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Promesa fue a la audición creyendo que era la más importante de su vida. Aunque las clases de otoño no empezaban oficialmente hasta la siguiente semana, los castings del teatro de la universidad tradicionalmente se celebraban antes del inicio del curso. Se entendía que aquellas pruebas estaban programadas tan pronto para beneficiar a los estudiantes de artes interpretativas más responsables (aquellos que tomaban clases todo el año porque la oportunidad no distinguía el verano de cualquier otra estación, y que los perezosos se perdían).

Tampoco se hablaba de la dura verdad de que Promesa ya hubiera perdido demasiado ímpetu para alguien que se tomaba en serio su carrera como artista de grabación. Se había perdido innumerables audiciones por verse atada a tanques de oxígeno y a nebulizadores en un hospital. A estas alturas ya tendría que ser una estudiante de penúltimo año, pero todavía tenía que completar un curso con un cargamento completo de temas. Técnicamente, aún era una estudiante de segundo curso.

Hoy, sin embargo, Promesa creía que finalmente tendría una oportunidad de verdad de conseguir el papel principal. Su objetivo: el personaje de Elphaba, la incomprendida bruja de Wicked, la satírica adaptación de la «verdadera» historia detrás de El mago de Oz.

La confianza de Promesa en sus cualidades de estrella hoy era invencible, y tenía el presentimiento de que conectaba aquella fe con su caída sobre el aire oceánico. Sus pulmones, limpiados por aquel golpe sobrehumano, estaban a su mayor capacidad desde el día en que había salido gritando del vientre de su madre. Sus perspectivas brillaban como el oro: un papel principal, agentes interesados, un murmullo optimista. Era su momento, y nadie podía decir cuánto duraría.

Lo desplegaría como una serie de redondas. ¡Escúchenme! Voy a morir joven, pero nadie me olvidará jamás.

Su madre hizo una expedición de tres horas desde su residencia de la isla en Puget Sound para apoyar a Promesa. Se encontraron en el aparcamiento del teatro del campus.

—¡Promesa! ¡Te veo lista para tomar posesión del escenario! Se abrazaron.

—Estoy muy preparada para esto.

—Lo vas a hacer estupendamente —la madre de Promesa siempre hablaba positivamente, aunque las delgadas líneas de su frente se preocupaban día tras día—. ¿Con qué agente debo flirtear?

—¡No te atrevas siquiera a mirarlos!

—Papá te manda besos.

La madre de Promesa la llamaba todos los días y la visitaba una vez a la semana para comer, ir de compras o ver una película. O para una gran audición. Siempre que Promesa tenía que ser hospitalizada, mamá se instalaba en su apartamento y se quedaba cerca hasta que la daban de alta.

Por alguna clase de gracia accidental, Promesa era capaz de reconocer su extravagante infancia como un signo del miedo de sus padres. La posibilidad de que hubiera muerto sin haber estado nunca en Disneyland o en los parques nacionales o en Europa les dieron objetivos controlables, tareas manejables que les impulsaban hacia la felicidad y el optimismo en los periodos de buena salud. Su educación fue fundamental, aunque solo fuera por aprender por aprender; fue impensable que tuviera que esperar hasta Navidad o a su cumpleaños para conseguir el último artilugio o maravilla tecnológica; fue esencial que aprendiera a esquiar y a tocar el piano y que fuera la anfitriona de fiestas con carta blanca para sus amigos. Cada enfermedad y hospitalización era saturada con la anticipación de experiencias futuras que, en comparación, harían palidecer su incontrolable realidad.

Aquel había sido su mecanismo para enfrentarlo, y Promesa había abrazado su amor sin quejas, aunque ninguna cantidad de dinero o de generosidad pudiera ahuyentar los monstruos que hacían más ruido bajo su cama por la noche: que nunca sabría la razón por la que había nacido; que moriría y después se desvanecería.

¿Y si hubiera muerto en aquella playa?

¿Por qué no lo hizo?

Promesa se zafó de aquellas posibilidades.

Madre e hija se separaron en el pasillo de blancos fluorescentes en el exterior de la sala de audiciones. Promesa se preparó para su turno, caminando, continuando con los ligeros calentamientos que había estado haciendo durante horas. Cantaba una estrofa de su canción a un cuarto del volumen con el que cantaría en el escenario. Respiraba suavemente y a bocanadas completas.

La puerta se abrió y el desapasionado doctor Anderson la llamó agitando su carpeta de clip. Ella sonrió intensamente y se apuró para entrar. Él regresó a su asiento.

La sala de audiciones era un estudio de danza abandonado en el ala oeste del edificio, con espejos en tres de las paredes. A las tres de la tarde de aquel caluroso día de mediados de semana de agosto, las demacradas cortinas de la cuarta pared apenas servían como finos pañuelos de papel contra el penetrante sol. Promesa se sintió pequeña en el vasto suelo, que era lo suficientemente grande como para un ensayo general con todo el reparto de El cascanueces. Hoy, sin embargo, su voz compensaría su tamaño.

Consultó con Steve, el técnico de sonido que la había visitado en el hospital una vez cuando la enfermedad la había forzado a retirarse del trimestre de primavera. «No Good Deed» empezaría bien fuerte con un grito de protesta mientras el amante de Elphaba era arrastrado a la fuerza para ser castigado por salvarla. Promesa haría la audición sin micrófono. Comprobaron el volumen del acompañamiento.

Una vez satisfecha, Promesa se colocó en su sitio frente a la pequeña audiencia, cinco profesores que dirigirían varios elementos de la producción, y pasó a la formalidad de presentarse a sí misma y a su número. En el lado opuesto de la sala había dos hombres sentados que ella supuso que serían los agentes. Uno se abanicaba con una hoja de papel. El otro estaba enviando un mensaje de texto. Su madre estaba obedientemente sentaba en la fila delantera sin mirar hacia ninguno de los dos.

Jenny y tres amigos más de Promesa irrumpieron por la puerta trasera, saludando con la mano, y se pelearon por un asiento. Ella los reconoció con una breve sonrisa y un «saltito» de puntillas. La presencia de gente que la amaba le daría alas a su voz.

El sudor le hacía brillar la frente y provocaba que su blusa le irritara las axilas. Asintió con la cabeza a Steve y cerró los ojos, levantando el rostro hacia las luces fluorescentes. Dos breves compases de enérgicas trompetas y violines apresurados fueron su única introducción, y después vino un interminable grito de desesperación: el nombre de su amante saliendo de sus pulmones como una sílaba de doce tiempos. Lo terminó con aire de sobra y entonces, como una gaviota zambulléndose por un pez en el océano, bajó su volumen hasta una contenida y elocuente súplica. Comenzó el murmullo del canto de Elphaba, un esfuerzo frenético por convocar a los poderes que podrían salvar a la única persona que no se había puesto en su contra.

No era preciso que bailase, pero le resultaba imposible no moverse con las frenéticas emociones de Elphaba. La desesperación por la seguridad de su amante hacía girar en círculos a Promesa. La agonía por todo el sufrimiento que Elphaba había soportado, por encima de los malos resultados en todo lo bueno que había intentado hacer alguna vez, la harían caer de rodillas y después rebelarse al final de la canción. Porque su bondad era rechazada, nunca más volvería a buscar el bien.

La perfección corría por el centro de cada nota como la esperanza corría por las venas de Promesa. Si había algún problema con aquella audición, quizá nunca sería capaz de cantar aquel número tan bien de nuevo.

Esperaba que Jenny lo estuviera grabando.