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Después de dedicar más de seis décadas de su vida a dominar las artes mágicas, Porta Cerreto no necesitaba un conjuro, ni un incienso, ni un ritual para tener una visión. De todas maneras, le gustaba tener el control de las cosas, así que prefería aquellos métodos a las revelaciones espontáneas. Aun así, algunas veces los espíritus de la verdad la buscaban a ella primero. Cuando lo hacían, ella intentaba tomar su atención como un cumplido.

Hoy, sin embargo, la habían tomado por sorpresa.

Estaba de pie en la acera de una calle del centro histórico de una ciudad encantadora. Aquel distrito junto al mar era conocido por las gentes del lugar como «la Ribera», aunque la línea de mar estaba técnicamente unos cuantos bloques más allá. Se colocó frente a su nueva galería, a la que había llamado inteligentemente ART(e)FACTOS. Un contratista barrigudo estaba instalando la puerta delantera, una hermosa entrada de cristal con bordes biselados, un marco de roble y cristales laterales a juego. Debajo del nombre, impreso sobre el cristal, un estilizado cincel y un mazo desconchaban el lema: Desentierra tu verdad.

Las tormentas matutinas habían pasado, cediendo ante la asombrosa cúpula del cielo diurno. Porta respiró profundamente. El aire aprobaba su decisión de abrir en aquella ciudad, en aquella época del año. El oxígeno sazonado con la sal del océano le prometía que sus esfuerzos serían nutridos, solicitados y duraderos. Aquellos eran buenos augurios, y ella expresó su gratitud con suspiros de alivio. A los setenta y dos años tenía poco tiempo para esfuerzos que no fueran provechosos.

Hacía tiempo que la belleza no la satisfacía. Era cierto: la gente que entrara en su galería de arte a través de aquella espléndida puerta de cristal no saldría nunca en el mismo estado, no si sus espíritus eran receptivos a su verdadero llamado. En un principio, la perspectiva de mejorar las vidas de los demás había sido suficientemente noble. Pero ahora, cuando su propia rueda de la vida se acercaba a la vuelta completa, quería más.

Porta escuchó el freno de un camión de reparto en la parte trasera de la galería. La mayor parte de las obras de arte para la gran inauguración de mañana ya estaban a bordo, y esperaba una pieza en particular. Se había extendido la moqueta y ordenado el mobiliario, y ahora los diseñadores estaban colgando lienzos y marcos en las paredes.

Entró en el bar «irlandés» de al lado, un concurrido bar americanizado que no se acercaba siquiera a ser auténtico, y le hizo un gesto con la cabeza al viejo propietario, que amablemente le había propuesto utilizar su tienda como pasadizo mientras su puerta delantera estuviera bloqueada. Él agitó su mano y colocó una cerveza espumosa frente a un parroquiano madrugador en el bar. El hombre había llevado el negocio durante cuarenta y dos años, le había dicho, y Porta pensó que el jersey de pescador que llevaba a diario debía tener más o menos la misma edad.

Al llegar a la parte trasera del bar, apareció en un ancho callejón y observó su reparto. El conductor arrojó una carpeta de clip en la parte trasera del camión de mercancías y después entró en ella. Deslizó un transpaleta manual bajo una caja de embalaje de madera, de más o menos un metro por metro y medio, y arrastró el cajón hasta el elevador del camión, que gimió, rechinó y bajó su carga hasta el suelo.

Ella miró las etiquetas del cajón y dio una palmada.

—Ah, lo que estaba esperando.

—Lo que usted diga, señora.

Aceptó los recibos del envío pero rehusó firmarlos. En vez de eso, dirigió al hombre de la rampa hacia su pequeña dársena.

—Le echaremos un vistazo primero, ¿no cree?

Treinta años atrás, en una época más dorada de su vida, le encargó una escultura a un joven y prometedor artista iraní que vivía en Jordania. El objeto sería esculpido en una sólida pieza de jade que había adquirido Porta de un mobed zoroástrico. El sacerdote le tenía mucho cariño, y había intercambiado con ella la gran piedra por una pequeña colección de joyas de sardónice y unos cuantos favores personales y sensuales.

Ella le había llevado la inestimable roca verde al iraní y le pidió al joven escultor que encontrara a la hermosa mujer en su interior. La figura que surgiera sería su Ameretat, la divinidad femenina ideal de la inmortalidad para el Zoroastrismo. Ameretat no era una diosa en sí misma, aunque pensar en ella como tal ayudaba a Porta. La forma verdosa se había convertido en una especie de vara de zahorí para Porta, ya que la escultura, a la que también ella llamó Ameretat, sostenía un bote de jade con auténtica y rica tierra. De aquella tierra, de acuerdo con el mobed que la había bendecido, nacería un vino rebosante cuando en presencia de la vida pudiera burlar la muerte.

Era una pieza de arte que nunca podría poner a la venta.

Su tamaño, sin embargo, exigía que Porta estuviera separada de ella siempre que se desarraigaba y se trasplantaba. No había posado los ojos en la Ameretat desde que la dejó en Nueva York seis semanas atrás con otras veinte páginas de inventario asegurado y las instrucciones de envío.

Le indicó al conductor que colocara la caja dentro del almacén de la galería, en medio de la sala; después fue a buscar un destornillador de cabeza plana y un martillo de debajo de la mesa de trabajo.

—¿Le importa? —preguntó ella ofreciéndoselo.

En pocos segundos las grapas metálicas que sujetaban las cinco capas de abedul a los laterales gimieron y crujieron al dar a luz. Porta levantó la tapa y apartó la capa superior de espuma acolchada. Apareció una cabeza dorada.

Dorada, no verde. De metal, no de piedra preciosa.

—Esto no está bien.

Dentro de la caja, la escultura metálica se sostenía firme por unas abrazaderas de contrachapado. El conductor la ayudó a retirarlas y después colocó la mano sobre la cabeza de la figura e inclinó la pieza hacia delante hasta que asentó la pesada base. La dejó enfrente de ella sobre el suelo de hormigón.

Porta se puso en cuclillas en su traje negro de ejecutiva y frunció el ceño.

Aquella no era la diosa de la inmortalidad. En su lugar, un muchacho caminaba con su jovial faz girada hacia el cielo, los ojos cerrados bajo el sol implícito, despeinado, con los zapatos desanudados. La escultura no era de bronce, sino de alguna clase de aleación brillante que no sabía bien cómo llamar.

—Esta caja tenía la etiqueta equivocada.

El conductor revisó el vagón de mercancías y después examinó su carpeta. Permitió que ella echara un vistazo sobre su hombro a lo que tenía: copias del conocimiento aéreo, la factura pro forma y la factura de envío.

—Todo parece estar en orden, pero esta no es la pieza —dijo Porta—. Puedo enseñarle fotografías. Ha habido un terrible error aquí. La que tenía que llegar era de jade. Una mujer de jade con alas como las de un ángel.

El conductor negó con la cabeza pero no discutió, y ella pensó que aquello debía ocurrir todo el tiempo, aunque no fuera culpa suya.

—Deje que haga una llamada —dijo él regresando al camión.

Porta miró fijamente al jovenzuelo. El olor a pintura fresca que provenía de la galería se mezcló con su decepción. Era prácticamente una catástrofe.

No estaba mal hecha, pero el chico era demasiado dulce e inocente, y excesivamente comercial para su gusto. ¡Lo asombroso era que no tuviera un pájaro sobre su hombro y un perro entre los pies! El concepto era de principiante. Común. Sin inspiración. Le dio un golpe a la cabeza del niño y escuchó un zumbido hueco.

Gruñó. ¿Dónde estaba su Ameretat?

El zumbido persistió y se alzó sobre los sonidos de martillazos y voces bajas de la puerta delantera. ¿Qué material era aquel? Porta alargó su vieja aunque hermosa mano (se preocupaba muchísimo de la apariencia de sus manos) y la colocó en lo alto de la frente vuelta hacia arriba para poner fin a las vibraciones. No esperaba el calor de la fiebre. Aún más inesperado: sus dedos se hundieron en la desaliñada melena del chico como si fuera de cera derretida; rodeó sus nudillos. En un segundo se endureció y la agarró con fuerza.

Los huesos en el interior de sus dedos empezaron a estremecerse.

Si no hubiera tenido setenta y dos años y no hubiera pasado gran parte de su vida en condiciones íntimas con los elementos espirituales de la tierra, habría chillado, o gritado pidiendo ayuda. Pero se dio cuenta de lo inexplicable que era aquello: no era un suceso físico, por muy atrapada que sintiera su mano, sino una percepción de la realidad. Una visión. El anuncio de un mensaje, preparado para ella y entregado en su propia mano. Bastante específico.

Se relajó, preparándose para recibir. El zumbido se convirtió en un rumor, y después en un campanilleo en sus oídos.

—Tu luna es menguante, bruja.

Era el niño quien le hablaba.

—Al igual que para todos nosotros —dijo ella.

—Porta Cerreto debería creer lo que dice. Sin embargo, no piensa que la muerte le llegará.

Aquel anuncio era ligeramente inquietante. La muerte era un tema (y un estado del ser) que ella se había propuesto evitar.

—He entregado mi vida a la búsqueda de la inmortalidad, eso es verdad.

—Su búsqueda es inútil.

—¿Por qué?

—Porque ella ha puesto su fe en dioses que no tienen poder sobre la muerte.

¿Quién era aquel chiquillo grosero y descarado para encontrarla indigna de hablarle directamente? Hasta que no se identificase, tendría que reunir todo su autocontrol a riesgo de ofender a una deidad que parecía ser mayor de lo que aparentaba.

—Si ellos no tienen ese poder, ¿entonces quién?

—Solo hay uno que conoce el camino.

—¿Quién? Me gustaría conocerla. O conocerle, si fuera el caso.

—Porta Cerreto se marcha. Ella conduce a muchos por el camino de la muerte con una antorcha en alto por encima de su cabeza.

Intentó sacar la mano de la trampa del pelo indomable del niño, pero no pudo.

—¡Eso es mentira! No me faltes más al respeto... ¡háblame! Dime quién tiene el poder del que hablas.

El chico esculpido abrió sus párpados y detrás de ellos el espacio estaba vacío. Porta se calmó.

El niño habló.

—He aquí yo he salido para resistirte, porque tu camino es perverso delante de mí. Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo. La que en él cree, no es condenada; pero la que no cree, ya ha sido condenada.

Aquella visión era de un subalterno, salido de la boca del infierno para bromear con ella, ¡como si fuera una novata!

—¿Cuál es tu nombre, demonio?

—¡Yo soy tu vida! En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres.

—¿Cuál es tu nombre?

—En el nombre de Jesús de Naz...

Entonces Porta chilló, un grito de furia. Escupió sobre el cabello metálico que la agarraba y pateó el pedestal del niño, pronunciando una maldición:

¡Avaana! Avaana ahmega, no stolia eudah avaana...

Su mano se liberó. La escultura se volcó y ella se agazapó sobre ella ágilmente, porque se había aferrado a su juventud de un modo que aquella... aquella cosa nunca podría admitir. La visión se sesgó. Sus dedos agarraron al niño por la garganta mientras maldecía, enviando aquella abominación de nuevo a su agujero infernal. Los párpados se cerraron.

Los labios dejaron de moverse.

—En cinco semanas de cinco días, Porta Cerreto dará su último suspiro.

Ella alzó su voz para ahogar las palabras del monstruo, pero las escuchó de todas formas.

—¿Hasta cuándo andarás errante, oh hija rebelde? Con amor eterno te he amado: por tanto, te prolongué mi misericordia. Porta, Porta, te estoy llamando.

Ella giró la escultura sobre su rostro y la golpeó contra el suelo una, dos y tres veces.

El zumbido que había atravesado sus oídos se desvaneció. Ella terminó su maldición respirando con dificultad.

Se puso en pie. Se alisó las perneras de los pantalones con las palmas de sus manos temblorosas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que le ocurrió algo parecido. De hecho, no podía rememorar ningún incidente en su larga historia que fuera tan sobrecogedor. Consultaría al Cuervo, averiguaría lo que él sabía de aquella engañifa. ¿Qué embustero habría imitado al pretendido dios que insistía en que estaba por encima del resto de deidades del universo?

Hacía mucho tiempo que Porta había rechazado al Único que había rechazado a toda la humanidad, y a todas las deidades asociadas con él, ya fueran espíritus o hijos. He aquí el hombre es ahora como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre.

No sería impropio de su hijo burlarse de ella con semejante broma. Una especie de regalo de inauguración.

De pie frente a la forma inmóvil y barata, cuando su conmoción se desvaneció, acabó encontrando la escena graciosa. Se rió entre dientes y colocó la figura en la posición correcta. Pobre chiquillo, maltratado de tal manera.

Cinco semanas de cinco días. ¿Significaba aquello cinco semanas laborales? ¿O veinticinco días seguidos, contando los fines de semana? ¿O algo más críptico? Fuera cual fuese su significado, no parecía ser mucho tiempo; podría llevarle todo el tiempo necesario para localizar la Ameretat, que iba a tener un lugar central en su escaparate delantero, donde la figura evaluaría a todo aquel que atravesase las puertas. Eso era, después de todo, lo que Porta pretendía al atraer a los amantes del arte hacia ella: solamente la belleza era inmortal, y solamente la belleza atraería al dador de vida que ella buscaba. La Ameretat aún no había identificado al único, ni siquiera a uno solo en tres décadas. Pero Porta tenía fe en que lo haría. A su tiempo, lo haría.

Se imaginó aquella escultura infantil en el escaparate delantero y sopesó si tendría el descaro de colocarla allí. Atraería a una multitud más grande de lo que lo haría la diosa, lo cual era importante para el establecimiento de una nueva galería.

Pero la verdadera razón por la que quería ponerla era burlarse del diablo que había intentado asustarla. Si su hijo la veía ahí en su primera visita, la recompensa por su expresión bien valdría una muestra de tal sensiblería. Y si no podía vender aquella cosa tan extremadamente linda en cinco semanas, quizá sí se mereciera morir. ¡Ja!

Porta caminó con paso ligero hasta el muelle de descarga y se asomó para buscar al repartidor. Estaba sentado en el asiento del conductor de su cabina, sujetando un teléfono contra su hombro.

—¡No importa! —le gritó—. Me quedaré con esta, solucionaremos el resto más tarde.

Él se levantó las gafas de sol como si no hubiera escuchado.

—Deme los papeles. Los firmaré ahora mismo.

Porta regresó al almacén y examinó al pequeño muchacho. Por lo menos era resistente. La pieza era suficientemente ligera como para alzarla sobre su mesa de trabajo. Le tocó la cara, evitando el cabello de la coronilla, y lo encontró más sólido que nunca. Deslizó los dedos por sus tiernos brazos. El chico era una extraña elección de mensajero para quien fuera que lo hubiera imaginado.

Miró un calendario que colgaba sobre la mesa. Hoy era viernes, 10 de agosto. La gran inauguración era mañana. Contó las semanas. Cinco la llevarían a mediados de septiembre, alrededor del catorce o el quince. No le vino nada significativo a la mente alrededor de esas fechas. El solsticio de otoño caería más o menos una semana más tarde. Contó los cuadrados. Veinticinco días desde hoy hicieron aterrizar su dedo el 3 de septiembre. Su septuagésimo tercer cumpleaños.

Un escalofrío involuntario pasó entre los hombros de Porta mientras miraba fijamente la fecha. La importancia de aquello no cambió nada, pero fue llena de un saber al que se resistía. Los espíritus del destino y no cualquier embustero habían venido a ella en aquella ocasión, con todo su misterio velado. Lo cierto era que su inmortalidad no estaba asegurada, y aunque la sentía más cerca que nunca, permanecía fuera de su alcance.

No, no. Algunas verdades no eran verdades en absoluto, sino una decisión que había que tomar, un pesimismo que tenía que ser rechazado. Ella rechazó aquel. La plenitud de la vida vendría a ella. Escucharía su llamada y atravesaría las puertas delanteras de su galería para recompensar todos sus años de fiel búsqueda. Cuando llegase, ella la atraparía y no la dejaría ir jamás.

Porta se cruzó de brazos y frunció el ceño. Se preguntó qué iniciación especial necesitaba conferir a aquella pieza de arte en particular. Teniendo en cuenta las circunstancias de su llegada, el conjuro habitual que le otorgaba a sus trabajos corría el riesgo de ser insuficiente.

Levantó al niño del banquillo y lo transportó por la galería hasta una sala de inspección privada que ocupaba una de las esquinas. El espacio era un pentágono deforme, porque su puerta ocupaba un ángulo entre las paredes que sobresalía hacia el espacio principal. A Porta le gustaba aquel detalle, porque los lados desiguales habrían irritado a sus hermanas del Este hasta grado sumo. El área estaba iluminada por tres lámparas empotradas. Una de aquellas lámparas creaba un foco de luz en forma de cono en el centro de la sala.

Allí sería donde los clientes potenciales interactuarían con las obras de arte a solas, sin distracciones, ayudados por el encanto de la habitación y las fragancias provenientes de las piedras calientes de su cuenco de incienso. Su antigua familia se habría sentido molesta por sus técnicas de venta, también, pero Porta no veía ningún problema en ayudar al cerebro de un cliente enseñándole cómo ver aquello que él estaba intentando ver de todas maneras.

Porta colocó la escultura en una esquina junto a una vela apagada. Se agachó para levantar el borde de la alfombra que cubría gran parte del suelo de hormigón inacabado, y la enrolló hasta la pared. Una vez hecho eso, trasladó al chico a un punto negro que había pintado sobre la losa, exactamente en el mismo centro de la habitación.

Había un interruptor de la luz escondido detrás de la vela donde había colocado la estatua. Lo encendió y las tenues luces empotradas se extinguieron, reemplazadas por los destellos del azul fluorescente de un proyector instalado en el techo. Gracias a la tecnología ya no tenía que desperdiciar el tiempo pintando sus círculos ceremoniales con tiza, ni sales, ni cordones de seda ni agujas secas de pino. La imagen generada por ordenador de un perfecto círculo tridimensional (una serpiente mordiéndose la cola) flotaba sobre el suelo como un holograma. La cabeza de la serpiente estaba orientada hacia el norte y también proporcionaba la puerta del círculo; a Porta no le importaba que la serpiente no estuviera en dirección al este, como requería la tradición. Con la ayuda de un diminuto control remoto, podía abrir la puerta y también cerrar el círculo sin ser distraída de los detalles más importantes de su hechizo.

La escultura del muchacho permanecía allí en medio, y agradeció cómo la serpiente lo mantenía prisionero.

Regañó al muchacho:

—Tú ya te has divertido lo tuyo. Ahora estás en mi casa y jugarás según mis normas. Volveré enseguida.

Porta cerró la puerta y regresó para firmar el papeleo. Después haría salir todos los ardides de aquel pedazo de metal para siempre.