Diego cruzó las verjas de Bailén a caballo, tan rápido que los dos guardias que había tuvieron que apartarse para que no los llevara por delante. Diego notó la quemazón
en sus manos por llevar las riendas aferradas con fuerza, desde que Bernard, el criado de Alba, había aparecido en el cuartel, sudoroso y alterado, sus mandíbulas se habían apretado en un férreo gesto. Nadie tenía derecho a llevarse a Alba de la casa de su abuelo, y aún menos que nadie, Gabriel, maldito fuera, siempre andaba metido en intrigas, persiguiéndolo con sus envidias y venganzas imaginarias. Había puesto a Alba en el ojo de ese malnacido al sacar a bailar a la joven en su primer día en la corte y ahora… Juró en silencio que lo mataría, que si cualquiera osaba tocar un pelo de la cabeza de Alba los mataría a todos. Era suya. Ahora y siempre.
Descendió de la montura sin dar tiempo al mozo a que llegara hasta él. Arrojó sus riendas, presa de la impaciencia. Pedro, su general, lo esperaba en la escalinata real.
—¿Cómo te has enterado, Diego? Apenas he tenido tiempo de avisarte.
—¿De que han secuestrado a Alba? Su criado vino en mi busca.
Pedro detuvo a su amigo, cogiendo su brazo.
—¿Qué significa todo esto, Pedro? Se la han llevado de casa de su abuelo, sin doncella ni nadie que pueda proteger a Alba.
—No te preocupes, Diego, mi mujer está con ella. Rosa estaba aquí cuando la bajaron del carruaje y al ser doncella de la reina insistió en acompañar a Alba. Ningún hombre la tocaría estando bajo su protección…
Diego asintió un poco más tranquilo y golpeó con afecto el hombro de su amigo. Nunca sabía el momento en que Pedro había destinado tal confianza a su persona, pero él siempre estaría agradecido y lo seguiría hasta el último rincón del mundo con lealtad. Subieron casi a la carrera los escalones de mármol de palacio hasta llegar al gran corredor. El insistente sonido de los relojes del rey puso a Diego más nervioso, nunca se caracterizó por su templanza y menos con Alba en algún lugar de palacio retenida. El mármol de las paredes reflejó el brillo de sus espadas mientras juntos corrían, más que caminar por los largos pasillos. La ausencia de gente en los alrededores de las habitaciones del rey hizo que Diego se temiera lo peor.
—¿Sabes bajo el mando de quién está Gabriel ahora?
—Ha sido Manuel Godoy, Alba comparecerá en unos minutos ante el rey acusada de traición. ¿Sabías que los franceses han tomado la plaza de Burgos con la excusa de cubrir su retaguardia al enfrentarse a Portugal?
—Todos sabíamos que esto pasaría, ¿pero qué tiene que ver tal traición con Alba?
—Es francesa, Diego.
Se detuvieron ante otras escaleras que llevaban a la sala de audiencias, vacía a esas horas.
—Creo que quieren que Alba haga el juramento de Floridablanca sobre la Biblia, así probaban la fidelidad a la corona española no hace muchos años. ¿Sabes por qué desean que Alba realice la promesa?
—Solo lo que te conté a ti. La otra noche oímos a Godoy hablando con Gabriel, ambos sabían que Napoleón invadiría España, nunca estuvo en sus planes pasar de largo teniendo a los españoles sometidos. Hace tiempo que despliega sus tropas, toman a su paso cuanto quieren, comida, mujeres, vino, y alistan a campesinos. Ha prometido a Godoy un reino en Portugal. Hablaron de matar al príncipe Fernando. El rey no puede estar tan ciego, Pedro. Hacer jurar a Alba esa tontería… ¿Crees que Gabriel quiere acusarla públicamente?
—Es medio francesa, llegada hace poco, su esposo era amigo personal del emperador Napoleón, ¿tú qué pensarías, Diego? Lo que todos, que es una espía de Francia.
Diego bajó la cabeza y respiró hondo. Por fortuna, a la entrada de las salas estaban dos miembros de la guardia que dejaron pasar al coronel y al capitán a la sala de audiencias sin hacer preguntas.
Ambos entraron decididos, si Alba estaba allí dentro, debían alejarla del poder de Manuel Godoy. Al entrar, Diego suspiró aliviado, al menos no había nadie excepto aquellos que, como un tribunal, estaban en el estrado mirando a Alba.
Diego se alarmó ante el aspecto de Alba, estaba frente al rey, a su derecha el ministro, Manuel Godoy, y sus amigos consejeros. Parecía tan desprotegida y sola en la inmensidad de la estancia que Diego quiso correr en su busca y abrazar su cuerpo. El vestido de gasa azul le daba un aspecto de fragilidad y la hacía parecer más menuda ante ellos, su pelo recogido en una trenza casi deshecha caía por la espalda. Ella no se giró ante el sonido de los tacones de sus botas, el resto, sí. Los observaron con desagrado, preguntándose cómo habían llegado hasta allí sin ser detenidos.
Alba suspiró una vez más, casi sin mostrar su miedo. Gabriel la había conducido por las estancias de palacio hasta llegar a aquella inmensa sala del «palacio nuevo», como lo llamaban los madrileños en recuerdo de aquel que fue el Alcázar de Madrid destruido en un incendio. El padre del mismo rey que tenía enfrente lo amplió y reconstruyó en parte como hicieron su padre y su abuelo a su vez. Lo cierto es que a ojos de Alba no parecía un rey, sino un bonachón hombre al que habían llevado allí obligado, como a ella. Vestía como un cazador, con pantalones deslustrados por los roces y unas botas ajadas por el uso, en las manos un reloj de bolsillo que pasaba de una mano a otra con nerviosismo. Alba lo reconoció, parecido al suyo, su regalo de bodas, obra del francés Breguet, fácilmente atribuido por su ancho marco dorado lleno de filigranas. El rey miró a Alba con sus ojos azules al ver que se fijaba en su reloj, y sonrió. Alba no sabía si era adecuado corresponder y bajó la mirada, avergonzada.
Diego y su coronel se detuvieron tras ella, en ese momento uno de los consejeros les pidió silencio con un gesto de la mano.
Manuel Godoy empezó a relatar los cargos contra Alba, que eran básicamente los de ser francesa, viuda de un famoso general de Napoleón. Hallarse en Madrid, en la corte del rey, sin propósito reconocido, mientras los franceses amenazaban el país.
—Por todo ello, Alba Dubois —sentenció Manuel Godoy—, debéis arrodillaros ante el rey y jurar fidelidad a la Corona española. Recibiréis el castigo de cinco palos en la espalda para alejar las ideas francesas de vuestro cuerpo. Se realizarán en público, ante la corte y su majestad.
Alba entonces sí levantó la mirada hacia el ministro, sin temblar ni mostrarse débil. Miró a Manuel Godoy, su traje rojo como el resto de los tapices de la sala, los faldones de las cortinas, la alfombra color bermellón sobre la que estaba…, no había duda de que Manuel Godoy tenía magnetismo y, a la vez, una expresión inteligente aunque algo distante. Alba no se inclinó, sino que dio un paso hacia adelante.
—Reverenciaré a mi rey como corresponde, pero no me arrodillaré para suplicar perdón por el hecho de que mi padre fuera francés o mi difunto marido fuera amigo de Napoleón. Y, por supuesto, nadie me dará con una vara en la espalda como si fuera un animal de tiro.
Alba era consciente de que estaba desafiando a aquel que tenía el poder del país en sus manos, jamás se arrodillaría, ante nadie.
Las puertas tras ella, más de cien metros atrás en aquel salón alargado, se habían abierto hacía unos minutos. Alba había contenido el aliento al oír el sonido de las botas, el escalofrío en la nuca dijo a Alba que él había venido en su ayuda. El saber que Diego estaba detrás de ella había dado a Alba el valor necesario para elevar su voz en aquel salón. No sabía si había esperado a Diego, si en algún recóndito lugar de su corazón imaginaba que acudiría en su ayuda. Tal vez sí. Nunca Alba se había engañado, podía enamorarse de él si no lo estaba ya. Al hablar sintió cómo Diego se aproximaba a ella, mostrándole todo su apoyo. Alba sonrió ante la cara de indignación del ministro y de Gabriel. No esperaban a Diego y al coronel Pedro de Valdivia, sus rostros mostraban su desagrado, sin embargo, al rey debió hacerle gracia porque los saludó con la mano una vez, consciente de su presencia.
—¡Mis guardias reales! Pasad, muchachos, uniros a nosotros.
—Su católica majestad, no creo que sea asunto para dos simples guardias… —interrumpió Manuel Godoy.
—Deja, deja, Manuel. Ese muchacho parece que es el responsable de esta bellísima dama. No entiendo qué hace aquí la nieta de Martín Bretón, no hay hombre más fiel a la patria que él. Ya habéis oído a la muchacha, no es una espía.
Alba suspiró, por eso no habían dejado al abuelo que fuera con ella, hubiera convencido al rey de que todo esto era una tontería.
—Solo queremos que Alba Dubois sea fiel a su católica majestad.
—Yo respondo por ella, mi rey.
Diego se situó junto a Alba, al otro lado su coronel y amigo Pedro de Valdivia. Rosa, quien había acompañado a Alba, lo hizo junto a su esposo. Parecían una unidad militar frente al ministro, Gabriel y el rey. Alba se sintió querida, apreciada como nunca, ¿de verdad los tres estaban allí para protegerla a ella?
El rey llamó a Diego para que se acercara.
—¿Y de qué manera respondes, capitán? No eres su tutor, ni su marido, ni hermano… Vuestro condado y vuestro padre siempre fueron fieles a la corona, ¿pero por qué deberíais haceros responsable de esta mujer?
Diego dio un paso adelante, inclinando la rodilla solo ante el rey, negando la potestad del ministro y su compañero de armas. Al pie de los tres escalones que lo separaban del trono.
—Soy su futuro marido. Mi coronel Pedro de Valdivia y su esposa son testigos de que Alba Dubois ha aceptado ser mi esposa.
—¡Mentís! —gritó Gabriel.
Alba exclamó por la sorpresa, podía salvarse de muchas maneras que no implicaban obligar a Diego a casarse con ella.
Como si fuera ajeno a Diego, a ella, al resto de presentes, el rey se levantó. Se acercó a Alba con una sonrisa y con la mano levantó su barbilla. Alba lo miró un poco asustada, no todos los días se era el centro de atención del mismísimo rey.
—Muchacha, has reconocido mi reloj, lo he visto en tus ojos.
Alba no sabía si podía contestar al rey de forma directa, pero, bueno, se suponía que ya lo había desafiado al no prestar juramento de rodillas. El rey tenía las piernas zambas e, incluso, hizo ademán de sujetarlo mientras descendía los tres escalones que separaban a Alba del trono. Mientras allí se debatía su castigo, al rey solo le preocupaba el interés de Alba por su reloj de bolsillo.
—Majestad, es un reloj de Breguet, ¿verdad? —dijo Alba cuando el rey tiró de la cuerda de oro oculta en su bolsillo y mostró a Alba su tesoro.
—¡Cierto, Alba Dubois! —El rey incluso se golpeó en la pierna mientras una carcajada escapaba de sus labios—. Una mujer muy lista —afirmó ante Diego que, como todos, no sabía qué pasaba. La situación del rey cuchicheando con Alba rayaba lo absurdo ante las amenazas que se cernían sobre ella—. Se ha estropeado —comentó en el oído de Alba como si fuera un secreto de Estado.
—Monsieur Breguet puede arreglarlo su católica majestad, yo tengo uno igual. Me lo regaló mi esposo cuando nos casamos, pero lo perdí en palacio, majestad.
—Un regalo inusual para una mujer…
Sin darse cuenta, Alba y el rey hablaban en susurros. Las cabezas se inclinaban para escuchar sus voces bajas, todos, excepto Diego, que a su lado sonreía.
—Mi marido era inusual, su católica majestad. Francés —añadió Alba como si fuera suficiente explicación.
Carlos IV rio impropiamente y con una señal de su mano paró al ministro Godoy, que solo ansiaba interrumpirlos.
—He intentado arreglar el reloj en mi taller, he recurrido incluso al relojero real, son todos unos inútiles, dicen que debería tirarlo, son unos tontos.
—Es un reloj muy valioso, el maestro Breguet hizo muy pocos, majestad.
—¿Has estado en su taller, querida?
—Está en París, lo visité unas cuantas veces… Lo cierto es que me gustan los relojes.
—Los relojes, no, el tiempo, ¿verdad?
—Me obsesiona, majestad.
El rey cogió la mano de Alba entre las suyas.
—Me harías el favor, niña, de enviar en mi nombre este reloj para que maese Breguet lo arreglara, pero es muy importante que me envíe una nota con el proceso descrito. Vos lo traducirás para mí, querida muchacha.
—Claro, majestad, hoy mismo.
Alba se dio cuenta de que si seguía presa poco podría hacer, se abstuvo de comentárselo al rey, que tenía la mirada desvaída, perdida entre sus pensamientos. Diego intentó apartar a Alba tomando su mano. El rey pareció despertar de su trance.
—Sois Diego de Andrade, uno de mis condes y capitán de la guardia.
—Sí, su católica majestad.
—Vuestra lealtad está probada. Llévate a tu prometida, Alba Dubois. Que cumpla mi encargo, haré llegar el reloj a casa de Martín Bretón, y os quiero ver casados antes del final de la semana. Tiene una misión, salid de aquí. Y, conde, vos sois responsable de que Alba Dubois no se aparte del amor a nuestra patria.
—¡Pero, mi rey!
—Calla, Manuel, ¿qué podría ya espiar una mujer cuando Napoleón nos ha engañado a todos? Id a preparar los ejércitos, nada se puede hacer ya. Solo confiar en que esto no se convierta en una guerra entre Francia y nuestra patria.
Diego se midió la mirada con Gabriel, esto no quedaría así. El rey era débil, olvidaría aquella conversación en cuanto se propusiera salir de caza, y Alba… corría peligro. Sus oídos habían escuchado demasiado, aunque nada se hubiera dicho en esa sala. Decidido, cogió la mano de Alba y la separó del rey, un gesto de protección que no pasó inadvertido a sus enemigos. Pedro y él se miraron, había que escapar de Madrid, llevar a Alba a lugar seguro. En cualquier momento podían entrar en Casa Bretón y llevársela, usarla de moneda de cambio con Napoleón, incluso… incluso matar a Alba. Diego apretó los dientes, nunca había sentido tal temor, no por él, sino por otra persona. Por supuesto, se había preocupado siempre por su madre, por sus amigos y su familia, pero nunca por una mujer. Tenía algo en el pecho, una opresión al ver a Alba sola ante sus jueces que no desaparecía. Necesitaba a esa mujer como era imprescindible respirar. Hasta ahora no se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba estar a su lado, más allá de la pasión que los envolvía, de lo cerca que estaba su corazón de amar a esa mujer. Incluso cuando insistía en ocultarse, Alba se había metido bajo su piel, adueñado de sus pensamientos, los puros y los impuros, de su alma, como un veneno que se había extendido desde que la salvó en aquel carruaje. Apretó la mano contra el bolsillo, donde llevaba a todas horas el reloj igual al del rey, aquel que Alba se dejó, «bienamado esposo», esas palabras corroían a Diego como la carcoma a la madera. Que alguien ocupase aún el corazón de Alba lo martirizaba, por mucho que Martín le hubiera contado. ¿Y si a pesar de todo Alba amaba a su esposo y por eso lo había aguantado a su lado? Tarde, Diego supo que no debía haber afirmado ante el rey que se casaría con ella. Alba no aceptaría nunca, y, sin embargo, no había encontrado otra solución como noble español para proteger a esa mujer que ahora lo reñía con los ojos incluso cuando su paso se volvía más apresurado para salir de palacio.
—Habla, Alba, no sigas mirándome así.
—Diego, ¿por qué? Te dije que nunca volvería a casarme.
Pedro carraspeó a su lado mientras Rosa, más baja que el resto y en el último mes de gestación, intentaba seguir su paso. Se cruzaron con criados, chambelanes, nobles, cortesanos, todos oídos que espiaban y hablaban.
—Después hablaremos de ello.
—Quiero hablar ahora, Diego. No volveré a casarme.
—Tampoco querías arrodillarte ante el rey y esos desgraciados, ni recibir golpes con una vara, te he salvado de eso de la mejor manera que se me ha ocurrido. Ahora tendrás que casarte conmigo, ¿tan horrible es, Alba?
Diego se detuvo, Alba, obligada por su mano, lo hizo a su lado.
—No es eso lo que quería decir, Diego… Si tuviera que casarme…
—Continúa, Alba, dime que de todos esos idiotas que te rondaban sería lo menos malo que te podía pasar ante el horror de tener que casarte conmigo.
Diego echó a andar, con una mirada tan dolida que no se correspondía con su fiereza al andar ni su determinación, con su físico y su forma tan segura de actuar. Alba le había hecho daño, quería decirle que, de todos, solo él había quebrado su decisión de no volver a pertenecer a ningún hombre, de no atarse al matrimonio. Era culpa de esas esperanzas absurdas de sentirse amada como nunca lo había sido, de formar una familia llena de amor y cariño que siempre faltó en su vida.
Alba no contestó, no sabía qué argumentar para explicar a Diego que no podía casarse con él. Que no resultaría, sería una mujer nefasta carcomida por los celos y la inseguridad. ¿Pero qué más podía pedir a Diego? Habría desafiado hasta a su rey por ella, se había colado en palacio para salvarla. Evitado que se arrodillase o, incluso, la encarcelasen, salvada del escarnio público.
—¿Por qué vamos por aquí? El salón está en la otra dirección.
Diego suspiró hondo.
—Alba, no nos dejarán salir vivos de palacio.
—Pero el rey…
Siguieron a Pedro y a su mujer más conocedores de los entresijos de palacio. Diego apretó la mandíbula, su rostro se crispó, nadie utilizaba los calabozos debido a los pasadizos, húmedos, en piedra viva. Los restos del antiguo alcázar sobre el que se construía el palacio real, encajado entre siete colinas por la que discurrían ríos subterráneos, era la prisión de maleantes, vagos y asesinos, en ningún caso un sitio que Alba hubiera visto antes. Diego asintió con la cabeza y siguió a Pedro en silencio. Su amigo siempre sabía cuándo el consuelo a destiempo era mal de tontos. Huyendo solo conseguirían el deshonor y ambos lo sabían. Al entrar en la guardia hicieron un juramento, protegerse unos a otros como hermanos, era el momento de cumplir su promesa.
La pared encalada dio paso abrupto a la piedra gris, la humedad se filtraba desde abajo, tanto como la oscuridad, apenas unos ventanucos, hasta que pasados unos metros iban casi en penumbras. Unas pequeñas claraboyas iluminaban los enrejados diseminados aquí y allá, murmullos irreconocibles salían de aquellas celdas. Se cruzaron con uno o dos guardias que hacían ronda por los interminables pasillos y solo les dirigieron una mirada curiosa. Por fortuna, el uniforme de guardia era respetado por todos, aunque no por el olor a orines y excrementos.
Las ventanas se hicieron más claras, el aire un poco más respirable, Diego supuso que habían vuelto a subir levemente por aquel laberinto de celdas, lo justo para que la claridad se abriera paso entre las sombras. Diego sintió la pesada respiración de la mujer de Pedro. Amistad, solo podía llamarse así, el hecho de que tanto Pedro como Rosa hubieran protegido a Alba de aquella manera llegó al corazón de Diego. Nadie nunca le había ofrecido tanto por tan poco a cambio.
Alba, a su lado, tropezó sobre los escalones de piedra húmeda para volver a enderezarse al momento. Su rostro se giró hacia él, sin lágrimas ni aspavientos, se levantó orgullosa, la barbilla en alto y una tenue sonrisa en mitad de unas mejillas sucias. Hay cosas que llegan con un escalofrío repentino y otras que se saben sin ser capaz de dar una explicación. Lo único que Diego pudo pensar en el momento que sus ojos se cruzaron era en que amaba a Alba. Nadie lo había avisado, ningún latido de su corazón le hizo presentir que sucedería. Amaba a Alba, de forma tan sencilla y natural que cuando sus manos se tocaron, supo que nunca se alejaría de ella. Con Alba, la palabra siempre se tornaba acogedora y no una condena.
Alba inspiró aliviada, Diego estaba allí. Rosa le había dicho que, en cuanto supiera de su arresto, iría en su busca, no quiso hacerse ilusiones, pero allí estaba el capitán. Algo en los ojos negros de Diego brillaba de forma distinta, y Alba sonrió en mitad del miedo y el temblor, él había ido en su busca.
—Diego, no deberías estar aquí —fue lo primero que se le ocurrió decir a Alba para romper aquella mirada profunda de él.
—Tú, tampoco.
Y sonrieron.
—Vinieron a Casa Bretón, no llevaban uniformes, no me quedó más opción, habrían herido al abuelo.
—Lo sé, Cecile envió a su marido a buscarnos.
Diego se quitó la chaqueta, no soportaba ver cómo Alba temblaba de forma compulsiva mientras caminaban, colocándola en sus hombros, se sintió mejor que nunca.
Gabriel hacía tiempo que los perseguía, no se atrevía a acercarse, permanecía a varios metros, su rostro alejado de la luz de las claraboyas, el rencor bullía por todo su cuerpo, como si la sangre le hirviera. Al ver el gesto de Diego, colocar la chaqueta en los hombros de Alba, apretó las mandíbulas indignado. ¡Todo le arrebataba aquel ser indigno de Diego de Andrade! Al girar el siguiente recoveco, una puerta cerraba el paso frente a ellos. Diego empujó con fuerza, estaba cerrada con llave, no podrían continuar por ahí.
—¡Alto! —gritó a sus espaldas. Debía aprovechar que estaban atrapados.
Diego sabía que no sería fácil, pero no esperaba que Gabriel saliese tras ellos tan pronto. Estaba tan cerca que sintió escalofríos.
Pedro se situó entre ambos con la espada desenvainada.
—En nombre de la guardia de su majestad escoltaremos a la mujer hasta salir de palacio.
La risa de Gabriel se transformó en carcajadas.
—No estoy a tus órdenes, ya no, Pedro. Ahora sirvo al ministro del rey. Coronel, si tan seguro estáis, ¿por qué huis por los pasadizos y no salís por la puerta principal?
Diego apretó los puños y miró a Alba. Si se detenía a pensar un instante más en lo que iba a hacer, con toda seguridad sabría que era una locura. Alba solo lo miraba a él con más aplomo que miedo pendiente de su decisión. Con la empuñadura de su espada, Diego golpeó el pestillo de la puerta a sus espaldas, saltando el mecanismo, y descorrió el cerrojo, abrió con un golpe seco. Alba, tan comedida siempre, se abalanzó sobre él. Aquella sería la condena para todos, fugitivos de la corte. Diego había puesto a Alba por delante de todo, de su posición, de su futuro. Alba se tiró a sus brazos, nunca nadie había hecho algo semejante por ella. En cuanto Diego la acogió contra su torso quiso sonreír, arriesgaría cualquier cosa por Alba, y estaba seguro de que ella también por él.
Pedro luchaba con la espada contra Gabriel, enfurecido al ver cómo la puerta les permitía una vía de escape. Diego apartó a Alba. Esa era su lucha, no la de sus amigos ni de Alba. Demasiados años de disputas entre ambos, celos y envidias por parte de Gabriel. De niño quiso ser amigo de Gabriel y este disfrutaba humillándolo por ser dos años mayor, en el internado le pegaba en cuanto podía y lo asustaba en cada rincón. Hasta que Diego, impresionado porque hubiera alguien que albergara tanto odio contra él, cuando todos a su alrededor lo querían, comprendió que hay personas malas, por naturaleza, se tuercen en algún momento y, por mucho amor que reciban, son incapaces de sentir afecto por los demás. Años después, cuando su madre desveló el misterio de aquel odio de Gabriel hacia él, se hizo evidente que jamás serían nada más que enemigos.
Gabriel no dudó en atacar con la espada, Diego sabía que era mejor espadachín, y luchaba por algo más que el odio, tenía que sacar a Alba y a sus amigos de allí. Luchaba por amor. ¡Cielo santo, qué había hecho esa mujer con él! Oyeron los pasos, los soldados acudían ante el sonido de las espadas chocar.
—¡Pedro, llévatelas!
Enseguida su amigo comprendió, no tenían opción los dos solos contra Gabriel y sus hombres.
Alba se resistió cuando Pedro la arrastró hacia uno de los corredores que se bifurcaban tras la puerta.
—Alba. No le haces ningún favor si no te salvas, si te oye gritar o sabe que sigues en peligro no podrá seguir la lucha. — El amigo de Diego se volvió para susurrar algo al oído de su mujer. Rosa asintió, mordiéndose los labios—. Corred siempre hacia la derecha, subiendo el desnivel, y saldréis al oeste, a los jardines. Alba, te prometo que sacaré a Diego de aquí.
Asintió, consciente de que el coronel era el único que podía salvar a Diego. Mientras ellas no se decidieran, Diego corría peligro. Cogió a Rosa de la mano con firmeza y la mujer suspiró. Obedecieron a Pedro, corrían cuanto podían entre los gritos y el ruido del metal a sus espaldas, pronto solo escucharon el eco de sus pasos apresurados. Constantemente, se giraban para mirar atrás cuando oyeron que las seguían.
—¡Corre, Alba, ve por la derecha! ¡A mí no se atreverán a hacerme nada, corre!
Alba dudó un instante, esta locura tenía que parar.
—¡No! ¡Seguimos juntas! —Agarró de nuevo a Rosa y la arrastró con ella. A su derecha no había más que un muro y giraron a la izquierda.
—Pedro ha dicho que debíamos seguir a la derecha.
—¿Qué derecha, Rosa? ¡No hay nada!
Siguieron avanzando hasta notar que las paredes cambiaban, había más luz, el suelo estaba desgastado y las paredes estaban blanqueadas. Sin resuello, atravesaron una estancia llena de pasillos en todas direcciones y entraron por una puerta. Alba cerró enseguida y ambas se agacharon cogiendo aire.
La intensidad de la luz deslumbró a ambas un instante. Dieron un respingo, asustadas, se giraron para ver una hermosa sala. De las paredes colgaban tapices, en el suelo ricas alfombras de nudo español. Por unos inmensos ventanales al ras del suelo del exterior veían una pradera de césped. En un vano en la pared había una mesa de oficio con herramientas delicadas, colocadas con esmero.
—Deben ser los talleres del rey.
—Rosa, busquemos una salida.
Los pasos que seguían su carrera se detuvieron junto a la puerta y ambas contuvieron la respiración. Alba se puso tras la madera, dispuesta a empujar la pesada puerta para no dejar entrar a los soldados cuando oyeron sus nombres. Rosa abrió sin dudar al oír la voz de su marido, y se abrazó a él.
Diego suspiró de alivio al ver a Alba y sin pensar abrazó su cuerpo, clavando ella los botones de su chaqueta militar en el pecho de él.
—¿Lo has matado? ¿A Gabriel?
—Solo está herido, más en su orgullo que por mi espada. Vamos, Alba, al final del corredor está la trampilla que nos llevará al oeste. Tenemos que huir.
—Te convertirás en un desertor, en un prófugo. Diego, te perseguirán por mi culpa.
—No consentiré que nos atrapen, Alba.
Salieron por la vieja trampilla cuyos goznes chirriaron al ser abierta por primera vez en mucho tiempo y, como había dicho Pedro, salieron más allá de los jardines de palacio sin que nadie se percatara de su presencia. Desde allí podían verse las cuadras del rey y, ya que eran perseguidos, ¿qué importancia podía tener adueñarse de unos caballos de las cuadras reales?
—Nos encontraremos en casa de mi madre, Pedro, tened cuidado. Tenemos que salir de Madrid cuanto antes. Ya no solo corremos peligro Alba y yo, sino también Rosa y tú.
—Vamos con vosotros, no tengo nada que puedan quitarme, Alba me dejará ropa —afirmó Rosa desde la montura de su marido.
—¿Veis por qué me casé con ella? —Pedro miró a su mujer con todo el amor del mundo.
—Pasaremos la noche en casa de tu abuelo, Alba. Mañana nos vamos a Aranjuez, a la casa de mi madre.
Alba asintió, no podía negarse, solo pondría en peligro a todos. Una vez convenciera al abuelo de que fuera con ellos, estarían a salvo.
—¡Alto en nombre del príncipe Fernando!
Diego vio cómo a su paso salían parte de sus compañeros de la guardia, el hombre que los comandaba era el mismísimo príncipe de España. Con respeto, inclinaron sus cabezas ante la figura que aparecía enorme en su zaino. Alba pensó en cómo un hombre de su corpulencia y altura podría cabalgar al galope. Su rostro tosco, en poco parecido al de su padre y más al de la reina, los observaba, sabedor de su rango y poder.
—Sois la dama de los relojes. —Sonrió al mirar a Alba—. No os sorprendáis, soy conocedor de todo lo que ocurre en palacio. ¡Coronel Pedro de Valdivia! ¿Abandonáis a vuestro príncipe? Ahora que nuestra victoria está tan cerca, me decepcionas. Se gesta una traición en palacio hacia mi persona con el fin de alejarme del trono.
Pedro se adelantó e hizo una reverencia.
—Nunca. Os debo lealtad, mi príncipe, toda la guardia real —contestó señalando a Diego—. Solo llevamos a las mujeres a Aranjuez, donde estarán seguras, y bien haría vuestro padre en irse también. Napoleón no tiene buenas intenciones, se acerca a Madrid con todo su ejército y no creo que Godoy pueda salvar a sus majestades católicas.
—Tampoco lo creo, amigo. Dejad a vuestra esposa en casa conocida y vos y vuestro capitán volved para escoltar a sus majestades. Trataré de convencerlos de que es lo mejor. Godoy está preparándose para escapar en caso de que Napoleón nos invada, está preparando su huida por Cádiz. Eso dicen mis espías.
—Entonces, aquí estaremos, para serviros, mi príncipe, y si podéis retener a los hombres que nos persiguen os lo agradeceríamos siempre.
Alba pensó si el amigo de Diego decía la verdad. Napoleón estaba a las puertas de Madrid y el destino de todos, para bien o para mal, no tardaría en cambiar.