7

Porta no había cerrado aún la galería cuando llevó un cántaro de agua fría a la sala de inspección privada. La derramó sobre las piedras que calentaban el incienso en los cuencos, apagando el calor. Al final de cada día, el aire era denso y estaba en movimiento, buscando una ventana, pero encontrando solamente pulmones en su lugar. Aquella mezcla especial de esencias, que no podía encontrarse en tiendas ni en guías de pociones sino solamente en lo más profundo de su mente, servía para apaciguar la necesidad de moverse deprisa. Relajaba el cuerpo y los sentidos. Construía puentes entre la realidad y la percepción en todos excepto en ella después de tantos años de exposición.

El agua golpeó las piedras y siseó. Subió vapor desde el cuenco y la humedad enmascaró el aroma agridulce.

—¿Qué es eso? —preguntó alguien.

El agua se vertió fuera del cántaro.

—Zachary, no te escuché entrar.

Él cruzó la habitación y se paró a su lado.

—¿Qué es eso que acabas de apagar?

—Oh, un poco de esto, un poco de aquello.

—Huele a vómito de rata. ¿Tienes aquí el vómito de rata para conjuros e historias de esas?

—¿Acaso sabes cómo huele el vómito de roedor? —se mofó ella.

—En realidad no, ¿qué es eso? —insistió él.

—¿Por qué? ¿Crees que podrás conseguir un buen precio por ello en la calle?

—¿Podría? Huele como algo que probé una vez en Guadalajara.

—Quizá.

Porta le dejó inclinado sobre el cuenco, olisqueando los restos. Nunca averiguaría lo que era.

Salió a la sala principal, que estaba tenue a esas horas porque su fuente principal de luz eran los tragaluces. Encendería los focos de seguridad antes de marcharse.

El que Porta se trasladase a aquel pueblo universitario de la costa fue intencionado. Aquel chico, su único hijo, a quien había tenido de soltera y a una edad avanzada, era la razón principal de haber ido, pero no la única. No había descuidado aquello. Los ingresos per cápita regulares en aquella trampa para turistas del romanticismo del noroeste del Pacífico eran lo suficientemente altos como para apoyar las artes. Años atrás, la necesidad constante de Zack de librarse de ella era una costra que se arrancaba una y otra vez de su corazón. Pero cuando la cicatriz, seca y sin nervios, dejó de doler, ella regresó.

Fue lo mínimo que podía hacer para desviar cualquier culpa que él intentase echar sobre ella por los fracasos en su vida. Además, aquel era el único emplazamiento en donde no había puesto aún a su deidad a buscar a quien pudiera otorgarle su mayor deseo. Su plan era encantar a dos pájaros con un solo conjuro: encontrar finalmente a su Ameretat de carne y hueso y estar cerca de su inútil y desagradecido hijo.

No tenía motivos para creer que la persona que la conduciría a la inmortalidad fuera más fácil de encontrar aquí que en cualquier otro sitio. Aun así, no se apenaba de haber elegido aquel lugar. Ni siquiera cuando aquel chico de cabellos dorados que tenía en su escaparate había puesto número a sus días.

Tampoco había dudado cuando Zachary le propuso que le encargase una pintura para el estudio. Zack había maquinado y conseguido sacarle el consentimiento para una monolítica suma de dinero, dinero que seguramente se gastaría en destruirse las neuronas. Pero ella accedió. Era una madre intachable, alimentando los dones naturales de su hijo y ayudándole a ganarse la vida. No era de su incumbencia lo que él hacía con el dinero que ganaba.

Porta se paró junto al escritorio. Una lamparita sobre una base de bronce arrojaba un suave rayo de luz sobre un manojo de fotografías que Zachary había dejado allí tiradas, desparramadas sobre la superficie como una baraja de póquer.

Él salió de la sala de inspección como un huracán.

—¿Tienes eso en marcha las veinticuatro horas del día? —preguntó él.

Porta agarró una. Una chica. Un acantilado. Un cielo tormentoso. Una bufanda naranja. Una composición muy hermosa.

—¿Tus clientes respiran esa porquería?

—No hace ningún daño, Zachary.

—Es ilegal. ¿Crees que los polis no compran arte en galerías como esta?

—La mayoría de ellos no pueden permitírselo. Además, lo último en lo que piensa cualquiera de mis clientes cuando entran en esa sala es a qué huele. Y si lo hacen, a mucha gente le gusta.

—¡Por supuesto que les gusta! Cuando alguien descubra lo que tienes ahí, te van a demandar por...

—¿Crees que no sé cómo protegerme? Llevo haciendo esto más tiempo del que tú llevas vivo.

—No tienes ningún derecho a manipular a la gente.

—El producto es completamente natural —dijo ella—. Inocuo. Aclara la mente y ayuda a las personas a ver lo que están tratando de ver.

—Sí, claro. Esa ha sido mi experiencia con las cosas naturales.

—Vigila ese tono. ¿Acaso sabes lo que cuesta encontrar claridad en este mundo?

Zack la miró boquiabierto y ella se exasperó.

—Le suministro a la gente un regalo, hijo. Les doy belleza y el poder de verse a sí mismos en ella. Esperanza. Eso es todo lo que la gente desea de esta vida. Eso es lo que nos incita.

—Eres tan engreída...

Porta agarró otra fotografía.

—La gente viene aquí buscando...

—Algo que colgar en la pared de su sala de estar.

—Al principio. Pero entran, y yo les invito a mirar más allá de lo obvio. Ven algo que les gusta, y les animo también a que consideren escucharlo del mismo modo. Les ofrezco una oportunidad para acallar el ruido del mundo y meditar su experiencia con una pieza. Todas las almas pueden escuchar hablar al arte. Yo solo... subo el volumen un poco.

—Nada como el poder de la sugestión.

—Eres demasiado simplista para entenderlo. Todas las galerías que he abierto han tenido un éxito tremendo.

—¿Entonces por qué cerrarlas?

—Cuando se suple la necesidad ya no se necesitan mis servicios. Me mudo.

—Todos aclaman a la reina Porta, que salva el mundo pueblo a pueblo.

—Eres un poco pretencioso para ser un chico que gasta la mayor parte de su asignación en cualquier cosa que le lleve a ahogar su vida. O al menos a su propia madre.

—¿Por qué debería malgastar mi dinero en algo relacionado contigo?

—Eso mismo me preguntaba yo. ¿Qué te costaría robar mi Ameretat y pagar a alguien para que maldijese esa preciosa y pequeña escultura?

Ella se movió hacia el escaparate.

Zack sacudió la cabeza.

—¿Qué? ¿Te has vuelto a pelear con tu aquelarre? ¿Alguien se está riendo de ti?

Ella levantó el mentón ligeramente. Porta no estaba ofendida por su observación. Sencillamente, crecían sus dudas de que los lazos de sangre con su hijo fueran suficientemente fuertes para anclarla allí todo el tiempo que había pensado en un principio. Después de todo, su objetivo para aquel ejercicio vitalicio era terminar con su soledad, asegurar a los verdaderos amigos y alcanzar la clase de poder que garantizaba que nunca volvería a ser marginada de nuevo. Había tenido que descartar a mucha gente que no podía llegar a su estándar. Era penoso que solamente hubiera podido encontrar a tan pocas personas honorables con las que compartir sus objetivos. Ni siquiera una, de hecho.

—Las profecías no son algo en lo que deba meterse un novato —advirtió ella.

—Mejor dejémoslo aquí. —Se dirigió de nuevo hacia el frente—. Solo dime cuál de ellas quieres que pinte.

—¿Cuál de qué?

La atención de Porta regresó a las imágenes que tenía en las manos. ¿Iba a pintar directamente de una fotografía? Suspiró. Así que, le estaría pagando diez veces más de lo que valía. ¡Por lo menos!

Extendió las imágenes por la superficie del escritorio para verlas todas con claridad. La chica era deslumbrante, tan bonita como la misma Porta había sido hacía medio siglo, excepto porque su piel era más clara y su cabello más oscuro. Era diminuta esta chica, apenas cincuenta kilos. ¡Pero aquellas manos! Monstruosas. Porta se ajustó las gafas y sujetó una de las fotografías a pocos centímetros de su cara. Desgarbadas, sus manos eran nudosas y tenía los dedos achatados.

Porta puso a un lado las imágenes donde las manos no estaban cubiertas por la bufanda.

Excepto por detalles como aquel, las fotografías eran tan parecidas entre sí que se preguntó por qué no había decidido él por sí mismo. ¿Por qué había incluso traído más de una?

En primer plano, unas florecillas de color púrpura formaban una dispersa audiencia para la joven. Lo único cercano era una vieja valla con travesaños. Nubes de tormenta se amontonaban detrás de sus barrotes irregulares y el viento jugaba con su pelo y el borde de su chal.

Bonita, sí, aunque así, así. No había nada allí que Porta pudiera identificar como algo poderoso para atraer a nadie. Pero no era así como esto funcionaba, ¿verdad? El arte se trataba de aquello que los demás podían ver en él, no en lo que ella deseaba que ellos viesen.

Amontó las fotografías y después las pasó una a una rápidamente, buscando «aquello» que se le había pasado. Si no podía encontrarlo, las echaría al vuelo y dejaría que los hados eligieran una.

Al final de la pila, la última imagen se colocó entre su pulgar y su índice más gruesa que el resto. La examinó y encontró una explicación más que simple: había dos fotografías pegadas, aparentemente porque la de abajo debía estar mojada en algún lugar. El papel satinado se rasgó ligeramente cuando intentó separarlas.

Ahora sí que había algo que valía la pena mirar.

El corte seco de la valla derrumbada era dorado y frágil, y estaba extrañamente detallado. Pudo ver astillas en la madera del tamaño de las puntas abiertas de una cabellera. Detrás de esto, un par de botas de piel caían en vertical sobre un cielo de titanio, seguidas por aquella ondeante bufanda del color del atardecer. Pequeños terrones de polvo flotaban ingrávidos allá donde habían sido puestos en órbita.

Una porción de vida y de muerte en alta definición, de la amplitud de una milésima de segundo.

Porta llevó aquella pequeña fotografía hasta la mesa de trabajo en su almacén, donde encendió la lámpara amplificadora y la hizo girar sobre la imagen. La resolución era clara y nítida. Zack tenía una buena cámara.

Sus años de experiencia como compradora de arte le aseguraron que los clientes se sentirían atraídos hacia el misterio de la víctima y de su chal, o, en algunos casos, hacia la asombrosa energía de la caída libre albergada en aquel instante congelado. Solo aquello ya valía algo de dinero... e incluso más, si Zack ponía algún empeño en hacerse un nombre.

Su ojo, sin embargo, fue guiado hasta un detalle que sospechó que pasaría desapercibido para todos mientras ella no lo señalase. Colocó la luz sobre la suela de las pesadas botas, que cortaban el horizonte en el mismo punto donde las nubes llenas de lluvia se habían arremolinado para lanzar su desafío tormentoso.

Se extendían a derecha e izquierda desde el centro como una multitud en un desfile abriendo paso para la atracción principal. Eran nubes nimbo: espesas, copiosas e irregulares, excepto la que estaba justo en el centro. Aquella era más dorada que gris, un foco de luz filtrada creado por el sol oscurecido. Además, la nube formaba un círculo casi perfecto que rodeaba el pie en la bota.

Un nimbo de una clase completamente diferente.

En arte (en pinturas, esculturas y vitrales), los nimbos aparecían como un halo detrás de las cabezas y los cuerpos de las divinidades, ya fueran santos, dioses o demonios. En los cuentos infantiles, los nimbos quedaron reducidos al estatus de un palo de escoba. En la mitología clásica, así como en la filosofía personal de Porta, el nimbo era un aura (una bruma, una nube) que rodeaba a los dioses y diosas que caminaban por la tierra.

El nimbo dorado estaba reservado para la deidad.

Si la caída había matado a aquella chica, Porta cancelaría el encargo de Zack y le reprocharía haber mostrado aquella falta de respeto por la muerte. La imagen tendría que ser destruida.

Si ella vivía, Zack debería presentársela a su madre. La posibilidad de conocer al sujeto de aquella fotografía sacó la espina de la pérdida de su Ameretat. Podría ser que la figura de jade estuviera a punto de ser sustituida por carne y sangre.