27

Promesa cerró la puerta de su casa y se apoyó contra la sólida madera, algo que la sostendría. Las posibilidades que Porta le había puesto en la mente la hacían sentir sin aliento.

—¡Promesa!

Su madre salió corriendo de la cocina, donde habría estado cocinando algo. ¿Comida? ¿En aquellas circunstancias?

Su padre se puso en pie desde el sofá y abrazó a su hija, besándola en la coronilla, y después la soltó.

—Gracias a Dios que estás bien —dijo mamá—. Ha salido en todas las noticias.

—Solo fue un malentendido —dijo Promesa.

Papá dijo:

—Cosas así no pueden dejarse pasar. Sería mejor que la administración llegase al fondo del asunto rápidamente.

—Creo que está fuera de sus manos. —Mamá acariciaba la espalda de Promesa con pequeños y afectados movimientos circulares—. El FBI ya está allí.

—¿Es verdad que ese chico, Zack, ha estado acosándote? —preguntó papá.

El estómago de Promesa dio un vuelco.

—¿Quién dijo eso?

—Alguien de la tele. No lo recuerdo. Pero si tienes un problema con él, en eso podemos ayudarte.

—No, no. No es eso lo que pasa.

Su madre posó una mano suavemente sobre la escayola de Promesa.

—Me dijiste que te rompiste el brazo patinando.

Promesa se hizo la tonta.

—Dijeron que fue un accidente de coche, y que ese tal Zack estaba involucrado.

—No quería preocuparles. De verdad, no es para tanto. —Ella se separó de sus padres—. Huele bien aquí, mamá.

Pero no estaba para nada hambrienta.

—Cariño, ¿crees que debemos hablar?

—¿Sobre qué?

—Sobre lo de hoy, sobre lo de ese joven...

—Lo que ha pasado hoy no guarda proporción con la realidad. Las cosas me han ido tan bien... Me siento más fuerte que nunca, tengo mi papel soñado en Wicked, mi vídeo ha encontrado audiencia, ¡y tengo un agente! Preferiría hablar de estas cosas. Por favor.

Sus padres no se apaciguaron exactamente, pero le dieron lo que pidió como si hubiera sido un vestido nuevo o unas entradas para el concierto del año. Promesa empapó su voz de brillo y optimismo y se tragó lo que tenía que haber sido una comida deliciosa, aunque aquella noche no le supiera a nada. Tan pronto como fuera posible, y con tanta amabilidad como pudiera, se escaparía de su compañía.

En el silencio, la voz de Porta surgió de forma ineludible. Rebotaba dentro de la cabeza de Promesa mientras llevaba a cabo los movimientos de su rutina de la noche.

Si morir joven no era su destino, entonces todo cambiaba.

Promesa nunca había querido morir. No era una suicida. Tampoco ninguno de sus amigos pensó en suicidarse, aunque a muchos de ellos sus pulmones se les habían agotado en sus años de adolescencia. Lo que siempre les había pesado más que los deseos de muerte había sido la esperanza de una cura, de una vida más larga, de conseguir algo significativo en el corto periodo de tiempo que se les había asignado. La gente de fuera de la comunidad de FQ a menudo se quedaba sorprendida al descubrir que las tasas de suicidio entre pacientes eran más bajas que entre la población sana.

La razón del porqué, en su opinión, era simple: la gente que estaba enferma como ella entendía la urgencia de la vida. El tiempo era como el dinero. La gente que tenía menos sabía que no podía desperdiciarlo. No sin consecuencias. Y con toda seguridad no lo pondrían en una trituradora de papel.

¿Y qué pasaría si ella tenía más tiempo del que pensaba? ¿Todo el tiempo del mundo? ¿Y si no se la pudiera matar, ni siquiera mediante aquella enfermedad brutal?

¿Y si no fuera a morir? ¿Nunca?

¿Cómo podía siquiera albergar una idea como aquella?

Porta en realidad no había dicho que no pudiera morir. Eso salió del cerebro de Promesa, corriendo de un lado a otro como alguien que pensase que había ganado la lotería. ¿Cuáles fueron las palabras exactas de Porta?

Algo acerca de un regalo. Un regalo digno de inmortalizarse. Lo que era un extraño modo de exponerlo. Promesa ni siquiera estaba segura de lo que significaba.

En su sala de terapia, Promesa se ató a su chaleco de terapia y abrochó la manga al generador. Comprobó los ajustes de frecuencia, después alargó la mano hacia el interruptor que encendía la máquina y que interrumpía la muerte en sus vías respiratorias. Su dedo rondaba suspendido sobre el botón de plástico.

Tal vez todo el tiempo que pasaba haciendo esa terapia no tenía sentido.

Tal vez era completamente innecesario.

¿Y si? El murmullo de Porta le zumbaba.

Promesa sacó las manos y se miró las quemaduras de las yemas. Eran tan leves que le resultaban difíciles de ver con la poca luz de la habitación. Apenas rosadas. La electricidad se había ido a algún lado, suponía. ¿Pero por qué no le había frito el corazón, o los nervios? Debería ser un cadáver carbonizado.

Desabrochó la cremallera del chaleco y se salió. Por el bien de sus padres, encendió la máquina de todas maneras. En el escritorio que se extendía bajo el gran monitor de pared de pantalla plana, encendió el ordenador y clicó sobre su motor de búsqueda por defecto. Tecleó quemaduras eléctricas y después, tras un momento de duda, añadió imágenes. Un enlace con muchas fotos pequeñas apareció. Hizo clic sobre él y un catálogo de grotescas exposiciones se colocó frente a ella. De una mirada pudo ver que las suaves yemas de sus dedos no se parecían en nada a las capas de tejidos desfigurados, sangrantes y abiertos capturados en aquellas fotografías.

Su estómago comenzó a discutir con la comida. Cerró el enlace y regresó a la página de búsqueda. Sus dedos planearon sobre las teclas hasta que eligió las siguientes palabras: caída mortal desde altura.

Con unos pocos clics resultó claro que la muerte no era el resultado inevitable de su caída del barranco. Mucha gente había sobrevivido a caídas más altas y más duras, normalmente con serios daños. Piernas destrozadas. Pulmones aplastados. Corazones reventados. Halló un caso en el que una mujer que cayó desde una altura similar a la del barranco oceánico aterrizó en una parcela de terreno cultivado, se levantó y salió caminando. La mente de Promesa fue a la arena de la playa. No sabía lo suficiente sobre física o anatomía como para calcular cuál habría tenido que ser probablemente el resultado para su escenario.

Igual que en el accidente de coche, cualquier cosa podía explicar lo que había ocurrido allí. O lo que no había ocurrido. Necesitaría el análisis de un científico para demostrarle por qué no se había roto nada más que la valla de protección y su radio, por qué las ruedas traseras se quedaron a un centímetro de su barriga y por qué las delanteras erraron el blanco por completo, por qué el armazón no le había cortado el brazo en dos como si hubiera sido de cera.

¿Quién puede decir cuándo es tu hora de marcharte? Le había preguntado Chris. Era una pregunta justa. Michelle, sus amigos y ella misma le habían dado vueltas entre ellos muchas veces sin llegar siquiera a una respuesta sensata.

Michelle. Promesa necesitaba devolverle las llamadas, asegurarle a su amiga que estaba bien. Miró el reloj en la esquina de la pantalla. Michelle estaría durmiendo. Promesa pospuso la llamada hasta la mañana y apagó el ordenador.

Las únicas explicaciones de por qué no había muerto en la pileta de agua en el centro de arte eran pobres teorías sugeridas por todos excepto por ella y por Chris: con la estampida habían arrancado el enchufe de la pared. El circuito se colapsó antes de que la carga causase cualquier daño. Promesa y Chris no estaban en el agua cuando la electricidad la golpeó.

Pero ellos sí estaban en el agua, y ella escuchó cómo se rompían las bombillas. La corriente había paralizado a Chris y la había activado a ella, al estilo de la Mujer Maravilla, y ella sabía, tan cierto como que necesitaba oxígeno para poder pasar la noche, que no había nada lógico que explicara el porqué.

El único modo que tenía de asegurarse era probándolo.

Enfrentarse a ello. Intentar morir. Una bala en la cabeza. Un tubo de escape en un coche cerrado.

¡No, no, no, no, no!

Todo lo que ella quería en esta vida era hacer algo que los demás consideraran digno de recordar y hacerlo antes de morir. Algunos decían que ella quería fama, pero eso era lo que ella pensaba que habían querido artistas como Kurt Cobain o Sylvia Plath. Fama, y escapar del dolor. Ella no era de los que evitan el dolor.

Un bote extra grande de paracetamol. Una soga.

Promesa dejó escapar un gruñido y se tapó los oídos con las manos. Su escayola le golpeó un lado de la cabeza, recordándole que de hecho sí había salido dañada durante una de sus confrontaciones con la mortalidad. Nunca había tenido una idea peor. Aquella molesta idea de que ella era invencible era infantil, una fantasía de la juventud. Todos mueren. Todos.

T-O-D-O-S.

Apagó el chaleco de terapia, dejó la habitación y se adentró en el pasillo sin poder decidir adónde ir. Los susurros en voz baja de sus padres en la parte de delante del apartamento la previnieron para no ir a la cocina a por agua. ¿Y si? ¿Y si? Detrás de ella estaban los aparatos para la terapia torácica, los antibióticos y los nebulizadores, y la esperanza siempre presente de que ella viviría un día más de lo que nadie dijo que podría. Delante de ella había una habitación oscura y un concentrador de oxígeno y (al final) un descenso largo y lento en el sueño eterno. Aquella era la cronología de su vida, tan corta como aquel mismo pasillo, vivida en un pequeño mundo donde ella tenía acceso a todo lo que necesitaba cuando se ponía enferma.

Si la enfermedad ya no fuera su enemiga, ¡sería libre! Promesa se colocó la mano buena sobre el corazón, cargado de miedo y emoción.

Cantaría sin descanso. Viajaría, haría entrevistas y encontraría alguna causa que pudiera justificar su estatus de celebridad. Empezaría su propia versión de Make-A-Wish para niños y adultos que tuvieran FQ. Donaría dinero para buscar una cura. Salvaría vidas.

Pero Porta había sugerido que ella podría salvar vidas incluso ahora.

¿Realmente había sido ella la salvadora de Chris? Esto, por alguna razón, no era un pensamiento alegre. Si ella tenía alguna habilidad curativa de magia potagia que pudiera haber hecho algo para salvar la vida de sus amigos (o alargarla tan siquiera un día, una semana), el dolor por haberlos perdido sin haber levantado un dedo la asfixiaría.

Promesa entró en su habitación y miró fijamente durante un buen rato el concentrador de oxígeno del que había dependido cada noche durante varios meses.

Quizá ya no lo necesitara.

Sin cambiarse de ropa, cayó sobre la cama y le dio la espalda a la máquina. Se acurrucó hecha una bola y espero a que el día trajera respuestas seguras en sus alas.