Capítulo III

 

 

 

 

 

—¡Cómo me alegra que hayas entrado en razón, Alba!

Alba admiró la seguridad de su madre de que todo el mundo a su alrededor se plegaría a sus deseos solo con chascar los dedos, pero claro, era una dama, jamás chascaría los dedos. Según bajó del carruaje, su madre ya mostraba una sonrisa resplandeciente. Al fin su hija cedía a su voluntad, a la noche siguiente se cumplirían todas sus expectativas y Alba volvería a estar comprometida con un hombre poderoso que haría de la vida de su madre toda felicidad y de su vida un infierno. Tal vez su prometido no fuera como Monpart, pero ella no lo amaba, ni siquiera lo conocía, no quería otra vez ser una esposa para colocarse hermosos vestidos y quedarse en casa. Sí, quería hijos, amar, una familia feliz, pero todo eso no eran más que sueños de la infancia. Había vivido el sueño de toda niña, casarse con el hombre perfecto que después resultó no serlo tanto.

—Claro, madre —asintió mientras tomaba su brazo y entraban en Château-Thierry. En tiempos de su esposo, había siempre dos criados vestidos de librea en la entrada, otro para ayudar a los invitados a descender del carruaje, su madre ni siquiera se había dado cuenta o había obviado que hacía tiempo que ya no estaban—. Espero el momento con ansia.

Su madre frunció el ceño, tanta indolencia por parte de Alba desconcertaba a la mujer. Hubiera esperado que Alba gritase, llorase, incluso una pataleta, pero bueno, su madre nunca la conoció demasiado para saber que podía hacer todas esas cosas en su mente y jamás mostrarlas al mundo. Dejaron atrás la hermosa vista de la pradera verde, los setos ya no tenían forma y aun así, su belleza era evidente. Entraron en el vestíbulo y el suelo de mármol resonó bajo sus zapatos de satén. Su madre tampoco pareció darse cuenta de las paredes vacías de retratos.

Alba había organizado una pequeña cena con su madre y su hermano. Pierre había accedido a regañadientes alegando estar muy ocupado pero, ante la insistencia de Alba, al final claudicó. Tenía que despedirse a su manera, aunque ellos fueran ignorantes de su decisión. En tan solo un día estaría rumbo a España.

Mientras caminaban por el vestíbulo, su madre hablaba sin parar a su lado, Alba pensaba. ¿Cuántas veces en mitad de la noche había ansiado volver a la casa de su infancia? Los veranos bajo un árbol en el jardín, la charca donde metía los pies para refrescarse del abrasador calor. El aire con olor a lilas y a rosas. Los días en camisola, perdida en los corredores frescos de la gran Casa Bretón. Ana, la cocinera, que hacía arroz con leche y canela solo porque a ella le gustaba. Recuerdos, lejos de aquella enorme casa desolada.

Se obligó a borrar su sonrisa, ¿por qué ahora se permitía esos recuerdos? Su abuela había muerto hacía tiempo, Ana, la cocinera, también. Solo le quedaba el abuelo, lo recordaba con cariño, hasta con pena por tener que lidiar con los caprichos de la madre de Alba. Fue feliz en Casa Bretón, pero también recordaba aquellas interminables discusiones entre los dos. Hacía años que no veía al abuelo, sabía que tenía un puesto importante en la corte de Carlos IV, el rey español. Apenas unas líneas que él escribía a Alba por su cumpleaños y nada más. La relación entre su abuelo y su madre se rompió de forma definitiva cuando tras el disgusto de su abuela al saber que se había fugado con un francés, murió en pocas semanas.

Alba y su madre se sentaron en la sala que daba a la enorme extensión de césped, los jardines de Château-Thierry eran el orgullo de los Monpart cuando vivían los padres de su esposo. Atardecía y el resplandor del sol teñía las paredes de la habitación de un color anaranjado.

—Siempre me ha gustado esta casa, Alba, fuiste muy afortunada y volverás a serlo. Nos merecemos mucho más, la posición lo es todo, hija mía.

Alba irguió la espalda.

—¿De verdad crees eso, madre?

—Te casaste enamorada de Monpart, no lo niegues.

Él tampoco negó jamás su colección de amantes, su fría actitud hacia la niña con quien le habían obligado a casarse. Su desdén cada día fue una tortura, madre.

—Hablas desde el rencor, Monpart se portó bien contigo, te dejaba a tu aire, hacías cuanto querías, no como tu padre, que se metía en todas mis decisiones. Como harás ahora, tu nuevo marido te dará riqueza y posición de nuevo, serás invitada a las fiestas, e, incluso, formarás parte de la familia de la emperatriz. Francia parece haber olvidado que es de sangre noble, de las más antiguas del país.

Alba no quería volver a discutir de nuevo con su madre ante la realidad que ella sola veía.

—¿Quieres pastelitos, madre? —Señaló Alba la fuente de macarons, sus favoritos. Para su madre no pasó desapercibido el sarcasmo de su voz, pero a Alba ya le daba igual.

—¡Ya estáis discutiendo! ¿Y me preguntas, hermana, por qué no quiero venir a pasar la tarde con vosotras?

Alba se levantó al instante cuando su hermano entró en la salita, estaba como siempre, sonriente y jovial. Llevaba aún puesto su uniforme azul royal con adornos rojos. El pelo moreno despeinado y algo largo para un oficial francés.

—¡Pierre! Hermanito, hace siglos que no te veía.

—Sabes que estoy ocupado, si acudieras a alguna fiesta podrías encontrarme.

—Lo sé, en todas. —Rio Alba. Iba a echar terriblemente de menos a Pierre a pesar de lo poco que se veían—. El más guapo de los oficiales de Napoleón.

Pasaron al salón, apenas iluminado para que no se notaran los huecos vacíos dejados por la plata y la porcelana. Comenzaron a cenar casi en silencio bajo la atenta mirada de su madre sobre Pierre y ella.

—¿Y la cubertería de plata? —Alba disimuló una mueca. ¿De verdad no se había dado cuenta de nada excepto de las cucharas de plata?

—La han llevado a limpiar, si he de invitar a mi nuevo prometido, no querrás que piense que no sé llevar una casa. Siempre me lo has dicho, «los suelos relucientes y la plata brillante».

Cecile ayudaba a Bernard a servir la mesa, ya no quedaban más criados en la casa, así al menos disimulaban una opulencia que ya no existía. Ambos, cuando Alba les contó su intención de escapar, habían estado de acuerdo, los dos habían sido quienes recorrieron con ella todos los establecimientos donde los prestamistas habían comprado la cubertería de plata, cuchillo por cuchillo, cuchara a cuchara. Su total confianza en ellos hacía que las lágrimas de Alba aflorasen en cuanto los veía de un lado a otro, ayudándola con las rutas y los carruajes que debía tomar, comprar los billetes. Fueron las dos únicas personas que habían visto a Alba crecer en Château-Thierry, desesperarse al ver que no se quedaba embarazada, cuando las visitas de Monpart se hicieron más escasas. Fueron testigos de su vergüenza cuando alguna amante de su marido acudía en su busca ante la puerta de la casa. Y Alba siempre envidió en secreto a la pareja, ese amor que Cecile y Bernard se dedicaban con una sola mirada, el respeto del uno por el otro, no habían tenido hijos y criado a todos los niños del condado, sin fisuras, sin reproches, uno volcado en el otro. Fue Cecile quien la enseñó a coser, Bernard quien la llevaba en secreto al mercado para vender las cintas, ambos eran parte de su familia, jamás hubiera podido ocultarles que se iba de Francia, quizá para siempre. No hubo una sola mirada de duda por parte de ellos, ahora que se quedarían sin casa. Alba había escrito una extensa recomendación, confiando en que el matrimonio pronto encontrara una buena mansión donde trabajar.

Cecile, ante las palabras de su madre, frunció el ceño, deseando intervenir. El brazo de Bernard la detuvo a tiempo y Alba les hizo un gesto que ni Pierre ni su madre parecieron advertir. Sirvieron el segundo plato, un derroche para la economía de Alba, venado con salsa de frambuesas, y, en silencio, volvieron al rincón donde estaban apostados. Apenas un leve gesto de Pierre o su madre para que rellenasen las copas. Hacía tiempo que Alba ya no hacía esas cosas y se servía su comida, a la mesa con el matrimonio, entre sonrisas y comentarios en las cocinas.

—Así que vas a casarte de nuevo, hermanita. Pensaba que nunca volverías a hacerlo.

—Sí, bueno, cuando es la misma emperatriz quien te arrincona en una esquina y te dice que es lo mejor, aceptas sin dudar.

—No seas vulgar, Alba —les interrumpió su madre. Alba no se había dado cuenta nunca de esas arrugas que su madre tenía en la comisura de los labios. Debía de ser por su eterna cara de enfado.

Alba se recostó en la silla, atormentada por su secreto, soltó los cubiertos, no podía irse sin Pierre, qué sería de su hermano, cabeza loca y adicto a las fiestas parisinas.

—Pierre, si pudieras ser otra persona, dedicar tu vida a otra cosa que no fuera el ejército y administrar las tierras que padre nos dejó, ¿qué harías? Recuerdo que de pequeño adorabas pintar, soñabas con que tus obras adornarían los palacios de París.

—¡Qué pregunta tan tonta, hermanita! No me gustaría otra vida.

—Ya, pero si tuvieras que elegir entre todo esto. —Señaló Alba a su alrededor ante el horror de su madre por verla gesticular—. Si pudieras convertirte en otra persona diferente, ¿lo harías? ¿Quién serías? Si pudieras ser feliz pintando…

Su madre levantó la mano con brusquedad para interrumpir sus preguntas.

—Alba, hija, siempre has tenido una mente extraña, no sé quién te mete esas ideas tontas en la cabeza. Menos mal que pronto tendrás a un hombre que te devuelva el juicio.

El silencio que siguió a aquella declaración pareció acabar con la conversación entre los hermanos. Alba sentía hervir la sangre, nunca se doblegaría otra vez ante un matrimonio.

—Sería Monpart.

Alba dio un salto en la silla al oír a su hermano.

—¿Monpart? ¿Mi difunto esposo?

—¡Cielo santo, Alba! —gritó su hermano como si fuera tonta al preguntarse por qué—. Era el hombre más afortunado de Francia, amigo del emperador, esta mansión, la esposa más hermosa —afirmó mientras levantaba la copa hacia ella.

—Era un ser vengativo, rencoroso, la mentira era para él tan natural como sonreír.

—Aun muerto, pareces una mujer despechada, hermana.

Alba se incorporó levemente, ¿de verdad la mayor aspiración de su hermano era parecerse al que fue su esposo? ¡Cómo no! No existía hombre en toda Francia que no lo hubiera deseado, un militar excelente, posesión y riqueza, mujeres tras él. Pero ¿Pierre, también? Alba había esperado que su hermano afirmara que quería ser diplomático, escritor, hasta actor y entonces, ella le hubiera contado sus planes, hubieran huido de aquel asfixiante París. ¿Ser feliz era tan poco importante?

—Señora, los postres.

Alba se giró hacia Cecile, aún no había tocado la carne. Su fiel Cecile solo quería distraer a todos, y a Alba, para que no siguiese hablando. Su amiga mostró la ostentosa tarta ante el rostro de su madre.

—No sé, hija, cómo permites que el servicio interrumpa de esta forma.

Hubiera querido gritar que confiaba más en Cecile que en ella, que era su madre, pero su voz quedó cortada. En unas horas sería libre, como nunca lo fue y nunca soñó serlo. Alba hasta creía oír la voz de su abuelo. «Sé libre, Alba».