2 El Café de las Horas

Pedaleé hasta el final de mi calle y torcí a la izquierda por la calle Mayor. El aire que me soplaba en la cara me refrescó y sentí que mi plan cuadraba: si no podía darle a papá algo hecho por mí, al menos podría comprarle algo especial. Por fortuna, había una nueva cafetería en el pueblo y quería pasar por allí a ver qué tal.

Me aparté el pelo de los ojos y me lo remetí en el casco. Mientras pedaleaba por una calle tranquila, volví a pensar en el extraño pajarillo. ¿Cómo era posible que hubiera tirado bellotas a todo el mundo salvo a mí?

La cafetería estaba situada en la esquina de la calle Mayor con Birch, de espaldas al río y al bosque de más allá. En un ventanal en la fachada se leía con una intricada caligrafía, rodeada de hojas rizadas y flores pintadas: EL HORNO Y CAFÉ DE LAS HORAS. Y debajo, en letras más pequeñas: UN ESPACIO DULCE DONDE PASAR EL DÍA. Era mucho más interesante que la lavandería que había sido antes. Y no era el único local nuevo en el pueblo. Henry me había hablado de una nueva tienda de golosinas más abajo en la misma calle, El Salero. Comity se estaba convirtiendo, como diría papá, en todo un destino gastronómico.

La cafetería era bonita por dentro, decorada en tonos verde pálido, con grupos de mesas de madera, sillas desparejas y jarrones con flores silvestres frescas. Una música suave, de ensueño, sonaba desde el techo, y el sutil aroma del polen de árboles y de la hierba flotaba en el ambiente. Era como estar en el bosque. No había ni un alma en el establecimiento; ni siquiera detrás de la barra.

Un póster de color rosa intenso cerca de la puerta llamó mi atención:

¡A todos los reposteros de 8 a 13 años!

¡Apuntaos al Concurso de Repostería Estival

del Café de las Horas!

Primera ronda: ¡Trae tu MEJOR dulce para ganar la Hoja de Oro!

Segunda ronda: Los ganadores de la Hoja de Oro traerán más dulces horneados ante los jueces y se seleccionarán TRES.

Tercera ronda: ¡Un concurso en directo la Noche del Solsticio!

¡Puedes ganar maravillosos premios con tus delicias culinarias!

Una oleada de calidez me recorrió de arriba abajo como mantequilla derretida. ¡Un concurso de repostería! ¡En Comity!

—Mi más cordial bienvenida a Las Horas —dijo una voz cercana. Me volví sobresaltada y me encontré con una camarera de pelo rizado—. ¿Cómo puedo hacer que tu tarde sea encantadora?

Mi emoción con el concurso me había hecho olvidar mi propósito. Localicé el mostrador en la otra punta de la sala.

—¿Puedo echarle un ojo a tus pasteles? —pregunté.

La camarera hizo una reverencia, dejando caer sus rizos castaños hacia delante y me indicó el camino. Llevaba una falda rústica, bordada con hojas verdes en varios tonos y flores rosa claro.

Una variedad de tentadoras delicias colmaba el mostrador. Había empanadas, galletas, brownies, tartas y mis favoritos: cupcakes. Cada magdalena estaba hermosamente decorada con un glaseado perfectamente dispuesto con la manga pastelera: espirales y rosetas, hojas y flores en miniatura. Decidí llevarme dos cupcakes diferentes y dárselos a elegir a papá cuando llegara a casa.

—Quiero uno de los cupcakes de chocolate, por favor, y ese violeta con flores.

—Sí, enseguida. ¿Y quieres beber algo, querida? —Su acento era un poco raro, pero me gustaba.

—Solo los cupcakes, gracias.

Los colocó en una fuente y me llevó al fondo de la tienda.

—Ven a sentarte a esta mesa de la esquina.

No había pensado en quedarme, pero me sentiría mal si dejaba a la camarera en una cafetería completamente vacía, de modo que la seguí. Podía probar los cupcakes, decidir cuál estaba más bueno y comprarle otro a papá. Me senté a una mesa desde la cual podía verse, a través de las ventanas traseras, una pequeña pasarela que cruzaba el río hacia el bosque. De allí a mi casa solo había tres kilómetros de distancia; Emma y yo habíamos vuelto a casa por ese sendero infinitas veces.

La camarera no hizo ademán de moverse y se quedó pululando a mi alrededor, por así decirlo. Olí el cupcake de chocolate. El aroma era rico y parecía apetitoso, con una espiral oscura de glaseado encima, justo como le gustaba a papá. Quité el envoltorio y le di un mordisco mientras la camarera observaba mi cara.

Para mi sorpresa, el pastel sabía a cartulina con un regusto a cacao. Y el glaseado era demasiado dulce, con una textura aceitosa. Volví a dejar el cupcake en la fuente y forcé una sonrisa.

—Tu cara es un poema —dijo la camarera, retorciendo las manos—. ¿A que está de pena?

La miré. Parecía un poco mayor que Riya, con grandes ojos azules y una florecilla rosa prendida en el pelo.

—Lo siento —dije—. Está un poco seco. Pero deja que pruebe el otro…

Despegué rápidamente el bonito cupcake violeta y le di un mordisco que lamenté de inmediato. El pastel estaba demasiado esponjoso; revenido y cayéndose a pedazos, como si alguien lo hubiera empapado en zumo. El glaseado, con lo bonito que era, sabía a una versión azucarada de pasta de cartón piedra que Jules una vez me dio a probar para burlarse de mí cuando yo tenía seis años, diciéndome que era puré de patatas. Aquella vez no pude ocultar lo asqueroso que estaba y tuve que escupir.

—¿Se supone que es un cupcake de uva?

—Exacto. ¡Ay, cariño, la dueña se va a enfadar muchísimo! —La camarera me lanzó una mirada avergonzada—. No es por falta de intentarlo, sino de saber culinario.

—¿Los has preparado tú?

—Sí, y no le gustan a nadie, ¿lo ves? Mi… la dueña está enojada, a más no poder.

Parecía injusto poner a esta chica a cargo de todo y luego enfadarse con ella, puesto que era evidente que no sabía nada de repostería.

—¿No hay nadie que pueda ayudarte?

Sus fosas nasales se dilataron.

—La persona que más sabe no moverá un dedo. Nos peleamos todo el día, ¿este, qué te parecería?

Un segundo… ¿estaba rimando?

—Pero…

—Lo intentamos, y aunque todas debemos hacer nuestro oficio… —se inclinó hacia mí y susurró—, no tenemos ni idea de su inicio.

—¿Por qué no te haces con un buen libro de repostería? Puedo recomendarte unos cuantos que me encantan —le dije.

—Quizás. —Se inclinó hacia mí otra vez—. Pareces saber de esto un montón. ¿Podrías, por ventura, ayudarnos con nuestra misión?

—Pero yo no soy…

—¡Oh, eso sería tan maravilloso! Eres un cielito. Voy a hablar con la dueña. Tú espérame en tu sitio.

Se puso a caminar hacia el mostrador.

—Pero…

Se volvió y me lanzó una mirada patética.

—Por favor, dime que nos ayudarás. ¡Sería de lo más!

Suspiré.

—¿Cómo te llamas?

—Chicharrillo. —Hizo una pequeña reverencia.

¿Qué clase de padres le endilgaban a su hija un nombre así?

Le tendí la mano.

—Yo me llamo Mimi. No sé si te puedo ayudar, pero lo intentaré.

Chicharrillo me cogió la mano y la besó. Corrió al fondo de la tienda mientras yo me rascaba la piel, confusa.

Unos minutos más tarde, reapareció y me condujo a un pequeño despacho al fondo de la cafetería. Allí me encontré delante de una hermosa joven con un torrente de pelo oscuro. Hojeaba las páginas de un libro sentada en una butaca de terciopelo detrás de un escritorio de madera gastado. Un cuenco de rosas de color rosa en medio del escritorio colmaba el angosto espacio con un aroma embriagador y dulce.

Y durante la noche, en el aire aromático de la India, hemos comadreado juntas muchas veces —dijo la mujer en un susurro melodioso como un oboe tocado a la perfección.

—¿Perdona? Um… Chicharrillo me ha dicho que querías hablar conmigo.

La mujer cerró el libro despacio y me miró con sus ojos verde claro que combinaban con el vestido suelto que lucía.

—Soy la señora T., la dueña de Las Horas. Me han dicho que eres toda una maestra de la repostería.

Estaba sentada muy recta y quieta.

Yo me encogí de hombros.

—Me gusta hacer dulces para mis amigos y mi familia.

Tampoco es que ninguno de ellos se diera cuenta, salvo mamá y papá, pero ellos no contaban.

—Por favor, cariño, toma asiento. —Hizo un gesto hacia un taburete, que se parecía más a un tocón, comprendí al sentarme—. No dudo de que seas mejor que este triste panorama.

Señaló lo que intuí que debía de ser la puerta de la cocina, de donde me llegaron ruidos de sartenes y cazos, seguidos de un fuerte chirrido. Chicharrillo dio un alarido y luego miró al suelo. Se produjo un silencio incómodo.

—Es difícil hacer pasteles si no sabes lo que estás haciendo —dije, y la señora T. entrecerró los ojos. Vale, eso había sonado odioso—. Mi padre siempre dice que los pasteles requieren precisión, quiero decir.

—¿Tu padre es un repostero de renombre?

—No, es escritor culinario. Trabaja para Aventuras culinarias, la revista de Internet. A veces también escribe artículos para el Diario de Comity.

La señora T. me miró sin comprender. Claramente, era muy nueva en el pueblo.

—Pero es muy buen catador. Me ayuda a mejorar mis recetas.

La señora T. enarcó una ceja. Sus ojos color verdín me penetraron como si pudieran leerme la mente.

—¿Y cómo te llamas, permíteme preguntarte, mi joven amiga?

—Mimi Mackson.

Cambié de postura en mi silla para no tener que mirarla directamente a los ojos.

—Bueno, Mimi Mackson, dime qué te gusta hornear.

—Montones de cosas: brownies, galletas, empanadas, bizcochos, bollos. Pero los cupcakes son mis favoritos. Me gusta condimentarlos con especias y hierbas poco comunes.

—Ya veo. ¿Y qué es lo último que has hecho?

Brownies de dos chocolates con canela y cayena para darle la bienvenida a alguien.

—¿Y antes de eso?

—Galletas de queso cheddar y cebollinos.

Movió la mano delante de su cara como si oliera algo malo.

—No, no, caramba, eso no nos servirá para nada. Solo cosas dulces, por favor. —Se puso en pie y comenzó a caminar de un lado a otro del despacho—. ¡Ja! ¡Queso y cebollinos! Ni en sueños prepararía, comería o serviría siquiera eso, no para ganar el mundo.

Vaya, qué cosa tan rara. El dulce no es dulce sin el salado. Uno no es bueno sin el otro; creí que todo el mundo sabía eso. Hasta el más azucarado de los postres necesita una pizca de sal.

La señora T. volvió a sentarse.

—A ver, dime entonces, joven Mimi, ¿cuál es el mejor dulce que has hecho en tu vida?

—Mmm… cupcakes de limón y lavanda, creo. Para celebrar la amistad. Al menos, mi mejor amiga Emma, antes de…

—¡Supongo que eso se acerca más! Espero que me traigas productos horneados para poder juzgarlos.

Me aparté el pelo de los ojos.

—¿Para el concurso?

—Sí, claro. Tienes la posibilidad de ganar premios extraordinarios.

Se le iluminó el rostro, y su sonrisa parecía capaz de parar una guerra. O de empezarla.

Esta era la primera cosa buena que me había pasado desde que Emma me había dicho que se mudaba. Me imaginé dedicándome horas enteras a crear obras maestras con mantequilla y azúcar, huevos y leche, frutos secos y especias. Si ganaba el concurso, todos los habitantes de Comity hablarían de mí, del prodigio pastelero de once años. Puede que hasta llegara a oídos de Trufi Fru y que me fichara para su programa. ¡Puede que me pidiera que escribiera un libro de cocina con él! Terminaría siendo el miembro más famoso de mi familia y causaría más impresión que las superestrellas de mis hermanos; nadie volvería a llamarme Mimi Mouse nunca más.

—¡Piensa lo mucho que podrás presumir con tus amigas! —continuó la señora T., como si yo necesitara que me convenciera más—. Tienes que traerme tus mejores dulces para el concurso.

Alargó la mano como si me estuviera enseñando un anillo. Detrás de ella, Chicharrillo me miraba con esperanza. Le di un apretón de manos.

—Empezaré enseguida. Mientras tanto, debería conseguir un ejemplar de Travesuras y magia en la cocina.

La señora T. ladeó la cabeza.

—¿Qué has dicho?

—Es un libro de repostería genial, escrito por el chef pastelero Trufi Fru, conocido mundialmente, que se crio aquí en Comity. Tiene montones de recetas infalibles, incluida una fantástica de cupcakes de chocolate. Aunque nada de cupcakes de uva. —Sonreí e intenté guiñarle un ojo a Chicharrillo, pero lo único que conseguí fue un enorme parpadeo de los ojos. Así es, ni siquiera sé hacer bien un guiño. Chicharrillo pareció captarlo de todas maneras y me miró arrugando la nariz con dulzura—. Incluso contiene una receta creada por el ganador del primer Pastelero a lo grande. Algo parecido a su concurso, pero para adultos.

—¡Chi! Tenemos que echarle un vistazo sin demora —dijo la señora T.

Chicharrillo asintió enérgicamente, haciendo temblar la flor que llevaba en la cabeza.

La señora T. se reclinó en su silla y me miró de arriba abajo.

—No me cabe duda de que ganarás la Hoja de Oro y participarás con nosotras en las rondas finales en la Noche del Solsticio. Ve a prepararte, cariño. Haz algo que te salga del corazón. Tráelo antes del veintidós de junio. Ah, y hay un tema para la primera ronda. Mira, coge esto. —Me entregó una hojita de papel con un poema:

Un tesoro que proteger de ávidos ladrones, un juego para buscar talentos en las baldosas. Un árbol que se eleva entre coronas de flores, un bonito dosel de verdes y doradas ______.

La señora T. se inclinó hacia mí. Me encogí en el asiento y miré el poema de nuevo. ¡Un acertijo! Volví a leerlo, más despacio, pronunciando las palabras en voz muy baja. Vale: «ladrones» rimaba con «flores», y el segundo verso terminaba con «baldosas». De modo que debía rimar con la última palabra del último verso…

—¿Hojas?

La señora T. dio una palmada.

—Eres inteligente. Hemos tenido a algunas que no lo adivinaron, ni siquiera con pistas. Ni te imaginas las conjeturas. Sí, el tema de la primera ronda es «hojas».

Bueno, era algo extraño para un concurso de repostería.

—Hojas. De acuerdo. Haré lo que pueda. —Deseé poder dejarla estupefacta con mis sabores. Miré el reloj de pared; papá volvería pronto. Me levanté—. ¿Cuánto le debo por los dos cupcakes?

—¿Dos cupcakes? Veinte dólares, por favor —dijo la señora T.

¿Veinte dólares? Me pareció excesivo, y era todo el dinero que llevaba encima. Ahora no podría comprarle nada a papá. Me metí la mano en el bolsillo y le di el dinero a Chicharrillo, que lo cogió con tristeza.

La señora T. me sonrió.

—Tengo algo especial para ti, cariño. Lo he hecho yo con mis propias manos. Espero que te inspire para regresar pronto y con frecuencia.

—Pero no me queda dinero.

Y, teniendo en cuenta lo que había probado, no estaba segura de querer comer nada más del Café de las Horas de momento.

—No te cobraré, por supuesto.

Hurgó en un cajón del escritorio, sopló sobre algo que tenía en la mano y sacó una cajita dorada.

—Qué bonita. ¿Qué es?

—Un chocolate raro y precioso.

—Mi… Señora T., ¿no cree…?

—Silencio, Chi.

Chicharrillo se calló y miró al suelo.

—Gracias —dije mientras aceptaba la caja—. Me la llevo a casa y me la comeré después de la cena. Así podré disfrutarla más.

No quería arriesgarme a escupirlo todo en el suelo. La señora T. inclinó la cabeza regiamente.

Volví a la cafetería, seguida de Chicharrillo.

Me hallaba en un lugar extraño sin lugar a dudas, pero no necesariamente en el mal sentido. Estaba impaciente por empezar a prepararme para el concurso.

—Esperamos que tengas el más dulce de los días dulces —dijo Chicharrillo cuando salí por la puerta.

Una vez en la acera, eché un vistazo atrás mientras me ataba el casco de la bicicleta. Chicharrillo y la señora T. habían desaparecido al fondo; la cafetería estaba vacía de nuevo.

Sin embargo, mientras pedaleaba por la calle, no pude sacudirme la sensación de que alguien me estaba vigilando.