Pepita no podía creer su mala suerte, el carruaje había volcado, más ayudado por aquella gentuza que por el barro del camino, habían reconocido el escudo del lateral. Los soldados contuvieron lo suficiente a la masa de pobretones que quería hacerse con los caballos. La mujer de Manuel, la flamante condesa de Chinchón y la niña, parecían dos pajarillos empapados bajo la lluvia. Las muy tontas ni se habían quitado el sombrero que chorreaba más agua de la que apartaban de sus rostros. Los vestidos se les enredaban en las zarzas y los matorrales intentando ganar terreno y alejarse del camino a Aranjuez. Lo último que Pepita había visto era cómo dos trúhanes derribaban a un soldado de su escolta y lo apaleaban con los cayados de los que se ayudaban para caminar. Sentía el pecho arder por la carrera, se hacía mayor, vieja. Ya no tenía las piernas tan esbeltas como para no sufrir calambres, el agua en sus zapatos de hebilla y el peso de las faldas no ayudaba. La oscuridad las envolvió a las tres sin rastro de sus guardianes y Pepita supo que solo les quedaba seguir sin saber qué destino habían corrido los soldados encargados de protegerlas. Cuando no podían más y tiraba de la condesa de una mano y de la otra de la hija de Manuel, vieron un destello. Una luz en la lejanía. Desapareció al instante, pero Pepita estaba segura de que había sido una luz oscilando por culpa del viento.
Tiró con más fuerza de ellas, sin resuello para hablar. Si no fueran la familia de Manuel, hacía rato que las habría abandonado a su suerte. ¡Estúpido hombre! No podía enviarlas lejos, previendo lo que iba a pasar, ella se había ocupado de proteger a los dos hijos que tenía con Manuel, ahora a salvo fuera de la capital y lejos de los franceses.
A medida que se acercaban, Pepita vio una estructura perfilada en la oscuridad. Un antiguo establo o pajar que se mantenía en pie junto a una casa en ruinas. La luz que había visto antes volvió a oscilar. ¡Estaba segura de que allí dentro había alguien! Sin pensar en qué se encontraría dentro, agotada y empapada, empujó la puerta ante el horror de la condesa, con la fuerza de un peón del campo. La luz de la única vela en la estancia osciló, el olor a animales no había desaparecido aún y Pepita miró alrededor. Cayó de rodillas, agotada, cuando, tras ver a la mujer que entre paja y hoces sufría violentas contracciones, se encontró con la mirada de Alba Dubois frente a ella. Si el destino fuera una persona, ambas se hubieran ocupado de que nunca más se cruzara sus caminos.
La criada francesa de Alba se levantó del suelo, la falda manchada de paja y barro, y fue hasta ella.
—¡Échala, Alba! —gritó Cecile en francés—. ¡Esa mujer te delató! ¡Nos ha seguido!
Alba miró a la niña que acompañaba a Pepita y a la condesa de Chinchón, a quien había conocido en compañía de los reyes. Jamás había entendido la relación tan extraña de mujer e hija con la amante de Manuel Godoy. La pequeña abría los ojos asustada, las tres mujeres empapadas y los bajos de los vestidos destrozados en jirones. Debían de haber atravesado el campo hasta llegar allí, en el estado en el que habían llegado no creía que las acompañara soldado alguno. Alba se giró sin prestar atención, maldiciendo al destino, ¿por qué tenían que acabar allí? De entre cientos de graneros camino de Aranjuez habían todos terminado en el mismo lugar. No podía obviar que por culpa de esa mujer que la había delatado se habían sucedido los acontecimientos que habían llevado a la muerte del abuelo y la huida de todos. Diego. Si algo le había sucedido, Alba deseaba que Pepita Tudó siguiera junto a ella para hacérselo pagar.
Rosa se quejó en un gemido ahogado, intentaba no gritar desde que Alba la previno del peligro que corrían. Negó con la cabeza borrando de su pensamiento a Pepita y volvió a caer de rodillas junto a su amiga, derrotada sobre la paja húmeda. De la frente de Rosa caían gotas perladas de sudor. Cecile imitó su ejemplo y acomodó la cabeza de la muchacha, gesto inútil, porque no paraba de moverse, las contracciones eran más fuertes y debilitaban más a Rosa.
Pepita se acercó a ellas.
—¡Déjame ayudarla, Alba! He tenido dos hijos y supongo que tengo más experiencia que vosotras en traer niños al mundo. Tenéis más miedo en la mirada que esta niña.
La mirada de Alba y la de Pepita se cruzaron, ¿poner la vida de Rosa en manos de ella? Los ojos negros de Pepita estaban húmedos al buscar su aprobación y Alba se echó hacia atrás para dejarla hacer, ¿qué opción le quedaba? ¿Perdonar? Alba no tenía la menor idea de cómo ayudar a Rosa a dar a luz.
Pepita ordenó a Cecile que saliera fuera, debía haber algún pozo o fuente, para que trajera agua. Levantó las faldas de Rosa, demasiado asustada como para emitir queja alguna. Pepita se rasgó las mangas del vestido hasta el codo para examinar a Rosa ante la atenta mirada de Alba. Sus manos tantearon el abultado vientre y el interior de la mujer como una matrona experta.
Alba cogió a Pepita del codo.
—Pepita, si ella muriera…
—¿Ahora me dirás que seguiré su suerte?
—Si haces algo para dañarla, te mataré yo misma.
—Si no dejas de amenazarme, me voy y la dejo con vosotras, que no tenéis ni idea. Aparta, Alba.
Alba resopló, nunca había podido compararse con el genio de Pepita y dejó que se centrara en Rosa. Tras dos horas de agonía en que Cecile y ella hacían turnos para consolar a Rosa, una preciosa niña llegó al mundo de la mano de la mujer que había precipitado aquel desastre, había denunciado a Alba y propiciado la muerte del abuelo. Y cuando Rosa dio muestras de estar bien, con la niña en los brazos, a pesar de que amanecía, el grupo se quedó dormido entre la paja y las hoces del establo. Agotadas y tan empapadas que ni siquiera eran conscientes de los rayos y truenos que se cernían sobre sus cabezas.
Rosa estaba despierta cuando Alba se acercó a ver cómo estaban el bebé y ella. Era aún de noche y, a través del hueco de un ventanuco, la lluvia seguía entrando, de vez en cuando el resplandor de un rayo iluminaba las figuras sobre el suelo.
—Ven, Alba, toma. —Rosa le cedió a la pequeña con una sonrisa.
—¿Cómo te encuentras, Rosa?
—Debo de estar mejor porque ahora que ella está en el mundo solo me preocupa dónde estará su padre.
Alba acarició sus cabellos y se tumbó junto a ella, con la niña sobre el pecho. Su pequeño corazón acelerado daba paz a Alba. Sintió los latidos del bebé e, incluso, por un instante delirante, los de su propio pequeño en su interior. En el mundo loco en que habitaban no existía más paz que la que ahora, en ese instante, inundó a Alba.
—Están vivos, lo sé.
—Pero, Alba, viste el fuego igual que yo, Casa Bretón ardía.
—Rosa, puede que escaparan antes, estamos lejos del camino, nadie sabe dónde hemos acabado. Cuando lleguen a Aranjuez y no nos encuentren, saldrán a buscarnos. Estoy segura, Rosa. Tu marido nunca se rendirá y Diego tampoco.
—¿Y ellas, Alba? ¿Qué haremos con Pepita? ¿Confías en ella?
Alba resopló.
—Supongo que debemos agradecer que apareciera, lo cierto es que yo no tenía ni idea de partos. Te hubiera dicho que empujaras y punto. Ahora tienes que pensar qué nombre pondrás a tu niña.
Rosa sonrió mirándola.
—Pepita no, desde luego.
—¡Rosa! —Ambas rieron en bajo, con cuidado de no despertar a los demás.
—Alba, gracias por no abandonarme.
Alba cerró los ojos un instante, qué cerca había estado de dejar sola a Rosa, de correr en busca de Diego y su libertad. Por fortuna, jamás tendría que recriminarse tal acción deshonrosa. Ahora Rosa debía recuperarse y llegar a Aranjuez, lo cierto es que en cuanto la entregase a su marido respiraría tranquila. Se incorporó y miró hacia el lugar donde descansaba la familia del traidor Godoy y encontró a Pepita mirándola con fijeza. Sería muy difícil confiar en ella cuando fuera había un carruaje y caballos que poder robar. Como si hubiera leído sus pensamientos, se acercó hasta ellas. Pepita se sentó en un fajo de paja casi deshecho, entre sus manos una delicada trenza hecha de cuerdas deshilachadas mientras Rosa se echaba en su blando lecho a descansar.
—Siempre ves lo mejor en los demás, Alba. —Pepita le ofreció la cadeneta de cuerdas a Alba—. Unamos fuerzas para llegar a Aranjuez, supongo que es allí donde llevas a toda tu tropa.
—¿Por qué debería decírtelo, Pepita, para que avises a los soldados y me vuelvan a apresar?
Pepita sonrió, una sonrisa amarga cargada de cinismo.
—Cometí un error, o no, no me gusta pensar demasiado las cosas, solo se consigue tener remordimientos y pensamientos feos acerca de una. Además, ¿no harías tú lo mismo para salvar a tu adorado Diego? ¿O a esa mujer que no nos durará ni una hora en el camino sin quebrarse?
—No me moveré de aquí hasta que Rosa y el bebé estén en condiciones de viajar.
—¡Ay, Alba! Puedes intentar engañar a todos, pero ¿ni por un momento has pensado en abandonarla a su suerte? Ahora que tú…
Alba se inclinó hasta agarrar su brazo con fuerza, ante lo cual Pepita contuvo un gesto de dolor.
—No lo sabe nadie, ni siquiera sé cómo lo has descubierto, Pepita. Por tu culpa, mi abuelo ha muerto, jamás te perdonaré que me delataras. Y si le cuentas a alguien que estoy embarazada, no dudaré, Pepita, soy capaz de todo por proteger a mi bebé.
—Y de Diego de Andrade.
—Mío, Pepita. Solo mío.
La condesa de Chinchón se acercó a ellas y Alba soltó a Pepita con brusquedad. Nadie debía saber que llevaba en su interior al hijo de Diego.