Capítulo VIII

 

 

 

 

 

—Me alegro de que hayáis recuperado el color. ¿Qué ha pasado en el cuartel, mon cherie?

Alba se recostó contra el asiento del carruaje y emitió un suspiro de alivio al verse lejos de él.

—Nada, absolutamente nada, Cecile.

La doncella no se creyó una palabra, Alba había vuelto de su reunión con Diego de Andrade con las mejillas sonrojadas, el aliento entrecortado y una expresión indescifrable.

—Al menos le habréis agradecido que nos salvara aquella noche.

Alba apartó la mirada, tenía miedo de que Cecile viera en su rostro la verdad, su corazón galopaba tan deprisa y su cuerpo estaba tan exaltado que no podía dejar de rememorar el cuerpo del capitán.

Atravesaban las calles, comenzaban a llenarse de la algarabía de la tarde, las señoras en sus carruajes y literas de mano, los caballeros a caballo. A la puerta de las bodegas se hacían grupos buscando el mejor sitio y las vendedoras apuraban las últimas ventas de flores. El cochero se detuvo de golpe al cruzar el mercado, obligado por la aglomeración de personas. Los puestos se recogían, las últimas mercancías se guardaban en los carromatos y una maraña de gente los rodeaba.

—¿Qué ocurre, José? —preguntó Cecile asomada al carruaje. Todos los nombres españoles sonaban raros con su acento francés y Alba sonrió.

—Parece que la gente ha rodeado un carruaje, señoras, están tirando huevos y tomates podridos a las portezuelas. Los han arrinconado a la entrada de esa callejuela.

Alba enseguida se asomó con Cecile, lo justo para ver la algarabía. La gente había aprovechado los desechos del mercado y cercaban un carruaje. Una y otra vez los alimentos podridos impactaban contra el elegante coche entre feas imprecaciones a los del interior.

—¡Mira, Alba! Parece una mujer.

La mujer desde dentro gritaba a la muchedumbre, los soldados que la escoltaban parecían dudar si arremeter contra la turba o mantenerse erguidos para que no se acercasen más al carruaje.

—José, ¿puede acercarse por el otro lado?

El cochero se inclinó de forma peligrosa para hablar con Alba, José llevaba con su abuelo muchos años y frunció el ceño.

—No deberíamos meternos, es el cochezuelo de Pepita Tudó. Mire el escudo de la puerta.

Alba y Cecile se miraron, la fama de aquella mujer cruzaba las fronteras, de sobra conocida como la amante de Godoy, el favorito del rey, o, mejor dicho, de la reina.

—¿Por qué le tiene tanta manía la gente?

—No puedo hablar con vos, niña Alba, de esas cosas, no.

Alba sonrió, José la había conocido de niña y aún la consideraba tal.

—Aunque haya pisado las brasas del infierno, no merece esto. Debe estar aterrada, mira cómo retroceden los guardias, pronto la gente se acercará más, se les ve capaces de volcar el carruaje. —Los pensamientos de Alba se fueron por otros derroteros, recordando a otro guardia… —. Vamos, José, acércate, por favor. Puede pasar a nuestro coche sin pisar el suelo. No podemos irnos y dejarlos desamparados.

—No, claro, y luego: «José, ¿no te dije que llevaras a la niña derecha del cuartel a casa?» —farfulló mientras obedecía a Alba—. Luego, señora, habla con su abuelo y le dice que se encabezonó y no hizo caso al viejo José.

Alba tuvo que sonreír, hasta que sortearon a unos cuantos viandantes y rodearon el vehículo. Cuando llegaron a la altura de la portezuela, Alba abrió la suya y el rostro sorprendido de una mujer y su doncella las miraron a Cecile y a ella con estupor.

—¡Vamos, pasen a nuestro carruaje! Esa gente está poniéndose violenta. Sé que no me conocéis, pero, si os sirve, soy la nieta de Martín de Bretón.

Las palabras de Alba provocaron que los ojos negros se abrieran con sorpresa, las cejas finas se arquearon y una sonrisa pícara se dibujó en el rostro de ella. Alba volvió a ofrecer su mano y Pepita Tudó abrió la portezuela, empujó a su doncella sin piedad delante de ella y con la agilidad de su delgada figura pasó también al carruaje.

José azuzó a los caballos en cuanto cerraron y dejaron atrás a la turba. Los guardias alrededor del carruaje, siendo testigos del cambio, esperaron unos segundos antes de seguirlos.

—¡Ha sido divertido! —gritó la mujer—. ¡Solo la nieta de Martín sería capaz de acudir en mi auxilio!

Alba la observó sin disimulo, aquella era la famosa Pepita, la amante del favorito del rey. El pelo negro suelto sin pudor, los bucles sobre los hombros y, de no ser porque su piel era de un tono claro, hubiera jurado que se encontraba ante una gitanilla de una belleza tal y como describían las crónicas. Su rostro ovalado en forma de corazón enmarcaba unos enormes ojos negros llamativos y de gran brillo.

—Pepita Tudó —se presentó—. Adela, mi doncella.

—Alba Dubois, mi acompañante, Cecile.

—¡Así que vos sois la francesa! ¡Ya me extrañaba que Martín tuviera una amante!

Cecile se envaró en el asiento.

—¿Quién dice esas cosas?

—¡Qué acento francés tan delicioso! —exclamó Pepita Tudó.

Alba sonrió, esa mujer era toda vida, sonrisas, miradas pícaras y color, su vestido rojo y negro sería la comidilla de París por su atrevido escote.

—¿Dónde queréis que os llevemos, doña Pepita?

Ella hizo un gesto de fastidio.

—Pepita, no soy mayor que tú, Alba. Me has salvado, desde ahora eres oficialmente mi invitada a todos los bailes, a palacio, al paraíso si tú quieres. Y creo que, por ahora, podemos ir a la casa de tu abuelo, los guardias que nos siguen no pasan desapercibidos y los enemigos de Manuel están por todas partes. Después volveré a caballo a palacio, nadie creería que estoy en la casa de tan decente hombre.

Sin más sentimiento que la curiosidad, ambas se observaron con atención.

—Perdonad que os mire tan fijamente —confesó Alba.

Pepita se echó a reír.

—No todo lo que dicen de mí es cierto. —Con un gesto se tapó la boca, pero, aun así, Alba atisbó que le faltaban algunas piezas—. ¡Mi abanico, Adela! Lo hemos dejado en el otro carruaje. —Enseguida cogió la mano de su doncella con afecto, como si solo fuera culpa de ella.

—Os prestaré el mío —afirmó Alba.

—Me gustas, Alba Dubois, si no fuera por todas esas cosas negras que llevas encima.

—A mí me gustan estas ropas.

—Pues tendrás que hacerte nuevos vestidos —dijo Pepita Tudó, señalando su persona de arriba abajo—. Tenemos trabajo estos días, y Teresa, hay que llamar a Teresa, es la mujer con más gusto de la corte. —Se acercó en tono íntimo a Alba—. Es una Grande de España.

—No, no. Estoy de luto, no sería apropiado…

—No es cierto, cherie, Alba ya no está de luto obligado —interrumpió Cecile.

—¡Y viuda! Seréis la sensación de esta temporada, mi querida francesita. —Rio Pepita Tudó.

—No cambiaré mi forma de vestir por las modas —se negó Alba.

Pepita la miró un instante, con esos ojos negros que parecían comerle el alma misma.

—No sé de qué te escondes, Alba Dubois, pero nadie avergüenza a mi querido Martín vistiendo con esos andrajos negros por la corte del rey. Es el único hombre honrado que ha pisado la corte, digno y honesto. Él ayudó a mi Manuel muchas veces cuando le han acorralado como a mí esta tarde. No soy de su agrado, lo sé, pero no elegí ser salvada por su nieta. Tal vez cuando lo sepa, te arrepientas, Alba. —Pepita pareció reflexionar un instante—. ¿Vivías enamorada de tu esposo? ¿De ahí que vistas aún de negro?

—¡Ja! —contestó Cecile por ella.

Alba bajó la mirada hacia sus ropas, jamás se le había ocurrido pensar que podía avergonzar a su abuelo con su forma de conducirse. Él nunca le habría dicho algo así, su abuelo era un hombre que cada día acudía a palacio, todo el mundo lo conocía y respetaba. Recibía en casa a embajadores y aristócratas. Alba cada vez era más consciente de que no podía quedarse en sus habitaciones encerrada, ante las preguntas que le harían a su abuelo. ¿Y si era cierto que ya andaban hablando mal de él? Creyendo que él tenía un amante. Alba no podía permitirlo, su abuelo les había dado a Cecile y a ella techo, comida y refugio sin preguntar más.

—No escondo nada, Pepita —replicó Alba, ofendida.

Ella sonrió sin creer demasiado en las palabras de Alba y, con un gesto rápido, cogió el abanico que Cecile llevaba en sus manos.

—El abanico me lo quedo, a estas horas alguna muchachilla andará con el mío limpiándose los mocos. —Pepita guiñó un ojo y las cuatro mujeres se echaron a reír—. Al menos, Alba, déjame intentar cambiar tu forma de vestir.

Pronto Alba comprendió que su nueva amiga tenía razón y mucho poder. Su abuelo, que había dejado de recibir visitas desde hacía unas semanas, volvió a ver renovados los encuentros con sus viejos amigos en los jardines de Casa Bretón. Empezaron a llegar las invitaciones para su abuelo y también para ella. Pepita se habría ocupado de desmentir las habladurías porque en los papeles lacrados invitaban a don Martín y su nieta. A todas esas fiestas, recepciones y compromisos podían negarse, a todas menos a una, la invitación del rey al baile en El Escorial. El rey parecía tener curiosidad por la viuda francesa de Casa Bretón.