ABRAHAM ENTRE BANDIDOS (2010)
En tiempos de secuestros es importante tratar de escribir narrativa de buena calidad sobre secuestros. Ni ese, ni el narcotráfico, ni el sicariato son temas «quemados», al contrario: es urgente escribir sobre ellos, para ver si los entendemos y salimos del pozo en que estamos.
Escribí una novela sobre la Violencia de los años cincuenta porque es la que conozco mejor. Si hubiera conocido bien lo del sicariato, y lo hubiera vivido, seguramente habría escrito algo sobre el tema. El narcotráfico lo toqué en un cuento, «Las palmas del ghetto», y es muy probable que en algún momento vuelva a escribir sobre eso, pues lo viví más directamente y me asombra. Viví la Violencia de los años cincuenta en Santuario, en la finca de mi abuela. Las historias de atrocidades eran allí interminables y las cicatrices morales y físicas muy visibles. También sentí la Violencia con toda su fuerza a través de las historias de la familia de Dora. Ella y toda su familia vivieron esos años en Sevilla, Valle, donde era cosa de todos los días ver llegar de las veredas los camiones de Obras Públicas cargados de muertos y presenciar los asesinatos políticos en las calles.
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La historia de Abraham me venía dando vueltas en la cabeza desde 1984, cuando vivía en Miami. Una vez leí un artículo extenso en el Miami Herald sobre Susan y Vincent Morena, y de allí salieron los dos personajes. El artículo traía fotos muy buenas: Susan tenía ochenta y pico de años y Vincent sesenta y algo, aunque parecía un ancianito centenario. El carácter de la Susan del artículo me sirvió para construir a Susana, a quien le aparecieron también rasgos de la mamá de Dora, doña Margot, que tiene a veces mucha aspereza, pero al mismo tiempo es muy inteligente y compasiva.
Una vez que personajes como esos están delineados, espero que digan algo o los obligo a decir algo —en el caso de Susana una frase de diálogo parecida a las de doña Margot— y es en ese mismo momento, al decir sus primeras palabras, cuando el personaje nace. En cuanto a Vicente, leí un poco sobre el síndrome de Down y hablé con muchachos que lo tenían, y de esa forma terminé de redondear el personaje.
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Dentro de la tradición de la literatura antioqueña creo que Carrasquilla es el que primero se me ocurre como influencia en mi escritura. Toda su obra. También recuerdo la novela Carretera al mar, del caldense Tulio Bayer, que me impresionó mucho. De Fernando González solo leí Viaje a pie, el resto de su obra la leería para la escritura de La historia de Horacio. De poetas solo me viene a la memoria León de Greiff, a quien todavía leo. Fueron en todo caso lecturas poco sistemáticas, al azar, como han sido siempre mis lecturas.
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«Colombia es un país siempre al borde del caos, al que los periódicos de los países ricos —los mismos países que habían arrojado bombas atómicas sobre ciudades dormidas o aplicado los principios de la ingeniería industrial al exterminio de razas enteras— mencionaban como uno de los más violentos del mundo», escribí en la novela. El ser humano es un ser violento, aquí y en Cafarnaum. Es una tontería pensar que los colombianos son más violentos que los europeos. Para eso habría que negar toda la historia europea, que, como todo el mundo sabe, está bañada en sangre y permeada por el horror. Y esta del horror es una tradición que los estadounidenses han sabido mantener muy en alto. Aquí llegó el momento de mencionar a Gandhi. Le preguntaron: «¿Qué piensa usted de la civilización occidental?». Lo meditó un instante. «Excelente idea», dijo.