JEAN-ANTOINE WATTEAU (1684-1721), PEREGRINACIÓN A LA ISLA DE CITERA (1717), óleo sobre lienzo, 129 × 194 cm, Museo del Louvre, París
Ningún pintor que haya despertado interés entre sus contemporáneos, incluidos los de allende sus fronteras, nos ha resultado tan refractario como Jean-Antoine Watteau. Su nacimiento en la localidad septentrional de Valenciennes, en 1684, sólo media docena de años antes adscrita al dominio francés, pues hasta entonces perteneció a los Países Bajos españoles, explica que, en su época, fuese considerado como un artista flamenco.
El contraste entre la abundancia y variedad de fuentes contemporáneas sobre su biografía y el halo de misterio que envuelve todo lo referente a su personalidad y obra resulta, en efecto, chocante, como así queda reflejado en el libro que Pierre Rosenberg publicó, en 1984, Vies anciennes de Watteau, como complemento al exhaustivo catálogo de la exposición dedicada al pintor, de la que él mismo fue comisario, al conmemorarse el tercer centenario de su nacimiento. En la introducción de dicho libro, Rosenberg hacía referencia al precedente de Pierre Champion, Notes critiques sur les vies anciennes d’Antoine Watteau (1921), en el que se compilaban seis biografías del artista escritas por sus amigos y sus primeros exégetas, pero a este formidable material él añadió 17 textos nuevos, formando un enriquecido conjunto de fuentes datadas entre 1719 y 1829. Pues bien, a pesar de este pletórico tesoro de información, sabemos muy poco sobre Watteau, seguramente porque así lo quiso el pintor, muy celoso de su intimidad y, al parecer, de talante melancólico y tocado de cierta inquietud nerviosa, quizá agravado todo por su precaria salud, minada por la tuberculosis, como se corrobora por su temprana muerte acaecida cuando contaba treinta y siete años. Sea como fuere, entre lo que conocemos de su vida y andanzas hay que contar que debió pertenecer a una modesta y numerosa familia de un artesano tejador, y que se trasladó a París hacia 1702 y, en fin, que frecuentó los talleres de Claude Gillot (1673-1722), pintor de escenas de costumbres, y de Claude Audran III (1658-1734), el más dotado miembro de una dinastía de decoradores y poseedor de la llave de la Galería del Luxemburgo, el sancta santorum francés de Rubens. A partir de ahí, muy poco más se sabe sobre Watteau que no sea mediado por la conjetura o la interpretación, fuera de su espectacular reconocimiento académico, que logró casi como con bula. No deja de sorprender que el entonces presidente de la flamante Academia, a la sazón el escultor Corneille Van Clève, renunciase a asignarle un tema, como se acostumbraba, y, aún más, que, nombrado en 1712, no entregase la prenda artística correspondiente hasta un lustro después, en 1717, si bien ésta consistió en la deslumbrante obra maestra titulada Peregrinación a la isla de Citera. El resto es un conjunto de anécdotas de lo más trivial, aunque componga una intrigante trama que no se sabe bien si hay que calificar como la cola de un neurótico o la de un inteligente y desengañado cínico que se burla de un mundo que, a la vez, le fascina y le espanta. Lo uno y lo otro son un precioso material romancesco, que se ha desarrollado con prolijidad hasta hoy mismo, motivo por el que Rosenberg reclamó en su momento refrescar las fuentes y no perder el norte.
En cualquier caso, en lo que casi todos, contemporáneos o posteriormente sobrevenidos, coinciden es en que Watteau fue no sólo uno de los mejores pintores franceses de cualquier época, sino uno de los más notables maestros antiguos de toda la historia del arte occidental. Artísticamente, y con tan sólo lo antes parvamente apuntado por su paso por los talleres de Gillot y Audran, con sus respectivas querencias por el realismo de las escenas de costumbres y el rubensianismo, ya se moldea algo la personalidad pictórica de Watteau, cuya genealogía fue, casi un siglo después, muy bien precisada por Vivant Denon, con la cita encadenada de la elegancia del dibujo del Parmigianino, la frescura del colorido de Van Dyck, la composición fácil de Rubens, la manera de Correggio, la ingenuidad de Giorgione, y la auténtica armonía de toda la escuela veneciana.
Esta mixtura de referencias artísticas no configuraron una personalidad ecléctica porque, al estar muy bien hilada, nos avisa del creador de un estilo potente y muy original, como así fue. Habiendo partido desde lo más bajo de su oficio, tardó en afianzarse artística y socialmente, y, cuando lo logró, no sobrevivió mucho para contarlo. Es evidente que su fuente nutricia original fueron los maestros flamencos y holandeses, como David Teniers, Adriaen Brouwer y Gerrit Dou, los cuales fortalecieron su talento naturalista, que hay que interpretar, no obstante, como lo hizo Michael Levey, más en el sentido de su apego por la realidad existencial del hombre, o, si se quiere, por el estudio de la naturaleza humana. De todas formas, Watteau tuvo que luchar por adquirir una cultura artística de la que carecía, lo cual le llevó su tiempo, así como por decantar esa vocación humanística a través de una temática adecuada. La encontró en la pasión por el teatro trágico o cómico que inspiraba a Gillot. Junto a esto, fue decisiva para él la contemplación de la obra de Rubens y de los venecianos, para lo cual le ayudó mucho su amistad con el marchante Edmé-François Gersaint.
A pesar de las dificultades reseñadas, se puede afirmar que Watteau triunfó en todos los sentidos durante la última década de su existencia. La razón de este triunfo artístico está basada principalmente en dos fundamentos. En primer lugar, el de haber sido inequívocamente el creador de ese género conocido como la pintura de las «fiestas galantes», una teatralización de la vida como una incesante búsqueda del placer erótico. El término «galante» procede de un antiguo vocablo francés que significa «gustar» o «complacer», con todas las connotaciones sociales que arrastraba en el momento en que vivió el pintor: el alargado final del reinado de Luis XIV y el de la regencia que vino después, los cuales marcan la transición de un mundo rígidamente jerarquizado a otro de decadentes placeres, entremezclados por un afán de aburguesado bienestar urbano. A este cambio social le acompañó otro estético: el paso del llamado Grand Goût, el estilo artístico nacional propiciado por Luis XIV, su ministro Jean-Baptiste Colbert y su factotum académico Charles Lebrun, que impusieron la gravedad clasicista al modo de Nicolas Poussin, hacia otro estilo más relajado y hedonista en el que el color y los amables valores del cromatismo lo eran todo, esto último defendido ya desde el último cuarto del siglo XVII por el pintor, escritor, coleccionista y diplomático Roger de Piles (1635-1709). Sin este trasfondo, no se explica, desde luego, el éxito cosechado por Watteau entre sus contemporáneos, aunque poseyera el talento que indudablemente tuvo.
Por lo demás, como quiera que Watteau no fue un artista dócil que se dejase arrastrar por la cadena dorada de los encargos, rasgo que acredita también su talante moderno, la revisión de su obra nos revela una personalidad inquieta y muy autoexigente, lo que se refleja por la sorprendente variedad de asuntos que abordó y por su constante experimentación formal. En este sentido, aunque finalmente fue el genuino creador de ese estilo galante, que luego se alargó durante casi las tres cuartas partes del siglo XVIII francés con una sucesión de figuras estelares como François Boucher y Jean-Honoré Fragonard, el catálogo de la obra de Watteau pone efectivamente en evidencia que hizo de todo en temas, géneros y estilos.
En cualquier caso, el sello más característico de la obra de Watteau es la querencia humana por la representación del placer erótico, pero sin limar su cortejo de sombras, generadoras de sensaciones y sentimientos ambivalentes. Esta es la gran diferencia de Watteau con sus seguidores, sean franceses, británicos o españoles, salvo con Goya, que le fue afín en el gusto por lo popular y por ahondar en el abismo de los placeres y la pasión. De esta manera, en ese fondeadero que fue el siglo XVIII, donde se encuentran casi todas las raíces donde se desarrolló el hombre de nuestra época, también estuvo presente la compulsiva y frustrante búsqueda insaciable de la felicidad. La generación de Watteau la vivió transformando el ardor militar heredado del ya trasnochado mundo de Luis XIV en la conquista erótica, inaugurando de esa manera una dialéctica recurrente de hacer, sucesiva o alternativamente, la guerra o el amor, los dos recursos restantes cuando al hombre se le hace cada vez más inverosímil especular con el más allá y, aún más, apostarlo todo por él mediante la privación de lo único que tiene materialmente delante. Las fuentes filosóficas y literarias contemporáneas de Watteau para este modelo de comportamiento fueron abundantes, pero no se puede obviar al respecto el precedente del amour courtois, aunque en esta resonancia medieval se combinara la hazaña bélica con el galanteo, esto es, vencer en el torneo para lograr el favor de la dama o incluso, con el mismo fin, empeñar el propio destino en extravagantes y peligrosas aventuras.
El inventario de los cuadros de Watteau está plagado de obras interesantes, algunas de las cuales son auténticas obras maestras, como, entre otras, El indiferente, Paso en falso (ambas datables hacia 1717), Gilles (¿1717-1719?) o La tienda de Gersaint (1720), pero, en lo que se refiere a su recurrente asunto de las asambleas festivas en parques, la pieza capital fue, sin duda, La peregrinación a la isla de Citerea o Citera (1717), de la que hay dos versiones mayores y muy semejantes: la que entregó para ingresar en la Academia Real, que se conserva en el Museo del Louvre, y la posterior, de 1718, que acabó adquiriendo Federico II de Prusia y se encuentra en el Charlottenburg de Berlín. Respecto a la primera, hay que señalar, de entrada, varios rasgos que la singularizan del resto de las «fiestas galantes» pintadas por Watteau, empezando por su tamaño, que fue mucho mayor de lo habitual en él, como lo acreditan sus dimensiones: 129 × 194 cm. No es este un asunto baladí, porque las escenas de género, entre las que habría que encuadrar las galantes, solían frecuentar formatos reducidos y, con este cambio, Watteau las homologaba a los cuadros de historia, protagonizados por dioses o héroes legendarios, que eran considerados como el tope jerárquicamente más alto del arte de la pintura y debían estar realzados por formatos grandes. Para este cuadro, nuestro pintor eligió además un tipo de composición llamada en francés ondoyante («ondulante»), de estirpe rubensiana, en el que las figuras se engarzan de manera serpenteante, lo cual favorece su dinamismo musical y le dan a la narración un carácter circular, como inacabable, pues el final se enreda constantemente con el principio. En cuanto el tema –el embarco, viaje o peregrinación a Citerea–, es uno de esos temas de indiscutible prosapia clásica, pero sobre el que tradicionalmente se pasó como sobre ascuas. No es para menos, porque todo es literalmente pornográfico en relación con Afrodita, no sólo por ser la diosa del amor y por su inveterado comportamiento concupiscente, sino por haberse signado su nacimiento mediante una castración paradójicamente fértil, balanceada por las olas espumantes del divino esperma paterno. De manera que viajar a Citera o Citerea, lugar en el que arribó la criatura, o a Chipre, esa otra isla donde estableció su reino, constituye, se mire por donde se mire, una navegación erótica. Complacido con este tour, al fin y al cabo patrocinado por los dioses, Watteau plantea un recorrido, de derecha a izquierda, en el que, en medio de una espesura vegetal, se nos presenta una herma de la misma Afrodita o Venus, en la que está anclada una estatua de busto redondo circundada por tres protuberancias esféricas, las del rostro, el seno y el vientre, arropado éste por un faldellín vegetal festoneado por rosas, a cuyos pies se inicia el encadenado relato de un pequeño Eros, que tira, impaciente, de la falda de una joven sentada, acosada por el intimidante cortejo de un galán de rodillas. A partir de esta situación, se desenvuelven sucesivas secuencias de emparejados amantes, que pautan los consabidos momentos de la aquiesciencia, la cómplice partida y el abandono, que se corona con el dejarse llevar por la nave del amor, se supone que hasta su consumación que debería producirse al arribar a la isla de la diosa. Si en el primer plano de la derecha la historia está glosada en tres momentos, en el segundo de la izquierda, más al fondo, y, por tanto, en menor tamaño, vemos concurrir un abultado golpe de amantes que, apaciblemente, esperan su turno para embarcar en la nave, sobrevolando por encima de sus cabezas una tropa de putti livantes. La diferencia entre este embarque y el contrato nupcial no puede pasar desapercibido, pues establece la distancia entre el circunstancial asalto sexual y el matrimonio, una dicotomía que todavía nos acompaña, aunque hoy, como cabía esperar, las lindes se desdibujen.
En todo caso, al margen de que Watteau entienda la peregrinación de manera muy distinta de la religiosa, militar y comercial, que habían sido las inveteradas convocatorias para la movilización, tiene enorme interés para el caso la forma –la atmósfera– con que se nos presenta esta aventura, no sólo por la frondosidad vegetal que la envuelve, sino por sus enervantes brillos luminosos. Pues es evidente que estamos frente a un auténtico melodrama –una representación teatral con fondo musical o, simplemente, un baile–, entre cuyos pautados movimientos Watteau ha sabido intercalar esos paréntesis o intervalos de reflexión o duda, lo que transforma la gala en un, por qué no, autosacramental filosófico. En este sentido, se adelanta al poeta melancólico que, ahíto de amoríos, reales o virtuales, se atrevió a sentenciar que «la carne es triste», o, mejor, habría que añadir, que «también es triste». En cualquier caso, no creo que sea yo el primero en confesar la imposibilidad de describir de un plumazo la alquimia pictórica que despliega el ya muy sabio Watteau para representar este escenario, cuya enjundia rezuma lo mejor de las lecciones de Giorgione, Tiziano, Correggio y, por supuesto, Rubens.
Por lo demás, como apurada coda final, sólo quiero dejar aquí apuntado que el debate amoroso recorrió el siglo XVIII –desde el propio Watteau a Boucher, Jean-Baptiste Greuze, Fragonard y Jacques-Louis David–, la secuencia completa del placer, la pasión, las emociones y la razón, formando un desbarajuste erótico en el que todavía nos debatimos, pues es, como ahora se estila decir, «problemático» mezclar la liberación de lo instintivo y su corrección política, o, como lo definió Sigmund Freud, conciliar el «malestar de la cultura» con el «porvenir de la ilusión».