Capítulo XIII

 

 

 

 

 

Diego sintió un escalofrío recorrer su espalda al ver cómo Gabriel se inclinaba hacia el oído de Alba. Ese petimetre se sabía todos los trucos para encandilar a una mujer. Al acercarse más, Diego se quedó parado en seco, todo su cuerpo cobró vida al mismo tiempo. Todo le era familiar en Alba, y distinto. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros, solo un pequeño recogido, todos podían admirar las ondas negras y castañas que por una sola noche le habían pertenecido a él solo. Todos los hombres de aquella sala parecían mirar a Alba. Estaba tan cambiada, tan diferente. Diego se detuvo al ver al hombre que la había hecho reír. La mano que se apoyaba en su espalda. Sus puños se cerraron lentamente. Volvió a caminar hacia Alba, celoso como nunca sospechó que podía sentir.

Apenas unos pasos los separaban cuando ella levantó la mirada hacia él, entre velada por la máscara. Diego contuvo el aliento, ni siquiera se dio cuenta de que lo estaba haciendo hasta que soltó todo el aire de golpe. La belleza que él había vislumbrado solo era una parte, Alba estaba preciosa, sus ojos azules intensos brillaban para oscurecer todo a su alrededor, y su risa, unos hoyuelos encantadores que se borraron al verlo. Al menos Diego tuvo la satisfacción de ver cómo sus mejillas se pusieron coloradas en cuanto lo vio.

Los ojos de ambos se cruzaron y el recuerdo de aquella noche los sacudió a los dos.

Diego era consciente de su mirada de militar, dura y fría, que no podía ocultar, tampoco quería dar tregua a la mujer que parecía disfrutar de la velada ajena a sus pensamientos. Diego se arrancó la máscara de raso negro con furia, con la sensación de que así podría ver mejor la expresión de Alba.

—Alba Dubois —saludó templando su tono—. Volvemos a encontrarnos.

Alba sintió doblarse las piernas al oír su voz, ser consciente de golpe de su perfecta presencia. Recordaba todo de aquella noche y ahora Diego estaba más apuesto, algunas cicatrices recientes en el rostro más tostado por el sol. Se preguntó qué había hecho en esos meses para parecer más alto y masculino si cabía. Era el traje, era la primera vez que lo veía sin su uniforme. Alba había olvidado cómo se sentía al tenerlo tan cerca, su altura, pero, por encima de todo, en sus recuerdos no podía mirar como ahora, atrapar a Alba con sus ojos oscuros capaces de leer su alma.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Alba, sin ser capaz de añadir nada más. ¿Debía haber sentido un escalofrío premonitorio al entrar al salón?

—Has vuelto, Diego .—La afirmación de Gabriel hizo que ambos lo mirasen como si fuera idiota, era evidente que sí.

Alba sintió al instante la tensión entre los dos, se retaban con la mirada, como si Gabriel hubiera sido capaz de notar lo que había entre Diego y ella. Pero no había nada entre ellos, ya no. No era del todo cierto, pero eso solo lo sabía ella, nada más que ella en aquel salón de baile.

—Voy en busca de Pepita —dijo Alba para encontrar una salida. Necesitaba alejarse de él, pensar cómo escabullirse de él.

Alba no dio lugar a que ninguno de los dos hombres se negara, apenas dio unos pasos cuando su voz la llamó y un escalofrío recorrió su cuerpo.

—Alba —llamó Diego, alzando la voz entre las conversaciones.

Volvió la cabeza, resignada, sin esperar aquella sonrisa de Diego.

—Ven a bailar conmigo —dijo Diego tendiendo su mano hacia ella, de forma tan segura que parecía que no podía negarse.

No transcurrió ni un instante y Alba, sin saber cómo, se vio arrastrada en una nube hasta el centro de la pista de baile. Diego colocó su mano en la cintura, la otra en alto, ninguno llevaba guantes, prerrogativa de ser dos adultos y no dos jóvenes en sociedad. Alba sintió el contacto de aquellas manos con las que había soñado noche tras noche, ásperas y grandes, tiernas y exigentes. Se aferró a ellas, no por voluntad propia, se dijo, sino porque tocaban un minué. Mentira. Tocar a Diego pulsó todas y cada una de sus terminaciones nerviosas.

—Ahora ya estamos bailando. ¿Qué quieres de mí, capitán?

—Retomar la relación.

Si en ese momento no hubiera estado agarrada de la cintura, hubiera caído al suelo. Se quedó sin respiración. Miró alrededor por si alguien había oído a Diego.

—No hubo relación, Diego, solo fue una noche, nada más. Ambos recibimos lo mismo y entregado lo mismo a cambio.

Diego apretó los dientes, no era así como tenía planeado su reencuentro.

—Pero sí estás dispuesta a tener una relación con Gabriel, ¿te ha pedido ya que te cases con él?

—No voy a casarme, no busco otro matrimonio.

—Pero sí otras cosas… ¿verdad?

—Diego, para —contestó Alba con una pasmosa tranquilidad—. Eres tan consciente como yo de que no busco amantes, tampoco esposo. Aquella noche… yo… No te ofendas, pensé que habías hecho esa oferta otras veces en el pasado. Algo habitual para ti. Solo acepté.

Diego hizo que girase quizá con demasiado impulso para no seguir escuchando, sentía la sangre hervir en su cabeza. ¿De verdad le estaba pasando esto a él? Chascaría los dedos y saldrían mujeres hasta de debajo de la alfombra, y Alba insistía en ponerle a la altura de cualquier hombre.

—Quiero decir, que tú, Diego, estás acostumbrado a esto, sin complicaciones, con una mujer de la que tal vez ni recuerdes luego el nombre.

Diego se estaba poniendo rojo de rabia.

—Entonces, Alba, solo fue eso para ti, un revolcón en un sillón de palacio.

Alba lo miró avergonzada, ¿había dicho eso ella?

—Era lo que queríamos los dos, ¿no?

Diego no podía más, tiró de ella hacia un extremo del salón aun a riesgo de las miradas de los otros invitados. Un criado tuvo que apartarse cuando arrinconó a Alba en el estrecho corredor. Se maldijo a sí mismo, porque, aunque estuviera hecho una furia, su cuerpo era tonto del todo. Estaba excitado, le dolía el cuello de mantenerlo apartado de los labios de Alba. Estaban tan cerca que se vio tentado, se acercó a ella hasta sentir sus caderas contra él.

—Lo que yo quería era que no me utilizaran, que no huyeran de mí nada más terminar. Que al menos me des una explicación de por qué dejé a una monja y ahora te veo así… y coqueteando con Gabriel nada menos.

Alba, en cuestión de genio, no tenía que envidiar a Diego, solo que ella estuvo adormecida demasiado tiempo. Se disponía a contestarle cuando Diego deslizó su mano enorme por la espalda y la atrajo aún más contra su cuerpo.

—¿Es necesario que te recuerde, Alba, cómo gemías ante mis caricias? —susurró contra su boca.

Sintió el impulso de gritar, «sí, Diego», quería un beso de él, aceptar el placer que escondían aquellos labios. Alba intentó serenarse, no sería presa de otro hombre, no sería débil otra vez, no renunciaría a su libertad de nuevo. ¿Ser su amante? Diego despertaba en ella mucho más de lo que jamás Monpart había conseguido, y sentía miedo a ese deseo de adulta que se confundía con algo más, poderoso y temible. Intentaba rebelarse contra la pasión que Diego había despertado en ella. ¡Por todos los cielos! ¿Qué le pasaba? ¿Tan simple era? Diego ni siquiera había contemplado la opción de casarse con ella, había creído que al proclamar que la quería como amante, ella aceptaría sin dudar.

—Suéltame, Diego. —Su voz se volvió fría, todo lo que podía—. No seré tu amante, sería una vergüenza para mí. Tienes a una prole de mujeres que estarán encantadas de revolcarse contigo en los establos.

—¿Estás diciendo que serías mi esposa, pero no mi amante?

Ambos se quedaron callados.

«No, no, ¿he insinuado yo tal tontería?», se dijo Alba.

—Nunca sería tu esposa para esperarte mientras tienes diez amantes.

Diego seguía callado, y eso desesperó a Alba. ¿Qué estaba pensando? ¿De verdad contemplaba pedir su mano? Sería la solución a sus problemas.

El corazón de Alba parecía tronar en sus oídos en el enorme pasillo en el que se encontraban.

A espaldas de ellos, en la penumbra del corredor, una puerta se abrió de repente y una figura salió de una de las salas, con lentitud, escudriñando a su alrededor. Su paso se tornó más rápido al saberse solo y cuando pasó juntos a ellos, la escasa luz se reflejó en su rostro y en la empuñadura de su espada. Se acercó un poco más, para salir por la enorme puerta al jardín, y Alba contuvo el aliento. No podía ser. Lo reconoció. ¿Mourat? El guardián de Napoleón. ¿Qué hacía allí? Si veía a Alba correría a contárselo a todos, aún existía el peligro de que quisieran que volviera para casarse. El miedo atenazó su cuerpo, Diego debió de notar su temblor porque siguió con su mirada al desconocido. Mourat se detuvo un instante ante las puertas abiertas, subió la cabeza en alto, como si algo lo hubiera detenido en su marcha, por un instante miró a ambos lados y luego negó con la cabeza. Alba suspiró al verlo continuar su camino, era como si por un instante, aun desde la distancia, hubiera podido oler su perfume en el aire.

Alba sintió que el peso de la cortina ahogaba su respiración sin remedio. Diego tocó su brazo cuando se llevó la mano al pecho, volviendo a sentir los latidos de su corazón. Los ojos horrorizados de Alba se cruzaron con los suyos, Diego entendió que era por aquel hombrecillo de ropas extrañas. Alba había sentido verdadero terror y como si Diego quisiera borrar esa expresión de su rostro, la besó, descendió sobre sus labios con suavidad. Alba correspondió, más animada de lo que Diego hubiera pensado. Se perdió en la boca de Diego, sus brazos rodeando su cuerpo, se sentía tan frágil y, a la vez, tan poderosa en sus brazos, tan fuera del mundo… Reaccionó entonces ante lo que estaba haciendo y empujó con ambas manos el pecho del capitán.

—Se ha ido, Diego —pronunció en voz alta, como justificación a ese beso que había deseado.

—Alba, ¿quién era ese hombre? Te has puesto a temblar nada más verlo.

Por fortuna, Diego estaba demasiado intrigado como para seguir besándola.

—Es Mourat, el guardián de Napoleón, uno de sus coroneles.

Diego no preguntó cómo conocía a una persona de confianza del emperador, demasiadas cosas sabía ya del primer marido de Alba y su amistad con Napoleón.

—¿Qué crees que hace aquí? Y, ¿por qué deberías temerle?

—Me fui de París cuando se me sugirió que me casara de nuevo. Mourat estaba en aquella sala cuando los emperadores me propusieron a su candidato. Me negué y hui como pude, a escondidas, de ellos y de mi familia.

Diego rio amargamente, su Alba, al parecer, huía del matrimonio como fuera.

—Me siento mejor al saber que no soy el único rechazado por la dama.

—No bromees, Diego, en serio, ¿qué hace aquí? ¿Tan amigos somos de los franceses?

—Tú eres medio francesa y se te considera amiga en la corte.

—Obviemos eso, mi abuelo es miembro de la corte, ¿quién crees que está negociando con Napoleón?

Enseguida Diego empujó a Alba tras los pesados cortinajes, la puerta volvió a abrirse. Se apretaron contra el antepecho de la ventana, las rojas telas reales los cubrieron por completo hasta los pies oprimiendo a Alba entre Diego y el terciopelo.

—Ves, Alba. Encajamos hasta detrás de las cortinas.

Alba golpeó su hombro, escondida en su pecho. A este paso, jamás saldrían de su escondite.

—Calla, Diego. —Pero una sonrisa escapó de sus labios. Se colocó de tal forma que Alba oía su corazón disparado. ¿Por qué Diego conseguía que se sintiera tan segura entre sus brazos? No es que lo necesitara, pero era maravilloso sentirse arropada por su cuerpo.

Las voces se acercaron, pero esta vez Alba, al estar contra el duro pecho de Diego, no podía atisbar quién era. Diego apretó su cuerpo contra él para que se mantuviera en silencio y escuchar las dos voces.

—Mourat solo ha venido a amenazarme, jamás debí hacer esa promesa…

Ambos conocían aquella voz, el amante de Pepita, el secretario de Estado del rey, Manuel Godoy. No deberían estar ahí, no deberían escuchar, pero era demasiado tarde para salir de su escondite. Hablaba con alguien de confianza mientras sus pasos se acercaban a ellos. Pasaban tan cerca que contuvieron la respiración. Por un instante se detuvieron junto a ellos.

—… no confío en Napoleón, dejar que atraviese el país para invadir Portugal… Es muy posible que nos invadan, Gabriel.

—Manuel, Napoleón es un hombre de honor, dejad que ocupe las plazas que ha pedido, es natural que quiera proteger la retaguardia. Ordenad como si fuera mandato del rey a los soldados, que no se opongan, solo debemos tener cuidado con mis compañeros de la guardia real, ya sabéis a quién son fieles. Después, Napoleón repartirá Portugal entre el rey y tú (con una parte de vuestro nuevo reino para mí) y dejarán de comerciar con los ingleses. No podemos seguir guerreando con Inglaterra, menos después de la derrota de Trafalgar. ¿Has oído las cancioncillas del pueblo? No sé si odian más al rey o a ti, Manuel. Fernando, el príncipe, está también en tratos con Napoleón, vigílalo, Manuel.

—El pueblo adora al heredero, lo mejor sería enviarlo lejos. O, incluso…, podía desaparecer —sugirió Gabriel de Guinzo a Manuel Godoy.

—Es el hijo del rey, al fin y al cabo. La reina jamás permitirá que lo destierren y aún menos que acabemos con él, aunque Napoleón estaría aún más a nuestro favor.

—Vuelve al baile, Gabriel, no conviene que nos vean juntos, yo entraré por la otra puerta. No vuelvas a pensar en matar al príncipe, es un consejo.

Las voces se alejaron. Alba reflexionó sobre lo que acababan de oír. Ahora entendía por qué Pepita consentía a Gabriel, el enemigo de Diego. Su amante Manuel y él estaban conspirando con Napoleón.

—Diego.

—Shh, Alba.

Diego cogió su rostro, tan cerca como estaban, él se agachó hasta quedar sus ojos a la par.

—Diego, dejarán que Napoleón invada España, conozco al emperador, su ego es más grande que su ambición, no cejará en su empeño hasta que Portugal y nuestro país sean suyos. ¡Han hablado de matar al príncipe!

—Alba, no puedes contarle a nadie lo que has oído en estos pasillos.

—Pero, Diego, Pepita ¿está metida en esto? ¿Y tú, Diego? Tampoco deberías haberlos escuchado.

Alba contuvo el aliento, Diego enmarcó su rostro con ambas manos con tal ternura que se preguntó cómo un hombre dotado de tal físico podía ser tan dulce a veces.

—Alba, es muy serio. Júrame que no dirás nada a nadie.

—Pero yo… ¿Y tú estás como toda la guardia al servicio de Fernando, el heredero?

—Calla, Alba, es mejor que no nos digamos esas cosas, es traición. Las cosas no pronunciadas en voz alta son secretos.

Hubo un momento de silencio entre ambos, Alba, de alguna extraña manera, confiaba en Diego. Era un hombre serio y recto cuando no andaba una mujer cerca, eso lo tenía claro. Él parecía tomarse muy en serio su carrera militar.

Diego, tan cerca de ella, ocultos por las pesadas cortinas, se acercó con cautela, esperando la reacción de Alba. Necesitaba besarla, tenerla retenida entre sus brazos un solo instante más. Olió su perfume a violetas, el mismo que lo había perseguido cada anochecer mientras estuvo fuera. Besó sus labios, suaves y deliciosos. No sabía qué le pasaba cada vez que estaba cerca de Alba, lo volvía loco, un tonto muchacho que no podía apartar la mirada de sus ojos azules. Diego enlazó sus dientes atrapando con un suave mordisco los labios de Alba hasta que ella se estremeció con su delicada muestra de deseo. Lo besó, con pasión, hasta que él gimió y sus cuerpos se unieron sin dejar aire entre ellos.

Alba quiso llorar cuando él se separó de sus labios, necesitaba de Diego como se necesita el agua en el desierto, saciada seguía queriendo beber más.

—Diego, ten cuidado, por favor.

Él fue a marcharse y cambió de idea, apretó la cintura de Alba.

—Dime, Alba, siempre pareces arrepentirte de corresponder mis besos. Es por él, ¿verdad? Por Monpart, tu marido, por eso me rechazas. ¿Aún le amas?

Alba se quedó paralizada, ¿era esa la sensación que daba a Diego? ¿Al resto del mundo? ¿Que Monpart había dejado en ella un rastro de amor imperecedero? Alba tuvo ganas de reír, o de llorar de rabia, Monpart no se merecía ni un solo recuerdo de ella ni de ninguna mujer. Diego, ajeno a sus pensamientos, siguió hablando con un tono herido.

—Lo entiendo, he oído hablar de él en la frontera, era un héroe, un gran militar, un hombre ejemplar. No puedes ser mi amante porque aún lo amas. Por eso huiste de París, jamás podrías borrar su recuerdo, ahora lo sé.

—Diego, no hables de él —intentó acallarlo Alba. No deseaba oír de sus labios las mismas mentiras que pronunciaban los demás.

—Yo… nunca estaría a la altura.

Las lágrimas empezaron a brotar de los ojos de Alba, jamás había llorado, nunca se había permitido tal lujo. Y, allí, entre los brazos de Diego, protegida por su abrazo, las lágrimas corrieron por sus mejillas, de impotencia por tantas cosas calladas y tantos secretos.

—Diego, no lo entenderías —contestó más fría de lo que deseaba. Consiguió el efecto deseado, Diego se separó de ella al instante, dolido porque suponía que le daba la razón.

—Alba, soy capaz de aceptarlo y esperar. Y respecto a Mourat y sus cómplices, solo cuídate, por favor. No confíes en nadie.

Alba lo vio marchar apresurado, con una mirada de dolor que rompió su corazón. Diego no era como ella suponía, se había mostrado inseguro, su mirada torturada, la suavidad de sus besos. Cogió aire mientras salía de la protección de los cortinajes, decidida a cumplir con su promesa, nadie sabría aquello que habían oído.

Una silueta de mujer, al final del corredor, salió de entre las sombras con mirada preocupada. Alguien había aparte de ella, había escuchado hablar a Manuel y al guardia real, Gabriel.