Casa Bretón
Diego había traspasado el umbral de la finca con Alba en el regazo, no era la primera vez que estaba en casa de Martín Bretón, diplomático y amigo personal del rey. Su casa era la envidia de muchos nobles. En lo alto de la colina, rodeada de robles, encinas y altos pinos. Diego rodeó la rotonda de entrada tras la verja y se encaminó a la puerta principal, cerrada a esas horas. La fachada blanca impoluta se veía salpicada por las enredaderas que crecían hacia el piso superior y se enroscaban entre los ventanales. El tejado de pizarra negro brillaba debido a la lluvia y las contraventanas del piso bajo oscilaban debido al viento. Desde fuera el gran salón estaba iluminado y apenas se atisbaban a través de la cortina de lluvia unas tenues luces. En cuanto Diego se detuvo en la entrada, de una de las puertas laterales, casi ocultas por las enredaderas, salieron los criados con mantas para taparse de la lluvia. Lo ayudaron a desmontar con la mujer aún inconsciente y traspasó el pequeño porche de columnas clásicas con ella en brazos.
—Traigo a la nieta de don Martín, indíquenme las habitaciones. El carruaje en el que iba se ha volcado en el camino a causa de las riadas.
Diego siguió al diligente mayordomo, ¿eran imaginaciones suyas o el hombre se había puesto del color marchito de las paredes?
En el momento que Diego traspasó el vestíbulo de Casa Breton lo inundaron recuerdos de la infancia, veranos de tormenta en que se hacían galletas y él corría al exterior para sentir la lluvia en el rostro. Los criados lo condujeron hacia la planta superior, donde con cuidado y rodeado de doncellas, dejó a Alba sobre la cama. El cuarto parecía el de una niña, las paredes claras, alguna vieja muñeca y un sinfín de cuadros dibujados a carboncillo colgando de las paredes. Aquel debía ser el cuarto de ella cuando era niña, olía a violetas. Diego miró por última vez el rostro de Alba, parecía sereno, sin dolor alguno. Acarició su mejilla, llevándose la suavidad de su piel entre los dedos al rozar su cuello descubierto. Alba tenía el cabello esparcido alrededor suyo, negro y ensortijado por la lluvia, de una manera tan sensual que debía estar prohibido. Diego sonrió; ella no podía evitar con esos andrajos simular una belleza innata en su rostro, no escandalosa ni arrebatadora, pero sí dulce y armoniosa, seductora sin intención. Diego deseó estar solo un momento más con ella, esperar a que despertarse y resolver las dudas que tenía sobre ella, quizá en su vanidad que Alba le agradeciera con devoción su salvamento.
La doncella francesa entró en la habitación y el momento en que Diego no podía apartar los ojos de Alba se disolvió. Chocando sus tacones a modo de despedida y alterando a las doncellas a su alrededor, Diego se marchó, pero no sin dejar de sentir el hormigueo de sus dedos que había provocado tocar la piel de Alba.
Cuando la muchacha estuvo instalada y su doncella con ella, los criados avisaron al médico. Diego había visto muchas veces en la corte a don Martín y hablado en alguna ocasión con él. Un hombre serio, digno y respetable como pocos, que se reunió con él unos momentos después de ir a ver a su nieta.
—Siéntese, por favor, le serviré, si me permite, un vaso de jerez. ¿Diego de Andrade, verdad? Le he visto en la corte junto a su madre, una gran mujer, la condesa.
—Sí, señor.
—Si prefiere algo más fuerte, dígame, yo sí me lo tomaré —dijo mientras mostraba a Diego una botella de líquido ambarino. Se sirvió él primero un vaso y, al instante, después de un largo trago, volvió a rellenarlo.
—Lo prefiero.
—No me juzgue, no soy hombre de excesos, hace años que no veo a mi nieta y ha sido una sorpresa que apareciera en sus brazos después de quince años.
—No sé nada de ella excepto que su carruaje volcó y la acompañaban esa doncella, el cochero y otro hombre francés.
—El médico está ahora con ella, no creo que sea grave, puede que solo el golpe. Quizá después yo también necesite los cuidados del médico ante su súbita aparición.
Don Martín le indicó que se sentase frente a él y Diego obedeció, al menos se quedaría un momento más hasta que el galeno asegurase que la chica estaba bien.
Diego miró a su alrededor mientras el anciano vertía de nuevo el alcohol en los vasos. Todo en la casa indicaba una riqueza ajada por los años, don Martín no era proclive a los excesos. El salón en el que estaban tenía enormes ventanales en los que golpeaban las gotas de lluvia con fuerza. Un criado a merced del viento comenzó a cerrar las contraventanas de madera y la sala quedó solo iluminada por las velas. Don Martín le tendió el vaso y fue a encender un viejo quinqué.
—Perdóneme, amigo. Ha sido una sorpresa para mí. Alba viene desde Francia, hace unos años quedó viuda. Su madre se la llevó siendo una cría y nunca había vuelto a verla. Ni siquiera una carta contando sus planes y ahora llama a mi puerta sin avisar. ¿No le parece extraño? ¡Ha cambiado tanto! Está… tan diferente.
Llamaron a la puerta y don Martín ordenó que pasasen. Para sorpresa de los dos, se trataba de Cecile, la criada francesa de la joven.
—Don Martín, su nieta aún no ha recuperado la consciencia, pero el médico dice que solo ha sido por el golpe y le ha dado algo para dormir. Está agotada por el viaje. He mandado que en cuanto despierte lo avisen.
—Bien, bien. —El rostro del anciano pareció tomar algo de color—. Ahora, Cecile, dígame por qué no sabía que mi nieta volvía a su hogar, ¿y su madre? ¿Sigue en Francia? ¿Y mi nieto?¿Por qué no ha acompañado a Alba en el viaje?
Cecile se retorció las manos contra la falda del vestido.
—Quizá debería esperar a que su nieta…
—¡No! Mi mente está imaginando las maldades que habrá hecho mi hija para que Alba haya decidido volver, ¿está huyendo, no es cierto?
—Sí, mi señor, es verdad. Es mejor que Alba os lo cuente ella misma.
Diego, que permanecía sentado, se preguntó si no sería mejor que se marchase, aquellos eran asuntos de familia. La intriga hizo que callara un momento más, ¿de qué huía ella?
—Así que intentaba casar a Alba de nuevo. Me lo temía desde que supe que era viuda. La ambición de mi hija nunca tuvo límites y si para ello sacrifica a Alba…
—Señor…
—Ya, ya —silenció don Martín a la doncella de su nieta—. Voy a verla. No aguanto estar sin hacer nada. Discúlpeme, Diego, le agradezco enormemente que haya salvado a Alba. Espero, si lo desea, que se quede esta noche, hace rato que ha oscurecido.
—No se moleste por mí.
Don Martín abandonó el rostro adusto con que se había enfrentado a la doncella y se acercó a él, con afecto le dio una palmada en el hombro.
—No es molestia, quédese al menos esta noche, conozco a su madre la condesa desde años, jamás me volvería a hablar si no le doy cobijo. Además, Alba tiene que agradecerle su intervención cuando despierte.
Diego cedió y siguió al criado hasta el comedor donde habían preparado una escueta cena y una buena botella de vino que disfrutó sentado a la mesa con su sargento. Esa noche se quedarían y, al día siguiente, si la muchacha no había despertado, volverían al cuartel. Esperaba que la tormenta se hubiera alejado para entonces.