Alba estaba sentada frente al espejo mientras Cecile acababa con los últimos detalles de su peinado. En dos meses en la casa Bretón, su pelo había ganado en brillo e, incluso, se había tornado castaño gracias a los rayos del sol, siempre había sido su mayor orgullo, su único orgullo hasta en las peores épocas en que no quería ver ni su reflejo.
Después de tanto tiempo escondida en su propia miseria, empezaba a disfrutar de verdad de una vida plena. Ya bastaba. Intentó no pensar en el verdadero responsable de aquella muestra de valentía. Diego de Andrade. El hombre que había mostrado a Alba la pasión. Pensaba en él más a menudo de lo que era capaz de reconocer o admitir a pesar de que llevaba dos meses sin verlo, una misión había oído de labios de su abuelo. Al principio, tras aquella noche, miraba hacia cualquier rincón, detrás de cada puerta, esperando encontrarlo, hasta que supo que había partido de Madrid. El rey solicitaba a parte de la guardia que fuera al norte para ver el avance de Napoleón en tierras españolas. El complot de palacio quedó en nada cuando los reyes se vieron obligados a perdonar al príncipe, era su hijo, ni más ni menos. Muchas voces se alzaron entonces contra el rey, a favor de Fernando, y otras tantas, entre ellas el amante de Pepita, los hicieron callar. Hacer callar, como si el disgusto del pueblo fuera pasajero, como si al día siguiente se perdonasen la miseria y la pobreza. Alba veía otras cosas buenas a través de los ojos de Pepita, la incautación de bienes a las clases más ricas o la distribución de tierras para el pueblo, pero no aliviaban otras peores, como la opresión de los derechos de todas las clases sociales. Como mujer había sabido siempre cuál era su destino y entendía lo que era la falta de libertad. Alba jamás se había imaginado por un momento, desobedecer a sus padres, marchar en rebeldía contra su destino, sin embargo, Monpart solo le había traído una cosa buena, había aprendido a sobrevivir sola, sin oficio y consciente de su condición de mujer en un mundo de hombres.
Y mientras Madrid vivía en la incertidumbre de si los traidores de Fernando conseguirían alzarlo en el poder, Alba resurgía en sí misma. Todo el dinero ahorrado de sus cintas y bordados lo empleó en volver a la vida, se compró vestidos y se hizo adornos para ellos. Y seguía pensando en él, un recuerdo fugaz durante el día y una condena por la noche. Se arrepentía de haber huido, de no haber cruzado una sola palabra más con Diego. Fue porque le recordó a Monpart, al doloroso pasado que había compartido durante su matrimonio, no podía permitir que nadie volviera a romper su corazón, nunca más. Alba estaba segura de que se desharía en pedazos si entregaba su amor y la decepcionaban de nuevo.
Cecile acabó de peinarla, con una sonrisa, y ambas se miraron a través del reflejo. Alba asintió con la cabeza, ambas sabían aquello que pensaba la otra. No quedaba nada de la mujer demacrada vestida de negro, tenía color en las mejillas, los ojos brillaban, los labios rojos. El vestido que llevaría aquella noche era de color azul, nada extravagante, no al menos como los escotes pronunciados que su madre obligaba a Alba a llevar en los días en que fue su presentación en sociedad, muy alejados de aquellos negros, grises y marrones tras los cuales se había escondido. Puede que ya no estuviera en la flor de su juventud, pero era feliz. «Esos días», pensó con desagrado. Agitó la cabeza aun a riesgo de destrozar el peinado de Cecile. Ese recuerdo sucedió al de su hogar en París, su magnífica casa de prados verdes, a su hermano, a su madre.
—Dime, Cecile, ¿sois felices Bernard y tú?
Su querida Cecile abrazó sus hombros para que ambas quedaran a la misma altura frente al espejo, sus ojos mirándose directamente.
—Somos felices, niña. Es diferente y agradable, aunque nunca me acostumbraré al olor a aceite y fritos de las calles de Madrid. Ni al griterío en el mercado —afirmó sonriendo.
—Gracias, Cecile, por acompañarme. No sé qué hubiera hecho sin vosotros.
—Puede que fuéramos de ayuda al principio, Alba, ahora no nos necesitas.
Alba se giró para abrazar a la mujer que llevaba con ella desde los quince años y sabía todo acerca de ella.
—No digas eso, Cecile, nunca sabría lo que es el verdadero cariño de unos padres de no ser por vosotros, Bernard y tú fuisteis mi único consuelo durante años.
Cecile la soltó mientras se limpiaba una lágrima traicionera.
—Deja, deja, cherie, ¡vas a despeinarte! —Cecile se apartó de ella para que Alba se levantara y se giró para que no viera la emoción en su rostro cubierto de dulces arrugas.
Alba salió de la habitación, sintió la suave tela del vestido agitarse ante la corriente de los pasillos. Su otra doncella, una joven algo distraída, llamada Ana, sonrió al verla.
—Está preciosa, señora.
Tomó sus manos con agradecimiento, la joven compensaba sus pocas entendederas con un carácter afable y empeño.
—Ana, ¿han llegado ya mis acompañantes al baile?
—Sí, señora, esperan abajo. —La muchacha hizo una reverencia graciosa y se fue dando saltitos por el pasillo, si Cecile la veía hacer eso sería castigada con toda seguridad.
En el patio central de la casa de su abuelo vio a Pepita y a Teresa bajo las últimas luces del día, Alba había aprendido a valorar su amistad con ellas, los ratos despreocupados y de sonrisas, nunca había tenido a nadie con quien pasar esos momentos íntimos que otras jóvenes habían disfrutado y que Monpart le negaba. Con ellas estaba Gabriel de Guinzo, otra vez, no era el primer día que se ofrecía a acompañarlas al baile, el abuelo se cansaba en exceso y ya no asistía a la mayoría de las reuniones sociales. «Prerrogativas de ser un anciano», decía, así que Gabriel se había hecho cargo de acompañarlas. Alba no sabía quién le había dado ese encargo al capitán, no era desagradable, al contrario, hacía que sonriesen con sus bromas y sus galanterías. A Alba no acababa de gustarle ese afán por agradar, por ser el centro de todas las conversaciones… y, a veces, recordaba cómo Gabriel había callado ante las ofensas de sus compañeros en el baile de El Escorial. Alba sabía que el rencor nunca había formado parte de su naturaleza y lo perdonó enseguida ante la galantería que exhibía ahora con ella. No se engañaba, su cambio de apariencia tal vez tuviera que ver con el nuevo interés de Gabriel.
—¡Ah, aquí está Alba! ¡Preciosa, como siempre!
Pepita abrió los ojos desmesuradamente tras Gabriel, sus palabras la hicieron reír y guiñó un ojo a Alba, estaba convencida de que Gabriel la cortejaba con descaro y, como Alba se hacía la huidiza, él ponía más empeño. La mirada que Gabriel dedicó a Alba se paseó por todo su cuerpo. A pesar del uniforme, el rostro agradable, los ojos verdes almendrados y sus modales corteses, no era él. Diego. Hacía dos meses que no lo veía, desde aquella noche, esos escasos momentos que pasó a su lado, y, a pesar de ello, recordaba cada instante juntos. Los besos repletos de deseo, el sabor de su boca. El aroma a madera, romero, cuero de sus botas. Su piel, ligeramente tostada por el sol, sus brazos que parecían envolver a Alba hasta el infinito con su fuerza y, a la vez, suavidad. El cuerpo delineado en bandas, el estómago duro y marcado por el ejercicio militar, su rostro de canalla guapo y seguro de sí mismo. ¿Tan superficial era ella? No, también fue el momento en que la sacó a bailar, sin importarle lo insulsa o insustancial que pareciese en ese instante, rodeadas de damas hermosas, más jóvenes y más dispuestas. Diego había prendido la camelia en su cabello, y hasta que no lo había hecho, Alba no sabía cuánto había deseado que tuvieran ese hermoso detalle con ella. Era él, Diego, de otro no hubiera significado nada, y la había elegido a ella… pero otro hombre también lo había hecho hacía ya demasiado tiempo, en otra vida que Alba deseaba olvidar, donde Monpart en su mejor momento, el de la madurez espléndida, no quería tener a una chiquilla en su cama ni en su casa.
Alba tenía miedo, Diego se había convertido en una extraña fijación, como la de contar el tiempo, sentir un reloj con el marcar de las manecillas, como aquel que perdió esa noche. ¡Qué noche! Y, como siempre que su mente divagaba hacia ese momento, Alba esbozó una sonrisa. Al volver a levantar la mirada se obligó a dejar de sonreír ante el ceño fruncido de Gabriel, que no entendía qué había de gracioso en la conversación que mantenían. Gabriel se dirigió en ese instante a Pepita y Teresa, con más seriedad de la que correspondía.
—Ha habido noticias de que Napoleón ha tomado el control de los puestos fronterizos españoles en el norte mientras en palacio solo se discute si apoyará al rey o a las pretensiones de su hijo. Son muchos los que quieren una alianza más fuerte con el emperador.
Pepita arrugó el rostro, muchos tenían a la amante de Manuel Godoy, ministro del rey, como a una dama que solo vivía la vida cuando, en realidad, Alba sabía que muchos dictámenes de Godoy venían de ella. Era inteligente y perspicaz en un mundo de hombres.
—Gabriel, habláis de oídas. Napoleón solo quiere más conquistas, más aliados, más poder —intervino Pepita—. ¿No es cierto, Alba? Tú lo conoces en persona, ¿no es verdad?
Alba sintió la palidez de su rostro, no deseaba que nadie en la corte conociera hasta qué punto conocía al emperador. Tanto como para que él hubiera dormido en su casa y saquear las bodegas de Château-Thierry cuando Monpart vivía. Incluso una vez, junto a Cecile, metieron al emperador en un carruaje para que volviera a París después de una fiesta de su marido en la casa. Entonces no se privaron de mujeres, vino francés y otras cosas que Alba nunca deseó saber, los gustos de su difunto marido no entendían de límites.
—No mucho —contestó Alba—. No creo que mucha gente conozca de verdad su carácter, es una persona altiva y distante. El abuelo dice que las tropas francesas han pedido permiso para atravesar España e invadir Portugal —contestó Alba con el ceño fruncido—. Me resulta extraño que teniendo a su disposición tantas plazas al norte del país y tantas riquezas solo quiera darse un paseo por nuestras tierras.
Gabriel negó con la cabeza y tomó la mano de Alba.
—¡No atormentéis esas cabecitas con tonterías! Señoras, vamos al baile —sentenció casi arrastrando a Alba.
Alba miró a Gabriel al igual que Pepita, ¿esas cabecitas, llenas de peinados y de horquillas? Definitivamente, Gabriel de Guinzo era agradable para una velada de baile y sonrisas, pero no para ganarse el respeto de ninguna mujer. Alba se colocó la máscara azul de terciopelo que luciría aquella noche con cuidado de no estropear su peinado. Pepita la imitó con una más que evidente mirada acerca de las palabras de Gabriel, oculto el rostro por una hermosa máscara con plumas de ave. Tal vez la imagen que tenía su amiga de Gabriel también había cambiado y ya no lo estimaba de la misma manera.