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Porta condujo por el camino de regreso a su casa con un ojo en la carretera y otro en el espejo retrovisor, asegurándose de que Promesa no cambiaba de idea durante el camino. Se sentía como si estuviera en posesión del diamante Cullinan, entero y sin refinar, de inestimable valor y frágil. El hecho de verificar la verdadera naturaleza de Promesa y a la vez animar a la chica a que considerase a Porta una amiga en quien confiar, requeriría la delicada habilidad de un tallador de diamantes.

La lluvia se recrudeció, y aunque su casa estaba cerca del océano, no podía ver más agua que las pesadas gotas grises que caían del cielo. Cuando giró hacia el sendero, pasó de largo a un tonto empapado con pantalones cortos de baloncesto de color rojo y una gorra de béisbol que había tenido la mala fortuna de ser pillado por el diluvio sin paraguas.

El coche de Promesa la seguía a tan poca distancia que Porta no podía ver sus faros en el espejo. Solamente el capó. Necesariamente peligroso. O quizá solamente necesario.

Ellas dos se dirigieron a la propiedad y siguieron el largo camino que bajaba hacia el garaje adosado a la casa. Había sitio para dos coches. Cuando Porta aparcó, salió y presionó el segundo control remoto para abrirle la puerta a Promesa, y entonces le hizo gestos para que entrase hasta el aparcamiento vacío. Cerró las puertas automáticas y las mujeres quedaron protegidas de las gotas tamborileantes en aquel garaje que sonaba a hueco.

Entraron a la cocina por la puerta del garaje.

—Es un día horrible para enterrar a una amiga —dijo Porta.

Promesa se hundió en una silla de comedor enfrente de la ventana.

Apenas se podía ver la casa de invitados en el borde del patio. El cielo plomizo de allá afuera parecía haber entrado dentro, y la sosa pintura amarilla no se podía defender de él. Porta decidió no encender ninguna luz. No se quedarían allí mucho rato.

—¿Cree usted en el cielo? —preguntó Promesa.

Para algunas personas.

—Sí, creo.

—Es más fácil creer en el cielo los días soleados.

—Tal vez.

—Si hay un sitio así, Michelle pertenece a él.

—Por supuesto. —Porta posó con suavidad una de sus manos en la cabeza de Promesa. Durante el mes pasado sus manos habían envejecido más que en toda la pasada década. Se habían vuelto flojas y ajadas, y temerosas de su inminente cumpleaños. Incluso ahora, temblaban. Porta las odiaba.

—Cuéntame acerca de tu amiga, acerca de todas las cosas que nunca olvidarás.

El suspiro de Promesa fue más pesado que la lluvia.

—Quería ir a Francia. Estudió francés durante tres años en secundaria y dos en la universidad y completó todos los cursos de audio que pudo comprar. Tenía mucho tiempo en el hospital para eso. Me enseñó algunas frases para utilizarlas cuando las enfermeras estaban en la habitación. —Las esquinas de la boca de Promesa se alzaron—. Creo que podría haber sido intérprete de la ONU o algo así si hubiera querido.

Porta dejó que los pensamientos de Promesa divagaran. La conducirían a su deseado destino, porque aquella conversación no tenía otro sitio al que ir.

—Este mundo necesita otra cantante como necesita otro coche en la carretera —dijo Promesa.

—Ahora, Promesa...

—Pero no tiene suficientes pacificadores. Nos vendrían bien unos cuantos más de ellos.

—No puedes valorar una vida por encima de otra, querida.

Porta no se creía aquello ni lo más mínimo, pero la pena no tiene ganas de escuchar la verdad. Y aquello habría dañado la campaña de Porta.

—Bueno, ella era mejor que yo en cualquier cuestión que importase. Era desinteresada, optimista y alegre. Escribía un blog y trabajaba como voluntaria cuando se sentía lo suficientemente saludable como para hacerlo. Tuve un sueño la noche que murió. Soñé que podía haber salvado su vida, pero no lo hice. Estaba demasiado ocupada con mis propios asuntos.

—¿Piensas que podrías haberla salvado?

—Si lo que usted piensa de mí es verdad, habría podido.

Porta dejó que aquel comentario se asentara en el aire durante un momento. Entonces dijo:

—¿Crees que tengo razón?

Promesa no contestó. Afuera, en la casa de invitados, un rayo de luz de una lámpara o una linterna iluminó la ventana de la habitación durante uno, dos segundos, y entonces se apagó. La sorpresa de Porta se transformó en convicción tan rápido como el resplandor cesó. Zack (sin coche que conducir y ni un solo billete de dólar con el que hacer una pajarita de papel) había vuelto a casa. Se preguntaba si había visto a Promesa sentada allí.

—Lo que realmente me asusta es que algún día pueda olvidarla. Despertarme una mañana y no tenerla en mis pensamientos del modo en que la tengo ahora, y pasar el día (o dos, o tres días) y darme cuenta de que no he pensado en ella ni una sola vez.

—Ustedes dos se querían como hermanas. Pasaron sus vidas juntas. ¿Qué posibilidades hay de olvidar eso? Es como olvidar una parte de ti misma.

—Hay muchos días de mi vida que ahora mismo no puedo recordar, y solo tengo veintidós años. Si no pudiera morir (si de hecho no muero), ¿cuántos días más olvidaré? ¿A cuánta gente más?

Porta dijo:

—Déjame que te muestre algo que te animará.

Promesa alejó la cara de la ventana de la cocina. La chica en verdad era una niña en muchos aspectos. Aun así, era una niña favorecida. Porta la ayudó a levantarse y, rodeando los hombros de Promesa en un abrazo maternal, la dirigió hacia una puerta cerrada que parecía conducir al exterior. En vez de eso, se abrió para descubrir un estrecho y empinado tramo de escaleras de caoba hecho a medida y una sólida y pulida barandilla del mismo material. Las dos mujeres descendieron.

Porta llamaba sótano al nivel inferior de la casa a falta de una palabra mejor. La etiqueta no se ajustaba a la definición tradicional, pero se le escapaban palabras más adecuadas. De algún modo, el área había sido horadada en la roca del alto acantilado sobre el que se había construido la casa. Se había exhumado un gran trozo de roca del barranco, creando un agujero copado por una casa corriente y destartalada. El agujero en sí mismo había sido equipado para una reina. O para una bruja que no se dejaba impresionar fácilmente, que había hecho una inversión personal en la belleza física. Estaba alfombrado de forma suntuosa, decorado con formalidad y conservado en unas condiciones óptimas con un sistema de purificación de aire y deshumidificadores.

El espacio, casi todo redondo, estaba apoyado en tres pilares, tenía un ventanal en vez de pared de unos diez metros de largo (más o menos desde las diez hasta las tres de ancho si el sótano hubiera sido las manecillas de un reloj). En un día claro, una persona de pie detrás de la panorámica podía imaginar que estaba sola en un mundo recién nacido, cuando la luz verde y azul tomó su primer aliento. Hoy, sin embargo, las nubes grises oprimían cualquier color, y una mezcla de lluvia y de espuma marina salpicaba el grueso cristal.

La persona que había vivido aquí antes de ella, el propietario original, fue un excéntrico que hizo construir el lugar para su esposa moribunda, que amaba el océano. A Porta le encantaba el sótano no por la vista, sino por el hecho de que el hombre tuviera una mente similar a la suya, invirtiendo todos los recursos en lo que más importaba y dejando que el resto se desvaneciera.

Había reemplazado las típicas pinturas marineras al óleo por tributos a las deidades que ella veneraba, hechas con pasteles y acrílicos más ligeros y brillantes. Había instalado armarios y una encimera con un fogón donde podía cocinar cuando lo necesitaba sin necesidad de subir las escaleras. Había vaciado la sala del caro mobiliario de importación para hacer espacio a un círculo ceremonial por láser similar al que se podía proyectar en la sala de vistas privada de su galería. Y en el centro de ese círculo (aunque en ese momento no estuviera iluminado) había colocado su dañada Ameretat.

Aún no sabía cómo repararía las puntas de las alas de la figura, los labios y la nariz rayadas. La pérdida de la tierra había sido mucho más grave, y Porta se había asegurado, a un precio descomunal, tierra nueva y la bendición de un mobed zoroástrico que apenas conocía y del que, por lo tanto, no se fiaba del todo. El sacerdote vivía cerca, lo que fue la única razón por la que ella accedió a su bendición; se veía forzada a ello. Eso significaba que su confianza en la Ameretat estaba en su punto más bajo. La pureza del suelo estaba en entredicho, y aquello que el vándalo hubiera hecho para maldecir el jade todavía era una incógnita.

En general, un intento de asesinato habría sido una prueba mucho más fiable.

—Usted compró todo esto.

Promesa miraba un cuadro de Artemisa, la diosa griega de la caza, arrodillada al lado de un árbol con su arco cargado y tensado pegado a su mejilla.

Promesa había hecho una afirmación, pero Porta escuchó la reticente pregunta que había detrás.

—Todos debemos poner nuestra esperanza en algo.

Promesa parecía estar pálida, pero quizá fuera la poca luz.

—Yo no estoy segura de creer siquiera en Dios. O en dioses, diosas —agitó las manos hacia las pinturas—, y mucho menos en vivir para siempre.

—¿Por qué tendrían los humanos alguna esperanza en una vida que trascendiera el ciclo del nacimiento y la muerte si no existiera? —dijo Porta—. O por preguntarlo de otra manera: ¿por qué quieres que la gente te recuerde después de morir?

—Quiero saber que yo tuve importancia. Que mi vida tuvo significado.

—Sí.

—Si yo soy inmortal tal como usted dice, ¿no lo sabría?

—No necesariamente. Los dioses rescatan a aquellos que aman, pero normalmente no anuncian su veredicto hasta después de la muerte.

—Esperó que no esté planeando matarme con ese fin en mente.

Aquellas palabras portaban notas disonantes de humor negro y genuina alarma. Porta permitió que el miedo persistiera, porque el miedo siempre era útil. Entonces apaciguó a Promesa con una sonrisa indulgente.

Porta abrió un pequeño armario de almacenaje que había contra la pared. Sacó una lanceta de la estantería superior, del tipo que un diabético utilizaría para pincharse la piel.

—Cariño, eso sería el último recurso. Hay métodos más fáciles de averiguarlo.

—Entienda lo estúpido que suena todo esto. Nadie vive para siempre.

—Y sin embargo, aquí estás.

—Por morbosa curiosidad, supongo. ¿Tengo algo que perder llegados a este punto?

Porta vio cómo se movía hacia una imagen más optimista de Gaia, la diosa del mundo natural.

—¿Por qué querría esta gente, quiero decir, los dioses, escogerme a mí para algo así cuando ni siquiera sé si creo que ellos sean reales?

La ingenuidad de la chica era ligeramente irritante. Porta supuso que había imaginado que un inmortal estaría más ilustrado en aquellos asuntos.

—Los dioses consideran justo que todos nosotros muramos, pero bendicen a gente como nosotras que desafía esa idea. No somos animales: no estamos aquí para dar una vuelta y sumirnos de nuevo en la tierra.

—¿Entonces usted, bueno, sencillamente manda a paseo a los dioses que van a juzgarla, y a ellos les gusta?

—Hay una fina línea entre la falta de respeto y la audacia que provoca admiración. Estamos en lucha contra el resto de la humanidad en busca del favoritismo. Hay mucha estrategia implicada.

Los ojos de Promesa lanzaron una mirada al oscuro retrato de Hécate, diosa de las encrucijadas entre la vida y la muerte. Porta tuvo que admitir que era siniestro, considerando las imágenes de la guardiana de tres cabezas. Pero en la vida no todo era luz del sol y rosas... ni siquiera en la vida de ultratumba. Cuanto más pronto se diera cuenta de ello Promesa, mejor le irían las cosas.

—Entonces... ¿cuáles son esos «métodos más fáciles» que ha mencionado?

La chica se acababa de percatar de la Ameretat y se acercó a examinarla.

—El más obvio es que podríamos intentar matar a cualquier otro, y entonces ver si tú eres capaz de evitar su muerte.

Promesa se giró bruscamente hacia Porta.

—Pero no te pediría eso —dijo Porta. Entonces levantó los dedos hacia la Ameretat—. Este es el modo más sencillo.

—¿Qué es lo que hace?

—Eso llevaría un tiempo explicarlo. Permíteme que en vez de eso sencillamente te lo muestre. Dame tu mano.

La chica extendió su palma hacia arriba. Porta agarró sus dedos nudosos con la menor muestra de repulsión, aplicando suficiente presión para inclinar el índice ligeramente hacia abajo. Rápidamente, Porta pinchó la suave almohadilla de la yema con la lanceta y agarró fuerte.

—¡Ay! —El tirón de Promesa no tuvo efecto. El apretón hizo salir una gota de oscura sangre roja de donde estaba la lanceta—. ¿Qué ha sido eso?

—Una prueba de sangre. Simple, rápido.

Promesa frunció el ceño, pero dejó de tirar. Porta pasó el dedo sangrante de la chica sobre lo alto del bote repleto de la Ameretat y giró su muñeca para que las gotas de sangre cayeran sobre la tierra. Contó siete y entonces la soltó. Promesa se chupó la yema del dedo. La sangre parecía asentarse en lo alto de la tierra.

Porta tiró la lanceta hacia un pequeño cubo de basura. El temblor de sus manos había aumentado, y el cacharro no llegó a su destino. Lo dejó tirado en el suelo, sintiendo cómo su propia anticipación se agitaba como el océano.

—¿Qué se supone que hace eso? —preguntó Promesa.

—Paciencia.

La señal no llegó. Tomaría tiempo, quizá, aunque Porta había esperado algo inmediato. Era más probable que el daño causado a la Ameretat hubiera interferido en el proceso que no que Promesa no fuera la elegida.

Ella había pretendido que aquel test fuera una confirmación fácil de lo que ya sabía, no un desafío.

Promesa tosió, un acceso profundo y productivo. Sobresaltada, Porta miró hacia ella.

—Hace frío aquí —dijo Promesa.

Porta la tomó de las manos. Realmente las tenía heladas.

—Hija, ¿entiendes el don de la inmortalidad? ¿Sabes lo que conlleva sostener la responsabilidad de elegir a otros que sean dignos de vivir?

—No me siento bien.

—Escucha: te enseñaré qué hacer. Te enseñaré todo lo que tienes que saber. Puedes salvar tu propia vida, pero también puedes salvar las vidas de los demás. Las de gente como Michelle.

—Muy bien.

—A cambio de esta ayuda, ¿harás la promesa de recordarme?

¿Prometes darme tu don?

Levantó el dedo punzado de Promesa y lo apretó de tal modo que la sangre brotó de nuevo.

Promesa asintió.

—Lo prometo.

Toda la preocupación de Porta la abandonó en un suspiro de alivio.

Casi toda. Cerró los ojos y levantó el dedo de Promesa, y entonces lo presionó contra su frente arrugada entre los ojos, sellando el pacto.

—Gracias.

Promesa tosió de nuevo. Y otra vez. Su mano se escapó del agarre de Porta.

La duda más minúscula hizo girar a Porta la cabeza de nuevo a la Ameretat. Aún no había vida brotando del suelo, aunque la sangre había caído como una semilla.

—Creo que estaba maldita por una vieja némesis mía. Tú puedes ayudarme a restaurarla, ¿verdad?

Promesa se apoyó sobre uno de los pilares.

—¿Qué necesita que haga?

—Te lo mostraré. Es un simple ritual de purificación. Preparémonos.