Capítulo XXVII

 

 

 

 

 

—Si hubiera sabido que la forma de tenerte en mi regazo durmiendo era estar inconsciente, yo mismo me hubiera herido de muerte.

Alba se sobresaltó tanto que estuvo a punto de gritar, levantó la mirada a la vez que sentía la pesada caricia de una mano.

—¡Diego! ¡Has despertado! ¡Mi amor!

Diego cobijó a Alba en sus brazos, todo lo que podía levantarlos a causa de los dolores. ¿Mi amor? ¿Se había producido un milagro quizá?

—¡Alba! Debo de tener fiebre o estar al borde de la muerte, ¿mi amor? ¿He entendido bien?

Alba rio de pura dicha.

—¡Estás despierto! Espera, no puedes moverte.

Diego miró a su alrededor, reconociendo su propia casa, entre confundido y alegre. El salón donde había jugado de niño, los ventanales que daban a la entrada. Los antiguos retratos de la familia. Aquellos libros que acompañaron sus veranos de calor.

—¿Cómo es posible, Alba? Cuando caí inconsciente estaba ante un pelotón de fusilamiento, a punto de morir ante una brigada francesa.

Alba lo ayudó a incorporarse levemente y acomodó los cojines ante la mueca de dolor de él.

—El general francés te trajo, reconoció el reloj en tus manos. Mi reloj.

Alba lo sostuvo ante él con una sonrisa.

—La curiosidad pudo con Mourat, una vez lo vio, supo que era el de Monpart, te trajo como un regalo, junto al perdón del emperador. Me han perdonado, Diego, pero debemos salir enseguida del país, para ellos eres un traidor, toda la guardia de corps está siendo arrestada.

Un pesado silencio cayó entre ambos. Diego acarició su rostro y Alba sintió sus ásperos dedos sobre la mejilla.

—¿Pedro?

Alba negó con la cabeza, obligándose a no llorar.

—Ahora tenemos que cuidar de Rosa y de la niña, están arriba. Podrá sobrellevarlo, lo sé. Tenemos que huir, Diego. Todos.

—¿Y dejar Madrid? No puedo, Alba, es mi deber quedarme.

—Estás herido, Diego, te persiguen, ahora nuestro deber es cuidar de Rosa y la niña, y nosotros…

Diego se perdió en esos ojos azules que tantas veces había soñado que lo mirasen con amor, con el brazo hizo que Alba se acercase a él, tan cerca de su rostro que las pequeñas pecas sobre sus mejillas quedaron visibles. Besó a Alba, consciente del sabor de sus labios mezclados con la sal de las lágrimas que ella había vertido. Pronto la dulzura del beso se transformó en voracidad. La muerte había estado demasiado cerca, el horror de la lucha, el olor de la sangre, y todo por unos reyes que hubieran preferido huir a plantar cara al emperador Napoleón.

Su amigo, Pedro, por fortuna no había visto cómo era fusilado, ni él ni el resto de los compañeros de armas. El abrazo a Alba se volvió más intenso, con el beso intentaba borrar el horror, el dolor de la pierna. Pasó sus manos en torno a su cintura, pegó su cuerpo al de ella…, apartó a Alba en ese instante. ¡No podía ser!

Alba se dio cuenta al mirar a los ojos a Diego, su mano había tocado la suave redondez del vientre, rozado con los dedos sus pechos ahora hinchados y más rotundos.

—Iba a contártelo, Diego —susurró asustada por la posible reacción de él.

Diego la apartó de él, para mirar el vestido a la altura del vientre, donde ya se ajustaba en algunas partes.

—¿Cuando estuvieras lejos, Alba? ¿Pensabas ocultarme que estás embarazada de mi hijo?

—Tienes que entender, al principio desconfiaba de ti, yo… ¡Oh, Diego! Tu actitud era tan parecida a la de Monpart, las mujeres, los bailes, tu fama de conquistador, eres un soldado…

Diego, a pesar del dolor de la pierna, se sujetó el muslo y se incorporó en el sillón hasta quedar sentado, no podía afrontar esa situación tumbado como un inválido.

—No, Alba, no lo entiendo —negó mesando sus cabellos—. Tu abuelo me contó todo, pero yo no soy Monpart, Alba. Jamás te haría daño.

—¡Lo odiaba, Diego! ¡Odié tanto a Monpart que en sus últimos días solo ansiaba que muriese! Por eso no quería casarme de nuevo, me humillaba continuamente…, y nunca me quedé embarazada…, por eso me confíe y luego tú y yo… y si no quieres hacerte cargo…

Diego tapó su boca con el fin de parar aquella maraña de palabras que escapaba de boca de Alba. Lo hizo de manera tosca, su palma casi cubría media cara de ella. En los ojos de Alba vio que se aligeraba la preocupación y despacio quitó la mano.

—Te amo, Alba, te lo he dicho con mil gestos y peticiones. De acuerdo que soy un cobarde y no quería proponerte matrimonio de forma abierta, tal vez me diera miedo y por eso insistía en que te convirtieras en mi amante. Este niño que llevas dentro me hace tan feliz que si no fuera un prófugo gritaría a los cuatro vientos que es mi hijo.

—¡Diego! Yo también te quiero, cuando creí que te perdía para siempre, nada me importaba más que encontrarte. Perdóname por no contártelo, por querer que el niño fuera solo mío.

—Perdóname a mí por ser tan estúpido, debí darme cuenta de lo dañada que estabas. Ahora nada nos separará, Alba.

Diego la sumergió entre sus brazos intentando no pensar en cuánto había sufrido Alba en los últimos días, embarazada y conduciendo a las mujeres a lugar seguro. Batallando contra arrestos, confabulaciones y asesinatos. Alba aún estaba en peligro, en algún lugar estaba Gabriel, y no dudaría en culminar su venganza contra ambos, pronto, conociendo su talante, no dudaría en hacerse con el favor de los franceses y en ir a por ellos. Diego intentó mover la pierna, era un soldado, sabía que aquello no era un simple corte, por alguna razón sintió que no volvería a ser el mismo, pero al menos la conservaba.

—Escucha, Alba, hay que salir de aquí enseguida. Prepara a Rosa y a mi madre, tenemos que huir.