Pepita, tras ver cómo los soldados saltaban los goznes de la verja de Casa Bretón, ordenó al cochero volver a palacio. El calor dentro del carruaje se le antojaba excesivo, comenzó a abanicarse compulsivamente. Alba, ¿por qué no podía mantenerse alejada de las intrigas de palacio? ¿Por qué ella y el capitán tenían que estar en aquel pasillo? Quizá Alba había sido una de las pocas personas a las que apreciaba de verdad. Le gustaba su amistad sin condicionantes, nunca juzgaba su vida de amante ni su forma excesiva de vestir. Alba había florecido ante sus ojos y para su orgullo dañado, no a causa de sus maquinaciones, algo había cambiado en su amiga. Desde aquella noche con el capitán Diego, no…, había sido más tarde, al pasar las semanas, como si una flor se hubiese abierto dentro de ella para sanar las heridas del pasado. Pepita se puso rígida, ahora reconocía ese brillo en los ojos de Alba, su forma de sonreír con una calma prodigiosa… ¡Cómo podía haber estado tan ciega! ¡Qué había hecho! Pepita se mordió los labios hasta que se hizo sangre, arrepentida. Tenía que deshacer lo hecho y procurar que Alba se salvase.
Sorprendida, se dio cuenta de que el carruaje se detenía y tomaba la dirección de la cava Baja, el camino más largo a palacio. Tocó con el abanico el techo del carruaje hasta que se paró, el muchacho que acompañaba al conductor en el pescante se inclinó en la ventanilla.
—¿Qué sucede? ¿Por qué tomamos este camino?
—¡Señora! Oiga a la gente, ¡son los franceses! Se dirigen a Madrid, han tomado Burgos y viene el general Mourat con los soldados de Napoleón.
Pepita perdió el aliento por unos momentos y ordenó al muchacho continuar. El cochero cogió una velocidad asombrosa, le extrañaba que no se hubieran llevado a nadie por delante en esas calles estrechas, pero es que, en realidad, ante las noticias, la gente de Madrid se escondía en sus casas, en los aledaños de la muralla vieja donde aún estaban los antiguos canales que habían construido los musulmanes para conducir las aguas desde el río.
Tardaron muy poco en alcanzar el palacio, Pepita ni siquiera esperó a que los lacayos la ayudaran a descender del carruaje y entró en el enorme vestíbulo de las tres escaleras. Corrió, hacía años que no corría, como una niña, cuando en la casa de su padre en el Buen Retiro las criadas intentaban contener su genio e ímpetu. Atravesó los corredores, entró en el despacho de su amante. Godoy mantenía la cabeza entre las manos, el pelo enmarañado sobre el rostro, los codos clavados en la mesa de firmas. Era un hombre derrotado o desesperado, que la necesitaba más que nunca.
—Manuel —susurró mientras se acercaba. No quería importunar sus pensamientos. Enseguida él pareció recomponerse y sonrió a medias.
—¿Lo has oído? Los bellacos de Madrid gritan que se acerca Napoleón, unos tienen miedo, otros lo están deseando porque quieren al rey depuesto y mi cabeza en una jaula.
Pepita se acercó a él, aún sentado, y lo abrazó. La cabeza de Manuel se acopló a su pecho.
—Ya lo sabíamos, no pasa nada, no hay nada que temer. Coge a tu mujer y a tu hija, nos iremos a Aranjuez hasta que sepamos de las intenciones de los franceses. Convence al rey y a la reina, a Fernando, el heredero, que deben marchar allí. Promételes que si Napoleón no tiene buenas intenciones, desde allí huiremos a Sevilla o a Cádiz, después a las Américas.
—¿Y lo haremos, Pepita?
—Si los franceses apoyan al príncipe Fernando, tendremos que huir. El rey no tendrá poder para defender nuestra causa. Fernando quiere vernos muertos, Manuel.
—¿Y la viuda? Alba Dubois es la única que sabe que estoy dispuesto a entregar el país a Napoleón a cambio de un reino en Portugal. Oyó murmurar sobre el asesinato del príncipe Fernando. Escuchó todo en palacio.
Pepita se mordió el labio y evitó la mirada de su amante.
—No temas, el idiota de Gabriel fue a prender a la mujer y a estas alturas ya habrá matado al capitán y al coronel. Si la guardia se pone de parte del heredero, acabaremos en prisión o… muertos. Yo misma me aseguré de ver cómo los soldados entraban en Casa Bretón, les ordené que después quemaran hasta los cimientos.
—Pepita. Parte enseguida en un carruaje y llévate contigo a mi familia, os seguiré después a nuestra casa en Aranjuez, iré con los reyes, prefiero estar cerca de Fernando para evitar que ponga de su parte a la guardia del rey.
Él se recostó en la silla más aliviado y atrajo a Pepita, agarrando el escote de su vestido. Sus labios se posaron sobre los suyos en un suspiro de tranquilidad. Ambos convencidos de que podían manejar al rey y la patria.