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El toldo amarillo claro de ART(e)FACTOS estaba surcado por los sucios ríos de las lluvias del fin de semana, que habían limpiado las polvorientas fachadas que se levantaban sobre los escaparates. No quedaban evidencias del cartel de GRAN APERTURA, lo cual era apropiado. La tienda aún estaba cerrada pese al horario expuesto en la puerta de vidrio esmerilado.

Aún faltaba una hora para que cerrasen las tiendas, así que Chelsea, Esperanza y Wes se separaron para preguntar por Chase y Promesa en las tiendas vecinas. Acordaron reunirse en el bar a las seis.

Wes y Esperanza comenzaron su búsqueda al otro lado de la calle. Chelsea se rezagó ante la escultura que su padre había forjado cuando ella era una párvula. Su deseo por poseerla ahora cobraba sentido. Era el anhelo del regreso de su padre, aunque vivía como si nunca más fuera a volver a verle.

¿Qué pasaría si él regresaba de repente?

Chelsea se rió en voz alta. Era una feliz posibilidad, y nunca se le había ocurrido. Chase estaría...

Se repuso de aquella distracción y reanudó la búsqueda de su hermano, con ansiedad renovada. El sol veraniego no se pondría hasta dentro de un rato. Sintió que aquella desaparición era distinta a la anterior, quizá porque la preocupación de Esperanza por su hija la agravaba.

Chelsea sondeó once tiendas en aquella hora y no se sorprendió de que nadie hubiera visto a Chase. Lo que la sobrecogió fue la cantidad de gente que sabía quién era él y las hermosas palabras que le dedicaron. Pero no, no le habían visto durante... días.

Cuando regresó al bar junto a la galería de Porta, Wes y Esperanza ya estaban allí. Su corazón estaba tan sombrío como las expresiones de ellos.

* Porta iba por su cuarta copa de gintonic cuando echó un vistazo al otro lado de la ventana de aquel pequeño y encantador bar donde el bueno del pescador gozaba sirviéndole y contándole historias de pesca, por supuesto, y sirviéndole de nuevo y... ¡oh!

Vio a aquel chico idiota resucitado de entre los muertos de su sótano, de pie detrás de la ventana, en la acera. Se le congeló la respiración en la garganta.

Aquello era terrible, terrible. ¿Y cómo había ocurrido? Se giró en su taburete para darle la espalda a la ventana. Para nada había pensado en aquella posibilidad. ¿Y qué posibilidad era aquella, exactamente? No había ningún modo de que hubiera sobrevivido a aquel golpe en la cabeza. Bueno, al menos ningún modo que explicase su pronta recuperación y el que estuviese allí, exactamente allí.

Se giró un poco y echó un vistazo por encima del hombro. Bueno, eso lo explicaba. Soltó el aire de sus pulmones lentamente. Era eso. Le agradeció a los dioses que después de todo no fuera él sino su hermana. Un error razonable, si lo pensaba. Menudo susto. Porta apuró de un trago el resto de su bebida.

¿Su hermana? ¿Y qué alivio había en aquella distinción? La chica era casi tan espantosa como una aparición. Estaría buscando a su hermano, seguro. Tenía hojas de papel en la mano. Carteles. Y amigos dispuestos a ayudarla. Vendrían aquí y empezarían a preguntar.

Porta abrió su bolso y buscó su cartera. Necesitó mucha concentración para abrir la cremallera del billetero, pero lo hizo, y sacó un billete de cincuenta dólares. Estaba casi segura de que era de cincuenta. Invocando todo su aplomo empapado en gintonic, dispuso el billete sobre la barra a paso de tortuga, y después le dio una palmadita para asegurarse de que no se había caído al suelo.

—Aquí tienes, encanto —dijo ella, remarcando tanto el dinero como el piropo hacia el camarerodueñopescador. Él (o alguien) estaba allí detrás del mostrador. Ella sonrió a nadie en particular. Sin cerrar la cremallera de la billetera, la regresó a su bolso y después hizo girar el taburete para alejarse de la barra. Se sujetó bien mientras la habitación se balanceaba, y recuperó el equilibrio cuando sus zapatos tocaron el suelo.

—¿Le llamo a un taxi? —preguntó alguien.

—No, cariño, voy andando —creyó decir ella.

—Como un marinero —comentó otra persona. Ella le dio una palmadita a la voz en la cabeza. O quizá fuera en el hombro.

Porta utilizó la puerta trasera, porque seguramente la invitación del viejo propietario de hacía unas semanas para pasar por su bar cuando fuera necesario no tenía fecha de caducidad. La inercia de su cuerpo en movimiento fue suficiente para abrir la puerta (¡gracias a los dioses no había pomo que girar ni escaleras con las que lidiar!) y trastabilló hacia el callejón de acceso.

Su tienda estaba a la izqui... a la derecha. Bajo aquella luz de seguridad. Arrastró los pies hasta allí, y consiguió estabilizarse apoyando su hombro derecho contra la pared de hormigón del exterior; después repitió el proceso de examinar cuidadosamente su bolso, esta vez por las llaves.

Esperaría allí a que pasara la hora. Es más, podía dormir aquí si era necesario. Si esa gemela rubia encontraba alguna razón para hacer que los detectives regresaran a su casa, podrían descubrir la tragedia ellos mismos.

Excepto por la silla que atrancaba la puerta del sótano. ¡Maldita sea! ¡Se había olvidado de la silla! No podía hacer nada por eso ahora mismo. Estaba demasiado borracha para conducir. De todos modos, sería demasiado arriesgado alejarse de su coartada, aunque Zack y Promesa ya deberían estar muertos a esas alturas.

En nombre de todo lo que era sagrado. ¿Tres muertes? Bueno, ninguna había sido por culpa suya.

Porta entró dando un traspiés a su galería. Cerró la puerta y le echó el pestillo. Permaneció frente al teclado de seguridad de la alarma hasta que los números se solidificaron en aquella sopa verde brillante y pudo recordar la secuencia correcta. Tampoco hubiera sido malo del todo fallar y dar una falsa alarma.

Se rió ante aquella idea, pero se las arregló para marcarlo todo correctamente.

No había necesidad de encender las luces. El sol no se había puesto aún, y las claraboyas de la habitación de techos altos casi alumbraban demasiado. Porta caminó a tientas hasta el asiento frente al escritorio decorativo de la sala principal y se desplomó sobre la silla. Aquella silla era realmente pequeña e incómoda. Mañana pediría algo más complaciente.

Porta agarró el teléfono y marcó el número de la casa que había compartido con sus hermanas de Nueva York. Cualquier cosa para seguir organizando el registro de dónde se encontraba y a qué hora. Una ola de nauseas pasó sobre ella. Había vertido aquella ginebra en su estómago demasiado deprisa para una mujer de su tamaño.

—¿Sí?

—Póngggame con esa bruja de Altea.

—¿Disculpe?

—¡Ni hablar! ¿Dónde está Altea?

—Señora, se ha equivocado de número.

—Entonces ponme con Tonya. O Candace. Con cualquiera de esas arpías engreídas.

Nadie respondió.

Porta separó el receptor de su oreja y lo examinó, lo sacudió una vez con la mano y volvió a colocárselo en la oreja. Nada.

—Grosero.

Colgó y volvió a marcar. Esta vez su llamada fue a parar a un buzón de voz. Dejó un mensaje para Altea y volvió a colgar. De verdad, necesitaba tener la cabeza más despejada si quería ser una fuerza de cómputo, o como fuera que se dijera.

Un poco de meditación, un poco de incienso, un poco de consulta de cortesía con los muertos por respeto a los muertos: eso centraría su mente, le haría volver a tener el control. Era lo menos que podía hacer para pedir una travesía sin riesgos para su hijo. Incluso para Promesa. Los hados estaban a cargo de sus destinos, después de todo. Porta no tenía nada que ver con ello. Pero sabía cómo efectuar tales peticiones.

Lo que le pasara al autista no le importaba en absoluto.

Porta empezó a hacer los movimientos de preparación para el ritual, que por fortuna le resultaban tan familiares que no necesitaba estar consciente para completarlos. Reunió los perfumes adecuados y algunas cerillas del almacén. Se tambaleó hasta la sala de exposición y entró, cerrando después la puerta. Calentó las piedras y esparció el incienso sobre ellas, y encendió las velas en las cuatro esquinas de la habitación. Iluminó su círculo con un toque al interruptor, y el proyector del techo arrojó aquellas líneas redondas, perfectas y preciosas por el suelo de la sala. Abrió la puerta del círculo, entró, la cerró de nuevo y cayó (oh, tan dulcemente relajada ahora) de rodillas en el centro de los anillos de color azul brillante.

Empezó su conjuro, su invitación al inframundo.

Y en algún momento, a la mitad, mientras su cuerpo imploraba por echarse un sueño, recordó que era su cumpleaños.