Apenas en unas horas se desató el caos. Pedro, junto a los nobles de la zona, se dirigió hacia el palacio, donde los reyes y el príncipe se escondían. Diego y otros hombres reunieron a los huidos de Madrid, a la gente del campo y cuantos hombres se unieran a ellos. Marcharon hacia palacio como un ejército de azadas, horcas y trillos, todo cuanto encontraban servía para unirse y salvar al regente. Los nobles, dirigidos por Pedro, disfrazados de campesinos, fueron en busca del ministro Godoy. El culpable de la invasión francesa tendría que responder de todas sus fechorías ante el pueblo.
Alba no se separó de los amplios ventanales, miraba hacia la arboleda, pendiente de que en cualquier momento apareciera Diego entre los hayedos. Demasiado había perdido ya en su vida para también separarse de él. Llegó la noche y el amanecer, y nadie se atrevía a moverse de la finca, sin noticias de palacio. Doña Eugenia fue en su busca a la biblioteca y, sin apenas pronunciar palabra, se sentó erguida mirando los jardines en flor. Ninguna de las dos necesitaba hablar para expresar el miedo y la angustia que las dominaba por Diego. Alba comenzó a esbozar la infancia de Diego, mimado entre aquellas paredes por su madre e ignorado por su padre, que tenía tantas amantes, una de ellas, la madre de Gabriel. Eugenia de Andrade no era una mujer muy diferente a ella, muchos matrimonios se arreglaban por fortuna o relaciones. Vio salir a Pepita al exterior, la capa sobre el rostro, para que nadie la reconociera, de la mano llevaba a la hija de su amante y a su lado su esposa. Se giró un instante y se miraron a través de los cristales.
Asintió ante su marcha, un carruaje las esperaba a la condesa y a ella. Alba colocó la mano en el cristal. Su amistad con Pepita había sido genuina, estaba segura. Ella había traicionado a Alba y había salvado a Rosa. Por su culpa, el abuelo había muerto y eran perseguidos. Por ella conoció a Diego. Todos aquellos sentimientos encontrados se mezclaron en una sola mirada, ambas perdidas, ganase quien ganase esa guerra, las dos habían cambiado su destino. Pepita guiñó un ojo, un poco temerosa y Alba asintió con una débil sonrisa. Quizá sería la última vez que se vieran.
—Siempre admiré la voluntad de esa mujer. —Eugenia, la madre de Diego, se acercó a ella para ver partir el carruaje.
—Solo ha tenido una norma, amar por encima de todas las cosas. Todo cuanto ha hecho ha sido por el amor de un hombre.
—Supongo que sí, Alba. ¿Sabes que suceda lo que suceda en palacio es muy probable que Diego no sea jamás perdonado?
Alba supo enseguida qué quería preguntar la madre de Diego. Vio cómo la mujer se sentaba en un butacón, frente a la chimenea apagada, presa del desaliento.
—Si él quiere, lo seguiré adonde vaya. Amo a su hijo.
Doña Eugenia miró a Alba con extrañeza.
—¿Qué cargas sobre tus hombros, Alba? Aun cuando dices que lo amas y lo seguirías, dudas. Estás llena de miedo, chiquilla.
Alba, de forma inconsciente, cubrió su vientre con ambas manos, lo que provocó que doña Eugenia comprendiera.
—Reconfórtate entonces, Alba, pase lo que pase a Diego, algo de él quedará entre nosotras.
Al atardecer del día siguiente, llegó un guardia real con la noticia, Diego había partido a Madrid, escoltando junto a Pedro y los guardias de corps a la familia real y al príncipe Fernando, ahora rey, tras la abdicación de su padre, Carlos IV.
Alba escuchaba de labios de doña Eugenia la breve nota escrita por Diego. Rosa hasta bajó al salón para leerla las tres juntas, tras acabar la última línea oyeron a los pocos criados que quedaban en la finca gritar alarmados. Los cascos de los caballos resonaron por todo el exterior empedrado.
—¡Franceses! Señora Eugenia, ¡soldados franceses!
Enseguida Alba se levantó y ordenó a las dos mujeres callar con el dedo índice sobre los labios. Se deslizó fuera de la sala y cerró tras ella.
Entraron como una tromba dos uniformados, a través de las puertas abiertas, Alba divisó a más de veinte hombres armados descender de sus caballos. Mientras la figura con galones en la banda de su pecho se acercaba, Alba se obligó a no retroceder con miedo.
Mourat, el general de Napoleón, en casa de Diego. En España. La última vez que se habían visto fue en los corredores del palacio de Madrid, confabulando con Gabriel. Para Mourat, la última vez que se cruzó con Alba fue en París, al concertar su matrimonio.
—Alba Dubois.
—General Mourat. Lo habéis conseguido al fin, ¿habéis entrado en Madrid?
El general cuadró sus tacones, uno contra otro, un gesto tan habitual que Alba no creía que ningún soldado de carrera militar se diera ni siquiera cuenta cuando lo hacía. Sus ojos siempre atentos estaban entrecerrados a causa de la claridad, su rostro no llegaba a ser tan severo como Alba recordaba, en ellos se veía un atisbo de… ¿alegría al verla?
—Nos han recibido con salvas y agradecimiento —se vanaglorió mientras admiraba el vestíbulo—. El rey ha abdicado en su hijo, un hijo dispuesto a cambiar su país por dinero y una corona. La gente cree que hemos venido a salvarlos.
—Muy inteligente, Mourat, conquistáis sin luchar. No creo que hayáis venido hasta aquí para contarme vuestras hazañas.
Mourat sonrió con malicia.
—Ayer capturamos a un grupo de rebeldes que acompañaban a la familia real. Os traigo un regalo, Alba Dubois, de parte del emperador y mía.
Alba contuvo el aliento, miró hacia la puerta cerrada donde se escondía doña Eugenia y Rosa. Si Mourat venía a matarlos a todos, no encontraría resistencia. Podía llevarla con él, no se opondría, jamás permitiría que hiciesen daño a ninguna de ellas.
—Encontré esto en los cuarteles de la guardia real y pensé que querríais tenerlo.
Mourat hizo un gesto a los soldados, uno de ellos empujó a alguien contra las escaleras de acceso a la casa. Alba frunció el ceño, entrecerró los ojos a causa de la luz. Entonces vio los jirones de una chaqueta militar, el azul y el rojo del uniforme. El pelo desgreñado sobre el rostro.
—¡Diego!
Alba apartó al general, cayó al lado del capitán, Diego apenas se sostenía lo suficiente para erguirse. Estaba herido, la pierna sangraba profusamente sobre la tela del pantalón y el rostro se mostraba amoratado. Mourat tiró junto a Alba el reloj de Monpart.
El brillo del reloj, apagado por las gotas de sangre en la superficie curva.
—Esto lo ha salvado, no sé qué significa este hombre para vos, Alba. Ni qué hace con el reloj de mi amado general. Este soldado ha sido de los pocos que ha luchado por su patria, con honor, estaba a punto de ser fusilado cuando vi el reloj entre sus manos, al elevar sus plegarias al cielo. Lo reconocí enseguida de cuando el general lo usaba, antes de regalároslo.
Alba tenía en su regazo el rostro desfigurado de Diego, sentía su respiración, pero seguía inconsciente. Deseaba abrazarlo, curar sus heridas, palpar su cuerpo en busca de la causa de tanta sangre, pero si lo hacía delante de Mourat, demostraría lo mucho que le importaba y siempre habían querido arrebatarle todo cuanto era vital para Alba.
—Es mi esposo, Mourat, ya veis, al final claudiqué en casarme después de huir —mintió de forma descarada, deseosa de que el general se fuera para cuidar y proteger a Diego. Tal vez abandonara la idea de llevársela con él, o quizá decidiera matarlos a los dos, a Diego y a ella.
El general rio desde su posición superior en lo alto del primer escalón.
—Es vuestro, Alba, llevároslo fuera del país o la próxima vez lo mataré. Consideradlo un regalo como pago por vuestra lealtad a mi general Monpart. Jamás he oído ni una sola queja ni rumor acerca de la verdad. No era como todos pensaban, pero protegisteis a nuestro héroe, no sé si fue por patriotismo o solo vuestra enorme lealtad.
—Lo acepto —contestó Alba al instante, levantando la barbilla con orgullo. Acaba de darse cuenta de la admiración hacia ella por parte del general—. ¿Y el hombre que lo acompañaba?
Mourat rio tan alto que un pájaro en la distancia salió volando desde la arboleda.
—Solo un regalo, Alba. El coronel Pedro de Valdivia fue fusilado hace tan solo unas horas. Los reyes están protegidos por mi ejército y todo ha terminado.
El grito desgarrador de Rosa tras las puertas del salón alertó a Alba de que Rosa escuchaba desde el interior. Se levantó, dejando a Diego en el suelo, aún inconsciente. Los brazos en jarras, dispuesta a luchar por él.
—Marchaos, Mourat. Os agradezco este detalle. Saludad al emperador de mi parte.
—Alba Dubois, siempre fuisteis mucho más de lo que Monpart veía en vos. El emperador se enterará de vuestro matrimonio con un conde español. Huid antes de que yo me arrepienta, no volveré a interceder por vos. Una vez os amé, Alba, creo que aún sigo haciéndolo, siempre habéis sido para mí la más digna de las mujeres de París.
Mourat cuadró los talones y empezó a dar órdenes a sus hombres, como si las últimas palabras nunca se hubieran pronunciado. Alba los vio alejarse perpleja, al menos algo bueno había salido de su matrimonio con Monpart. Las puertas del salón se abrieron, doña Eugenia corrió por el vestíbulo para ver a su hijo. Rosa se apoyaba en el marco de la puerta, cayó lentamente sobre el suelo llorando, su Pedro fusilado, muerto.
Alba tendría tiempo de consolar después a su amiga, lo primero era Diego. Entre su madre y ella tiraron de los brazos para llevarlo a rastras al salón. Los pocos criados que quedaban habían huido al ver a los soldados franceses. Tendrían que arreglárselas solas de nuevo. Y Alba sentía que las fuerzas abandonaban su cuerpo. Sin Diego… Sin él ya nada tendría sentido. ¡Se arrepentía tanto de no haberle contado que esperaba un hijo suyo! ¿Y si ahora no despertaba? Negó con la cabeza mientras los pensamientos se sucedían con las peores expectativas. No podía perder a Diego, se repetía mientras improvisaban una cama en el salón de la casa. Le quitó las ropas, llenas de suciedad y sangre seca, quiso apartar la vista al ver las magulladuras de su cuerpo, las heridas en sus brazos. Alba era consciente de que pesadas lágrimas luchaban por abrirse paso a través de sus párpados entornados, lo único que evitaba que se pegara al cuerpo de Diego y lo abrazara hasta que se despertase era la presencia de la madre de él. Eugenia trajo una esponja y una jofaina llena de agua, y entre ambas limpiaron su cuerpo mientras él aún permanecía inconsciente.
Alba desconocía cuánto tiempo había estado prisionero de los franceses, al menos dos días desde que partió de la casa, los golpes evidenciaban que antes habían intentado que hablase. Mourat, el general francés, afirmaba que lo había salvado unos instantes antes de ser fusilado, ¿providencia o el destino? Poco importaba ya, lo realmente irónico era que lo que había salvado a Diego fuese el reloj de Monpart.
Fue Alba quien se ocupó de limpiar la herida de la pierna, un feo corte que parecía de un sable o una bayoneta, el roce de un disparo en el hombro. Allá donde Alba miraba, hacía que pensara que Diego podía no sobrevivir si las heridas se infectaban.
—Deberías descansar, Alba, yo me quedaré con él.
La madre de Diego mostraba unas ojeras bajo los ojos tristes que conmovieron a Alba. El amor de una madre, un sentimiento que a ella le fue negado por voluntad propia.
—No me separaré de él, Eugenia, ve a descansar, y necesito que paséis a acompañar a Rosa un rato. Ella ya no tiene esperanza.
La anciana suspiró, sabiendo que no podría apartarla de Diego, y fue hasta la puerta. Alba comprobaba que los vendajes no estuvieran demasiado tensos.
—Alba, ¿cuánto tiempo tiene Diego antes de que vengan a buscarlo?
—No lo sé. El general solo dijo que tenía que sacarlo del país.
—No querrá irse, conozco a mi hijo, jamás dio la espalda a una batalla. No dejará a sus compatriotas luchando por la patria.
—Tendrá que hacerlo, Eugenia, no creo que Diego esté en condiciones de volver a la lucha.
Alba vio salir a la mujer con paso cansado y se sentó en el suelo. Apoyó la cabeza contra el torso de Diego, sus manos recorrieron los pocos lugares sin heridas. Las yemas de sus dedos recorrieron la barba que crecía en su mentón, era hermoso, siempre había admirado su perfil serio de mandíbula marcada, sus oscuros ojos algo salvajes. Se durmió mientras las últimas luces del día caían sobre las copas de los árboles.