21

El lunes por la tarde Promesa se presentó en el edificio de bellas artes de la universidad para su último trabajo de modelo del trimestre de verano. La profesora Dawson lo había arreglado para que ella hiciera de modelo en la última clase de dibujo natural semanas atrás, antes de que se rompiera el brazo. Cuando Promesa llegó y le enseñó su escayola, Dawson simplemente agitó la cabeza y chasqueó la lengua.

—Hagámoslo igualmente, chica. Este grupo es suficientemente bueno como para ver más allá de eso.

—Siempre y cuando no apliquen su visión de rayos X a nada más —bromeó Promesa. Había posado sin ropa una vez y decidió que no era para ella. No para aquel cuerpo ajado suyo.

Dawson envió a Promesa a ponerse una túnica ligera sin mangas, con un cierre dorado en los hombros.

—Qué griego —dijo Promesa.

—¡Adelante pues, oh diosa mía! —declamó Dawson.

Cuando Promesa regresó, cerca de doce alumnos habían llegado y estaban sacando papel de dibujo y carboncillos de sus mochilas. Adam, un estudiante del último año que Promesa conocía pero que no le gustaba especialmente, ayudaba a Dawson a poner derechas las luces de trabajo en la parte delantera de la clase. Estas iluminarían la pose de Promesa y arrojarían sombras para que los estudiantes las recreasen en papel.

Mientras extendía un alargador hacia la toma de corriente más cercana, sus ojos se rezagaron en el brazo escayolado de Promesa.

—Escuché lo que te ocurrió —dijo él, señalando con la cabeza su brazo.

—Se ha corrido la voz.

Promesa echó un vistazo a la clase, preguntándose si Zack participaría en el examen final de hoy. Ella esperaba que viniese, por su propio bien. La mesa donde se solía sentar al final de la clase estaba vacía.

—¿Tu brazo está bien? —le preguntó Adam.

—No es nada. Solo una fractura.

Él sacudió la cabeza y rasgó un trozo de cinta aislante del rollo que rodeaba su muñeca, y pegó con él el cable al suelo.

—Desde que le conozco, ese chico siempre ha estado a punto de estallar. Algún día matará a alguien y seguirá adelante porque sencillamente es su mala suerte y ya está. Alguien tiene que encerrarle.

Aquellas mordaces palabras desencadenaron la simpatía que Promesa sentía por Zack.

—Quizá solo necesita a alguien con quien hablar.

—Sí, con un fiscal. Deberías presentar cargos.

—¿Por qué?

El chico la miró fijamente.

—Estás de broma.

—Fue un accidente.

—Eso es lo mismo que decir que simplemente fue suerte que tú fueras la única sentada en el exterior del bar de Blarney el sábado por la tarde. Las personas buenas como tú piensan que todo puede arreglarse siendo amable. En vez de eso, deberías aprovecharte de la buena publicidad.

—Yo nunca...

—Lo verás de otro modo cuando escuches las noticias diciendo que ha acribillado a balazos a una de las clases de tus amigos y después se ha disparado a sí mismo.

Promesa retrocedió. Una mujer que escuchaba a hurtadillas, un alma delicada llamada Allison, parecía alarmada.

—No deberías hablar así —dijo Promesa.

—Ocurrirá. Y ocurrirá porque la gente buena no hace nada para evitarlo.

—Mira, él ya fue arrestado. Habrá una vista y...

—Esperemos que ocurra antes de que el contador de cadáveres aumente.

Él se fue con paso airado, dejando a Promesa un tanto herida. Ella intercambió miradas con Allison, que siempre había preferido dibujar antes que hablar.

—Me preocupan más los enojados que los suicidas —le dijo Promesa.

Allison seguía teniendo cara de afligida. Promesa se preocupó. Quizá fuera lo mejor después de todo que Zack se ciñera a su plan de desaparecer.

—Tengo un pedestal para ti hoy —le anunció Dawson a Promesa, desviando su atención hacia el atrezo.

—Y una pileta —observó Promesa.

Enfrente de la habitación había un tanque acrílico poco profundo lleno de agua. Medía unos dos metros cuadrados y unos quince centímetros de alto. Unos bloques de madera colocados bajo las esquinas levantaban la pileta del suelo unos pocos centímetros para poder colocar luces debajo de ella. Un estropeado pedestal de cemento que parecía sacado del jardín griego de alguien se erigía en el centro del agua.

—Haremos cuarenta y cinco minutos contigo iluminada desde abajo y el lateral —explicó Dawson. Promesa vio la batería de baja potencia que accionaba las luces, de esas que vendían por televisión para armarios y vitrinas, debajo de la transparente piscina. Dawson encendió las lámparas de trabajo y ajustó la altura y el ángulo para que golpearan a Promesa desde abajo y por un costado—. Quiero que dejes el bajo del vestido flotando.

—Pobres estudiantes —dijo Promesa ante el desafío que enfrentaban dibujando las fuentes de luz, las sombras y la tela de su vestido yaciendo sobre la superficie del agua—. Preferiría presentarme a un examen de física antes que tener que dibujar esto.

—No eres estudiante de física.

—Exacto.

—Esto no es una tarea complicada para ninguno de los que están aquí.

La profesora le guiñó un ojo a uno de los estudiantes cercanos, que respondió diciendo:

—Bien dicho, maestra.

Promesa sabía qué hacer con su atrezo. Mientras los últimos estudiantes goteaban dentro de la clase, ella introdujo los pies descalzos en el agua y descansó su cadera en el pilar, inclinándose ligeramente con las piernas extendidas en la dirección opuesta. La túnica enmarcaba elegantemente su cuello desnudo, iba ceñida a la cintura y después seguía la gravedad hacia el agua.

Dándole la espalda a la audiencia, Promesa giró la mandíbula mostrando el perfil, alineando su barbilla con el hombro adelantado. Podía ver la clase por el rabillo del ojo. Se abrazó a sí misma con el brazo bueno y colocó el cabestrillo delante de sí, fuera de la vista de los estudiantes. Un mechón de pelo se escapó del recogido en lo alto de su cabeza y rozó su mejilla.

—Bien, bien —dijo Dawson a Promesa, y después a los estudiantes—: Ya es hora de que demuestren todo lo que han aprendido.

Mientras la mujer daba instrucciones, activó las pequeñas luces bajo el tanque, después bajó las persianas de las ventanas del aula y apagó los fluorescentes del techo.

El aula se convirtió en un crepúsculo, y la delicada prenda azul del vestido de Promesa adquirió nuevos matices. El agua refractaba la luz y seguía el movimiento de la tela. Los artistas, sentados en la sombra, se inclinaban sobre sus cuadernos de dibujo y se aplicaban en el avanzado estudio del claroscuro, una estimación de las fuentes de luz con el propósito de crear sombra, dimensión y textura.

Promesa ajustó su cadera para prevenir que se le durmiera la pierna más tarde. Se relajó, preparando su cuerpo para quedarse inmóvil. Una de las luces de abajo, aunque suave, le iluminaba directamente la cara. Cerró los ojos.

El chirrido de los lápices sobre el papel era como una conversación en voz baja de amigos. Dawson se movía por la sala, discreta, sin juzgar, casi invisible. Cuando hablaba sus palabras solo las podía discernir el estudiante a quien iban dirigidas. Los lapiceros danzaban y las sillas crujían y los estudiantes respiraban. Aquel sonido familiar, nada amenazante, era el sonido de la concentración.

Promesa tosió una vez. El sonido no tenía que haberle resultado extraño pero sí lo era en aquel momento. Se dio cuenta de que no había tosido durante... días. Su tos nunca le pareció más fuerte ni más frecuente que durante las sesiones de modelo, y sin embargo no pareció molestar nunca a nadie excepto a ella.

Un susurro diferente a los demás sonidos llamó la atención de Promesa. Sin mover la cabeza, abrió los ojos y los dirigió hacia el ruido. Vio a Zack entrando en la sala a oscuras por la puerta trasera, con los ojos puestos en ella. El primer instinto de Promesa fue mirar a Adam, con la esperanza de que él no se hubiera dado cuenta de la llegada de Zack. La silueta que era Adam humedecía la punta de un lapicero con la lengua.

Zack llevaba la chaqueta hoy, aunque era finales de agosto. Llevó un taburete a la mesa de trabajo vacía del fondo de la sala y se sentó, posando un portafolio sobre el escritorio. Un débil rayo de luz que provenía de la puerta que él no se había molestado en cerrar cayó sobre sus pertenencias y su rostro. Zack no hizo ningún movimiento por empezar a trabajar, sino que estudió a Promesa atentamente. Asintió hacia ella una vez, ofreciéndole la más tenue de las sonrisas. Ella correspondió el gesto y su postura se relajó. Él se inclinó hacia delante y abrió la solapa de su bolsa.

—Qué bueno que dejaste tu coche fuera, donde debe estar —murmuró alguien. Adam.

Hubo un revuelo y unas cuantas risitas mientras la gente miraba alrededor, relacionando el comentario con la llegada de Zack.

—Doctora Dawson —dijo Adam—, ¿no es la política de la escuela expulsar a los alumnos que tengan una conducta temeraria?

—Reanudemos nuestra concentración —dijo Dawson.

—No, en serio, quiero saber por qué alguien que tiene la idea de matarse y de llevarse a unos cuantos consigo en la cabeza está sentado aquí en vez de en la consulta de un psiquiatra.

—Adam, es suficiente —dijo Dawson.

—Nadie ha muerto —murmuró Zack.

—Pues pon eso en tus currículums —Adam.

—Currículos —Zack.

El tono de voz de Dawson adoptó cierta amenaza.

—¿Querrían ustedes, caballeros, salir del aula y discutir eso en privado?

—Se dice currículos —dijo Zack—. Y no hace falta discutirlo.

Promesa tosió de nuevo. No pretendía nada con ello, fue totalmente involuntario, pero Zack giró la cabeza hacia ella.

—Esta es una clase de dibujo natural, de cosas vivas —dijo Adam—. No tengo ni idea de por qué estás aquí.

—Porque hoy es el final —dijo Zack.

El silencio invadió la sala. Promesa sostuvo la respiración. Por favor, no, por favor. No es gracioso.

Él se rió.

—¿Qué? —dijo—. Me refiero a la clase. Todos están muy tensos.

Alargó la mano hacia su portafolio y Allison, la mujer silenciosa que había parecido aferrarse a cada palabra de Adam, gritó.

—¡Va a dispararnos! ¡Va a matarnos a todos!

La clase entró en erupción. Promesa se puso derecha sobre el pedestal, con los dedos de sus pies colgando sobre el agua. Las mujeres chillaban. Un caballete hizo un estruendo al caer sobre unos taburetes volcados.

—¡Paren! —gritó Promesa.

Las lámparas de trabajo le deslumbraron los ojos e hicieron más confusa aún la penumbra que les rodeaba. Los sonidos de los gritos, de los cuerpos chocando con los muebles y con otros cuerpos, ahogaron su grito. Formas frenéticas pasaban a toda prisa por la puerta detrás de ella y por la salida trasera junto a Zack. Creyó ver a alguien embistiéndole.

Un estudiante fuera de sí golpeó la pileta y apartó a Promesa de su camino. La fuerza hizo que se cayera del pedestal, y sus pies desnudos, buscando equilibrio, resbalaron sobre el liso acrílico. Se vino abajo, golpeándose el codo en el borde del tanque. Un dolor punzante electrificó su tríceps. El atrezo de hormigón se bamboleó y cayó, chocando contra el suelo de la clase. Alguien tropezó con él y cayó sobre el agua agitada, sobre ella, atrapando su hombro. Promesa pataleaba y se ahogaba. Se le metía agua en la nariz.

Sintió cómo el vaporoso vestido se le pegaba a los muslos. Intentó levantarse, pero el hombre la aplastaba bajo los brillantes focos que la doctora Dawson había preparado, las grandes lámparas eléctricas de trabajo. La estaban cegando.

Estaban cayendo sobre ella.

Las luces se estrellaron con la pequeña pileta y Promesa escuchó cómo las carcasas que rodeaban las enormes bombillas chocaban contra el fondo y parpadeaban. Escuchó el chisporroteo de la electricidad y su descarga. Escuchó el crepitar del vapor y olió el plástico caliente. Sintió el grito del hombre que estaba encima de ella como una respiración caliente en sus mejillas. Sintió cómo sus miembros agitados se quedaban rígidos, sin poder resistir el torso sólido y musculado que se le había echado encima. Él pesaba más que ella.

El instinto de supervivencia le ordenó a Promesa que respirase. Su adrenalina agarró al hombre por la cintura y lo lanzó por encima de su cuerpo, rodando juntos después lejos del agua enturbiada.