RETRATO DE GUSTAVO EN LA BARRA
Nos conocimos hace más de cincuenta años, cuando yo tenía tal vez dieciséis y él dieciocho. Fue una amistad larga y constante que terminó hace pocas semanas. O tal vez no haya terminado, uno no sabe. Éramos, pues, ya amigos cuando perdí a dos de mis hermanos, y su presencia me ayudó a mitigar aquella pérdida, aquella ausencia. A diferencia de ellos, Gustavo murió de muerte natural después de una vida muy vivida, gozada, sufrida a ratos.
Sabía moverse en el mundo. A los veinticinco, veintiséis años se fue para Santa Marta, compró una lancha y se dedicó a pasear turistas. Brillante economista de la Universidad de Antioquia convertido en lanchero. Al gremio de lancheros no le gustó para nada el asunto del paisa aparecido que les quitaba clientela y lo amenazaron o algo le dijeron, el caso fue que Gustavo compró un revólver, que mantenía en su mochila arahuaca —bonitas mochilas, en aquella época casi obligatorias entre los jóvenes—. Cuando oíamos la historia, a todos nos aparecía idéntica sonrisa. Éramos amigos de un lanchero que cargaba revólver y libros complicados en la mochila; de un economista armado que manejaba una lancha de quince pies y un Evinrude de cincuenta caballos.
Trabajó en aquel particular ramo del turismo hasta que se aburrió, vendió lancha y revólver y se fue para Medellín. Decía que se iba porque las samarias no le habían parado bolas, cosa que no le creímos, pues supo siempre hacerse querer de las mujeres. Y en 1971 o 72 se fue para Chile a ponerle el hombro a lo de Allende. La pasó bien muchos meses, hasta que los aviones volaron sobre La Moneda y la humanidad vio a Allende que, armado de metralleta, dejaba el ejemplo y el consuelo de un final dignísimo. Gustavo estuvo muy cerca de que lo apresaran y mataran, escapó de Chile lo mejor que pudo y regresó a su país tan desmoralizado como cualquier chileno que no fuera fascista.
¿O primero fue Chile y luego Santa Marta? Estos detalles con el paso del tiempo van adquiriendo ya su verdadera importancia. Que es: ninguna. Da lo mismo si primero es el huevo o es primero la gallina.
Tampoco importaría demasiado no saber en qué momento se abrió El Goce Pagano, pero ya que lo sé, lo digo. En 1975, según Google. Si fue así, Gustavo tenía entonces veintisiete años, yo veinticinco. El Goce Pagano tuvo éxito, la gente no cabía en el sitio. Me fui del país y pasaron, bastante veloces, muchos años. Intercambiamos algunas cartas, yo con mi letra patoja y caótica, y Gustavo con mucho orden y severo preciosismo. De ese mismo modo jugaba ajedrez.
Cuando yo venía a Bogotá y lo visitaba en El Goce, Gustavo me cuestionaba a fondo. Ya sabemos a lo que me refiero. Había que estar preparado para recibir ráfagas de preguntas, que uno contestaba como devolviendo a duras penas pelotas de tenis. «¿Cómo ves vos el país desde Nueva York, hombre Tomás?». Preguntas así, de las difíciles. ¡Miércoles!, ¿cómo veo yo el país? A ver. ¿Cómo veo yo el país? A ver, a ver. Tengo que pensar en algo, tengo que pensar en algo. No tenemos toda la noche. ¿Cómo, cómo, cómo veo yo el país? Avanzaba la noche. Terminado el interrogatorio, se ponía ingenioso y fácil. Todo el mundo se ponía ingenioso a esa hora o creía ponerse ingenioso, que no es lo mismo, pero no todo el mundo era tan agradable como Gustavo cuando se ponía agradable.
Afectuoso fue siempre, hasta cuando se ponía difícil. Era un ser afectivo, Gustavo. «Querendón», decía él. «Yo soy querendón».
El Goce dejó de estar de moda o quién sabe qué pasó. Fui a visitar a Gustavo en una de mis venidas a Colombia y lo vi encender las velas en la barra, servirme y servirse un aguardiente, y después de los cuestionamientos de rigor, hablar de Borges, de Las mil y una noches o de Arguedas. Pasaron las horas y nadie llegaba. Claro que era jueves, pero aun así...
Ese jueves no entraron ni los vendedores nocturnos de empanadas.
Aquello venía ocurriendo desde hacía algún tiempo y tendía a empeorar. La plata le comenzó a escasear. Gustavo era buen pobre —sentía cariño por los pobres— y sabía saltar matones para sobrevivir. Dio talleres de literatura y vendió libros por ahí, para levantarse el desayuno y la comida. Durante la época de las vacas gordas había alcanzado a comprar el local y también el apartamento en el que vivía, en la misma cuadra, de modo que solamente tenía que bregar por la alimentación. «Con dos golpes me bandeo», me dijo. «Lo único que no he sido capaz de hacer es abrir la colcha en la acera y poner los libros. Por pendejo que es uno, ¿cierto? Me da vergüenza vender libros en la acera. ¡A estas alturas con semejantes carajadas!».
Otro año llegué y también lo encontré solo en el mostrador, con las velas ya encendidas, la música puesta y el disc-jockey como emparedado en su cabina. Kafka, enteco, verdoso, intenso, miraba desde el cuadro en la pared a Gustavo, que en ese tiempo se veía muy rosado y saludable a pesar de los días de solo dos golpes. El sitio olía a fósforos recién apagados. Acababa de encender las velas. En esa época ya había dejado de fumar. Estaba acodado, de pie, detrás de la barra, como siempre, con un aguardiente servido, trabajando muy contento y tranquilo sobre un rimero de hojas fotocopiadas extendidas en la madera y cundidas de notas escritas con la letra firme que se describe antes. Era una fotocopia de Las mil y una noches. «No todas, claro, güevón, algunas. Todas no caben aquí». Es la misma letra que en este momento estoy mirando en los márgenes de un libro de Laurence Sterne que me prestó alguna vez y no tuve la oportunidad de devolverle.
Aquella noche entraron tres personas y se tomaron dos cervezas.
Entonces, como si la que ya traía fuera poca, a la existencia le dio por agarrar aún más velocidad. Esto era ya a otro ritmo, a otro precio. Pasaron años y más años, ahora sí rápido, cada vez más rápido, verdaderamente rápido. La gente empezó a morirse por todos lados. Y el año pasado a Gustavo lo fulminó un infarto.
Faltando él, es casi seguro que yo no vuelva a tomar tinto en la esquina de la carrera 13A con 24 ni tampoco en el café de la calle 23, arriba de la Séptima, que tenía, según Gustavo, el mejor tinto de la ciudad. Los dos sitios le servían de oficina diurna. Las señoras que atendían las mesas hacían de secretarias y le pasaban los mensajes que le dejábamos.
El Gustavo.
Mucha falta que nos va a hacer.