La Segunda Guerra Mundial dejó un legado de episodios, héroes y mitos memorables. Pero dejó también la herencia amarga y terrible del horror y la destrucción. Unos cuarenta millones de europeos (incluidos los seis millones de judíos exterminados en el Holocausto) murieron en la guerra: 20 millones de rusos, 500.000 británicos, 600.000 franceses, cinco millones de polacos (de ellos, tres millones eran judíos), ocho millones de alemanes, 400.000 italianos, 600.000 rumanos, 1,4 millones de yugoslavos. Otros 16 millones fueron desplazados de sus lugares de residencia en los cambios de la posguerra. Unas diecisiete mil localidades rusas y casi la mitad de los edificios urbanos alemanes (y el 30% de los franceses) fueron destruidos. Italia perdió la tercera parte de su riqueza nacional. Regiones enteras de Rusia, Polonia, Alemania y Yugoslavia, más Normandía y Las Ardenas en Francia y el centro y sur de Italia, y ciudades como Londres, Coventry, Rotterdam, Dresde, Hamburgo y Berlín, quedaron literalmente devastadas. La guerra parecía como un espejo que reflejara el rostro siniestro de la modernidad. Si esto es un hombre (1958), el testimonio de Primo Levi sobre la vida en Auschwitz, era una denuncia moral de la barbarie del mundo moderno.
La guerra, como es sabido, cambió para siempre el orden mundial, el equilibrio internacional, la vida social y económica, la política y, probablemente, la propia conciencia de la humanidad. La reconstrucción de Europa tras la Segunda Guerra Mundial fue penosa y difícil, llevó unos diez años y exigió un esfuerzo colosal. Europa occidental se reconstruyó merced a la ayuda norteamericana, otra prueba del declive del continente: 17 billones de dólares entre 1943 y 1947 en ayudas para asistencia y rehabilitación urgentes; 12 billones de dólares entre 1948 y 1951, tras la aprobación del Plan Marshall (el Programa para la Recuperación Europea), en créditos e inversiones para la reconstrucción de la industria y la agricultura.
Los países europeos perdieron prácticamente su capacidad como potencias en el mundo. Europa perdió sus imperios coloniales, el fundamento hasta 1939 de su poder en el ámbito internacional. La descolonización fue inevitable. La guerra dislocó sustancialmente la relación entre los imperios y los territorios colonizados. La caída de Francia en junio de 1940 y la rendición británica en Singapur en febrero de 1942 fueron, desde la perspectiva de las colonias, los mayores golpes dados al prestigio de los imperios francés y británico en toda su historia. Tras la guerra, el viejo orden colonial no podría ser reconstruido. Era incompatible con la visión que del nuevo orden internacional tenían los Estados Unidos y la Unión Soviética, y con el mismo clima moral de la posguerra. En febrero de 1947, Gran Bretaña anunció que abandonaría la India no más tarde de junio de 1948: dirigentes políticos, administradores coloniales, mandos militares, medios de comunicación y opinión pública habían llegado a la conclusión de que el mantenimiento del Imperio resultaba militar y económica imposible. La India y Pakistán proclamaron la independencia el 15 de agosto de 1947, antes de la fecha prevista por los ingleses; Sri Lanka (Ceilán), lo hizo en diciembre. Pronto les seguirían muchos otros países: Birmania, el 4 de enero de 1948; Indonesia, el 27 de diciembre de 1949; Libia, el 14 de diciembre de 1951; Eritrea, excolonia italiana como Libia, se federó a Etiopía en 1952. Tras su derrota militar en Diên Biên Phu en mayo de 1954, Francia –que había querido mantener su Imperio como una Unión Francesa de departamentos y territorios democráticos, lo que provocó las guerras de liberación nacional de Indochina (1945-1953) y Argelia (1954-1962)– reconocería la independencia de Indochina (Camboya, Laos, Vietnam). En 1956 se produjo la independencia de Sudán, Túnez y Marruecos; en 1957, las de Ghana y Malasia; en 1958, Singapur y Guinea. En 1960, 17 países africanos accedieron a la independencia; dos más lo hicieron al año siguiente; otros 40, entre 1961 y 1981. La crisis de Suez de noviembre de 1956, una amplia operación militar franco-británica contra Egipto, reforzada con un ataque preventivo de Israel en el Sinaí, como respuesta a la nacionalización por Egipto del canal de Suez en abril de aquel año, desencadenó una fulminante intervención condenatoria de la ONU, de los Estados Unidos y de la URSS que forzó la retirada de Gran Bretaña y Francia a los dos días de la invasión, probó que los viejos imperios europeos eran ya, en el mejor de los casos, meras potencias secundarias.
El continente quedó, además, dividido desde 1945-1947 en una Europa occidental democrática y libre –con las excepciones de España y Portugal– y una Europa del Este (Polonia, Alemania del Este, Hungría, Checoslovaquia, Rumania, Yugoslavia, Albania, Bulgaria, más la Unión Soviética, que se anexionó Letonia, Estonia y Lituania) bajo dictaduras comunistas controladas por la URSS. En Alemania, ocupada militarmente en 1945, privada de regiones como Pomerania, Prusia del Este y Alta Silesia integradas ahora en Polonia y dividida en zonas de ocupación bajo el mando de los distintos países aliados, la negativa de la URSS a aceptar la reconstrucción del país como un Estado unificado y occidentalizado (democracia política, economía de mercado), que le llevó a bloquear Berlín en 1948-1949 en el primer acto declarado de la «Guerra Fría», determinó la división desde 1949 en dos estados, un país democrático y federal, la República Federal de Alemania, la Alemania occidental, y un Estado comunista, la República Democrática alemana, la Alemania del Este, con capital en Berlín Este (pues la antigua capital quedó igualmente dividida). En Grecia, la liberación fue seguida por una violenta guerra civil entre la resistencia comunista y las fuerzas monárquicas, que se prolongó desde octubre de 1944 hasta 1949 y que terminó con la victoria de los monárquicos gracias al apoyo de Gran Bretaña y de los Estados Unidos. Austria, ocupada por los aliados tras la guerra, fue restaurada como Estado independiente y neutral, y como república democrática, en 1955. Trieste, ocupado (y dividido en zonas de ocupación) por tropas americanas, británicas y yugoslavas, fue declarado Puerto Libre en 1947 y sólo se integró en Italia en 1954 tras un reajuste de fronteras con Yugoslavia.
La guerra, en suma, marcó el definitivo declinar de Europa. De forma inmediata, dejó –y ello parece difícilmente sorprendente– una cultura compleja y contradictoria, un confuso legado moral. La misma memoria de la guerra, perpetuada a través de una literatura abundantísima, del cine, del teatro, de la música, del ensayo, del debate historiográfico, plasmada en infinidad de manifestaciones y monumentos conmemorativos, no fue, sin embargo, ni unánime ni heroica. Günter Grass, el escritor alemán cuya obra, desde El tambor de hojalata (1959), hasta A paso de cangrejo (2003), estaba decisivamente marcada por el nazismo y la guerra, dijo con razón que Auschwitz dejó huella indeleble en la historia El sentimiento de culpa marcó, desde luego, la conciencia alemana. Gran Bretaña y la Unión Soviética (como los Estados Unidos fuera de Europa) interiorizaron la guerra como una gran epopeya colectiva nacional. Francia e Italia vivieron durante décadas cultivando el mito de la resistencia y la liberación.
En cualquier caso, la respuesta del pensamiento, el arte y la literatura fue, en Europa, el existencialismo, esto es, la filosofía y la literatura de Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Simone de Beauvoir y Maurice Merleau Ponty, y, si se quiere, la escultura de Alberto Giacometti, la pintura de Jean Dubuffet, la literatura de Jean Genet, y de alguna manera el «teatro del absurdo» de las décadas de los cincuenta y los sesenta (Samuel Beckett, Friedrich Dürrenmatt, Max Frisch, Eugène Ionesco…); una visión de las cosas y del mundo que implicaba una idea negativa de la condición humana, que enfatizaba ante todo la inutilidad y el absurdo de la existencia, y en la que el hombre aparecía forzado a vivir en un mundo carente de valores y sentido; una visión que conllevaba a menudo, complementariamente, la idea del compromiso moral del intelectual al servicio de la revolución y del comunismo –de la historia, para Sartre–, como forma de su propia salvación.
Muchas de las grandes manifestaciones de la cultura europea de la posguerra, y ante todo la literatura y el teatro de Sartre y Camus, la literatura y el cine neorrealista italianos (el cine de Roberto Rossellini, Vittorio de Sica y el primer Luchino Visconti; la literatura de Vasco Pratolini, Ignazio Silone, Carlo Levi, Cesare Pavese y Elio Vittorini) y la llamada «literatura de ruinas» alemana (Heinrich Böll, Günter Grass, Siegfried Lenz), se relacionarían, así, junto con el drama mismo de la existencia individual, con los dilemas de conciencia implícitos en el problema del compromiso político y la militancia comunista. Significativamente, y como ya se ha apuntado antes, en Francia e Italia el legado de la resistencia y el antifascismo –en buena medida capitalizados por sus respectivos partidos comunistas (el Partido Comunista Francés tuvo un 25-28% de votos en 1945-1948 y el Partido Comunista Italiano, el 18,9% en 1946 y el 22% en 1953– vino a ser después de 1945 el fundamento de la cultura política nacida tras la liberación. El marxismo se transformó, paralelamente, en ambos países, en la corriente de pensamiento más influyente en las ciencias sociales, casi hasta finales de la década de 1960. Muchos intelectuales italianos y franceses (Pavese, Renato Guttuso, Silone, Vittorini; Louis Aragon, Fernand Léger, Pablo Picasso, Edgar Morin, Louis Althusser, Georges Sadoul, Roger Garaudy…) militaron en los partidos comunistas de sus países, apoyaron, si no exaltaron, a la Unión Soviética como la gran patria del comunismo internacional que había emergido de la Segunda Guerra Mundial como una nueva y formidable superpotencia, y a su líder, Iósif Stalin, como el hombre que había conducido a la URSS a la victoria en la guerra. El peso de la nueva ortodoxia fue abrumador. La revista Les Temps Modernes criticó despiadadamente El hombre rebelde (1951), el libro de Camus que era una apelación moral a la rebelión contra el absurdo y un mundo (para él) sin sentido e incoherente, y una crítica del marxismo, comunismo y violencia revolucionaria como formas de totalitarismo y opresión. En Los comunistas y la paz (1952), Sartre escribió que «un anticomunista es un perro».
El existencialismo fue ante todo un hecho francés y de la Europa continental. La filosofía británica de la posguerra (Alfred Jules Ayer, Gilbert Ryle, John L. Austin, el último Ludwig Wittgestein que en 1953 publicó Investigaciones filosóficas) se ocupó de cuestiones del lenguaje, y de lógica y método, de la relación, por ejemplo, entre lenguaje ordinario y la significación y sentido de las proposiciones filosóficas. La dimensión moral del arte y la literatura anglosajones no fue por ello menos intensa. Henry Moore centró su obra de la posguerra en la figura humana, plasmada en el tema recurrente de sus grandes figuras reclinantes en bronce. Francis Bacon pintó figuras distorsionadas, obsesivas, en interiores claustrofóbicos, como expresión de la soledad y el desamparo del hombre. Lucian Freud hizo de retratos, desnudos y pintura de interiores –pintados con verismo y meticulosidad extremos– análisis intensos de la condición humana. Las grandes novelas inglesas de la posguerra (Retorno a Brideshead, de Evelyn Waugh; Bajo el volcán de Malcolm Lowry; El poder y la gloria y El envés y la trama de Graham Greene…) fueron literatura intensamente moral, no literatura política o ideologizada. Retorno a Brideshead, por ejemplo, trataba de los problemas de la fe y la conciencia de los miembros de una vieja familia aristocrática católica. El tema de Bajo el volcán era el de la autodestrucción por el alcohol –un verdadero descenso a los infiernos– del protagonista, un excónsul británico perdido en un pueblo mexicano. Las novelas de Graham Greene trataban, como toda su literatura, de la ambigüedad moral del hombre: personajes desplazados, semimarginales, en lugares exóticos (un cura alcoholizado en Tabasco, en El poder y la gloria; un oficial colonial británico en Sierra Leona, en El envés y la trama) de alguna forma forzados a vivir y decidir en situaciones extremas.
Los dilemas en que se debatía la cultura europea de la inmediata posguerra mostraban sin duda –entre otras cosas– que Europa había cambiado. La derrota del nacionalsocialismo y del fascismo en la Segunda Guerra Mundial significó el fin de todas las manifestaciones de irracionalismo colectivo (mitos nacionales, teorías raciales, voluntad de dominio, culto al líder, exaltación de la autoridad, la guerra y la fuerza) que habían llevado al mundo, y ante todo a Europa, a la guerra. Libros como Camino de servidumbre (1944) de Friedrich Hayek, La sociedad abierta y sus enemigos (1945) de Karl Popper, Los orígenes del totalitarismo (1951) de Hannah Arendt y ensayos como «la inevitabilidad en la historia» (1953) y «Dos conceptos de libertad» (1958) de Isaiah Berlin, proponían las ideas sobre las que articular la sociedad como una sociedad justa: individuo como sujeto de la política y de la historia, pluralismo político, autonomía individual, ámbito mínimo de libertades, neutralidad moral del Estado. Novelas como El cero y el infinito (1940) de Arthur Koestler, y 1984 y Rebelión en la granja de George Orwell (de 1949 y 1945 respectivamente) eran críticas devastadoras del totalitarismo soviético.
Con las excepciones ya mencionadas de España y Portugal, sometidas respectivamente a las dictaduras de Francisco Franco y António de Oliveira Salazar (y de Grecia, una dictadura militar entre 1967 y 1974 tras el golpe de Estado del Ejército de abril de 1967), la democracia quedó institucionalizada y garantizada desde la posguerra como la forma de gobierno de la Europa occidental (con regímenes y sistemas políticos distintos –repúblicas y monarquías; sistemas bipartidistas o multipartidistas; regímenes presidenciales o parlamentarios–, con alternancia de etapas conservadoras y etapas progresistas; y con crisis políticas y sociales ocasionalmente graves). El sufragio femenino quedó prácticamente universalizado. La edad electoral se rebajó, en una gran mayoría de países, a los dieciocho años. Países como Suecia y Dinamarca abolieron los viejos y conservadores Senados. Alemania Occidental e Italia, los países fascistas de los años treinta, renacieron como democracias pluralistas, bajo la dirección en ambos casos de partidos democratacristianos, partidos de nueva creación que tuvieron apoyo popular considerable en el electorado moderado y de centro. En Francia se proclamó la Cuarta República (cuyo fracaso –pues el 29 de mayo de 1958, el Parlamento, ante la crisis provocada por la situación militar en Argelia, encargó a Chales de Gaulle la formación de un «gobierno de salvación nacional»– no significó el fin de la democracia en Francia, sino la sustitución de una democracia parlamentaria y frágil por una democracia presidencialista, la Quinta República). En 1946, Italia abolió en referéndum la monarquía y optó igualmente por la república. Socialismo, socialdemocracia, laborismo, fueron desde 1945 –en el caso de los países escandinavos, desde antes– opciones de gobierno, no, como hasta entonces, movimientos de agitación y protesta. Los laboristas británicos, por ejemplo, gobernaron entre 1945 y 1951 y entre 1964 y 1970: significativamente, el texto más influyente en la ideología y la política del laborismo en toda la posguerra, El futuro del socialismo (1956) de Anthony Crosland, vinculaba socialismo, sencillamente, con crecimiento económico, seguridad social e igualdad de oportunidades en educación. El Partido Social Demócrata alemán, el viejo SPD reconstruido tras la guerra, llegó al poder, con su líder Willy Brandt como canciller, tras su victoria en las elecciones de 1969. Los mismos partidos comunistas occidentales, que tenían, como se indicaba más arriba, indudable influencia en medios intelectuales y académicos y considerable fuerza electoral y sindical en países como Francia e Italia (y en la clandestinidad, en el caso de las dictaduras española y portuguesa), aún no desvinculados totalmente de la tutela soviética hasta tarde, buscarían vías nuevas y autónomas hacia el socialismo, y aceptarían, en suma, el juego y los valores de la democracia, especialmente así en el caso del Partido Comunista Italiano (PCI).
La democracia era, pues, la forma política definidora de Europa occidental. Era una democracia nueva, social y políticamente más progresiva y compleja que la democracia anterior a 1939. La necesidad de legitimar socialmente el inmenso esfuerzo hecho y soportado por las poblaciones europeas durante la guerra, provocó (o impulsó) cambios profundos, en buena medida revolucionarios, en la concepción de la política y en la función del Estado, que supusieron: 1) la adopción universal de políticas de crecimiento económico, modernización y pleno empleo, y de intervencionismo estatal en el funcionamiento de la economía (nacionalización de sectores clave, planificación del crecimiento) de acuerdo con el pensamiento económico de John Maynard Keynes; 2) economías orientadas a la industrialización y al consumo de masas; 3) políticas sociales orientadas a garantizar desde el Estado la seguridad social y el «Estado del bienestar» (seguros de accidentes y enfermedad, asistencia sanitaria universal, pensiones de jubilación, seguro de desempleo, educación gratuita…).
Así, en Gran Bretaña, entre 1945 y 1951, el gobierno laborista de Clement Attlee creó un sistema omnicomprensivo de seguridad social, que garantizaba los seguros de desempleo, vejez y enfermedad a toda la población mediante su financiación a través de los impuestos sobre la renta y el patrimonio, y nacionalizó el Banco de Inglaterra, las minas de carbón, los ferrocarriles y las comunicaciones, la siderurgia, el gas y las centrales eléctricas. En Francia, entre 1944 y 1947, se nacionalizaron las minas, el gas, la electricidad, la banca, los seguros, la empresa de automóviles Renault y la aviación comercial (Air France); se amplió considerablemente la legislación social, y en 1946 se aprobó el I Plan Económico, obra de Jean Monnet, un modelo de planificación indicativa que echó las bases para la renovación y modernización de la industria francesa, y que permitió que ésta recuperase en tan sólo cinco años los niveles de producción anteriores a la guerra.
Los cambios que Alemania Occidental e Italia –los países fascistas antes de la guerra– experimentaron desde 1945 fueron igualmente extraordinarios. Con el apoyo sobre todo de los Estados Unidos, cuyos dirigentes, a la vista de lo ocurrido en 1919 con la Paz de Versalles, creyeron que la reconstrucción de Alemania era esencial para la estabilidad de Europa, la República Federal alemana se reconstruyó desde abajo, desde los länder, los diez estados federales que integraban el país; la capital se fijó en Bonn, la localidad natal de Beethoven. Para no repetir los errores de la Alemania de Weimar (1919-1933), la Ley Básica de la República Federal (1949) constitucionalizó de forma explícita las elecciones y los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, prohibió el plebiscito, creó una presidencia del país meramente representativa y una segunda Cámara, Bundesrat, de representación territorial, e introdujo las mociones de confianza y censura en el Parlamento federal (Bundestag) para dar estabilidad a los gobiernos. Los partidos de extrema derecha fueron prohibidos, el Partido Comunista fue ilegalizado en 1956 (por su complicidad con la Alemania comunista del Este) y se exigió que los partidos tuvieran un mínimo de apoyo en los distintos länder (5% del voto) para tener representación en el Parlamento federal. Dirigida entre 1949 y 1963 por el canciller Konrad Adenauer –un abogado católico de origen modesto y estilo de gobierno sencillo y rígido, que había sido alcalde de Colonia entre 1917 y 1933– y por su partido, el Partido Cristiano Demócrata, con Ludwig Erhard, un profesor de economía de la Universidad de Múnich, como ministro de Asuntos Económicos entre 1949 y 1963, Alemania Occidental, la República Federal alemana, que en 1945 era un país destruido, bajo ocupación militar y moralmente abrumado por el peso de la culpa ante la magnitud de la catástrofe que la Alemania nazi había provocado –y que los aliados castigaron ejemplarmente en los juicios de Núremberg de 1945-1947 contra los líderes nazis–, era en 1960 un país tranquilo, próspero, estable, pacifista, que había renacido como potencia económica en Europa y recobrado buena parte de su antigua excelencia universitaria y de su prestigio científico, cultural y académico; un país políticamente nuevo del que habían desaparecido el nacionalismo, la nostalgia de Prusia y del pasado imperial, las megalomanías étnicas y pangermánicas y el antisemitismo. La nueva República italiana fue, por su parte, un régimen parlamentario con una presidencia simbólica y un régimen democrático multipartidista –aunque con dos partidos mayoritarios: la Democracia Cristiana y el Partido Comunista– y muy inestable: 50 gobiernos en 45 años (1946-1991). La larga hegemonía –47 años– de la Democracia Cristiana, el partido de las clases medias y populares católicas italianas, y del nuevo y muy dinámico empresariado del país, que tuvo su gran líder en Alcide de Gasperi (1881-1954), primer ministro de 1945 a julio de 1953, y sus grandes problemas en el faccionalismo interno y en las prácticas clientelísticas que cultivó –especialmente, en el sur–, conllevó la exclusión permanente del poder del segundo partido del país, el PCI, y la apuesta como alternativa por complejas combinaciones de gobierno. Pero la Democracia Cristiana tuvo un papel histórico excepcional: pacificó y normalizó Italia tras los años del fascismo, la guerra y la resistencia de 1944-1945, construyó un nuevo consenso nacional e hizo de Italia un país europeo y no nacionalista. Los años de la inmediata posguerra y principios de la década de 1950 fueron, como reflejaría la estética del neorrealismo del cine y la literatura, años de extremada pobreza, una pobreza no inferior a la de la España de la posguerra: más de un millón de italianos emigraron fuera del país entre 1946 y 1957. Pero la ayuda norteamericana, la política económica de los propios gobiernos italianos, el dinamismo de sectores como el automóvil, las industrias de la moda y el turismo, y la modernización y competitividad de parte del sector público, cambiaron Italia. El PIB italiano creció en-tre 1951 y 1958 a una media anual del 5,5%, y del 6,3% anual entre 1958 y 1963. Italia se transformó en un país industrial y urbano y en una sociedad de consumo. Pese a la persistencia del subdesarrollo del sur y al enquistamiento del crimen organizado en Sicilia, Calabria y Nápoles, Italia apareció desde finales de los años cincuenta como una sociedad dinámica y próspera, impulsada por la audacia y competitividad de sus empresas, que habían encontrado su espacio en los mercados internacionales merced al gusto por la elegancia y el diseño de sus productos (algunos de los cuales, la moto Vespa, los automóviles FIAT, la alta costura, fueron grandes éxitos internacionales). La Segunda Guerra Mundial aún tuvo otra consecuencia capital para Europa: llevó a la conclusión de que sólo la superación de los nacionalismos –y, sobre todo, la cooperación franco-alemana– podía asegurar la paz. La unidad europea, entendida como una unión de países democráticos, apareció ya como una necesidad casi inevitable. En 1950, se presentó el Plan Schuman –preparado por Robert Schuman, primer ministro francés en 1947-1948 y ministro de Asuntos Exteriores en 1948-1953, y por Jean Monnet– para la creación de un mercado común del carbón y del acero, mercado que, integrado por Alemania Occidental, Francia, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo, se constituyó al año siguiente. Esos mismos seis países creaban en 1957 la Comunidad Económica Europea (CEE), como fundamento de la futura Unión Europea (UE). En 1960, Europa occidental era democracia política, economía de mercado, dinamismo social y Estado del bienestar, y empezaba a ser, por lo menos la Europa de los seis, una comunidad económica, y en cierta medida una (embrionaria) unión política.