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Zack vio cómo Porta golpeaba un cigarrillo sobre la encimera para ponérselo en los labios después. Acercó el encendedor a la punta y dio una larga calada para que comenzara a arder.

—¿Dónde está Promesa? —preguntó Zack.

—Te lo dije, se fue a dar un paseo con ese idiota.

—¿Cuándo, exactamente? ¿A qué hora se fueron?

Porta le ofreció el cigarrillo. Él lo rechazó. Ella insistió, agitándolo delante de él y asintiendo. Venga, venga. Él se lo arrebató de las manos solo para que ella parase.

—¿A qué hora?

—No te sabría decir. ¿Hace media hora? Quizá veinte minutos.

—Eres una mentirosa. Sus botas están en el piso de arriba, en su habitación. Se habría llevado su chal.

—¿Con este buen día? Creo que se fue con las sandalias. El amor veraniego, ya sabes.

Zack arremetió contra Porta, apuntando la punta encendida del cigarrillo hacia su cara. Ella le esquivó, y él golpeó con su muñeca la encimera, haciendo saltar algunas cenizas.

—¡Estúpido niño! ¡Siéntate!

—¿Por qué habría yo de hacer nada de lo que me digas tú? —le respondió él gritando. Pero la humillante respuesta a esa pregunta era poderosamente depresiva para Zack: el tenía veintitantos, su madre setenta y algo, y ella era la más ágil de los dos, física e intelectualmente.

En el acto, aquella verdad le hizo sentir conscientemente insatisfecho al comprender algo nuevo: su propio fracaso a la hora de liberarse de ella y elegir su propio camino, uno en donde ella no fuera la reina. Había fracasado no porque la elección fuera imposible, sino porque era apenas difícil.

Aquel descubrimiento le calmó. Deseó centrarse y, por raro que fuera, a pesar de la ausencia de drogas o furia, se encontró capaz de pensar con claridad.

—¿Qué hiciste con el chico que vino a investigar? ¿Le lanzaste un conjuro que le dejó ciego? O tal vez ya ocultaste los cuerpos.

—Es hora de que hablemos. Te lo contaré todo.

Porta comenzó a hablar, pero él no la escuchaba. Ella nunca le había dicho la verdad y con toda seguridad no iba a empezar ahora. Pensaba en aquella sutil insistencia en que él no bajara al sótano. Recordaba el temblor de sus manos, que había formado diminutas ondas en la taza de té. E intentaba identificar el olor de aquel cigarrillo aromático entre los dedos índice y anular de su mano izquierda. Olía a algo familiar y hostil. Olía a complot.

Hacía solo una hora se hubiera rendido a aquel señuelo. Ahora lo combatía. Por amor a Promesa, o a Chase, o a lo que fuera que había en el sótano que ella no quería que viese, se resistió a la paz de una mente intoxicada.

Su madre estaba prendiendo su propio cigarrillo como si fueran a sentarse y tener una conversación de madre a hijo, y sus labios se movían, y ella no le miraba, y Zack encontró todo aquello trágico y morbosamente ridículo. Meneó la colilla humeante entre sus dedos, permitiendo que las cenizas anaranjadas llovieran sobre el suelo, y decidió no pisotearlas. Dejarían unos agujeros diminutos y ennegrecidos.

—... sé lo que sientes por ella —estaba diciendo Porta cuando él volvió a sintonizar.

No, no lo sabes.

—Aunque la verdad es que no eres más que un crío y que a duras penas se puede confiar en los sentimientos a tu edad. Lo entenderás cuando te hagas mayor.

—¿Tan mayor como tú? O sea, ¿demasiado mayor para que toda esa sabiduría no sirva de nada porque crees que finalmente se te ha quedado pequeña?

—Ignórame entonces. Eso será tu perdición.

Ella lanzó una nube de humo en su dirección. Un gesto patético viniendo de una mujer de su edad, o de cualquier madre. ¿Qué estaba tratando de hacer?

Zack recordó entonces que el olor de los cigarrillos era el mismo que el del incienso que ella quemaba en la tienda. Y dijo:

—Entonces, ¿lo que me estás diciendo es que yo debería confiar en tu sabiduría acerca de mis sentimientos?

La fina piel de Porta se había vuelto más pálida de lo que él recordaba. Ella dio otra larga calada de su propia droga.

—Exactamente.

Ignórame entonces. Eso será tu perdición.

—Creo que es hora de que empiece a pensar por mí mismo. Corrijo: creo que es hora de que empiece a pensar en alguien más que en mí mismo.

Zack arrojó su cigarrillo por el afilado agujero del cristal de la ventana. Abrió de un tirón la puerta del sótano y bajó las escaleras de dos en dos.

El sonido de algo golpeando la puerta al otro lado (la mesa de la cocina, o tal vez las sillas) le alcanzó antes de que pisase el último escalón. Por primera vez en su vida, no le importaba nada lo que su madre pudiera hacer.

* La respiración de Porta se aceleró y la hizo marear. No podía detener el temblor en sus piernas y brazos, las vibraciones que revolvían el té en su estómago. Aquellas sensaciones no tenían nada que ver con su mejunje, su inútil mejunje, que rápidamente apagó en el fregadero de la cocina mientras Zack se lanzaba hacia el abismo.

Nunca le había resultado tan difícil que él se doblegase a su voluntad.

Tenía que marcharse; tenía que moverse con más rapidez que nunca en su vida. Cerró la puerta bruscamente detrás de Zack y agarró la silla de la cocina que tenía más a mano. Los policías se habían marchado hacía menos de cinco minutos. Uno había visto su sótano y no se había inquietado por nada, y ella no dedicó más de dos segundos a preguntarse cuál de los dioses había intervenido en su ayuda, y cómo. La deidad ajustaría cuentas con ella sobre aquel punto muy pronto. No había regalos gratuitos. Lo que más importaba en aquellos preciosos segundos era lo deprisa que podía protegerse.

Porta trabó el respaldo de la silla de travesaños bajo el pomo de la puerta. No tenía que aguantar mucho, solo ser lo suficientemente resistente para combatir cualquier debilidad que el monóxido de carbono dejara sobrevivir.

Miró el reloj que colgaba sobre la cocina. Normalmente tardaba quince minutos en llegar conduciendo a la galería. Si se daba prisa, podría hacerlo en diez. No, a la galería no: necesitaba ser vista por alguien que la conociera. Necesitaba ser capaz de probar dónde había estado, y a qué hora.

El amable viejecito que llevaba el bar irlandés de la puerta de al lado de su tienda le serviría. Estaría encantado de darle conversación y un recibo con la hora impresa en él. Se quedaría hasta que el alcohol consiguiera engañar a sus temblores. Tal vez debiera agradecérselo con un poco de flirteo guasón.

Después correría a casa y liberaría la silla de la puerta, y llamaría a la policía, rogándoles que regresasen a la escena de una tragedia espeluznante e impensable: un joven y una mujer, asesinados, y su asesino también muerto por su propia mano, habiendo sucumbido a los efluvios del monóxido de carbono.

Oh, oficial, ¡si me hubiera quedado! Pero Zack y yo discutimos, y tuve que marcharme. Él estaba disgustado, tan celoso de aquel chico... eran las drogas. Tiene antecedentes, ya sabe. Pero nunca le creí capaz de cometer asesinato. Cuando regresaron de su paseo, él tuvo que... ¡Oh, es terrible pensarlo! Que se haya quitado la vida no me sorprende, quizá, ¿pero esas personas inocentes? ¡Oh, oh, creo que me voy a desmayar!

Porta sacudió la silla para asegurarse de que estaba fija. Y entonces salió corriendo como no había corrido nunca, agarrando sus llaves del gancho junto a la puerta del garaje y dejando la casa sin preocuparse de cerrar ninguna de las puertas.