45

La terraza del bar seguía cerrada como resultado del accidente de Zack. Una cinta de advertencia acordonaba la zona donde se había derrumbado la barandilla decorativa. El propietario no había tardado en reemplazar la ventana rota, pero el hormigón abollado bajo el cristal sería más difícil de reparar. Se habían caído grandes trozos del revestimiento.

Wes y Esperanza llevaron sus fotografías de Chase y Promesa al bar. Chelsea se quedó fuera, esperando que el aire del verano se enfriase cuando el sol se pusiera. Estaba demasiado afligida para comer, aunque le había sugerido a los demás que tomaran algo antes de regresar. Desde allí, ¿adónde irían? ¿A casa, a sentarse y esperar a que llamase la policía? Ni hablar. Todavía no lo habían intentado en la universidad, aunque Esperanza dijo que ella se había pasado todo el domingo husmeando por allí. Chelsea decidió que se daría una vuelta por allí ella sola cuando los demás regresasen.

Pasaron dos coches, y después la calle volvió a quedarse silenciosa, excepto por la aburrida cháchara del bar y un murmullo agitado que capturó la atención de Chelsea. Pensó que era el sonido de una discusión, pero cuando miró solamente pudo ver a un único peatón caminando a solas por la acera. Aunque estaba frente a ella y caminaba con zancadas enérgicas y decididas, no pudo descifrar su queja.

Sin embargo, sí descifró su cara.

—¿Señor Bell?

El hombre cuya mujer había saltado desde un precipicio el día anterior parecía solo en el mundo, y quizá lo estaba. Marchaba hacia Chelsea, escupiendo palabras ininteligibles como si fueran maldiciones. Llevaba una botella en la mano derecha, algo alcohólico, pensó ella, aunque su caminar era regular y recto.

Ella se giró en la acera cuando él la sobrepasó, y consideró si debía seguirle. No parecía estar en sus cabales.

—¿Señor Bell? ¿Se encuentra bien? ¿Puedo ayudarle?

Él se detuvo justo enfrente de ART(e)FACTOS. Ella dio un paso hacia él. Él sacó una pistola del bolsillo izquierdo de su pantalón, apuntó con ella hacia la galería y disparó directamente contra la puerta de cristal. Chelsea ahogó un gritó y retrocedió. Se cubrió la cabeza con las manos y se agachó. Llovieron fragmentos de cristal sobre la acera, y unos cuantos trozos se deslizaron sobre el hormigón hasta sus pies.

Los gritos del señor Bell parecían más altos que el disparo.

—¡Este lugar es una trampa mortal!

Los curiosos salieron a borbotones del bar. Chelsea levantó la cabeza y buscó entre la multitud a su espalda. Sintió la mano de Wes sobre su brazo y dejó que él la apartase del peligro. De algún lado el señor Bell sacó un encendedor, que sostuvo bajo una tira de tela que Chelsea vio entonces que sobresalía de la botella de vidrio. Prendió fuego.

—¡Arde en el infierno! —gritó él, y rompió en sollozos—. ¡Arde en el infierno!

Arrojó el cóctel incendiario dentro de la galería a través de la puerta hecha añicos.

* Promesa estaba sentada en la mesa de la cocina de Porta y hacía girar en sus manos la gorra manchada de Chase mientras esperaba a que llegase la policía. Zack estaba sentado a su lado. Ella lloró un rato, sin poder creerse lo que Porta le había hecho a Chase pero culpándose por ello. La luz del sol sobre el océano pasó de naranja a rosa, y de ahí a púrpura. Ella olía a humo y a tierra, y tenía clorofila bajo las uñas.

Promesa se dio cuenta de que Zack la miraba fingiendo no hacerlo. Puso la gorra sobre la mesa y se limpió las mejillas con los talones de sus palmas.

—Apestamos —dijo ella.

—¿Sabes qué aspecto tiene un ficus estrangulador? —preguntó Zack.

—¿Qué tiene eso que ver con nuestro hedor?

Él se encogió de hombros.

—Ni siquiera sé lo que es un ficus estrangulador —dijo ella—. Suena como algo de comida con lo que la gente se atraganta.

—No lo creo, pero necesito buscarlo.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Fue algo que me dijo Chase. Antes de todo esto.

Promesa miró fijamente a los ojos de Zack y lo comprendió. Él descansaba sus brazos sobre la mesa, y agarraba un vaso de agua con ambas manos.

—¿Te hizo un dibujo?

Zack negó con la cabeza.

—En cierto modo, le dije que no lo quería.

—Eso estuvo mal.

—Así me lo parece ahora.

Promesa tosió unas cuantas veces y se ajustó la blusa a la altura de la garganta con una mano.

—He estado pensando acerca del dibujo de mi pulmón, y no creo que hablase de que yo no estuviera enferma, sino que hablaba de aprender a respirar. Creo que él sabía perfectamente lo que estaba haciendo. No sé cómo, pero lo creo. ¿Tú no?

—En realidad, no estoy seguro de lo que estás hablando.

Promesa giró su cuerpo para ponerse cara a cara con él.

—Ese sentimiento de haberte arrancado de la muerte... ha sido la emoción más grande que he experimentado jamás. Quiero hacerlo de nuevo. No a ti. Quiero decir, espero que nunca te encuentres en esa situación.

Él parecía ligeramente avergonzado. Ella lo ignoró.

—Piensa en ello —dijo ella—. ¿Puede haber algún logro mayor que salvar una vida? Y tal vez no aparente ser lo que nosotros creemos... mantener un corazón latiendo, mantener un cerebro vivo. Hablo de cosas intangibles. De las razones por las que alguien se levanta por la mañana. Porque ella quiere cantar para la gente que ama. O ir a París con una amiga. O cuidar de alguien.

—Supongo que yo no sé mucho acerca de nada de eso.

—Bueno, te recomiendo encarecidamente que aprendas.

Zack le sonrió. Ella recordó la primera vez que le vio sonreír en lo alto de los acantilados de Vista Park, y se sintió extrañamente confortada al verlo de nuevo. Él dijo:

—Nunca fui la bombilla más radiante de la tienda.

—Oh, no seas tonto. Eres brillante.

—¿Bajo qué estándares?

—Bajo los míos. Así que deberías prestar atención.

Él se rió.

—Supongo que nunca se me había ocurrido que te importara.

—Por supuesto que se te ocurrió. Si no hubiera sido así, no me habrías preguntado por lo del ficus.

—Debería darme vergüenza.

—Tú quieres que me importe.

Él desvió su atención al vaso de agua.

—Tal vez.

Aquel estúpido fingimiento, aquella persistente necesidad de actuar como si él no necesitase ni desease nada de la vida, hizo enfadar a Promesa. También la llenó con un nuevo dolor.

—Siento lo que te hice —dijo ella—. Mentirte y darte la espalda.

Zack tragó.

—No es nada. No es que no te haya compensado.

Promesa se mordió la lengua.

Él se apoyó sobre la mesa y sacó una servilleta de papel de un servilletero, la dobló y la sumergió en el vaso de agua. Se la ofreció a ella. Ella la tomó con una pregunta en los ojos.

—Tienes... —Él señaló su mejilla—. En tu cara.

Se estableció una larga pausa entre ellos. Ella se limpió la sangre de Chase de la piel.

—Vi tu libro —dijo Promesa al final—. Vi los dibujos que hiciste de mí.

Zack carraspeó y se rascó la cabeza.

—Me gustaron esos dibujos —dijo ella—. Bueno, la mayoría. Tienes un don. Tienes la obligación de hacer algo con ello. Y como parece que no puedes dejar correr el tema, lo admito: sí, me importa lo que te pasa.

El púrpura del cielo se oscureció hasta el azul. Zack suspiró, un lento suspiro que podría haber significado cualquier cosa. Su conducta se nubló.

—Aún no hemos decidido cómo explicarle esto a la policía —dijo él.

—No hay nada que decidir. Todo lo que podemos hacer es decir la verdad.

—La verdad es una locura.

—Que eso lo arreglen ellos.

Zack se escabulló de la mesa y se puso en pie, aplastando la maraña de verde vegetación bajo sus zapatos. La planta ya no mostraba interés por Zack y se había marchado a explorar el resto de la casa. Promesa se preguntaba si pronto se verían obligados a salir. Se imaginó la enredadera enroscándose en la estructura como un invasor alienígena, reduciéndola a polvo.

—Tenemos que marcharnos —dijo él—. Ahora.

—¿Qué? Hay que...

—Tengo que encontrar a mi madre. Ve por las llaves de tu coche.

Promesa colocó la servilleta arrugada sobre la mesa y se puso en pie.

—Zack, piensa en lo que estás diciendo. Irse ahora tendrá peor pinta aún de lo que tú crees.

—Tal vez, pero no puedo perder el tiempo esperando. —Agarró la gorra de Chase de la mesa—. Sé cómo funciona. Nos llevarán para interrogarnos, si es que no nos arrestan desde el principio. Estaremos allí durante horas, o incluso días. ¿Sabes en qué país podría estar mi madre para entonces?

Promesa miraba la gorra sangrienta, escuchando solo a medias. Pensaba en Chelsea. La intensidad de Zack no perdió fuerza.

—Te puedes quedar aquí si quieres —dijo él—, pero desearía que no lo hicieras. Porta es la única que debe enfrentarse a esto... no lo hagas tú por ella.

—Todos somos responsables.

—No todos nosotros. No de esto. Chase está muerto, Promesa.

Promesa cerró los ojos para impedir la entrada a la visión de un dolor que se multiplicaba igual que los reflejos infinitos de unos espejos enfrentados.

—¿Sabías que tenía una hermana? —preguntó ella.

A Zack no pareció importarle.

—¿Vienes o no?

La noticia de la muerte de Porta llegó hasta Zack por medio de su nariz: el olor a humo, la peste de aquel incienso psicoactivo, y un hedor particular que pocos humanos podían soportar. En el asiento del pasajero del coche de Promesa, él acariciaba la visera de la gorra de béisbol de Chase como si fuera un amuleto mientras los olores se colaban por las ventanillas abiertas. El personal de emergencias había bloqueado las calles del centro, así que Promesa no pudo aparcar frente a la galería; encontró un espacio libre frente a una heladería una manzana más allá. La mente de Zack supo lo que aquello significaba antes que su corazón.

Salió del descapotable y dejó la puerta abierta antes de que ella apagara el motor. Dobló corriendo la esquina y bajó la calle tanto como le permitieron los bomberos, y la visión del edificio en llamas confirmó su intuición. Ascuas naranjas chispeaban contra el oscuro cielo azul igual que el chal de Promesa una vez ondeó contra el fondo nuboso. Caían cenizas sobre sus hombros como nieve en verano.

El sentimiento de pérdida que le apuñaló entonces era extraño e inoportuno. Aquello era justicia. ¿Verdad?

La gorra arrugada de Chase estaba húmeda dentro del puño de Zack. La estrechó y se llevó ambas manos a la cabeza mientras miraba la esencia de su madre alzarse hacia la noche. Sintió que Promesa llegaba junto a él. Unos pocos segundos más tarde ella le rodeó la cintura con sus brazos. Aquel fue su primer recuerdo de haber tenido a alguien a quien aferrarse en una crisis.

Los bomberos se intercambiaban instrucciones e información. El murmullo de los espectadores formaba un monótono zumbido de fondo. Un cristal se resquebrajó, y tras una breve caída, una de las claraboyas de la galería se hizo añicos contra el suelo. Una segunda le siguió rápidamente. El agua de las mangueras a alta presión formaba arcos en el espacio vacío.

Zack vio una chispa escabullirse del chorro de agua y lanzarse lejos de la estructura. Aquel objeto encendido podría haber sido cualquier cosa, en realidad. Los restos carbonizados de una pieza de arte, de una alfombra, madera o carne. Se lo preguntó. Caía como si se deslizara por una escalera de caracol invisible detrás de los camiones de bomberos, dirigiéndose derecho al otro lado de la calle, enfrente de la galería de arte engullida por el fuego. La brasa aterrizó sobre el hombro de alguien. El hombro de Chase.

Zack parpadeó. No era Chase sino una mujer que era casi exacta a él. Estaba de pie bajo la luz del escaparate de una tienda con los ojos puestos en Zack. En un segundo vistazo él se percató del maquillaje de sus ojos, de los pómulos más redondos y el pelo más largo. Pero, por lo demás... era Chase.

La mirada de ella se desplazó desde la cara de Zack a lo alto de su cabeza.

Comenzó a caminar hacia él, a pasos cortos para una mujer tan alta, y extenuados de un modo que él conocía personalmente.

Promesa se separó de Zack y susurró:

—Es ella.

Él se preguntó a quién se refería. Y entonces todas las perspectivas de aquella ingrata escena se juntaron en su mente formando una única y oscura imagen.

Zack apartó las manos de la cabeza y sostuvo la mirada de la mujer mientras se acercaba. Se parecía tanto a su hermano que Zack se sintió feliz por un instante, libre, en cierto modo, de la pesadilla que acompañaba a su peor colocón. Tal vez todo aquello no fuera más que un terrible sueño.

Al instante siguiente lo único que quería era estar colocado de nuevo.

—Chelsea —susurró Promesa como bienvenida.

La mujer la miró y ofreció una débil sonrisa, regresando sus ojos después a la gorra roja.

Un hombre con un poco de barriga y ojos amables cruzó la calle detrás de Chelsea. Se acarició la barba antes de hacer descansar su mano sobre el hombro de ella. Había otra mujer con él, con los brazos extendidos hacia Promesa.

—Gracias a Dios —dijo la mujer—. ¿Qué ha ocurrido?

Promesa recibió el abrazo.

Zack le extendió la gorra de béisbol a Chelsea. Ella la agarró, arrugada tal cual estaba, sin abrirla ni examinarla, y la presionó sobre su corazón. Con su mano libre se cubrió los ojos. La crispada forma de su boca era como un gemido silencioso.

—Lo siento muchísimo —dijo Zack. Y por primera vez en su vida, era verdad.