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Cada sábado, Chelsea Ellis y su hermano gemelo paseaban por la misma ruta con forma de ocho a través de las calles de la Ribera. Fuera sombrío o hermoso, hiciera frío o calor, en invierno o en verano, Chelsea y Chase dejaban su casa en el casco histórico en el 2310 de Morris Street a las 14:15, pedían un helado en la tienda de dulces de Marlene a las 14:35, se lo comían mientras examinaban el escaparate de la tienda de ropa de caballero de Reed al final de la ruta durante exactamente seis minutos y después se deshacían de las servilletas empapadas y regresaban a su puerta delantera sobre las 15:00.

La rutina persistió cómodamente durante diez años, durante los cuales Chelsea probó cada uno de los sabores de la tienda de helados al menos diez veces, y tan eufóricamente como era posible. Chase solamente probó el de chocolate con chispas de chocolate pero siempre esperaba a que ella le brindase la reseña del sabor del día. Con tanta práctica, ella elaboraba descripciones dignas de un catador de vinos. Chase podía citarla aun días después.

—Una fuerte mezcla de brillantes aromas a menta, equilibrados con notas anuezadas de cacao. Notas anuezadas, notas anuezadas.

Con la excepción de la elección del helado de Chelsea, todas las salidas de cuarenta y cinco minutos eran iguales unas a otras (sin sorpresas, sin decepciones), hasta que un sábado soleado de agosto Chase descendió las escaleras de su casa a las 14:13 con un portafolio negro cerrado bajo el brazo y un manojo de siete lápices blancos en la otra mano.

Chase nunca había paseado con nada de su material. Había estado restringido a los protegidos confines de la casa desde su séptima Navidad, cuando su padre le regaló a Chase su primer juego de papel y carboncillos. El viento, el polvo y, sobre todo, los ojos fisgones de los extraños angustiaban a Chase hasta tal punto que decidió, con el beneplácito de Chelsea, proteger su arte de todos aquellos elementos.

Así que cuando ella vio el portafolio, se preocupó mucho por aquel nuevo comportamiento, siendo la mayor inquietud que Chase probablemente no le explicaría la razón del cambio, lo que significaba que ella tendría que ser capaz de prever sus necesidades.

—¿Quieres dibujar algo mientras estamos fuera? —Chelsea apretó una gorra de béisbol sobre su frente para proteger sus mejillas ralas.

—Ya he dibujado.

Pero no se movió para abrir el portafolio.

—¿Te parece bien que el arte vaya afuera? —preguntó ella, buscando pistas más que respuestas.

Él asintió una y otra vez, un largo asentimiento bamboleante que a Chelsea le hizo pensar en el muñeco del salpicadero de un coche. Chase no la miró a los ojos. Nunca la miraba directamente.

—Papá dijo que está bien —dijo Chase, y Chelsea no entendió lo que quería decir, así que asintió como respuesta—. Dibujé el deseo —dijo él.

—Muy bien —dijo ella.

Abandonaron la casa como siempre, bajando los escalones delanteros uno al lado del otro, después por la acera de losas hacia el pueblo, Chelsea en la parte de dentro y Chase en la de fuera, en la posición protectora. El gesto de Chase de proteger a Chelsea era dulce, así lo había pensado ella siempre, quizá incluso motivador para él. Por esa razón ella le animaba, aunque en realidad era ella la que le protegía a él: de la pérdida, de la alteración, de la necesidad, de las almas crueles. La gente tendía a malinterpretarlo.

La probabilidad de que el gemelo de una persona autista también tuviera autismo era menor al diez por ciento. Dependiendo del día, aquella estadística le proporcionaba a Chelsea un gran alivio o una gran culpabilidad.

Chase sujetaba los lápices con las puntas señalando directamente hacia arriba, como si fueran un vaso lleno de agua. Caminaba con la cara hacia el cielo y a menudo cerraba los ojos, porque el camino le resultaba tan familiar que conocía el número exacto de pasos hasta cada obstáculo fijo, cada bordillo y cada puerta. Chelsea creía que él podía ver la realidad con más precisión que una persona normal. Su mente era como una guía de referencia con fotografías, un GPS por satélite, un libro de muestras de colores y texturas. Ella vigilaba los nuevos peligros, como piedras que pudieran torcerle el tobillo o juguetes desatendidos.

—¿Quieres que sujete tu portafolio mientras te comes el helado? —preguntó ella cuando llegaron a donde Marlene. Ella alargó la mano y tiró de la puerta, sonriéndole—. ¿O planeas utilizar chocolate en tus bosquejos de hoy?

—No —dijo él, y pasó de largo frente a la entrada abierta de par en par, con la cara aún girada hacia el sol y los ojos cerrados.

Chelsea continuó sujetando la puerta, conmocionada por aquel cambio inesperado.

Desde su posición detrás del mostrador, Riley, quien solía servirles el helado casi siempre, levantó las cejas cuando vio a Chase pasar de largo por delante de los ventanales. Ella desvió su mirada interrogativa hacia Chelsea, que finalmente soltó la puerta y dejó que batiera sola hasta encajarse, y saltó detrás de su hermano.

—¿Dónde vamos hoy? —preguntó ella.

—Al deseo —dijo Chase al cielo.

—Una silla de cafetería —advirtió Chelsea.

Él la evitó con la elegancia de un gato.

Cinco tiendas más abajo de donde Marlene, Chase se paró, abrió los ojos y se giró para mirar de frente un escaparate. Era uno de los locales más pequeños del centro, un lugar estrecho con una puerta de un solo panel y cristales laterales colindantes a una gran ventana de vidrio. Un alegre toldo abarcaba la anchura de la tienda, y un letrero plateado de GRAN APERTURA pendía del borde festoneado. En el centro de la puerta, un logo grabado en el vidrio anunciaba el nombre. ART(e)FACTOS: Desentierra tu verdad.

Al otro lado del ventanal delantero, en un escenario para exposición, un telón de fondo azul cielo como la lámina de un fotógrafo caía detrás de una escultura sobre un pedestal. Un niño de unos cuatro o cinco años, con los ojos cerrados, había sido captado andando, con la cara girada hacia lo alto del toldo exterior como si fuera el cálido sol.

Chelsea tardó en reaccionar. ¿Acaso Chase la había visto antes aquel día? Hasta donde podía recordar, la galería no estaba abierta hacía una semana, la última vez que ellos caminaron desde la heladería hasta la tienda de ropa de hombre. Y aunque Chase hubiera visto la posición del chico, la postura de su hermano cuando caminaba tenía muchos años de antigüedad. No podía estar imitándolo. De hecho, la figura parecía ser una copia de un Chase niño.

—¿Qué es esto? —le preguntó a Chase, mirando fijamente al muchacho. Le resultaba familiar de un modo que no podía describir, un modo que no tenía nada que ver con su hermano ni con la figura del niño. No estaba segura de qué materiales había usado el artista para hacerla. Dos o tres metales de diferentes texturas y colores, hasta donde podía ver.

Chase ya estaba dentro.

A pesar del extraordinario don de su hermano para el dibujo, él nunca había expresado ningún interés previo en galerías o exposiciones, y Chelsea, cuyas pasiones fundamentalmente se limitaban a los mercados financieros y los maratones, sentía poco aprecio por mucho de lo que se consideraba arte. Lo encontraba aleatorio, impenetrable y completamente dependiente de los ojos que lo miraban. Aun así, había tomado algunas clases en la universidad, más que nada para hacerse un hueco en el mundo privado de Chase. Había ido a unas cuantas exposiciones. Chelsea atravesó el umbral.

Ninguna de las galerías en las que había estado se parecían a aquella.

La luz del sol llenaba la larga sala como si el edificio no tuviera techo, y el primer lugar donde Chelsea miró fue hacia arriba, donde rebosaban flotantes cúpulas de tragaluces. Las propias paredes eran difíciles de ver. Cada centímetro cuadrado, desde el suelo hasta el techo, desde el frente hasta el fondo, estaba cubierto de ecléctico arte bidimensional. Dibujos enmarcados y lienzos sin enmarcar. Fotografías desordenadas y collages de técnicas mezcladas. Acuarelas, óleos, acrílicos, pasteles y carboncillos. Abstractos y literales. Tradicionales, contemporáneos y de tanta clase de estilos y periodos diferentes que no sabía siquiera por donde empezar a enumerarlos.

Había esculturas, jarrones y biombos por toda la habitación, ordenados alrededor de suaves y anchas sillas que sugerían que uno necesitaría sentarse y quedarse un rato para poder verlo todo adecuadamente (si acaso era posible concentrarse en alguna cosa). Había unos cuantos clientes sentados, esmeradamente silenciosos. Otros dos permanecían en la pared trasera, con los cuellos estirados hacia las hileras superiores.

Las paredes exteriores de una pequeña habitación privada también estaban cubiertas de arte, todo excepto la puerta, y enfrente de aquel espacio una mesa estrecha ofrecía aperitivos, palillos de dientes y delicadas copas de champán. El corto vestido negro y los tacones que Chelsea reservaba para los cócteles de alto nivel para recaudar fondos habrían sido apropiados.

Entre aquellas personas y un escritorio en la esquina, permanecía de pie una menuda mujer elegantemente vestida con una chaqueta roja a medida y una falda de tubo. Chelsea le calculó unos setenta años. Probablemente sería la propietaria, o quizá la guía. Su puntiagudo pelo rubio era sumamente corto y extrañamente juvenil. Su traje y sus joyas, aunque atractivas, eran de un rojo equivocado para su tez.

Los ojos de la mujer estaban sobre Chase. En aquel mismo instante, Chelsea dejó de sentirse bienvenida, aunque su intuición estaba en conflicto acerca de si era porque sus bermudas y sus zapatillas de deporte se tenían que haber quedado fuera o si porque vio prejuicio en la mirada de la mujer.

Chelsea deseó que Chase no tuviera planes de quedarse mucho tiempo.

Parecía que no se hubiera percatado de la disparatada colección de arte. Encontró una otomana enfrente de un tresillo ocupado y se colocó directamente delante del hombre y la mujer allí sentados, con el portafolio agarrado firmemente contra el pecho y los lápices erguidos en el puño. Miraba fijamente los zapatos de la mujer, unas sandalias elegantes y de altos tacones que dejaban ver una impoluta y roja uña del pulgar.

—Disculpe —dijo el hombre. Su frente se cernió sobre su nariz, con desaprobación.

—Sí —dijo Chase.

La mujer sonrió un poco, pero sus ojos estaban fruncidos.

Chelsea se aproximó rápidamente y se agachó junto a su hermano. Aquellos eran los encuentros que ella odiaba, las pruebas que alimentaban los estereotipos, y sacó a la superficie todos sus sentimientos conflictivos sobre la necesidad de ponerse a la defensiva y las disculpas. Vio en la ceja encogida del hombre la infundada resolución de que Chase era maleducado y retrasado; vio pena en la expresión silenciosa de la mujer, y quizá incluso miedo.

Después de treinta años no era más sencillo.

—Chase —Chelsea mantuvo su voz baja y firme—. Este no es un buen lugar para sentarse. Ven conmigo. Encontraremos un asiento mejor.

Él colocó los lápices en una fila regular en el suelo junto a sus pies enfundados en unas zapatillas de deporte. Los ojos de la pareja estaban fijos en ella, evaluando su capacidad, sopesando cuánto tiempo tenían que darle antes de utilizar la voz o moverse.

—Estás bloqueando la vista, Chase.

—Ella es la vista —dijo Chase, y abrió su portafolio—. El deseo cumplido es árbol de vida.

—Vámonos —dijo el hombre, pero la mujer no se movió. Miraba fijamente el libro de Chase.

Dentro de la carpeta descansaban varias hojas sueltas de un papel negro muy pesado. Chase prefería las de una marca en particular, cuyo ayudante, Wes, pedía, y por las que Chelsea pagaba cuatro dólares por hoja más un extra por cortarlas en cuartos para formar trozos de 43 por 38 centímetros. Stonehenge Rising, cien por cien algodón, un papel con calidad de archivo. La superficie no tenía ninguna textura, lo que le permitía a Chase un mayor control sobre los detalles.

La mujer vio el primer dibujo de la pila de Chase y se llevó su mano de huesos finos a los labios. La imagen era un roble desgarbado con ramas tan bajas que casi tocaban el suelo, con un nudo en el centro de su gruesa corteza.

Entonces Chelsea vio, con esa clase de agradable descubrimiento que acompaña a las segundas miradas, que no era un árbol en absoluto, sino una cabeza de mujer. Su cabello salvaje y azotado por el viento formaba las ramas del árbol. El tronco era una garganta en tensión. Unos labios carnosos y abiertos y una delicada nariz aparecieron en las hojas minuciosamente detalladas bajo unos ojos cerrados. La alta frente estaba inclinada hacia arriba, hacia el cielo, como el niño del escaparate de la galería, como Chase cuando paseaba. Era espectacular e impresionante.

Chase se agachó para agarrar el lápiz blanco más duro, un lápiz de grafito, y Chelsea pensó que un pequeño comentario quizá ayudase a relajar a la pareja.

—Estás lleno de sorpresas —le dijo a Chase mientras les miraba a ellos—. No sabía que hoy íbamos a mostrar tu trabajo.

Su hermano se quedó paralizado, con la mano extendida cerniéndose sobre el lápiz y cubriendo la página con su cuerpo inclinado.

—No —dijo él—. Definitivamente no.

—Bien. Por supuesto, tienes razón. Te entendí mal. No tienes que enseñárselo a nadie. Pero quizá podamos sentarnos por allí mientras trabajas.

El gesto de Chase se relajó, y Chelsea exhaló. No hizo ningún ademán por cambiarse de sitio.

La mujer del sofá aún miraba fijamente el dibujo, y pasó a colocar los dedos sobre su garganta. La expresión del hombre también se había suavizado, desde el juicio hacia la pregunta. Chase agarró el lapicero y lo apretó contra el tronco del árbol, y Chelsea se fijó en una línea nudosa que era más gruesa que las otras que recorrían el nudo a lo largo.

Su mente realizó una conexión entre observaciones inconscientes, y levantó los ojos a las yemas de los dedos de la mujer. Temblaban cerca de una larga cicatriz que corría verticalmente por su tráquea. ¿Pensaba que la línea estaba conectada con su cicatriz? Era imposible. Chase no conocía a aquella mujer. Y aun así la indómita melena, la boca carnosa, las mejillas elevadas, la marca... Había una semejanza simbólica. El lápiz de Chase hacía un sonido chirriante sobre el papel.

Dentro del nudo del árbol dibujó apresuradamente las líneas cuadriculadas de una masa cubierta de hierba que le dio al espacio la nueva apariencia de estar hueco. En el montón de hierba (un nido) colocó un pájaro con el cuello extendido hacia los cielos igual que las ramas del árbol, igual que el tranquilo rostro de la mujer. Tenía el pequeño pico abierto.

La mujer del sofá apretó la mano de su compañero.

El proceso no le llevó a Chase más de un minuto para completarlo. Después regresó el lápiz al suelo, sacó el dibujo del portafolio, cerró la carpeta y colocó la imagen encima. Se agachó y recogió los lapiceros en su puño, se puso en pie y dejó la imagen de la mujer-árbol en la otomana donde había estado sentado.

—Te quiero —dijo, y Chelsea no estuvo segura de si le estaba hablando a la mujer o a su dibujo. Y se marchó de la galería.

—Siento haberles interrumpido —le dijo ella a la pareja, retrocediendo hacia la puerta.

Ellos no contestaron. La ignoraron por completo. El hombre había agarrado el papel y las yemas de los dedos de la mujer se alargaban hacia él.

La otra mujer, la de rojo, no se había movido, y miraba a Chelsea con el ceño fruncido.