HORROR, ESPLENDOR

Viajé a la finca de mi hermano Juan para tratar de entender lo que había ocurrido y despedirme de él, hasta donde fuera eso ya posible. Extremo norte de Colombia, cerca de Panamá. Estaban en verano: días de cielo sin nubes, de mar esmeralda. Llegué en lancha y me fui en avioneta, como escapando de un pozo, dos semanas después.

En la finca había dos casas. Me quedé con Bernarda y Ramón en la segunda, no en la casa donde él había vivido, que estaba a diez minutos caminando por la playa hacia el norte y tenía muchos cuartos, ahora vacíos.

Abril de 1977. Mi hermano murió de 36 años, yo tenía 27.

Bernarda y Ramón eran los mayordomos que mi familia había llevado para que cuidaran la finca después de la muerte de Juan a manos de su administrador. Cuando era todavía muy joven, ella había trabajado para mi abuela materna; durante mi niñez y adolescencia había trabajado en mi casa, y ahora, más para ayudarnos que por necesidad, había venido con su marido a cuidar durante unos meses la finca de Juan. Era inteligente y afectuosa, Bernarda, de marcados rasgos indios. Ramón era blanco y velludo, como si viniera de La Mancha, de cincuenta años tal vez, fuerte, de pocas luces.

La primera noche dormí con pesadillas. Al día siguiente, muy temprano, desayuné con los plátanos verdes fritos, el huevo frito y el café negro que me dio Bernarda, y me fui a bañar en un pequeño río de aguas transparentes que desembocaba en el mar a unos veinte metros de la casa donde Juan había muerto. En el río los ojos de las babillas brillaban entre los mangles, y los pájaros hacían ruido y brincaban en las ramas. Cuando terminé de bañarme recorrí otra vez aquella casona grande y destartalada. Ya la había recorrido el día anterior con Bernarda y Ramón —ella sollozó al entrar al cuarto de Juan— y ahora lo hacía solo. En la mesa de noche había quedado una botella de gaseosa con un trozo de vela, a manera de candelero, que seguramente él había usado para leer en la cama.

Neruda. Vallejo.

En la novela que escribí sobre todo esto dije que el ataúd se había construido con los tablones de la cama, pero no fue así. Lo trajeron por mar desde Turbo, a menos de dos horas en lancha hacia el sur. De modo que allí estaba la cama, grande como en mi libro, eso sí, y ya sin el colchón, que habían quemado en la playa. Así y todo, si volviera a escribir la historia, diría otra vez que habían construido el ataúd con sus tablones. Es más verdadero.

Los días eran cortos, intensos. Una tarde presencié la reconstrucción del crimen en la casa de Juan, vi al asesino. Otro día, unos pescadores vinieron a decirme, desafiantes, que esa noche iban a pescar con dinamita, cosa que al fin no hicieron. Y una mañana subí montaña arriba, a la finca de un amigo de Juan, a recuperar una res que se había perdido y el amigo había encontrado.

Aparte de eso, los días fueron como los sueños en que se repite un mismo tema: deliciosos plátanos fritos, huevo frito, baño, visita a la casa de Juan. Caminadas interminables por la playa mientras trataba de entender lo que había ocurrido. Después de una semana, sentí que me estaba asfixiando y que necesitaba irme. Ya había visto lo que tenía que ver, ya no quería volver a esa casa nunca jamás, ni ver esa playa, ni volver a oír el murmullo musical del cascajo en la orilla al ser removido por las olas. Las limpísimas garzas blancas que volaban sobre el manglar me parecían siniestras; los atardeceres, fúnebres.

Pero salir fue mucho más difícil que llegar. El servicio de barco era irregular y no había manera de llamar a alguna lancha para que me recogiera. Tampoco era fiable el servicio de la avioneta Cessna que salía de Balboa, un pueblo cercano, en las montañas, hacia el norte. La avioneta era del capitán Mejía, o Botero, o Jaramillo, un apellido así. Me iría en lo primero que apareciera.

Los pelícanos pasaban en cuña sobre el mar, las gaviotas volaban sobre los islotes, al frente, y ni barco ni avioneta aparecían. Llegaba otra noche de mal sueño y pesadillas, llegaba otro día. Plátanos fritos, delicioso baño y otra vez me veía caminando por la casa vacía de Juan, de cuarto en cuarto, tratando de reconstruir sus últimos días, sus últimos segundos.

Pasaron otros cinco días abrumadores, eternos, y una mañana, por fin, mientras caminaba por la playa, oí el débil sonido de la avioneta, que apareció como una mosca por el horizonte del mar. Bernarda me empezó a llamar a gritos desde la casa. Llegué, metí mis cosas en la mochila, la abracé, estreché la mano callosa de Ramón y empecé a caminar por la playa hacia Titumate, el pueblito vecino. Media hora después, todavía caminando por la playa, pasé al lado del cementerio, pero no quise detenerme. En Titumate agarré un camión viejo, pintado de rojo vivo con brocha, que prestaba los servicios de transporte hasta Balboa.

La avioneta despegó de una pista donde pastaban las vacas, voló sobre la selva y se orientó hacia Medellín. Cerré los ojos y lo vi entonces, abajo, tal como aparecería en mi novela, minúsculo, pegado al mar, muy real y a la vez precario y casi imaginario.

El cementerio.

Veinte tumbas, si acaso, enmalezadas, llenas de sol, inundadas durante los mares de leva por las olas y pobladas de cangrejos.