¿HACIA DÓNDE CORRE EL TIEMPO?
En los gráficos que ilustran la evolución de las especies en la Tierra la vida es a veces representada como una escalera, a veces como una rampa ascendente, o también como un árbol, y en todos los casos está enfocada en un larguísimo proceso de perfeccionamiento. Empieza con los protozoarios, humildes y casi despreciables en la base de la rampa, y se va haciendo mejor y más compleja. Después de que aparecen los protozoarios pasan los milenios, miles de milenios, y se forman los camarones y los peces. Pasan otra vez los milenios. Los peces salen del agua. Pasan los milenios. Se forman los macacos y los chimpancés, pasan los milenios y la perfección suprema se empieza ya a presentir, como se presienten los amaneceres. Al chimpancé sigue un ser de frente chata que camina erguido. La ciencia lo llama homínido y es, como su nombre lo indica, provisional: es todavía feo y bruto y existe solo para darle paso a lo que sigue. La frente del homínido se va enderezando, aprende a dominar el fuego, aprende a fabricar instrumentos y subyuga a la Naturaleza. Amaneció por fin. Por fin apareció la inteligencia. La evolución culmina en nosotros, los humanos, lo más cercano a la perfección, el clímax del asunto todo.
Esta imagen espectacular es la que acepta la mayoría de la gente, es la visión de la calle. Con esa estructura mental nos movemos por ahí, compramos frutas, vamos al banco. Después de ocho horas de repetir en el mismo sitio un idéntico movimiento, el obrero no duda ni por un segundo de que el chimpancé que aparece en la televisión tumbado bajo el sol con una pajilla entre los dientes es su inferior. Y el ejecutivo de ojos de cuarzo que mira con impaciencia los números en los ascensores y entra y sale de oficinas tapizadas en Wall Street, esbelto, acerado, orgulloso de ser instrumento de la conversión de las selvas en papel higiénico, no duda nunca de que es el triunfador final.
Lo arraigado y universal de este punto de vista nos ha permitido llamar despectivamente a las anémonas «organismos rudimentarios» sin crear dudas sobre nuestro buen juicio. O aniquilar cientos de miles de búfalos en solo una semana y dejar búfalos pudriéndose hasta donde alcanza la vista, y jamás dudar de nuestra cordura. O afirmar, sin que nadie se ría ni lo cuestione, que es la inteligencia lo que ha hecho del hombre el guardián y gerente de la Creación, contra la evidencia de que es justamente la inteligencia la que está en el proceso de aniquilar la Naturaleza entera.
Los seres humanos, únicos sobre el planeta dotados de inteligencia, gracias a nuestro valor, esfuerzo, disciplina e ingenio, nos las hemos arreglado para quedar flotando, medio asfixiados, en la masa revuelta de nuestros propios desperdicios. Pero todos, curiosamente, conservamos la firme creencia de que somos la imagen de Dios y los reyes de la creación. Y es esa noción, o estructura mental, producto y causa del desarrollo descontrolado de la ciencia y de la técnica, la que ha disparado el tiempo y lo ha hecho irse de bruces, derrumbarse hacia adelante.
Todo el mundo va, nadie está. Como el «aquí» de todo el mundo es provisional, como nadie está aquí, sino que va para allá, el universo ha tomado la forma de un entrevero de autopistas. Por llegar al destino nunca se está en el camino, pero el lugar de destino no se ve en realidad por ninguna parte, las autopistas llevan a otras autopistas.
Ese fenómeno del tiempo que se va de bruces se refleja en todo, en la forma de las ciudades, en el aspecto de los supermercados, donde la velocidad les congela la belleza a las flores y les roba el olor a las naranjas, en la manera de criar a las gallinas y ordeñar a las vacas. Y, por supuesto, en la literatura. La literatura que más posibilidades tiene de leerse es hoy la que le hace el juego a la fiebre de la velocidad industrial. Escribir, no para estar yendo, sino, como en las autopistas de Los Ángeles, para llegar. El camino mismo, el «ahora» es secundario. Lo que se busca no es que el lector pueda sentir la maravilla de cada segundo, sino lanzarlo en la búsqueda del segundo que aún no ha llegado, aturdirlo con la expectativa de los hechos por venir. Las cosas suceden, no por el esplendoroso arbitrio de su propio suceder, sino, tal como vivieron los homínidos, para dar nacimiento a otras. El ritmo narrativo se dispara. La narración no busca que el lector se sumerja sin afanes en un mar de formas de cuya creación participa. El escritor lo obliga a que avance, no lo deja ni desayunar. Enteros atardeceres se convierten así en parpadeos. El amor se hace cópula rápida. Las selvas intrincadas e infinitas se hacen manchón verde y todo deja de ser lo que está siendo para buscar ser lo que será.
Con el fin de lograr la máxima velocidad se inventaron técnicas y fórmulas, recetas, más o menos precisas, más o menos matemáticas, para aturdir al lector y hacerlo ir hacia adelante, como al burro con la zanahoria. Debido a que fórmulas y técnicas son las mismas, las novelas terminan pareciéndose unas a otras, como las ciudades, como las autopistas. La aventura se acaba. Los fracasos literarios se producen ahora, no porque el escritor se imponga metas imposibles, sino por su torpeza en aplicar las fórmulas. Pero como las fórmulas pueden aprenderse, el fracaso grande casi nunca se produce. Y como las fórmulas imponen su camisa de fuerza, tampoco abundan las aventuras triunfales, las obras maestras. La literatura tiende a quedarse en un término medio, en la causalidad sin riesgos, en el vértigo fácil.
No se trata aquí de hacer el elogio de la lentitud. Se trata de defendernos de Hollywood, del empobrecimiento de la literatura que se produce cuando cada escritor trabaja con la intención, a veces inconsciente, de que su novela pueda llegar a ser película. No solo se dejan de utilizar entonces los innumerables recursos de la palabra escrita, imposibles de llevar a la pantalla, sino que se acepta servilmente aquella noción rudimentaria del transcurso del tiempo, la causalidad esquemática en la cual los hechos son provisionales, están subordinados al final y van hacia él como por entre un tubo. Se empobrece el escritor, se empobrece el texto y sobre todo se corrompe y empobrece a los lectores.
Lo que está en la esencia de aquella lógica enloquecida es la noción de que el tiempo se forma de milenios y estos conducen a Dios. La idea de que 2000 es un número posterior y más completo que 1000.
No siempre el tiempo avanza hacia adelante. No siempre hacia atrás. A veces se queda inmóvil y lleno de vida, como los colibríes. Tal vez esté llegando la hora de rendirnos otra vez a la evidencia de que ninguna criatura es más completa, ni más perfecta, ni más adelantada que otra.
Es de esperar que el paisaje desolador creado por la tan celebrada y cacareada conquista de la Naturaleza —y podríamos recordar a Hemingway haciendo el ridículo con su botaza de cazador sobre un majestuoso leoncito muerto— poco a poco nos abra los ojos; que recobremos la cordura y podamos otra vez vivir y escribir con la consciencia de que la forma del movimiento del tiempo no es la del río sino la del mar, y la certeza de que cada segundo contiene todos los milenios.