PROPUESTA DE ARTÍCULO SOBRE LA ABOLICIÓN DE LOS PREMIOS LITERARIOS Y LAS RIFAS

He estado pensando en escribir un artículo sobre los premios literarios, para publicar en alguna revista. Todavía no le tengo título, pero sé que no faltarían los amargados envidiosos que sugieran Las verdes uvas de la ira. (Ver Las uvas de la ira, Steinbeck, John; y La zorra y las uvas, Esopo, Juan Carlos).

Más o menos diría lo siguiente, pero mucho mejor organizado:

Hay que abolir los premios literarios. No sirven para nada. Muchas novelas que han ganado numerosos premios tienen tan poca calidad o tanta calidad, según sea el caso, como muchas otras que no han ganado ninguno. El que una novela haya ganado un premio, o haya dejado de ganarse muchos, no ayuda para nada al posible lector a orientarse en lo que tiene que ver con su calidad. ¿Para qué sirven, entonces?

Otra razón de abolirlos es que, con los premios, los escritores y los lectores les estamos dando todo el poder a los jurados, esto es, a entre tres y siete personas que, como en el caso del Nobel, casi nadie sabe quiénes son. El Premio Nobel, en particular, es una sombra o una presencia o entidad fantasmagórica que acompaña a todos los escritores desde que nacen hasta que se mueren. ¿Por qué gracia? ¿Quién les dio tanto poder a esos siete prójimos? ¿Quién les delegó todo eso? ¿Quién votó por ellos? ¿Por qué desde que uno está chiquito tiene que estar pensando en el Premio Nobel?

No ha terminado el escritor de aprender a leer y ya le han impuesto la obligación de mantener siempre presente el tal premio, sea para pensar en ganárselo, sea para pensar que es una ingenuidad creer que pueda ganárselo o para decidir que jamás podrá ganárselo. Igual estará obligado a vivir bajo su sombra toda la vida.

Una vez eliminado el Premio Nobel de Literatura, eliminar los otros es fácil. Los que tienen nombre de escritor vivo, además de sufrir del problema ya mencionado del Nobel, tienen el inconveniente de que el escritor vivo mismo probablemente tiene mucho poder de decisión sobre el premio. El asunto está malogrado de raíz. Y los premios que tienen nombre de escritores muertos son iguales que el Nobel, pero a escala menor. Abolido el Nobel, unos y otros se «abolen» solos.

También están los grandes premios de las editoriales, pero eso es todavía más fácil de resolver, por aquello de que no son premios. Son adelantos de los derechos de autor, es decir, el escritor deberá pagar hasta el último centavo del premio. Dicho en otras palabras, lo premian a uno con su propia plata. En ellos ni para qué alargarnos, pues son solo un truco publicitario, rudimentario, sí, pero efectivo.

Aunque las fallas que se acaban de mencionar son muy graves y justificarían ya la eliminación de todos los premios, todavía no se ha hablado de una que aparece desde el origen, como un pecado original mortal, y es la más importante de todas. Consiste en que el solo hecho de que una persona acepte ser jurado de algún premio literario bastaría para descalificarlo de manera fulminante como jurado, por su falta de juicio. Los jurados son, por definición, personas que consideran que el trabajo literario de muchos escritores muy distintos unos de otros pueden, no solamente compararse cualitativamente, sino ponerse a correr como caballos, y que está convencida de que el trabajo del escritor que se lo gana cruza en verdad de primero, digamos por una nariz, una línea concreta de llegada.

«Fue muy difícil escoger el ganador, pues todos tenían suficientes méritos y estaban muy parejos» nos dicen en el discurso de la ceremonia de entrega, como hablando del final de una carrera hípica que se decide por medios electromagnéticos. «El mejor es Tal y Pascual» dicen, luego de estudiar las imágenes de la llegada. Y entonces el tal Tal y Pascual se pone de pie, recibe el aplauso, va a la tarima, se embolsilla la plata y se va a consignar, convencido de que es el mejor, mientras los comunicados de prensa se encargan de convencer al público lector de que, en esta competencia entre un banano, una bicicleta y un guayo de fútbol, es superior la bicicleta. Más razonable y sano sería que dijeran: «Fue muy difícil escoger el ganador, pues todos tenían mérito para ganárselo, por lo cual decidimos que lo mejor era echarlo a la cara y sello. Tal y Pascual resultó ganador. Felicitaciones. El Nobel es un premio importante. No se gaste usted la plata en pendejadas. Gracias a todos. Ahora, váyanse, que esto se acabó, o los sacamos a las malas. Aquí nada les vamos a dar a ustedes, bobos».

Pero lo más lamentable es que así y todo uno quiera ganárselos.

A pesar de lo que acabo de decir y del desagrado que me producen, yo quisiera ganarme los premios, todos, desde el Nobel hasta los que son adelantos de la plata de uno y solo un miserable truco publicitario, ganarme los premios de caserío, los premios veredales, los de parroquia, los municipales, los departamentales, los nacionales, los continentales y los mundiales, y también ganarme todos los premios que lleven nombre de escritor, así me parezcan escritores apenas pasables, y no importa los nombres que tengan y no le hace que estén vivos todavía y desocupando la vejiga de a poquitos. Todos. Hasta los bingos quisiera ganarme y todas las loterías y las falsas rifas de automóviles. Soy totalmente incoherente en cuanto a esto de los premios, pero mi incoherencia, que no deja de mortificarme, es ella misma prueba de lo nefastos que los premios literarios han sido y seguirán siendo mientras existan. Soy persona de principios y vean cómo esto de los premios me hace traicionarlos y estar dispuesto a convertirme en persona cínica, metalizada. Por eso mismo hay que abolirlos. Porque no sirven para nada, aparte de distraer a los escritores, desviarlos, enredarlos y mortificarles la vida.

Por este artículo cobraría un millón seiscientos mil pesos.