a mi habitación.

El pasillo continuaba en silencio cuando regresé; quizá estuviese durmiendo, pensé, y fui a rendirme a mi enorme cama.

No me costó nada caer inconsciente.

 

* * *

 

Desperté tranquila y relajada, sintiendo que llevaba un siglo con los ojos cerrados. La paz duró lo que me costó abrir los párpados y ver que la luz menguaba al otro lado de la ventana, que no era la de mi habitación de mi casa. No estaba en casa, sino en Italia, y, por lo dorado de los pocos rayos de sol que le quedaban al día, debía de haber dormido toda la condenada tarde.

Me senté de golpe, movida por la preocupación y la angustia. ¿Y si Stern había tocado a mi puerta para que comenzáramos a trabajar y no lo había oído?

Me mareé.

Había caído inconsciente, no dormida, y sabía que una bomba bien podría haber estallado a mi lado que yo no me habría enterado.

Lo arruinaba todo cada vez más. A Stern no debían de quedarle dudas de mi falta de profesionalidad.

—Mierda, mierda, mierda —gemí, saltando de la cama al suelo, con tan puta mala suerte que resbalé con la alfombrilla que evitaba que a uno se le enfriaran los pies con el suelo de piedra al salir de esta. Trastabillé, me agarré de la mesita de noche y por poco no la volqué. Me alejé de esta y el tobillo izquierdo se me dobló. Chillé de dolor al tiempo que medio incliné mi poca altura sobre ese lado. Mi pierna derecha salió al rescate al plantarse sobre el suelo de piedra y empujar hacia arriba, evitando estrellarme contra el suelo. En ese fugaz instante agradecí, sin que me pesaran el dolor y el sudor, las horas de gimnasio que mantenían mi cuerpo en forma.

Ya plantada firme, terminé de espabilar. Debía ponerme en marcha.

«Demasiadas horas perdidas», me dije, y mis ojos buscaron de inmediato la puerta del baño. Me urgía una ducha, lavarme los dientes y quitarme la ropa arrugada que llevaba, que todavía olía al avión y, por qué no admitirlo, también un poquito a sudor.

Definitivamente no podía presentarme frente a Stern con esas fachas. Mejor tarde que con un aspecto lamentable.

Corrí hacia el baño arrancándome la camisa por la cabeza, bajando la cremallera de mis pantalones, tirando de las perneras de este ya dentro del espectacular espacio, que era todo lo que una emperatriz romana pudiese desear y más.

Mis ropas quedaron esparcidas por el suelo del baño y la ducha por poco no me derrumba cuando la abrí ya dentro de la cabina, porque la presión del agua allí era algo que mi padre y el resto de los bomberos de su parque debían querer para sus mangueras a la hora de tener que apagar un incendio.

Solté un grito que por suerte nadie debió de oír, porque la casa era enorme, y, después de la primera impresión, me sumergí debajo de la ducha torrencial para comenzar a ponerme presentable.

 

* * *

 

Opté por una falda, una de las más amplias y sencillas que había traído, puesto que resultaba igualmente confortable, y zapatillas deportivas otra vez, porque mis pies no daban para mucho; era como si todavía continuasen a diez mil metros de altura en el avión, en una cabina pobremente presurizada, o al menos eso me aseguraron mis oídos durante larga parte del vuelto, insistiendo en taparse una y otra vez.

Completé mi atuendo con una camisa fresca, porque la noche de primavera se sentía agradable, y dejé mi cabello suelto para que terminara de secarse.

Salí de mi cuarto y fui directa a su puerta entre saltos y a la carrera, apenas pudiendo contener mi prisa y mi ansiedad.

—¿Stern? —lo llamé después de tocar—. Stern, soy Elizabeth. —Di dos suaves toques otra vez—. ¿Stern? —Esperé y nada. Mis nudillos dieron con la puerta por tercera ocasión—. Stern, ¿estás ahí? —pregunté, alzando un poco más la voz, por las dudas de que no me hubiese oído—. ¿Stern? —Toqué con más ganas.

Silencio.

—¿Stern? —lo llamé de nuevo, y pegué la oreja a la puerta para no captar más que silencio. No se oía ni la televisión ni la ducha ni ninguna otra cosa—. ¿Stern? —La mano con la cual había estado tocando bajó hasta la manija. La hice girar y, muy despacio, abrí.

Sus ventanales daban a la última línea cobriza del atardecer, perdiéndose en el horizonte.

La habitación estaba en el más completo y absoluto orden. La cama siquiera parecía tocada y, de Stern, ni señales.

Pronuncié su apellido una vez más.

Nada. La puerta del baño se encontraba abierta, también la del vestidor.

Stern no estaba allí.

Corrí hasta el vestidor temiendo lo peor, y respiré aliviada al encontrar que allí estaba su maleta a un lado y toda su ropa colgada pulcramente, ordenada por colores, detalle que me hizo sonreír. Stern y yo no podíamos ser más distintos.

Bueno, al menos no se había largado.

Salí de la habitación cerrando la puerta, rogando no haber perturbado nada para que él no se percatara de que me había metido allí sin su permiso, y aceleré el paso escaleras abajo.

La casa era inmensa y ni siquiera tenía idea de dónde quedaban los distintos ambientes salvo el comedor, la cocina, que estaba justo por detrás, así como un par de salas por las que había pasado al ir y volver del comedor y cuando llegamos desde el aeropuerto.

El anochecer comenzaba a tomar cuenta de los espacios y, anticipándose a la oscuridad total, alguien había encendido unas cuantas lámparas que le otorgaban un aspecto incluso más acogedor que a la luz del sol a esos ambientes que poco a poco se poblaban de sombras tentadoras y sugerentes. Al otro lado de los ventanales que daban a las terrazas, iluminadas entonces de un dorado sintético pero igualmente bonito, cantaban los grillos y se deslizaba una brisa que olía a ácido verde, como el romero, y al dulce delicado de las primeras flores de la temporada.

Tuve que detenerme un momento para asimilar el escenario que me rodeaba. Eso era real, ese sitio, mi oportunidad con Stern. Mi vida me había llevado allí, mi trabajo me había llevado allí. Era una afortunada, no podía negarlo; debía dejar de compadecerme a mí misma, debía parar de pensar que no lo lograría. Había logrado todo lo demás y, por los motivos que fueran, mi presencia era un hecho en ese lugar.

Llegaría a Stern, llegaría a él a como diese lugar.

Le sonreí a la sala de estar, cuyos acogedores sofás invitaban a sentarse para convertirse en un espectador del espectáculo que daba la noche al llegar, para a continuación dar la vuelta y volver a salir disparada en su búsqueda.

Haría lo que fuese para compensarle las horas de tortura del vuelo, le demostraría que yo valía al menos unos minutos de su atención, y, quizá con un poco más de tiempo, pudiese hacerle ver que no era tan terrible trabajar conmigo.

Salí al ancho y eterno pasillo, poblado de macetas con pequeños árboles, obras de arte, candelabros de pie y esculturas.

Por un momento casi me perdí, pero logré recuperar el rumbo otra vez; el resto lo hizo el aroma de lo que debían de ser los primeros pasos de la cena, los cuales me guiaron durante el resto del camino.

Llegué a la cocina no a través del comedor, sino por un corredor adyacente. Allí la casa bullía de energía.

La cocina era inmensa, un espacio antiguo que se había adaptado a las necesidades más modernas. Donde en el pasado debió de arder leña, ahora había dos cocinas con hornos que debían de tener cada una al menos noventa centímetros de ancho. Giulia, la esposa de Cecilio, el propio Cecilio y una mujer mayor que no conocía trabajaban allí entre deliciosos vapores, música y un deslumbrante despliegue de vegetales frescos, pan de costra dorada que podía adivinarse crujiente y deliciosa y quesos que invitaban a robarles un trozo.

Cecilio fue el primero en percatarse de mi presencia.

—Señorita Chang, ¿qué podemos hacer por usted?

—Soy Elizabeth, Cecilio. Por favor, llámame Elizabeth.

—Señorita…

—Elizabeth —repetí, interrumpiéndolo.

—Elizabeth —cedió él—. ¿Tiene hambre? Para la cena todavía falta, pero, si gusta, puedo prepararle un sándwich. Hay fruta fresca, pan y quesos.

—No, gracias.

—Si no quiere esperar a la cena, puedo prepararle algo más rápido —me ofreció Giulia.

—No, gracias, la cena huele estupendamente; esperaré a que esté lista. Solamente pasaba por aquí para saber si sabían dónde puedo encontrar a Stern. He pasado por su habitación y no está allí.

La puerta que daba al exterior de la casa, al cielo que ya se cubría de noche, se abrió y, por una fracción de segundo, esperé verlo aparecer; no fue él, sino Andrea, el hijo de la pareja que conducía la villa de modo sobradamente estupendo. Yo todavía no comprendía cómo Warren resistía la tentación de mudarse allí para ocupar la casa a tiempo completo. El lugar invitaba a uno a quedarse y no partir jamás.

—No, lo siento, no lo hemos visto. No ha venido por aquí. Creía que estaría en su cuarto, descansando, o con usted, trabajando.

—No, yo estaba en mi habitación; me quedé dormida.

—Si buscas al señor que ha llegado con ella, lo encontrarás fuera —intervino en italiano, y medio a regañadientes, Andrea, dirigiéndose a su padre mientras cerraba la puerta, dejando el canto de los grillos atrás y, los exquisitos aromas de la cena, encerrados allí dentro.

—Andrea, esos modales —lo regañó su madre en italiano y en voz baja, como si no quisiese que yo lo oyera.

—¿Está fuera?, ¿dónde? —le pregunté directamente a Andrea en italiano, entusiasmada.

—Estaba caminando alrededor de la piscina hace un momento nada más; lo he visto cuando venía desde casa —me explicó el chico.

—¿Por dónde salgo a la piscina? —planteé con urgencia, como si tuviese que ir a rescatarlo de morir ahogado.

—Puede salir por aquí y rodear la casa hacia su izquierda, o salir al corredor, tomar el segundo pasillo a la izquierda, salir por el salón principal y…

—¡Saldré por aquí! —exclamé, poniéndome en marcha para esquivar la mesa con las sillas, una de las islas de trabajo y unas cajas apiladas en mitad de la nada que me pareció que contenían botellas de vino; de solo intentar seguir sus indicaciones mentalmente, ya me había perdido, porque esa casa era enorme y un tanto laberíntica—. Gracias, rodearé la casa por fuera; además, hace una noche estupenda —les dije pasando junto a ellos, siguiendo de largo.

Andrea abrió la puerta para mí.

—Gracias, cielo. —Vi que el chico se sonrojaba hasta las orejas. No empeoré su vergüenza y salí corriendo a buscar a Stern, dando de frente con el más idílico de los anocheceres que había experimentado jamás.

Ese lugar no podía ser todavía más hermoso.

Bajé escalinatas, rodeé la casa por sus terrazas y caminos, disfrutando de cada plano que las idas y venidas de la edificación me regalaba, embriagándome de placer. Si Stern necesitaba inspiración divina para que se le ocurriese qué escribir, allí la encontraría seguro. Ese sitio era una absoluta maravilla, un paraíso. Qué mejor lugar para crear que un espacio en el que la creación se desborda. El resto del mundo era difícil de reconocer allí. Sin vicios, sin maldad, sin contaminación… Pura vida, un universo infinito sobre nuestras cabezas, porque allí estaban todas las estrellas de la galaxia que en otros sitios eran imposibles de ver. Allí el aire era claro, todo era más nítido.

Pasé por debajo de una pérgola en la que se enredaba una frondosa glicinia que anticipaba, en pequeños racimos, lo que sería un estallido de belleza en color lila. La pérgola acompañaba el descenso de una inmensa escalinata que daba a una terraza amueblada con sillones, tumbonas, mesas y sombrillas en ese instante cerradas; una terraza junto a la piscina que parecía que colgara sobre el horizonte; una enorme piscina de borde infinito iluminada desde el fondo de sus aguas y él, allí, luciendo como si desafiase los confines del mundo, cual guerrero poderoso que quitara el aliento con su mera imagen.

Con pantalones oscuros, camisa y chaqueta, Stern remoloneaba dando unos pasos junto al agua, con los brazos cruzados sobre su pecho y la vista perdida en la superficie del agua.

Me detuve para tomarme un momento para observarlo, porque no pensaba desperdiciar la ocasión.

En ese instante él no tenía ni idea de que yo me encontraba allí, y por eso se le veía más relajado.

Relajado y digno de admirar.

Bueno, no es que resultara una tortura verlo en otros momentos, porque era más que guapo, no mi tipo, pero muy guapo al fin y al cabo, y sus ojos no tenían nada que envidiarle al cielo sobre nuestras cabezas…, y esa espalda… por no pensar otra vez en su trasero.

Stern tenía sin duda una fila de mujeres detrás de él. Estaba segura de que lo que le había sucedido con la azafata debía de ser algo habitual para él.

Por algún motivo que no logré comprender, se me escapó un suspiro.

Debía de sentar tan bien rodear aquella espalda con un abrazo, o incluso escalar y descender sus vértebras con las yemas de los dedos, o reconocer sus músculos con los ojos cerrados, solamente por su aroma.

Me quedé estudiándolo sin parpadear.

No creía que existiese un modo en el que fuese posible que el sexo con ese hombre no fuera bueno.

«Semejante pedazo de hombre —pensé—. Si al menos fuese un poquitín más accesible.»

«Acceso denegado», me dijo su mirada, sorprendida, cuando de la nada se dio la vuelta y dio conmigo, con mis ojos, con lo embobada que debía lucir; lo sabía porque tenía la cabeza nublada, el pulso acelerado y porque la vaporosa camisa que llevaba me sofocaba. Sabía que mi cabeza en llamas debía de estar haciendo que de mi cabello húmedo subiese vapor a la atmósfera.

—Hola, Stern —lo saludé, pese a que era más que obvio que no estaba ni un poco feliz de verme. Fingí el tono despreocupado con el que lo saludé porque tenía miedo de haberlo molestado todavía más.

Me respondió con un «hola» incómodo que emergió de sus labios al tiempo que se movía por el borde de la piscina todavía más hacia el abismo.

No creí que fuese a arrojarse por allí. Su aberración por mí no podía ser tanta ¿o sí?

Continué avanzando.

No se arrojó.

—Te estaba buscando. Andrea, el hijo de Cecilio, me ha dicho que te había visto aquí.

Se quedó mirándome sin decir nada.

Joder sí que era difícil ese hombre.

—Un paisaje estupendo, ¿no crees? —lo presioné, procurando que se le soltara la lengua.

En vez de responder, volvió su rostro hacia el horizonte, permitiéndome la visión de su nuca al completo, de su corto cabello. Su cuello… Seguro que su piel debía de oler deliciosamente.

—¿Llevas mucho rato aquí?

Giró su rostro en mi dirección.

—Algo.

Definitivamente no le sobraban palabras, pero, de todos modos, el tono de su voz retumbó en mí. Esa voz profunda suya, tan varonil, era un ataque masivo de testosterona. Se me puso la piel de gallina y la parte baja de mi abdomen vibró. Tuve que hacer un esfuerzo bestial para recomponerme del efecto de su tono de voz.

—¿Has descansado? —logré preguntarle sin que se me notara tanto lo medio descompuesta que todavía me hallaba por la varonil ejecución de sus cuerdas vocales.

Bajando la vista al agua, negó con la cabeza.

Me entraron ganas de gritar de la frustración. ¿Tan imposible le resultaba comunicarse conmigo?

Apreté los puños e inspiré hondo para darme valor e ir de frente. Despegaba los labios cuando él…

Stern alzó la vista y me miró.

—¿Y tú?

Tan sorprendida estaba por su pregunta que me costó comprender qué respuesta quería de mí.

Me recordé que le había preguntado si había descansado.

—¡Sí! —exclamé con mucho más entusiasmo del necesario—. Sí, he dormido un buen rato. Primero hablé con mi padre y luego caí noqueada.

—Bien —apreció sin mucha convicción.

—¿Has estado recorriendo el lugar?

—Sí, un poco. —Su voz se dispersó con la brisa.

—Ah, qué bien. ¿Y qué has visto? ¿Por dónde me recomiendas empezar? Yo suelo correr por las mañanas. ¿Tú corres? —Tendría que sacarle las cosas con un sacacorchos, pero al menos no se arrojaba por el borde de la terraza.

—Anduve por los viñedos.

—¿Fuiste hasta los viñedos? —No se le veía ni sudado ni nada, y sus zapatos estaban pulcramente limpios.

—Sí, fui hasta allí, la escalada es buen ejercicio. Yo suelo ejercitar por las tardes, cuando comienza a bajar el sol. No siempre es correr.

—¿Tu visita a los viñedos ha sido tu carrera de hoy?

—En efecto —convino, cediendo un poco a la conversación.

—¿Me la recomiendas para mañana por la mañana?

—Sí, definitivamente.

Le sonreí. Íbamos mejorando.

—¿Te levantas temprano para correr o lo haces a media mañana? Estaba pensando que podríamos reunirnos para trabajar a eso de las diez si te parece. Hay una sala en el lado este de la casa que da a las terrazas de esa parte. Es muy acogedora. Podríamos vernos mañana a esa hora allí para comenzar si no tienes objeción.

Mi sonrisa se ensanchó sin control. Que propusiera encontrarnos allí no era garantía de que pudiésemos escribir el libro, pero al menos era algo, un inicio. ¡Y hablaba conmigo! Definitivamente eso comenzaba a mejorar.

—Sí, perfecto, a las diez estaré allí. Y, sí, suelo levantarme muy temprano durante la semana.

—No lo habría imaginado jamás —me dijo, haciendo una mueca cuyo significado no comprendí.

—Pues sí, me alegra sorprenderte. Suelo levantarme a las seis para correr, después me ducho y desayuno, de modo que a las diez es perfecto. ¿Tú te levantas tarde?

—De hecho —remoloneó sus palabras al tiempo que alzaba ambas cejas, las cuales, como dos grúas, movieron sus ojos hasta el horizonte otra vez—, no suelo dormir hasta tarde, de modo que por lo general me levanto a eso de las nueve.

—Jamás lo hubiese imaginado —lo remedé.

—Sufro de insomnio —soltó él, muy a la defensiva.

—Ok, Stern, no hay problema. Tú duerme todo el sueño de belleza que debas dormir y nos veremos mañana a las diez allí para comenzar a trabajar.

—¿Sueño de belleza?

—Ya sabes, las horas de descanso necesarias para despertar guapo y radiante.

Alzó una ceja, sin soltar palabra.

Reí.

—Nada, Stern, déjalo correr. Duerme lo que debas dormir y ya.

—Podemos tomarnos un descanso después del almuerzo —me propuso.

—¿Necesitas dormir la siesta?

Si me contestaba que sí, me caería de culo, porque nunca hubiese creído que era de los que la dormían o que necesitaba una hora de descanso en medio del día. Estaba casi convencida de que debía de ser terriblemente obsesivo con su trabajo.

Pese que allí estaba un tanto oscuro, me pareció ver que se ruborizaba.

—Pues, sí. De hecho… mi cerebro… No puede trabajar de corrido. Me hace falta un descanso. Pero si tú consideras que… No hay problema, podemos seguir trabajando inmediatamente después de almorzar.

—No, Stern. Tú duerme tu siesta; yo aprovecharé esa hora para leer o lo que sea.

Inquieto, se removió sobre su sitio.

—De acuerdo, está bien. De todos modos, podría…

—Tú duerme tu siesta. No hay problema. Además, si este no es un lugar idílico para dormir siestas, no sé qué otro pueda serlo. Quizá te acompañe —le dije, imaginándome a mí misma tendida a su lado, en una cama tan enorme como la que había en mi cuarto, con mi nariz enterrada en su nuca, mis brazos rodeando su cintura, mis piernas enredadas en las suyas, con las ventanas abiertas y la brisa templada meneando las cortinas. No lo pensé porque esperaba que lo que mi cerebro acababa de crear en un desvarío fuera a convertirse en realidad, sino más bien porque creí que yo podría acabar sola en mi habitación, dormitando un rato después de almorzar; evidentemente Stern lo interpretó como lo que yo imaginé en cuanto solté mis palabras.

—¿Perdón? —inquirió, terriblemente incómodo.

Por lo visto comenzábamos a relacionarnos, pero no tan estrechamente. Lo contraída que estaba su frente me lo confirmó.

—Digo que tal vez te acompañe y yo también sestee. No soy de dormir por la tarde, pero suena agradable eso de tirarse en la cama después de almorzar para ver el paisaje al otro lado de los ventanales. No descarto poder dormitar una media hora.

Su frente se relajó un poco, pero no lo suficiente.

—Sí, claro —respondió, sin mover apenas los labios, sin separar los dientes.

—Bien, tal parece que tenemos un plan.

—Al menos nos hemos puesto de acuerdo en una hora para comenzar a intentar trabajar —murmuró, alejando su rostro de mí.

—Ánimo, Stern. Lo lograremos.

Espió en mi dirección de reojo, sin mover la cara.

—Esto es un avance, ¿no crees? Prometo que no volveré a presionarte como en el avión.

Suspicaz, alzó una ceja.

—Anda, Stern, dame un poco de crédito. A mí me encanta mi trabajo, lo amo, y de verdad que quiero que esto salga bien. ¿Tú no quieres que salga bien?

Me contestó moviendo la cabeza de arriba abajo muy lentamente.

—Ok, nos daremos tiempo y lo conseguiremos.

—No tenemos mucho tiempo. —Sonó pesimista.

—Yo confío en ti. —Todavía no confiaba ciento por ciento en él, o en nuestra unión, en que pudiésemos hacer buen equipo; de hecho, creo que no estaría completamente segura de eso hasta que no viese el libro acabado, impreso y a la venta en las librerías; de todos modos, se lo dije. Me pareció que él necesitaba esas palabras de mí, y yo necesitaba ponerlas en voz alta para convencerme, al menos un poco, de que podía ser posible. Después de todo, no se había arrojado al vacío cuando me acerqué a él.

No solamente movió su rostro, sino también su torso e incluso sus largos pies en mi dirección.

—Lo digo en serio, Stern. Sé que tendrás la templanza suficiente para soportarme —bromeé—. Apostaría a que no me matarás hasta que terminemos la novela.

La comisura derecha de sus labios se quebró un poco. ¿Era aquello un amago de sonrisa? Como fuera, lo tomé como una victoria; una pequeña, pero victoria al fin y al cabo.

—Yo, por las dudas, no volveré a pararme aquí.

Le sonreí.

—¿Ha sido eso un intento de broma, Stern?

No sonrió, pero sus ojos… juraría que su mirada se suavizó, que incluso cobró cierta magia pícara.

—Stern, no puedo creerlo. —Reí.

—Soy yo el que no puede creerlo. Sinceramente, pensaba que aprovecharías tu oportunidad.

—¿De deshacerme de ti?

—De vengarte de mí.

—¿Por lo que dijiste de mis obras?

Se quedó mirándome.

—¿En realidad crees que soy una persona vengativa?

Parpadeó sin alejar la mirada de mí, una, dos, tres veces, hasta que al final negó con la cabeza.

—Mejor empezamos de cero, Stern…, ya que, de todas maneras, estamos en cero. Tal vez acabemos odiándonos cuando el libro comience a crecer, porque, te lo aseguro, a veces esto no es fácil, escribir a cuatro manos en ocasiones puede ser frustrante.

—Escribir un libro solo, también —me recordó.

—Sí, en efecto.

—A veces odio mis libros —soltó de la nada, alejando su mirada de mí otra vez.

—Sí, claro, no me jodas, eso no te lo crees ni tú —intenté sonar a que bromeaba, porque lo último que había visto en su mirada antes de que apartara sus ojos de mí casi me convenció de que lo decía en serio.

—En fin —suspiró—, mañana comenzaremos a despejar la duda de si esto puede funcionar o no.

—Di que funcionará, no seas negativo.

—No soy pesimista, soy realista.

—Por favor, recuérdame por qué firmaste ese contrato.

Se quedó observándome sin parpadear; otra vez sentí sus ojos sobre mis mejillas, en mis labios y un poco más abajo también… y sus labios y dientes recorriendo el perfil de mi mandíbula hasta alcanzar el lóbulo de mi oreja para luego bajar por mi cuello; sus labios besando mi garganta… Definitivamente, Stern era buena inspiración.

—¿Por qué firmaste tú?

—Insinúas que no debí hacerlo. ¿Y perderme poder trabajar con el chico de oro de la literatura? No estoy tan loca, Stern.

Su rostro se ensombreció, ganando acritud.

Yo lo dije a modo de broma y me pareció que él se lo tomaba mal, como si yo lo único que quisiese de él fuese que se me pegase su fama o algo así; no era eso, era por él, simplemente por él, por lo que había dentro de esa cabeza, por lo que latía en su pecho y debía fluir en sus venas, porque las palabras de sus libros de algún lugar debían salir; de uno bonito, estaba segura.

—Stern, me refería a que… más allá de que sea un honor tener la posibilidad de trabajar contigo…

—¿Un honor? —lanzó, interrumpiéndome.

—Sí, bueno, es un honor. Tú eres… —Me detuve porque su mirada por poco no me estrangula.

»Stern… —Tragué saliva, la puerta estaba cerrada otra vez—. Lo que quería decir es que… bueno, nos conocemos desde hace casi seis años y sin duda esta es la conversación más larga que jamás hemos tenido.

Su mirada se suavizó apenas un poco.

—Esto es difícil para mí —añadí.

—Bueno, solamente tendrás que soportarme dos meses.

—No, Stern, no lo he dicho en ese sentido. Stern, escucha…

—Creo que iré a acostarme ya.

—Pero Stern… —Él se movió y le permití esquivarme; no quería presionarlo todavía más, porque tenía la cara de torturado que se había instalado en sus facciones durante el vuelo y que no lo había abandonado después—. Stern, Giulia está preparando la cena y huele fenomenal.

—No tengo hambre —me dijo, deteniéndose a un par de metros más cerca de la casa—. Buen provecho y que descanses.

—Stern, por favor, yo no…

—Hasta mañana a las diez, Chang.

Que me llamara por mi apellido no fue buena señal.

—Descansa, Stern.

En un parpadeo suyo más, se alejó de mí.

Resultó que, cuando regresé a la cocina, Stern ya había pasado por allí para avisar de que no cenaría. Giulia, de todos modo, lo convenció de llevarle un sándwich y algo de beber, que ella luego me confirmó que él ingirió, al venir a servirme la cena a mí.

Creí que por haber dormido toda la tarde no lograría pegar un ojo y, sin embargo, después de poner la alarma para las seis menos cuarto de la mañana, caí rendida.