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Promesa no murió.

No solo no murió, tampoco perdió el conocimiento. No se rompió ningún hueso. Sintió cómo su espalda golpeaba primero, después las caderas y los tobillos, todos los ángulos de su cuerpo hundiéndose y aplastándose contra el áspero cojín de la tierra. Se le cortó la respiración y sus ojos se ensancharon en un esfuerzo por hacer lo que su boca abierta no era capaz. Rodó y todo irrumpió dentro de ella, la bocanada más difícil y dolorosa de la vida de sus pulmones moribundos. Inhaló arena.

A esto le siguió una tos que parecía no tener fin, y una porquería seca y pegajosa de polvo y mucosidad. Cuando su cuerpo cedió a sus esfuerzos, se volvió a echar sobre la espalda, sin aliento y agotada, pero entera.

Los talones de las manos se le habían erosionado con la caída, y se había magullado la punta de la barbilla con una raíz de un árbol que sobresalía, pero eso no era suficiente para convencer a los médicos de lo que había ocurrido a pesar de la valla astillada y la frenética llamada al 911 desde el teléfono de Zack.

Ella pensó que la caída tendría que haberla matado. En vez de eso, para cuando llegaron los servicios de emergencia se había puesto en pie, se había sacudido y había recuperado su chal de lana, que se había quedado atrapado en una roca plagada de percebes en el agua poco profunda del océano. Los de urgencias fueron a buscarla con un complicado artilugio de cuerdas y poleas, y después le realizaron un examen superficial y le ofrecieron un sermón sobre lo que le costaba anualmente al condado en impuestos hazañas estúpidas como hacer escalada sin el equipo adecuado. No se creyeron que ella había caído desde el otro lado de la valla. Habría acabado mucho peor de cómo estaba, dijo un médico. Un oficial de policía que se encontraba en la escena la obligó a realizar un test de alcoholemia y le lanzó una mirada perpleja cuando ella preguntó si medía la cafeína.

Sencillamente, no era posible que hubiera evadido la gravedad del incidente, sin importar cómo lo vieran los demás.

Zack se esfumó sin decirle nada a ella cuando la policía empezó a hacer preguntas para averiguar quién había denunciado la caída. La enviaron a casa con una severa advertencia y poca compasión. Ella llamó a su amiga Jenny, que había grabado y dirigido los vídeos que mostraban con tanto éxito los talentos de Promesa. Jenny se presentó en el apartamento de alta gama de Promesa con paquetes de hielo y sales de magnesio y una saludable dosis de escepticismo por la altura a la que había caído Promesa en realidad. Pero Promesa aceptó su consuelo y la distracción de la charla de Jenny, que rápidamente pasó a hablar de una estrategia de ideas para ver cómo poner en práctica otra producción más popular para las masas de la red.

Jenny iba a ser productora de cine, si Promesa no podía convencerla de que se convirtiera en su mánager. Jenny era un genio en las redes sociales. Había atiborrado con el enlace de Promesa los correos de miles de personas que adoraban una balada pura y una historia inspiradora: Una chica enferma que no debería ser capaz de cantar lo hace de todos modos... ¡vaya si lo hace!

Cuando la fisioterapeuta de Promesa, Sue, llegó para una visita rutinaria de terapia física a domicilio, Jenny las dejó para lo que ella solía denominar «su rutina de rhythm and blues». Sue tenía el rhythm y Promesa tenía el blues. La única vez que Jenny se quedó para ver a Sue sacando a golpes la espesa mucosidad del pequeño cuerpo de Promesa, Jenny se había opuesto a la dureza de los golpes hasta tal punto que Sue amenazó con golpearla a ella, y Promesa tuvo que pedirle a Jenny que se marchara.

Promesa compartía su gran apartamento de tres habitaciones con Michelle, su amiga de toda la vida que también tenía fibrosis quística. El tercer cuarto se había convertido en una zona de terapia en casa. Contenía una tabla inclinada de abdominales para ayudar a Promesa y Michelle con el drenaje postural, un chaleco inflable vibratorio que le agitaba a uno el cuerpo entero, un nebulizador para suministrar medicamentos por inhalación, un percutor mecánico que ya no usaban más que en raras ocasiones porque ambas mujeres preferían el chaleco, y una máscara de aire; todo ello conspiraba un par de veces al día para extraer la mucosidad mortal de sus pechos. Había una bombona de oxígeno extra en una esquina, pero era solamente para reservas de emergencia. Cada una de las mujeres tenía un aparato de oxígeno portátil en su cuarto para usarlo por la noche.

La sala de terapia también tenía un televisor de pantalla plana con conexión vía satélite e Internet, un puerto para reproductores de MP3 y un centro de entretenimiento ampliamente surtido para mantener a las amigas ocupadas durante sus sesiones de tratamiento de cuarenta minutos. Aquella habitación equipada a la última (igual que el alquiler del apartamento, la matrícula de la universidad y los pagos del descapotable) la habían proporcionado los padres de Promesa, que la amaban con calidez y con dinero y financiaban su vida independiente.

En la sala de terapia, Promesa se colocó bocabajo en la tabla inclinada para empezar, y Sue se puso a trabajar. Después de unos pocos minutos en los cuales nada salió, una Sue perpleja (terapeuta veterana) dijo que los pulmones de Promesa estaban más limpios de lo que lo habían estado en los últimos seis meses. Más limpios que los que había visto jamás en cualquiera de sus pacientes con fibrosis quística, de hecho. Mientras Sue golpeaba con sus palmas la parte trasera de la caja torácica de Promesa una y otra vez, preguntó qué había hecho diferente su paciente.

Nada excepto salto de barranco. Cuando Promesa se refirió a su historia, Sue dijo:

—Si caerse por unas rocas es lo que te hace estar tan aparentemente bien, tendré que empezar a prescribirlo. Percusión extrema. A ustedes los jóvenes parece que les gusta lo drástico.

—Quizá saltar en caída libre sin paracaídas sea más eficaz. Podríamos dirigir un estudio —bromeó Promesa.

—Espero que no pienses que lo decía en serio.

—Si no quieres compartir el escenario conmigo en nuestro número cómico, buscaré un nuevo terapeuta —dijo Promesa. La suposición predominante de que los moribundos no tenían sentido del humor realmente necesitaba morir.

Pero el terror, aunque con retraso, alcanzó a Promesa aquella tarde.

Después de cenar una ensalada de salvado y suplementos de enzimas que contribuían al trabajo de su tracto digestivo (porque la fibrosis quística no era únicamente una enfermedad de los pulmones), Promesa se subió a su descapotable y atravesó la ciudad hacia el hospital para visitar a Michelle.

Promesa vivía en aquella ciudad y asistía a la universidad en vez de a una escuela superior de bellas artes porque la proximidad a aquellas instalaciones en particular era importantísima para su salud física y mental. Se figuraba que había pasado casi un cuarto de su vida en las camas de aquel hospital, esquivando infecciones bacterianas, evaluando su bienestar global y participando esperanzada en estudios experimentales.

Era su hogar lejos de su hogar. El personal de enfermería eran sus padres sustitutos. Sus mejores amigos se reunían allí todo el tiempo: el club de los enfermos crónicos.

Michelle, la compañera de Promesa en disparatados sueños de futuro, había pasado allí las últimas tres semanas. Su cuerpo estaba rechazando los nuevos pulmones que había recibido nueve meses atrás, los pulmones que tenían que haberla llevado a París para pasar una semana en el Louvre.

Promesa presionó el botón del ascensor por inercia, y entonces decidió probar con la recomendación de Sue de tomar las escaleras. Subió con facilidad y llegó a lo alto decidida a abrazar aquel vigor en vez de analizar cómo había podido conseguirlo. Entró en la habitación de Michelle tarareando.

Michelle giró su cabeza hacia Promesa, con la cara hinchada por las altas dosis de esteroides que le estaban suministrando como terapia para el rechazo. Tenía las gafas nasales del oxígeno alrededor de las orejas cual accesorio de moda. Levantó la mano hacia el portátil que descansaba en la mesa de ruedas junto a su cama.

—He visto que las visitas a tu vídeo han subido, como a veinte mil o así.

—¡Eso es porque no dejas de mirarlo!

—No puedo evitarlo. Soy tu mayor fan.

—Bueno, me alegra saber que tú subes los números. Están llamando la atención. Un par de agentes dijeron que vendrían a la audición la semana que viene.

—Cariño —Michelle cerró los ojos, cansada—. Los vas a dejar alucinados.

Promesa colocó su bolso en una silla y empezó a rebuscar en él.

—Sue dice que te mejores y que vuelvas a casa. Yo la aburro y prefiere hablar contigo.

Michelle sonrió.

—Mamá me envió el nuevo CD de Regina Spektor, porque te encanta.

—Sí, me encanta.

—El día que cante como ella será el día en que haya muerto y haya subido al cielo.

—Son igual de buenas ustedes dos, Promesa. Solo que por diferentes razones.

Promesa sacó el disco y lo dejó en la mesa junto a la cama, y se sentó.

—Y Zack Eddy finalmente me dijo algo más que una frase hoy. Por lo visto también es fotógrafo. Tengo su número de teléfono y he decidido que tú deberías invitarle a salir.

—¿Le gusta la comida de hospital?

—Le gusta la ropa negra y la gomina. Estoy segura de que después de una tarde en tu compañía y un poco de gelatina, se relajará. Tú eres la adecuada para él, querida.

—Suena realmente maravilloso.

—En serio, es estrafalario, pero dulce. Piénsalo.

Michelle suspiró, suave y temblorosa.

—Demasiado tarde. El verano ya casi ha terminado.

—Seguiremos aquí todos cuando empiece el otoño, Micky.

Los ojos de su amiga se volvieron vidriosos.

—Me voy a perder el inicio de las clases.

—Ya hemos pasado por esto antes. Tan solo llegarás un poco tarde.

Todos lo entienden. Puedo conseguirte los libros y...

—Mi función pulmonar se ha reducido al 78 o al 77 por ciento, o así.

No eran buenos números, y seguían moviéndose en la dirección equivocada.

—Deberías poner un anuncio para mi habitación, Promesa. Consigue a alguien que se mude contigo.

Promesa se inclinó hacia delante y colocó su mano sobre la de Michelle.

—No digas esas cosas.

—No deberías estar sola —Michelle bajó la mirada hacia la mano de Promesa cuando dijo aquello. Sus ojos movedizos le dieron a Promesa la extraña impresión de que Michelle quería que ella dijera lo mismo. Pero no era propio de su amiga aparentar estar tan necesitada.

—Si casi no estoy sola —dijo Promesa—. ¡Prácticamente soy famosa ya! Y todos regresarán pronto para el primer trimestre.

—No creo que vaya a volver a casa esta vez.

—Esa clase de pensamientos te mantendrán aquí seguro.

—No tiene nada que ver con mi cerebro.

Promesa apretó los dedos de su amiga, como palillos de tambor en el extremo, igual que los suyos, con los bordes anormalmente anchos y las uñas convexas, un recordatorio de que ambas caminaban por el mismo sendero.

—Las biopsias muestran un rechazo crónico. Sabíamos que podía pasar. Lo hemos visto ya, ¿verdad? Estoy a punto de convertirme en una estadística.

—No estoy de acuerdo.

—No he conseguido nada.

—Has leído Guerra y paz.

—Te juro que si me haces reír ahora te sacaré a patadas.

—Le has regalado ositos de peluche a todos los pacientes ingresados en esta planta.

—No es verdad... esta vez son ellos los que me traen regalos.

Unas flores se encorvaban sobre el asiento de la ventana.

—Los ositos de peluche conducen a una vida extremadamente larga y apasionante. Piensa en cuánto del mérito de sus viajes te pertenece.

La risa de Michelle fue poco más que un suspiro roto.

—No era eso lo que quería, Promesa.

—Lo sé.

—Nunca hay suficiente tiempo para lo que queremos.

—Eso parece, ¿verdad?

—Nadie lo consigue. Excepto quizá mamá y papá.

—Ellos tampoco querían esto.

—Pero es diferente para ellos.

Promesa apretó su mano, a sabiendas de que no merecía la pena decir nada más en ese momento.

—Desearía poder estar en tu audición la semana que viene —dijo Michelle después de un largo silencio.

—Le pediré a Jenny que la grabe para ti.

—Tienes que ir a conseguir lo que tú quieres, deja de merodear sitios como este. Es una pérdida de tiempo.

Sin embargo, había ironía en la voz de Michelle, un anhelo poco realista que Promesa notó pero que no supo cómo entender.

—De tu tiempo quizá.

La broma le pareció del todo inadecuada.

—¿Me cantas algo? ¿Algo del musical? O cualquier otra cosa.

Promesa se sintió desprevenida, sobresaltada por aquella extraña petición. Broadway no casaba con una habitación de hospital, y su mente no conseguía dar con algo apropiado de entre todo su repertorio.

—Oh, no lo sé. No he calentado.

—Háblame de ello, entonces —dijo Michelle, permitiendo con elegancia que el delicado momento se desvaneciese.

—Lo haré.

—Tú sabes que siempre puedes derrochar mi tiempo tanto como quieras. Tu voz me gusta más que la de Regina Spektor.

Aquella noche, sola en el apartamento, Promesa reposaba en la cama separada del sueño por la sensación de caída que constantemente la sacudía hasta despertarla. La tercera vez que ocurrió se sentó, sorprendida de encontrar sus manos temblando tanto que manejaban torpemente las gafas de oxígeno cuando intentó quitárselas de la nariz. En realidad, parecía demasiado aire. El flujo delicado e invisible de oxígeno sobre su piel era como el aire afilado en una terrorífica caída en picado.

Promesa había decidido hacía mucho tiempo, con la ayuda de sus padres y de un psicólogo de confianza, no someterse a un trasplante de pulmón. Shari fue la primera persona que Promesa conoció que había muerto después de conseguir unos pulmones nuevos, cuando Promesa apenas tenía diez años, y después James, y después Rael. Ocho amigos más habían muerto de FQ sin el trasplante, cinco en los últimos dos años, algunos de ellos en una lista de espera que sencillamente no les permitió llegar al primer puesto a tiempo. El truco era entrar en la lista mientras aún estabas lo suficientemente saludable como para sobrevivir a la cirugía de alto riesgo, que no tenía garantías ni fecha límite.

Ella eligió permitir que los pulmones que Dios le había dado se desgastaran por sí mismos, a su tiempo. En días como aquel, parecía una buena decisión. En el futuro, cuando yaciera donde se encontraba Michelle por culpa de haber perdido la oportunidad, probablemente dudaría de ello.

¿De cuánto tiempo disponía en realidad? ¿Cuántos años o meses antes de yacer entre sábanas de hospital y convertirse en polvo, antes de que su nombre desapareciera de la faz de la tierra como aquellas hendiduras de su cuerpo en la arena, borradas por la marea creciente?

Tenía que trabajar deprisa.