Capítulo XXIV

 

 

 

 

 

—Diego, hemos recorrido este tramo del camino más de diez veces, no están aquí —exclamó Pedro desesperado—. ¿Dónde se han metido? Alba solo tenía que llegar a Aranjuez.

Diego miró a su amigo. Tras escapar de la Casa Bretón gracias a la ayuda del resto de su brigada de la guardia real, habían tomado el camino de Aranjuez. Con gran acierto el príncipe Fernando había enviado refuerzos temiendo que los hubieran hecho prisioneros. Se encontraron a las pocas horas con un camino embarrado, surcos de carretas y carruajes, la gente que huía de Madrid. Los franceses se acercaban, los temerosos corrían y los afrancesados celebraban la llegada del ejército napoleónico. Y nadie sabía de las intenciones del emperador para con la corte y el rey. Se decía que el emperador francés pretendía que el rey Carlos IV abdicara en su hijo Fernando para después arrebatarle el trono, pero de “dimes y diretes” estaban llenas las conversaciones del camino y de los soldados.

El príncipe, siguiendo el consejo de Pedro, huía junto a la familia real a Aranjuez. Diego los vio alejarse rodeados de soldados en una comitiva que apartaba a los que caminaban entre la lluvia.

La larga fila de almas ocupaba en su totalidad la anchura del camino. Diego apartó la vista de un grupo de niños que no conocían otra cosa que las callejuelas empedradas de Madrid. Abrían los ojos como platos al mirar la extensión de los campos, muchos de ellos jamás habían salido de la ciudad. El olor a naturaleza y tierra mojada les hacía fruncir el ceño, confundidos. Por ignorancia o miedo, aquella gente jamás recorría más de veinte kilómetros a no ser que tuvieran familia fuera de la ciudad.

Diego tironeó de las riendas de su caballo, ya sin saber qué camino elegir, si seguir adelante o volver hacia atrás en dirección a Madrid.

—Alguien ha tenido que ver un carruaje conducido por dos mujeres. Pedro, tenemos que encontrarlas.

—¿Crees que no lo sé? ¡Es mi mujer la que está a punto de dar a luz a mi primer hijo! Puede ser en un mes u horas.

Diego permaneció en silencio ante el grito airado de su amigo. Pedro tenía más templanza que él habitualmente. No era el momento de ponerse nervioso. Diego no había mentido, confiaba en Alba, sabía que daría su vida por Rosa y su criada francesa. ¿Pero dónde demonios estaban?

—¡Señor! Don Diego, ¿sois vos?

Diego se giró, preparado para enfrentarse a quien lo había reconocido, no podían olvidar que aún eran fugitivos. Ante él, una chiquilla, aún vestida de doncella, con la cara llena de hollín y el vestido sucio, les sonrió a Pedro y a él. Llevaba las ropas tan mojadas como todos, pero con mucho más barro.

—Sois la joven que servía en Casa Bretón, ¿Ana? ¿La doncella de Alba? —interrogó Diego esperanzado.

La muchacha, contenta, asintió con energía. Cogió su mano y tiró de Diego.

—Tenéis que venir, la señorita Alba me mandó a buscaros. Venid conmigo.

Pedro lo detuvo con impaciencia.

—¿Y si es una trampa, Diego? Puede que Gabriel sea quien envía a esta chica.

—¿Dónde está Alba, chiquilla?

—Nos obligó a dejar el camino, la señora Rosa se puso de parto y los gritos eran terribles… y los soldados nos observaban… y la señorita temía que fueran a detenerla… Le dijo a la señora Rosa que si no dejaba de gritar la callaría a golpes…

—¡Explícate, muchacha! ¿Dónde está mi mujer?

Ahora era Pedro quien cogió a la asustada criada de los hombros, casi en volandas. Ella estaba a punto de llorar.

—En un cobertizo, he tardado casi dos horas caminando entre los serbales, pero la señorita Alba dijo que tenía que encontrarlos. He corrido mucho, señores.

Ninguno de los dos la creyó, la muchacha, aunque cubierta de suciedad, no tenía en su rostro un solo indicio de la carrera que afirmaba.

—… Y ayer llegó esa otra mujer que a la señora Alba no le gusta. Atamos los caballos por si se los llevaba, y el bebé no para de llorar…

—¿El bebé?

—Ay, sí, señor. Tiene una niña preciosa —le dijo a Pedro—. Yo creo que la van a llamar Pepita, tengo buen oído, señores militares, y oí a las señoras decirlo.

Diego tuvo que apartar de ella a Pedro, temeroso de que estrangulara a la criada, soltaba la información sin ton ni son, y al hablar del bebé el rostro de su amigo se congeló. Había algo que a Diego le preocupó mucho más, ¿quién era la mujer a la que Alba temía tanto como para vigilar que no robara sus caballos? ¿Pepita Tudó?

—Llévanos hasta allí, ¿sabrías decir en qué dirección?

—Pues claro, señor Diego, la señorita Alba confía en mí, mucho, señor.

A Diego le quedó claro que Alba debía de estar muy desesperada para enviar a la muchacha en su busca. Si era el único recurso que tenía Alba, estaba más que preocupado, la chica se había perdido guiando a ambos y dieron vueltas en la oscuridad hasta que con el pasar de las horas vieron en la lejanía el cobertizo abandonado.

Se acercaron con cautela, con toda cuanta pudieron, porque la criada no paraba de hablar, bendito silencio cuando llegara, entre la tensión de Pedro y aquella muchacha, Diego se dio cuenta de que temblaba como una hoja a merced del viento de la noche. Por fortuna, la tormenta se había alejado, dejando un fuerte viento tras ella. La luna se asomó entre las nubes y los caballos relincharon con violencia. Alba tenía que seguir allí, nunca podrían seguir el camino sin el carruaje para llevar a Rosa y al niño.

Uno a cada lado de la puerta, Pedro y él abrieron con la hoja de la espada. La tenue luz de una vela osciló y dejó pasar los rayos de la luna al interior. Diego sonrió, allí estaba Alba, sentada junto a Rosa, con una azada de arar recostada en su falda, como si protegiese a la madre y al niño acurrucados en la paja. Cecile abrió los ojos asustada para esbozar una sonrisa al verlos. Despertó a su señora a base de empellones. Alba se frotó los ojos, como si fuera una aparición lo que veía y no, en realidad, lo que tanto había deseado. Diego.

—¡Alba!

Ella no pronunció palabra, con un brusco movimiento se apartó una lágrima traicionera que se quedó a la altura de la mejilla. Sus manos sucias dejaron su rostro manchado y Diego pensó que no había nada más hermoso que su rostro lleno de barro. Fue a su encuentro, casi a la carrera. Ella también. La angustia que había pasado en las últimas horas se reflejaba en sus movimientos y los gestos contenidos de su rostro.

—¡Sabía que nos encontrarías! —atinó a decir Alba antes de pegarse a su pecho como siempre hacía, contra el sonido de su corazón—. No perdí la esperanza, no podía sacar a Rosa en su estado, estaba desesperada, vimos el incendio… Creímos, creí que…

Cecile dejó libre el lugar que ahora Pedro ocupaba, con su hermosa niña en brazos y su mujer llorando en su pecho. Se acercó temerosa hasta ellos y enseguida Diego comprendió qué le preguntaba la anciana criada con los ojos.

—Está vivo, Cecile, Bernard, tu marido, es un hombre muy listo. Aguardó junto a un grupo de criados hasta que hicimos retirarse a los soldados. Demasiado tarde comprendimos que tenían intenciones de quemar la casa entera. Alba, no pude hacer nada por salvar Casa Bretón, ni el cuerpo de…

Alba cogió las solapas de su chaqueta de militar, jamás lo había visto con ella desabotonada, y esbozó una triste sonrisa al intentar recomponer su atuendo militar lleno de hollín y barro.

Alba alzó la barbilla sin dejarse llevar por las emociones.

—Ahora solo importa que llevemos a Rosa con un médico, lo que se perdió, perdido está, Diego.

—¡Total! Los franceses lo quemarán todo. Madrid entero arderá si no se rinde.

Diego se giró al oír esa voz. Pedro se incorporó de golpe con su hija en brazos.

—¿Pepita Tudó?

Alba tuvo que intervenir antes de que ambos hombres cometieran una locura. Pepita se situó delante de la familia de Manuel, como si pudiera protegerlas de ellas. Alba sabía que jamás, ni Diego ni Pedro osarían hacerles daño alguno.

—Escucha, Diego, ha salvado a Rosa —les explicó Alba—. Pedro, ha ayudado a traer a tu hija al mundo, nosotras no hubiéramos podido solas.

—¿Y de quién es la culpa de que mi mujer haya tenido a nuestra hija en un granero?

Alba negó con la cabeza.

—Mía y solo mía, Pedro, os he arrastrado a todos al desastre. Debí arrodillarme, recibir los golpes y callar.

Enseguida Diego buscó algo en su bolsillo con interés y sacó una flor arrugada y marchita de color blanco. Una camelia blanca, oscurecida y deshecha, aplastada por los golpes.

—Alba. La culpa fue de una camelia, en todo caso mía —declaró Diego, esbozando una sonrisa de falso arrepentimiento—. Quizá debí en ese momento arrastrarte a mi casa.

Alba se echó a reír, solo Diego podía guardar una flor deshecha en el bolsillo con el fin de que recordara aquella noche. Ella había hecho lo mismo con la suya, ahora quemada en algún rincón de Casa Bretón, perdida junto a sus recuerdos felices.

—¡Señorita Alba! ¿A que lo hice bien? Le dije que encontraría al capitán.

Con escepticismo, todos miraron a la joven criada y más de uno se preguntó si no había sido la suerte o el destino, porque el pobre angelito de muchacha no hubiera encontrado ni sus propios zapatos. Ana, en verdad, era un desastre de doncella.