Alba soñaba, y luchaba contra ello, si daba una sola vuelta más en la cama, acabaría por caer al suelo. Durante la noche, los sueños en que compartía besos y caricias con Diego se hacían cada vez más intensos. Después del baile, su madre iba con ellos y dejaron a Alba en casa con el mayor de los decoros. Alba se arrepentía de haber pensado que la mujer podía haber vuelto en su propio carruaje. Era mejor así. Tenía que olvidar a Diego. Dejar los anhelos para jóvenes debutantes y niñas engañadas.
El breve interludio de los últimos días había sido eso, solo un momento de debilidad. ¿De verdad quería pasar las noches esperando a Diego mientras él se dedicaba a lo que hiciera habitualmente? Alba no era tonta, cada vez que acababa un baile, una prole de muchachitas lo miraba esperanzada. Las miradas de una mujer casada, de otra viuda, lo conocían, no de simple vista, sino íntimamente. Se notaba en sus caídas de ojos lascivas, su forma de coquetear con él y agitar el abanico sobre sus pechos casi fuera del escote. Rosa, la mujer de su coronel, había bromeado en el baile sobre miradas tan ardientes de la damas de la nobleza. Las muchachas inocentes suspiraban alrededor de él, soñando con ser la nueva condesa de Andrade.
No, no y no. Otra vez Alba se vio arrastrada a aquellos negros pensamientos. ¡No quería ser la mujer amargada de Diego, ni su amante, ni lo que fuera! Empezar a sospechar de cada mujer que se acercaba a él, evaluaba sus miradas, la cercanía de sus manos sobre el brazo de Diego. Alba necesitaba ser amada, sin ninguna duda, confiar. Y Diego no podía ser el destinatario de su confianza. Alba tenía que admitir que, en los últimos meses, no había desechado la idea de casarse, saber si podía tener hijos propios, formar una familia con alguien tranquilo, quizá algo mayor que la tratase con respeto. ¡Pero allí estaba la imagen de Diego! Obligando a Alba a suspirar, a rememorar cada centímetro de piel del capitán. Cada una de sus palabras se grababa a fuego en su mente, y una y otra vez les daba el sentido que ella deseaba, unas veces decían que era importante para Diego, otras, que no era más que una muesca en la espada del capitán.
Alba se obligó a levantarse, un acto cotidiano y que, a veces, le costaba más de lo necesario. Era fácil dejarse llevar por la desidia de años atrás, en que solo se sentía útil cosiendo, veía el fruto de su trabajo, el dinero que permitía a Alba sobrevivir. Su matrimonio con Monpart había sido fácil, nada de cuanto se pusiera llamaba su atención, nada que dijera era importante, él, simplemente, la ignoraba. Alba se vistió deprisa, negándose a dejarse llevar por la autocompasión, sin prestar atención al vestido de mañana, de un azul claro que antes jamás hubiera contemplado ponerse. Respiró hondo para acallar la voz de Diego en su cabeza «del color de tus ojos», y salió de la habitación. Ahora Alba sentía que tenía una poderosa razón para afrontar cada día el mundo. Se llevó la mano a la cintura dando calor a su maravilloso secreto cuando las voces airadas hicieron que se apresurara a bajar.
—¡No tienen derecho a entrar en mi casa y menos armados! Les invito a marcharse antes de que su majestad se entere de tal despropósito. Ni siquiera vestís los uniformes de la Guardia de Corps.
Alba se detuvo a mitad de la escalera al oír a su abuelo, su voz parecía alterada y nerviosa. Bajó unos cuantos peldaños y se llevó la mano al rostro, espantada. En el recibidor de la casa había un número considerable de soldados, al frente de ellos, Gabriel. Su abuelo estaba en lo cierto, ninguno de ellos llevaba el uniforme de la guardia sino el de soldados comunes, ni siquiera Gabriel, que iba vestido con unos pantalones y camisa, como si quisiera pasar inadvertido.
—Es el mismo rey quien lo ha ordenado, don Martín. Es mejor que no se resista, tenemos que llevarnos a Alba a palacio.
—Yo mismo llevaré a mi nieta en nuestro carruaje, no os la llevaréis como si fuera una presa o un delincuente. Sin doncella ni abrigo. ¿Qué ha podido hacer Alba para que se le trate así? Mi nieta jamás osaría insultar a su majestad o dañar de ninguna manera a nadie.
—En su debido momento se os informará. —Se irguió Gabriel con esa prepotencia tan suya, la barbilla en alto y sus ojos fríos. Hasta el pelo se agitó con su gesto altanero. Alba descendió los últimos escalones, por la puerta entraba una brisa que aun con el calor de la mañana hizo que se estremeciera. Tal vez esperaba que todo se tratara de una cruel broma de Gabriel, pero el rostro serio de los soldados que lo acompañaban y sus cuerpos erguidos no invitaban a la concordia. No podía salir nada bueno de aquella situación, su abuelo, crispado, cerraba los puños mientras Gabriel se llevaba la mano a la empuñadura de la espada. Su abuelo ni siquiera se había puesto su chaquetilla e iba en mangas de camisa, los antebrazos desnudos tostados por el sol y el pelo despeinado. Alba pensó en cuánto había envejecido en pocos segundos. Desde el pasillo a las cocinas aparecieron Bernard y Cecile, seguidos de José y el jardinero, tras ellos los muchachos que servían en Casa Bretón. Su doncella Ana. Los soldados se irguieron ante la amenaza de aquellos rostros que acudían en tropel.
—Señora Alba Dubois, debe acompañarnos.
Gabriel acababa de verla en lo alto de las escaleras y tendió la mano hacia ella para que acabara de descender. En el medio, su abuelo miró con desconfianza aquella muestra de cortesía.
—¿Por qué me envían a buscar de palacio? —preguntó Alba con la voz medida—. Con una nota hubiera bastado.
—No es un acontecimiento social, Alba.
—En estos momentos, capitán de Guinzo, prefiero que no me tutee.
—Debes venir con nosotros, tengo órdenes.
—¿De quién, capitán?
Él bajó los ojos, esquivos.
—¡No permitiré que mi nieta salga de esta casa!
—Soy Cecile, su doncella, déjenme ir con mi señora Alba.
—No puede ser —gritó Gabriel exasperado, al ver que aquella gente estaba dispuesta a impedir que se llevase a Alba. Pagarían caro aquella ofensa, a él y al rey.
Alba bajó el tramo de escaleras casi volando al ver que Bernard avanzaba junto a su abuelo, dispuestos ambos a enfrentarse a Gabriel y sus hombres.
—¡No, abuelo, iré con ellos!
Alba los cogió del brazo a ambos y los apartó para pasar y situarse frente a Gabriel. Sin darse cuenta, la brisa agitó su vestido de gasa y los soldados admiraron por un instante la tela moviéndose a su alrededor. Jamás pensó que volvería a despertar la mirada apreciativa de los hombres, no estaba ya en su mejor momento, la plenitud abandonada, aunque no estaba marchita ni mayor, y, desde luego, no se sentía como tal. Sin mirar a Gabriel, pasó entre los soldados, que se apartaron a su paso con un saludo.
Detrás suyo oyó a su abuelo hablar con Gabriel, al girarse vio cómo Bernard lo retenía, el abuelo nunca la dejaría marchar sin pelear. Un hombre de otra generación y otros ideales que no contemplaba que fuera sin doncella y rodeada de soldados. Alba no se detuvo, si el abuelo veía que dudaba, habría pelea. Y Martín de Bretón, aunque vivió grandes tiempos de gloria, era un anciano, Alba no deseaba que nadie pudiera hacerle daño. Alba lo calmó con la mirada, levantó la barbilla con orgullo, como si fuera ella quien había tomado la decisión de marchar de forma tan abrupta.
Fue ayudada por un soldado a subir al carruaje cubierto, no sin antes apreciar el escudo de armas que lucía en un lateral. Pepita Tudó. Era el carruaje de su amiga. ¿Había tenido algo que ver Pepita con todo aquello? Alba comprendió que no era el rey quien lo llamaba a palacio, sino Manuel Godoy, el ministro tenía algo contra ella… La conversación, alguien debió ver a Diego y a ella escuchando entre las cortinas. Intentó recordar cuándo fue la última vez que vio a Pepita o habló con ella. Fue en ese baile, momentos antes de que Diego la llevara por los corredores para besarla, después Pepita había estado evitando hablar con ella. Una sombra tras las rejas atisbaba el interior de los jardines. Era Pepita, a Alba no le hacía falta ver su rostro para saber que la había traicionado de alguna forma.
Gabriel se sentó frente a ella en el carruaje. Alba sonrió al verlo sin el uniforme, el traje de capitán hacía grandes a hombres insignificantes que vestidos como cualquier hombre perdían su poder. Diego, a diferencia de Gabriel, conservaba su atractivo con cualquier ropa, no le hacían falta galones para que los demás lo respetasen. ¿Por qué nunca se había dado cuenta del verdadero desprecio que Gabriel despertaba en ella? Tal vez lo había utilizado para acudir a los bailes o de paseo al Parque del Retiro, no más de lo que había hecho él.
—Perdóname, Alba, no me juzgues, solo cumplo órdenes.
—No vas vestido de guardia, no te ha enviado el coronel Pedro Valdivia, ¿de quién entonces?
Alba estuvo tentada de inclinarse hacia él con confianza, a través de la pequeña ventana del carruaje vio dejar atrás las rejas negras de la Casa Bretón y pensó si volvería alguna vez. La sombra de Pepita, su capa roja color de sangre, se internó en un coche de caballos que esperaba oculto. Alba se giró y vio al abuelo en mitad del patio, entre el polvo que levantaban las ruedas del carruaje. Bernard se acercaba a él.
—Monsieur, hay que avisar al capitán Diego.
Cecile cogió del brazo a Martín de Bretón antes de que se desvaneciera contra el suelo. Bernard ayudó a llevarlo hasta la entrada mientras el carruaje desaparecía calle abajo.