MIRTA PÉREZ REY nació en Buenos Aires. Se recibió de Contadora Pública en la Universidad de Buenos Aires y realizó varios posgrados afines a su carrera. También es profesora de danzas y frecuenta todo lo relacionado con el arte: de la narrativa a la historia, pasando por la pintura y la dramaturgia. Fue integrante del Comité de Cultura de la YMCA Argentina. Desde allí impulsó el proyecto de la biblioteca y organizó encuentros de lectores, exposiciones plásticas y charlas con escritores. En 2017 publicó Encaje de dos orillas, editada originariamente como De morriñas y muiñeiras, bajo la Ley de Mecenazgo de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad. Además, es autora de las novelas El secreto de Sibila y El llanto de las tipas. Mirta sigue escribiendo ficciones vinculadas con los temas de su interés, alternando la investigación histórica con los relatos contemporáneos.
Buenos Aires, 1970
No podía disimular la impaciencia. Sus ojos iban del reloj a la puerta. Cada vez que esta iniciaba su vaivén, miraba esperanzado. Tenía que entrar, siempre lo hacía los sábados a esa hora. Había renunciado a su almuerzo en cuanto la vio por primera vez y descubrió, gracias a unas pocas palabras que había podido sacarle de forma atolondrada, que ese era el horario de su compra semanal.
Rafael se desconocía; ya no era un muchacho para encandilarse con la primera falda que pasaba, por eso no entendía su reacción ante esa mujer de la que ni siquiera conocía el nombre.
Las puertas se movieron. No, no era ella. Otro cliente reclamaba atención, pero él no pensaba dársela. Dejaría que algunos de los empleados lo atendieran. Él debía seguir atento a la puerta, no quería perderse su ingreso, ese andar elegante con el que recorría el local como si de una pasarela de modas se tratara. Con ese aire inaccesible que acicateaba su curiosidad. Rubia, bella, elegante y soltera. No había alianza que contaminara sus manos finas y bien cuidadas. Hasta su voz le provocaba un nudo en las entrañas. ¿Sería actriz? Era una posibilidad, estaban en plena calle Corrientes, llena de teatros y espectáculos. Pero ¿qué estaría haciendo una artista ocupándose de su compra semanal? Ya la había imaginado en todas las profesiones posibles, tal era la presencia de esa mujer en sus pensamientos. Él, que había recorrido tanto mundo, nunca se había sentido así ante nadie. Ella tenía todas las cualidades que siempre lo seducían. Todas en el mismo envase. Lo mejor de lo mejor. ¡La flor de la canela!
Hoy es mi día, es mi tarde libre. Espero toda la semana para poder cerrar el taller y comenzar mis pequeñas rutinas de sábado a la tarde. En esta época de comuniones el trabajo se multiplica, pero siempre cito a las clientas para antes del mediodía, bajo amenaza de no entregar las prendas y que queden el fin de semana en el taller. Aun así, siempre alguien llega más tarde de lo educadamente razonable.
Desde que mi tía Mariquita me dejó a cargo de su taller de costura, el trabajo ocupa casi toda mi vida. Por eso espero ansiosa los fines de semana, en los que puedo dedicarme a alguna actividad que no implique una aguja en mis manos.
Por fin cierro todo y salgo a la calle. Comienzo mi rutina yendo hacia la avenida Corrientes, a realizar mi compra semanal de café recién molido. Mientras comienzo mi caminata por la calle Salta, recuerdo que conocí el local por un encargo de mi madre. El comercio es famoso por dedicarse casi exclusivamente a la venta de especias y ganó reputación rápidamente por la calidad de su mercadería, que importa de los lugares más exóticos del planeta. Se me había encargado conseguir un excelente pimentón español que mi madre quería regalar a mi tía Maruja, una gran cocinera. Aún llevo grabada a fuego mi primera impresión al entrar al local: los aromas me invadieron de inmediato. Las especias se exhibían en prolijos frascos de vidrio rotulados que apenas podían contener las esencias, que conseguían de algún modo liberarse, creando una atmósfera aromática que impregnaba el aire del salón. Estoy segura de que ningún lugar huele como esta tienda, esta fragancia debe ser como una huella digital. No hay otra igual. Me acerqué al mostrador e hice mi pedido, mientras leía con curiosidad los rótulos de productos que yo no había visto en mi vida y no tenía idea de para que servían. Porque si en algo me parezco a mi madre, es en la poca habilidad en la cocina: todas mis destrezas parecen haberse focalizado en las agujas de coser y bordar. Lo culinario es un enigma para mí. No obstante, toda esa oferta acicatea mi curiosidad: cardamomo, anís, azafrán (esto creo que es para el arroz), jengibre, coriandro, canela (esto también me suena, a arroz con leche), cúrcuma, clavo. ¡Un mundo desconocido y fascinante!
Cuando me disponía a pagar mi compra, pude detectar otro aroma que provenía del fondo del salón y que hasta ese momento se había camuflado con el perfume del ambiente: ¡café! Caminé como en trance hasta el final del mostrador para encontrarme con una tostadora que era la responsable de ese asalto a mis sentidos… ¡y con unos ojos negros que me miraban como si fuera una aparición!
¡Esos ojos! Seguramente me estaban esperando. No pude evitar sonreír. Al principio me costó reconocer que había despertado interés en ese hombre. En realidad en cualquier hombre. Mi historia de casi compromiso me dejó enojada e inmune a toda posibilidad de relación. Desde pequeña creí que me casaría con Juan Manuel. Era un acuerdo tácito familiar, que yo tomé al pie de la letra. Él no. Estuvo siempre enamorado de mi hermana y desafió a su padre para defender ese amor. No les importó a ninguno de los dos dejarme a un costado sola, enojada y amargada. Me sentí traicionada por todos, por ellos y por mis padres, que aceptaron ese amor sin reservas. Muchos años me costó superar ese dolor y reconocer que nunca me planteé la posibilidad de haber amado a Juan Manuel.
Es que por esos años yo veía la vida como un eterno círculo de acontecimientos: nacimiento, bautismo, comunión, casamiento. Nacimiento de los hijos, bautismos, comuniones y matrimonios. Y, después de casar a los hijos, solo quedaba esperar a los nietos, que renovarían el circuito de acontecimientos hasta que Dios dispusiera. Nunca cuestioné esta calesita interminable, hasta que fui expulsada de ella contra mi voluntad.
Llego a la esquina con Corrientes y camino por “la calle que nunca duerme”, aunque yo la disfruto solo por las tardes, en el horario adecuado para una mujer de mi condición. Soltera, pero con una reputación que cuidar. El ser vista en horarios o lugares poco aceptables podría hacer tambalear mi negocio. El cuidado de las formas es fundamental. Por suerte, los cines de la calle Corrientes me permiten divertirme en horarios decentes. ¡Y hay tantos! Premier, Lorca, Los Ángeles, siempre encuentro alguna opción. En cambio los teatros, como el Ópera, el Gran Rex, el Tabarís, o los cafés como La Giralda o El estaño me resultan inaccesibles si no estoy con la compañía adecuada que, en mi caso, solo puede ser alguien de mi familia.
Hay muchas limitaciones para una mujer sola si no quiere recibir miradas de desaprobación, por eso mis tardes de sábado son sagradas, porque puedo dedicarme a mis dos placeres: el cine y el café.
Y hoy estoy llegando tarde a ambas.
La vio entrar y el corazón le dio un vuelco. Rafael no se había movido de al lado de la tostadora para que ninguno de los empleados tomara el lugar. En cuanto vio que uno de ellos hacía el intento de dirigirse a la clienta que había entrado, lo miró con gesto de advertencia.
Se acercó y, clavando sus ojos negros en los azules de ella, preguntó en un tono grave que parecía una caricia:
—Buenas tardes. ¿Lo de siempre?
—Sí —contestó ella sosteniendo su mirada—. Un cuarto kilo de café.
Compraba lo mismo todas las semanas; lo prefería así, de a poca cantidad para que conservara el aroma a recién molido. Era un gusto que se reservaba para el taller, cuando estaba sola. Convirtió en una pequeña ceremonia el abrir el envase y respirar su perfume para después volcar un par de cucharadas en el filtro. Al agregar el agua caliente, todo el taller olía a café, y eso le causaba placer.
—Si me permite una sugerencia, recibimos una variedad de Etiopía que tiene algunas diferencias con el de Colombia que acostumbra llevar. Tal vez quiera probarlo.
—Etiopía, suena exótico, lejano.
—El café crece mejor en zonas cercanas al Ecuador, por eso en Argentina no se cultiva. Aquí compramos los granos verdes y los tostamos. —Se detuvo un momento para asegurarse de que seguía manteniendo su interés; lo último que quería era aburrirla. Cuando se sintió satisfecho, continuó—. La franja cafetera mundial se encuentra entre el trópico de Cáncer y el de Capricornio. Hay muchas variedades provenientes de países de esa franja, que pueden diferir entre sí por la altura y el tipo de suelo; esas condiciones aportan otro cuerpo, otra acidez.
Dolores no perdía detalle de las palabras del hombre. Hablaba con mucha pasión de un tema que conocía muy bien. Estaba dándole una clase solo a ella, con un tono de voz calculado para dar sensación de intimidad. Parecían estar solos en el amplio local.
—No sé —dudó—, el que llevo siempre me gusta, no estoy segura de cambiarlo.
—A veces vale la pena arriesgarse a hacer algo nuevo, distinto. Si uno no está abierto a nuevas experiencias, no sabe qué placeres puede estar perdiéndose.
Los ojos de Rafael se clavaron en los de la mujer en una clara invitación. Ella se puso tensa, supo reconocer el coqueteo, pero no estaba acostumbrada a eso. Y si bien tenía que reconocer que la situación le gustaba y le provocaba una agradable ansiedad, no sabía cómo seguir el juego. Él, a fin de no permitir que el momento se diluyera, prosiguió:
—Hagamos una cosa, señorita…
—Dolores —continuó ella la frase inconclusa—, María Dolores.
—Mi nombre es Rafael, señorita Dolores. Le prepararé el café de siempre y, como regalo de la casa, moleré un poco del otro, para que pruebe.
—Gracias, lo haré.
El hombre tomó las variedades de granos tostados y se dispuso a molerlos con destreza. Pronto el aire se impregnó de un fuerte aroma. Sin poder evitarlo, Dolores aspiró hondo, cerrando los ojos, y él la observó con una punzada de deseo. Todos los gestos de esa mujer le parecían sensuales.
Cuando se dirigían a la caja, la sorprendió tomando uno de los hermosos frascos de especias y, con una palita, sirvió unos gramos en una bolsa a la que etiquetó y agregó al pedido.
—Y este es un regalo mío. El día que se sienta audaz y se anime a otros sabores, agregue una cucharadita de cardamomo al preparar el café. Es una experiencia diferente, que vale la pena probar.
Dolores abonó la cuenta y cuando tomó la bolsa, impregnada con la mezcla de perfumes, exclamó:
—Me echarán del cine. Con este aroma nadie podrá concentrarse en la película.
Rafael absorbió esa información inesperada y no dejó pasar el momento:
—¿Va al cine ahora?
—Sí —se ruborizó Dolores, temiendo haberse abierto demasiado—. Aprovecho las matinés de los sábados. Disfruto mucho el cine y es un horario cómodo, no concurre tanta gente. Me tengo que apurar si quiero ver la película completa. Buenas tardes.
Y salió, dejando al hombre más informado que antes. Ya sabía su nombre, que tenían inquietudes culturales afines —también a él le gustaba el cine— y que estaba abierta a los placeres sensoriales. Tal vez solo necesitara un buen guía, y él tomaría ese puesto de muy buen grado.
La vio entrar y mirar rápidamente a la gente que se encontraba en la sala. Deducía que evaluaba la posibilidad de encontrar a algún conocido entre los asistentes. Cuando sus miradas se cruzaron, él le hizo una seña casi imperceptible y ella, comportándose como si no lo hubiera visto, se dirigió hacia el lugar y tomó asiento a su lado. Como si los tiempos estuvieran orquestados, las luces de la sala comenzaron a apagarse y pronto quedaron lado a lado en la oscuridad, solo iluminados por el reflejo de la pantalla.
No le resultó sencillo convencerla del encuentro. El último sábado, se había armado de coraje para invitarla al cine del Teatro San Martín. Intuyó que ella prefería la discreción y no se equivocó; le aseguró que esa sala no era muy concurrida, proyectaba películas no comerciales. Esa semana volverían a poner en pantalla La pasión de Juana de Arco, un clásico del cine francés; no sería mucho el público que asistiría. Rafael pudo sentir la lucha interna de Dolores y, por fin, atendiendo a sus argumentos, accedió a la cita con la condición de que se encontraran directamente en el cine.
La película transcurrió en una agradable tensión. Ambos eran conscientes de la proximidad del otro, y la semioscuridad agregaba una sensación de algo prohibido y sensual, aunque los cuerpos no se tocaran. Rafael estuvo tentado varias veces de arriesgar un roce de manos, pero estimó que no era el momento aún. Se contentó con comentar los pasajes de la película en voz baja e íntima.
Al concluir la función, salieron al hall del teatro, donde funcionaba la cafetería, y él la invitó a sentarse. Ella volvió a pasear su mirada rasante sobre los concurrentes y a evaluar si las instalaciones eran lo suficientemente discretas. Al parecer quedó conforme de los riesgos, tampoco ese era un lugar muy concurrido; no obstante, eligió una mesa apartada y se sentó de espaldas al probable camino de la gente. Rafael la dejó hacer y tomó asiento enfrente de ella.
—¿Café? —ofreció él, y animándose al tuteo prosiguió—. No puedo asegurarte que sea tan bueno como el que comprás en el local, pero no está mal.
—No me arriesgaré, prefiero un té. El ultimo café que tomé en el taller antes de salir para aquí fue el colombiano con un toque de canela, como me sugeriste; no quiero borronear ese recuerdo —contestó ella siguiéndole el juego en ese nuevo escalón de confianza en el trato.
—¿Te gustó, entonces? —preguntó Rafael contento—. Te dije que valía la pena.
—Nunca se me había ocurrido agregarle especias al café; de hecho, no las conozco. Si no fuera por tus consejos, jamás lo habría hecho. El cardamomo me gustó, aportó un toque picante que persiste en la boca.
—Así lo toman en toda la región árabe. ¿Y la canela?
—Algo totalmente distinto, sentí el dulzor y el aroma de la especia mezclada con el café; fue una experiencia para atesorar.
—Es que la canela es la reina de las especias. Gracias a ella, de cierta forma, estamos vos y yo sentados aquí hoy…
—¿Cómo es eso?
Rafael alzó un brazo en clara señal al mozo para que los atendiera. Cuando el hombre se acercó, hizo el pedido y esperó a que se alejara para retomar la conversación.
—La canela era una especia muy solicitada en Europa en la Edad Media. No solo por su sabor, sino que se utilizaba para conservar los alimentos y se le atribuían propiedades afrodisíacas. Casi toda la pastelería europea la lleva en sus preparaciones, y en Oriente forma parte de muchos currys y platos salados.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?
—Ya va, no seas impaciente.
El mozo llegó con su pedido, sirvió el té de Dolores y el café de Rafael y se retiró.
—Volviendo al tema, cuando por causas que ni me acuerdo se interrumpió el tráfico comercial de Europa con Oriente, urgía encontrar una nueva ruta hacia las Indias porque de allí venían la mayoría de las especias, a las que las clases acomodadas no estaban dispuestas a renunciar.
—Entiendo —intervino Dolores—. Y ahí aparecen en escena Colón y su “descubrimiento” de América…
—Exacto, y todo por la canela de Ceilán, que cambió el curso de la historia. ¿Sabés cómo te llamaba yo antes de saber tu nombre?
—¿A mí? No, no lo sé.
—Te llamaba “la flor de la canela”.
Dolores se ruborizó, aunque no entendía muy bien lo que estaba queriendo decirle, pero el saber que la pensaba de alguna manera antes de que se conocieran formalmente le hacía cosquillas a su autoestima.
—¿Y eso por qué? Es el nombre de una canción, creo.
—Sí, pero la expresión tiene su origen en uno de esos mitos que se construyeron en torno a ese alimento tan preciado. Lo que se utiliza es la corteza del árbol, que tiene los aromas concentrados, y se creía que si una parte tan poco atractiva como esa envoltura contenía esos aromas, la flor debería poseer lo más sublime de la planta. Perfume, color, belleza. Por eso la expresión “la flor de la canela” significa “lo mejor de lo mejor” —concluyó, clavando sus ojos negros en los azules de ella.
Dolores pudo sostenerle la mirada solo unos segundos y después intentó desviar la conversación hacia rumbos más seguros.
—¿Y cómo es que sabés tanto de especias, café y leyendas?
—Viajando. Estuve en los lugares más exóticos del planeta. Soy muy amigo del dueño del local. Su sueño era dedicar el almacén familiar exclusivamente a la venta de cafés, tés y especias, y cuando me dijo que quería viajar para conocer a los productores de la mercadería que pensaba vender, no dudé un instante en acompañarlo.
—¡Toda una aventura!
—Sí, estuve en los cafetales de Centroamérica, en las plantaciones de té de Malasia y Sri Lanka, y recorrimos la India en busca de las mejores especias.
Dolores admiraba el brillo en los ojos que demostraban pasión por la vida. Ella no podía ni imaginar cómo sería viajar y descubrir mundos como él se lo contaba.
—¿Y te quedarás acá o ya estás preparando tu próxima aventura?
—No lo planeé aún, por ahora ayudo a mi amigo con el negocio. Él se dedica a conseguir las mejores mezclas, y yo a informar a los clientes sobre los temas que conozco. Mientras haya algo que me retenga, lo haré con gusto.
—¿Tu trabajo, por ejemplo?
—No, el trabajo es solo trabajo. La que me retiene sos vos.
Ya suena la música, se abren las puertas de la iglesia y la fila de niños entra cantando. Se los ve adorables, nerviosos. Todos los años presencio la misma ceremonia, hoy la diferencia es que mi sobrina es parte de ese grupo de niños cantores.
Imposible reconocerla fácilmente, las niñas están vestidas todas iguales. Más de la mitad de esos vestidos se confeccionaron en mi taller. Y todos son casi idénticos: una túnica de monja.
No entiendo la necesidad de semejante atuendo. Se supone que la Primera Comunión debe ser una fiesta, ¿por qué exigir un vestuario tan austero, que remite a otras circunstancias, no a niños celebrando?
Igual mi ojo entrenado puede ir notando las diferencias, porque las madres compiten consiguiendo las mejores telas, como si con ello pudieran embellecer ese modelo tan feo. Por fin consigo identificar a mi sobrina, más por el alboroto de mi hermana que por la capacidad de distinguir su rostro entre tantas presencias anodinas. La saludo con un gesto de la mano, ella nos ve y sigue su camino con una sonrisa vergonzosa.
Los niños llegan a su ubicación y todos nos sentamos. Me dispongo a vivir la ceremonia ya conocida de todos los años. Al confeccionar la mayoría de los vestidos del barrio, tanto para las niñas como para las madres, es un deber comercial asistir a la ceremonia y compartir de algún modo con los clientes ese momento para el que hemos trabajado tanto.
Ya sé lo que viene: la misa más larga de lo habitual, el momento en el que el sacerdote administra el sacramento a cada uno de los niños, la emoción de los padres, la bendición, y por último, lo más importante: las fotografías.
Todas las familias se alborotan ante los fotógrafos para asegurarse de no perder el recuerdo de ese momento. Especialmente la de la niña con hábito blanco en actitud de oración con el rosario entre las manos. La típica foto que adorna todos los livings familiares.
Espero apartada a que toda esa gente concluya con las fotos y los saludos, para que podamos irnos a la casa de mis padres, en la que se celebrará la fiesta de comunión.
Desde mi posición observo a esas familias, a esas mujeres, la mayoría de mi edad, atareadas tratando de que ese día sea un imborrable recuerdo familiar. Las miro y pienso: si tuviera hijos de esta edad, ¿me comportaría igual que todas ellas, que parecen no tener otra inquietud más que la de que su niña salga impecable en la foto? ¿Realmente me pesa perderme esta parte de la vida? Y mi respuesta hoy, a mis 37 años, sincera y secreta es: no, no me pesa.
Al principio sí, cuando todas mis amigas comenzaron a casarse en cascada y luego llegaron los embarazos y nacimientos como en una cinta de fabricación en serie, me sentí sola y fuera del mundo. En las reuniones se hablaba solo de pañales, dientes, paspaduras y colegios. Ahí fue cuando me fui alejando de lo social en la medida en que podía y me construí la fama de inaccesible que tengo hoy. Nadie me interroga demasiado sobre qué hago o dejo de hacer. La gente se incomoda, no entiende que gracias a eso puedo ocupar mi tiempo en cosas exclusivamente para mí. El cine, por ejemplo, y eso me da esa libertad que en este momento tanto valoro.
Lo único que me pesa es el hecho de no poder vivir sola. Las personas adultas no deberían vivir con sus padres. Pero esto, a los ojos de la sociedad, sería inaceptable. Ninguna mujer deja la casa paterna si no es por matrimonio. Si decidiera vivir sola, sería tildada inmediatamente de promiscua; eso amenazaría mi negocio y mi independencia económica, y con eso, la poca libertad de la que gozo. Es un precio que debo pagar si quiero seguir disfrutando de las cosas que me gustan sin dar demasiadas explicaciones.
Como Rafael. Sin dudas es una de las “cosas” que me gustan. Es inútil negarlo. Pienso en sus ojos negros y las cosquillas en el estómago reaparecen. ¿Adónde nos llevarán estas salidas ocultas? Sus intenciones son claras, pero yo, ¿qué quiero yo? Ese hombre me hace sentir y pensar en cosas que creí que nunca tendrían espacio en mi vida. Llegó el momento de pensar en qué quiere Dolores. Hasta dónde tomar riesgos para vivir como realmente deseo y no como los demás suponen que debo vivir.
Es cierto, me atemoriza pensar en los placeres que me tiene reservados Rafael, que puedo imaginar que van más allá de agregarle cardamomo al café.
Dolores observaba todo con curiosidad y Rafael la observaba a ella. No perdía pisada de sus gestos, temiendo encontrar en ellos algún signo de incomodidad. Le había costado mucho convencerla, lo último que deseaba era que lo percibiera como una experiencia inadecuada que le hiciera perder el terreno ganado laboriosamente.
Los autos iban ingresando al predio y se ubicaban en una fila rigurosa, bajo las indicaciones de los acomodadores. Si uno miraba adelante, a los lados o atrás, solo veía vehículos ocupados por seres anónimos. La noche y la distancia no permitían identificación alguna. Uno de los empleados se acercó para darles un parlante a través de la ventanilla, de modo que, cuando la pantalla del autocine se iluminó, pudieron disfrutar la experiencia al sentir que la película se exhibía solo para ellos.
La proyección comenzó con las publicidades de rigor y Rafael aprovechó el momento para tantear la impresión que Dolores estaba teniendo.
—¿Y? ¿Qué te parece hasta ahora? ¿Te lo imaginabas así?
—Es extraño, sabía que existían, pero nunca había venido.
—En Estados Unidos son muy populares, hay cerca de 5.000 en funcionamiento por todo el país. Es una propuesta que reúne dos íconos de la identidad norteamericana: el cine y los autos.
—Pero acá no son tan populares, hay pocos, ¿verdad?
—Sí, solo cuatro. No han tenido la aceptación que tuvieron allá. Es una forma de llevar a toda la familia al cine por poco dinero, y también es una propuesta que brinda algo de intimidad a las parejas. Se dice en tono de broma, y supongo que con algo de razón, que uno de cada cuatro estadounidenses en los años 50 fue gestado en un autocine.
Dolores se puso tensa ante el comentario.
—¿Y para eso estamos aquí? —preguntó cortante.
—No —se apresuró a aclarar Rafael, sintiéndose un imbécil por lo inapropiado de su anécdota—. Vinimos para que vivieras una experiencia diferente, no era mi intención incomodarte. Si querés, nos vamos.
Ella lo miró a los ojos y lo que vio en ellos la tranquilizó. No era momento para comportarse como una quinceañera. Si había aceptado la invitación era porque confiaba en ese hombre de mirada franca. Procedería como una adulta, no echaría a perder la salida.
Decidió cambiar la tensión del momento. Buscó algo en el bolso de mano que había llevado, ante la mirada cautelosa de Rafael, que temía haber arruinado todo y que ella se dispusiera a salir corriendo. Dolores sacó de su cartera dos tazas y se las tendió, sorprendiéndolo. A continuación sacó un termo y le quitó la tapa. Inmediatamente el aroma a café inundó el pequeño habitáculo, generando la risa distendida de ambos.
—Vine preparada. ¿Qué mejor que acompañar una película con un buen café de Brasil? Tiene un toque de cacao, como me recomendaste.
Él sonrió, aliviado, y sostuvo las dos tazas para que pudiera servir la bebida de la manera más cómoda posible, dadas las circunstancias. Dolores tapó el termo y tomó una de las tazas de sus manos. En ese momento Rafael se moría por besarla, pero se contuvo; no volvería a cometer un error como el anterior, el momento llegaría. Se limitó a mirarla intensamente. Ella bebió un sorbo, cerrando los ojos y disfrutando del aroma, y a él le pareció el gesto más sensual que hubiera visto alguna vez. Con un nudo en las entrañas giró hacia la pantalla, en la que ya comenzaban a proyectarse los títulos de la película, aparentando una tranquilidad que estaba lejos de sentir.
Hicieron silencio mientras el filme avanzaba. El ambiente era íntimo, ambos eran conscientes de la cercanía del otro y, a pesar de estar rodeados de gente en sus propios vehículos, se hallaban peligrosamente solos en su pequeño espacio, solo iluminado por el resplandor de la pantalla que fluctuaba haciendo bailar las luces y las sombras, y en el que flotaba el aroma del café y el cacao. Los cinco sentidos estaban alertas, la tensión entre ambos era palpable; solo cabía esperar que alguno de los dos diera el primer paso.
Al vaciarse las tazas, Dolores repitió sus movimientos para volver a llenarlas. Otra vez él quedó con los recipientes humeantes, esperando que ella se pusiera cómoda para ofrecerle el suyo. Esta vez, ella no tomó la taza sino las manos que la cubrían y se acercó, tímidamente, mirando su boca con interés. Rafael no se hizo rogar y tomó sus labios entre los suyos. Ella no se apartó; al contrario, seguía invitándolo con la mirada. Él tomó las tazas y las puso en un lugar para que no estorbaran cuando la atrajo hacia sí y profundizó el beso tan largamente anhelado.
Ella aprendía rápidamente y disfrutaba esos besos con sabor a café que cada vez se volvían más audaces, sin cohibirse y pidiendo más. Pronto las manos de él abandonaron el abrazo para deslizarse por el cuerpo de la mujer. Cuando las caricias se posaron en sus pechos, ella dio un respingo, pero no se apartó. Él buscó su mirada pidiendo permiso para seguir y lo encontró. Dolores no sabía qué hacer con todas esas emociones nuevas. Su cuerpo respondía instintivamente a las caricias y buscaba más, aunque no estuviera segura de adónde la llevarían esas sensaciones.
De pronto él se apartó; en su gesto se notaba el esfuerzo que le suponía alejarse de su cuerpo. Dolores lo miró, frustrada.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nada, es que… ¡hace tanto que esperaba este momento!
—¿Y entonces, qué sucede?
—Es que si no me contengo, te haré el amor aquí mismo, y eso sería una vulgaridad. No me perdonaría ser vulgar con vos. Vamos a mi departamento. Ahí podré tratarte como te merecés, no en el asiento de un auto.
Dolores entendió la importancia del momento. ¿Se animaría a dar ese paso? ¿Qué se lo impedía? Si tomaba coraje, no habría vuelta atrás. La moral en la que se había educado todavía dejaba oír sus voces acusatorias, que chocaban en su cabeza con sus verdaderos deseos. Él seguía esperando una respuesta, en silencio para no forzarla, y ella comprendió que había llegado a un punto de no retorno. O daba el paso que su cuerpo pedía a gritos, o se volvía a refugiar en una vida ausente de emociones, limitada, cómoda hasta el aburrimiento.
Lentamente se inclinó para tomar las tazas que aún estaban llenas de café. Le pidió a él que bajara la ventanilla y se acercó a ella, cruzando por encima de su cuerpo y causándole una tortura erótica. Derramó el líquido fuera del auto y, a continuación, el parlante que les habían colocado con tanto cuidado salió volando por la ventanilla. Antes de volver a ocupar su lugar, depositó un suave beso en los labios de Rafael y le preguntó.
—Van a venir a retarnos, así que espero que sepas salir de este laberinto de autos lo más rápido posible.
Salgo del ascensor y doy una rápida mirada al lugar en busca de alguna presencia inoportuna. Se me dificulta la visión a través de los lentes oscuros en la penumbra del palier del edificio. Pero no pienso quitármelos, no hasta sentirme segura fuera de aquí.
Rafael tenía razón cuando me dijo que, como vive en un edificio en el que la mayoría de los departamentos son oficinas, queda desierto los fines de semana. “No hay porteros ni vecinos”, como dice la canción, le dije. Pero él no entendió porque no la conocía. Y efectivamente, parece la descripción del tango “A media luz” y, aunque no quede en “Corrientes 348, segundo piso, ascensor”, el lugar es discreto y no me crucé con nadie ni al llegar ni ahora.
Por fin salgo a la seguridad de la calle. Debo dar la impresión de ser una espía de películas de acción, con los lentes y el pañuelo en el cabello a esta hora de la mañana. Llego a la avenida y me siento lo suficientemente confiada como para quitarme los lentes.
Corrientes está somnolienta después del despliegue nocturno del sábado. Es poca la gente que camina a esta hora; sin embargo, las mesas de los cafés se encuentran ocupadas con clientes desayunando. Me pregunto si estos desconocidos con los que me cruzo pueden darse cuenta. Lo que pasó anoche tiene que haber dejado algún tipo de huella, tiene que notarse de algún modo como una gran letra P escarlata grabada en la frente. P de pecadora. ¿Será más luminoso mi gesto, mi piel? ¿Será más notorio el brillo de mis ojos? Toda esta gente no me conoce, pero ¿mis padres percibirán el cambio? Tendré que ser muy cuidadosa para que nadie sospeche. Y empezaré planeando muy bien mis mentiras. Por esta noche, la excusa de ir al teatro con una amiga y dormir en su casa para no volver sola de madrugada pudo servir, pero no se sostiene. ¿De dónde sacaría yo tantas amigas como para justificar las numerosas ausencias que estoy impaciente por tener?
¿Cuándo volveremos a vernos?, me preguntó Rafael. El sábado, le dije, después de la compra de café. Así será, bajo mis términos. En la semana actuaré el personaje de solterona distante, pero los sábados serán lo mejor de la semana. No veo la hora de seguir descubriendo su cuerpo y el mío. De volver a disfrutar de ese calor que consume y de la sensación de que la vida solo tiene sentido para ese instante único y eterno.
¿Cómo podré ser la misma persona que ayer? ¡Imposible! De solo recordar a Rafael despidiéndome desde la cama, con su cuerpo semicubierto por las cobijas, se me aflojan las rodillas.
Es importante que aprenda a disimular, a fingir. Porque si voy a vivir en pecado, le agregaré el pecado de la codicia a los que seguramente seguiré cometiendo. Porque ahora lo quiero todo, no me conformo con menos. La respetabilidad de una conducta intachable y una piel morena esperándome entre sábanas blancas. Lo deseable de los dos mundos.
Disfrutaré de lo mejor de lo mejor: mi vida, a partir de ahora, será la flor de la canela.