4 Ensayar no te hace perfecta

Salté de la cama en el instante en que mis ojos se abrieron a la mañana siguiente. La canción del bosque resonaba en mi cabeza, y estaba segura de haber soñado con ella. Pero hacer pasteles era lo primero. Estaba impaciente por ponerme manos a la obra con algo para la señora T.

Como ya le había hablado de Travesuras y Magia de Trufi Fru, escogí otros dos libros de cocina y los hojeé mientras engullía a toda prisa un cuenco de cereales. ¿Galletas con chispas de chocolate? Demasiado sencillo. ¿Pastel de ángel? Demasiado insustancial. ¿Brownies? Demasiado común. ¿Y cómo podía relacionarse ninguno de ellos con las hojas?

Una hora más tarde daba vueltas arriba y abajo en la cocina con el peor caso de bloqueo repostero de mi vida. No se me ocurría ni un solo dulce que no fuera aburrido o no pegara ni con cola con el tema de las «hojas». O las dos cosas a la vez.

Papá entró en la cocina y untó una rebanada de pan con mantequilla.

—¿No quieres tostarlo primero? —pregunté.

Se embutió la rebanada en la boca.

—Da igual —farfulló con la boca llena—. Voy a zampármelas antes de ir a mi desayuno de trabajo.

—Pero si es domingo. Creí que me ayudarías a decidir qué puedo preparar para el concurso.

—Lo siento, cielo, tengo que darme prisa —dijo papá. Se tragó un vaso de zumo de naranja y se sirvió una taza de café.

—¿Y después?

—Oh, Mimi Mouse, tengo una comida de trabajo también, y luego una entrevista a la hora del café. ¿Qué tal después de cenar? —Salió de la cocina con una pila de pan de medio kilómetro.

Suspiré, decepcionada. No esperaba que papá estuviese tan ocupado al volver de su viaje. Pensando que un cambio de escenario sería de ayuda, cogí el último número de la revista Repostería fina y fui penosamente hacia el comedor. Pasé arrastrando los pies por delante del majestuoso piano, me dejé caer en el mullido sofá azul y solté la revista en la mesa de centro. El artículo de fondo se titulaba: «Oda al verano: pon el botín del verano en tu horno». Pero solo hablaba de usar frutos del bosque.

Me aplasté contra el cojín del sofá.

—¿Cómo se supone que voy a hornear algo relacionado con las hojas?

Si la música es el alimento del amor, tocad —dijo Henry mientras entraba en la estancia con una pila de papeles—. ¿Puedo ayudarte?

Le aparté de los ojos un mechón suelto.

—A menos que hayas adquirido de pronto habilidades mágicas para la repostería, no veo cómo.

—No sé de eso, pero no soy completamente inútil. Podemos hacer un trueque: yo te ayudo a pensar ideas para el concurso y tú me ayudas a repasar la obra de teatro. Porfa.

No podía decirle que no a Henry. Siempre anda ocupado, pero nunca demasiado como para negarse a probar una de mis recetas. Puede ser dramático, pero a diferencia de Jules y de Riya no está completamente ensimismado. Y no se dedica a dar órdenes; él pregunta. Si fuera un dulce, sería una galleta de siete capas: la combinación perfecta de dulce y salado, coco exótico y caramelo casero, descansando sobre una buena costra contundente de manteca.

—Vale —dije—. Empecemos por la obra de teatro. Ahora mismo no tengo la cabeza para pensar en recetas.

Henry me tendió su pliego de papeles.

—Yo soy Puck, el duendecillo pícaro que sirve al rey Oberón —dijo—. Tú puedes ser el resto de personajes. Empiezas como un hada que trabaja para Titania, la reina de las hadas.

Recorrí el guion con los ojos.

—Uau, apenas lo entiendo. ¿Tengo que leerlo todo?

—No, lee solo tu primera línea y luego la última o las dos últimas antes de la mía.

—Supongo que eso puedo hacerlo.

—Genial. Recuerda, eres un hada. Intenta sonar despreocupada y vivaz, ¿vale? Creo que lo tengo todo memorizado… Ahí va. —Se puso en pie, se aclaró la garganta y me miró con una ceja enarcada—. ¡Hola, espíritu! ¿Por dónde vagas?

Nos las apañamos desde el principio, que trataba básicamente del rey y la reina de las hadas y de una discusión muy fuerte. Henry recitó todas sus líneas a la perfección, por supuesto, y probablemente habríamos repasado toda la escena sin pararnos, pero entonces leí:

Pues Oberón está muy enfurecido contra ella, porque lleva de paje a un hermoso doncel, robado en la India a un monarca. Jamás había poseído ella un objeto substraído de tal gracia.

—¿Entonces la reina Titania y el rey Oberón pelean por un chico?

—Sí —dijo Henry sentándose a mi lado. No pareció importarle que me parase a mitad de la escena—. Es humano, el hijo de uno de los partidarios de Titania.

—¿Qué es un objeto substraído? —pregunté.

—Es un niño que se llevan de nuestro mundo y al que crían las hadas, y normalmente dejan a un hada en lugar del niño.

—Vaya, eso es espeluznante —dije—. ¿Y en la obra el niño es indio? —Me dio la risa tonta—. Será mejor que tengas cuidado la próxima vez que vayas al bosque. Ser medio indio está ahí ahí… ¡Puede que las hadas te persigan!

Henry me lanzó un cojín y yo lo esquivé.

—Sigue leyendo —me dijo.

Seguimos leyendo el guion durante un rato. Yo no entendía casi nada, pero Henry parecía contento.

—Ahora viene el final de mi parte en la escena. ¿Quieres seguir o hacemos un descanso? —me preguntó.

—Descanso, por favor. La verdad es que no me he enterado de lo que ocurre. ¿Qué pasa con Puck?

—Puck trabaja para el rey Oberón. Oberón le dice a Puck que busque una flor que hace que te enamores de la persona a quien tienes enfrente. Entonces, para avergonzar a la reina Titania, hacen que se enamore de un hombre con cabeza de asno.

Resoplé.

—¿Y Titania? ¿También es malvada?

—No estoy seguro de que sea mejor que Oberón, pero Titania no piensa dejar al niño substraído porque prometió cuidarlo cuando la madre del niño murió.

—¿El niño interviene mucho en la obra?

—No, ni siquiera aparece. Después del principio no vuelven a mencionarlo mucho. Es como si, después de un rato, olvidaran por qué se estaban peleando y solo saben que están furiosos.

Me recordaba mucho a Jules y a Riya.

—Pero ¿por qué inventó Shakespeare una historia de hadas?

—Mi profesora de inglés nos dijo que los cuentos de hadas y otras criaturas mágicas ya existían mucho antes de Shakespeare. La gente siempre ha pensado que el bosque tiene algo mágico.

—Entiendo por qué —dije mirando por la ventana—. Cuando Emma y yo íbamos a pasear por el bosque, solíamos contarnos historias de criaturas que vivían debajo de las setas o que volaban como libélulas. Cuando estoy allí tengo la sensación de estar lejísimos del mundo real y de que puede pasar cualquier cosa. Y últimamente he estado oyendo una música que viene de allí. Es como si la conociera, como…

«Como si fuera una vieja amiga que me está llamando.» Estuve a punto de decir estas palabras en voz alta, pero no quería que Henry pensara que estaba loca.

No me estaba escuchando.

—¿Te has dado cuenta de que los teléfonos móviles no funcionan en el bosque? —preguntó distraídamente—. Eso hace que me sienta lejos de la civilización.

Me encogí de hombros. Debía de haber olvidado que yo no tenía teléfono móvil.

—En fin, yo nunca he visto hadas en el bosque. Es una pena… apuesto a que sería divertido.

—A lo mejor son difíciles de ver —dijo Henry riendo entre dientes. Se puso en pie y se frotó las manos—. Ahora vamos a buscar un poco de inspiración para tus dulces antes de pasar a la siguiente escena. Puede que la música te ayude a desatascarte. ¿Te apuntas?

—Estoy dispuesta a intentarlo todo.

Fuimos a la sala del piano y Henry tocó una melodía sencilla.

—Ojalá supiera tocar como tú —dije mirando sus manos volar sobre las teclas. A diferencia del resto de mi familia, yo no tenía ningún talento musical. Cuando probé con el clarinete en cuarto de primaria, el instrumento graznaba como un ganso malhumorado.

—Si quieres, puedes. Solo es cuestión de práctica. Tampoco es que le dieras mucha cancha al clarinete.

Puse los ojos en blanco.

—Pero a lo que vamos: ¿puedes describir lo que oyes? ¿En qué te hace pensar esta melodía? —preguntó Henry.

Lo miré abriendo los ojos de par en par.

—¿Es alegre o triste, sencilla o complicada? —preguntó—. ¿Cómo te hace sentir?

—Supongo que es… feliz y sencilla. Me hace pensar en el verano, en la puesta de sol en el arroyo y los pájaros piándose unos a otros.

—¡Hurra! —dijo Henry—. Ahora piensa en eso y mira a ver si te inspira algunas ideas. —Siguió tocando y añadió un acompañamiento serpenteante.

Cerré los ojos e intenté concentrarme en la sensación de un día de verano con el sol reluciendo a través de las copas de los árboles y proyectando una danza de motas luminosas y de sombras por el lecho del bosque.

—Cuando toco música, estoy contando una historia. Tú haces lo mismo cuando haces pasteles —dijo Henry.

Imaginé que paseaba por un bosque frondoso con Emma. Cogíamos flores silvestres y hacíamos collares. Trepábamos a los árboles y observábamos a los hacendosos pájaros y ardillas. Nos contábamos chistes y yo hacía reír tanto a Emma que resoplaba como un cerdito. Nos daban ataques de risa.

Imaginé hojas ovales y traslúcidas, de nervios dorados y verdes.

—Bonita canción, Henry —dijo Riya. Ni siquiera la había oído llegar—. Déjame acompañarte. —Se puso a cantar la melodía con su voz gloriosa.

—Necesitáis más ritmo, chicos —dijo Jules desde la puerta. Entró y se puso a golpetear la mesa de centro.

Henry tocó las notas en el piano para acompañarlas. Sonaban de maravilla juntos. Perfectos, de hecho. Como siempre. Las discusiones que pudieran tener entre ellos se desvanecían con la música. Era como si estuvieran conjurando el verano en la habitación: el aire cálido, la brillante luz del sol, los sonidos del bosque que yo adoraba. Como de costumbre, se habían olvidado de mí. Ni siquiera intenté unirme a ellos; rompería el encanto y lo echaría todo a perder.

Habría sido como desinflar un suflé perfecto.

Al cabo de unos minutos salí sigilosamente de la habitación, dejando mi revista de aspecto abatido en el sofá. Mi hermano y mis hermanas no se dieron cuenta. Seguí caminando. Tenía que salir de la casa.

Me detuve en la cocina, metí mi libro de recetas de Trufi Fru en la mochila y salí. Una vez llegué al sendero del bosque, me relajé con el aroma de las agujas de pino y la tierra. Había recorrido este sendero tantas veces que conocía cada roca y cada raíz del camino. Pero se producían cambios de un día para otro. Matas de flores silvestres crecían en zonas soleadas, o delicados zarcillos de parra serpenteaban enrollados a los musgosos troncos. Las setas brotaban después de una fuerte lluvia y a veces caían ramas o árboles enteros durante la noche. El bosque siempre ofrecía algo nuevo.

Después de caminar unos minutos, llegué al claro donde Emma y yo habíamos construido nuestra guarida: un pequeño cobertizo hecho con una lona vieja que habíamos echado sobre un puñado de ramas, con una alfombra harapienta que cubría el suelo de tierra. Me senté dentro, donde el aire seguía siendo fresco y húmedo de la noche anterior. En el suelo había un tubo del protector labial de jengibre favorito de Emma. Saqué el libro de cocina y lo hojeé distraídamente, entrecerrando los ojos bajo la luz amarilla que se filtraba por la entrada triangular. ¿Qué impresionaría a la señora T.? ¿Galletas de canela o brownies? ¿Galletas linzer o cupcakes de coco? La señora T. merecía algo que fuera con ella, algo especial, algo regio. Algo que ver con las hojas. Me sentía perdida.

—Te echo tanto de menos, Emma —dije en voz alta.

Incluso si Emma no hubiera podido ayudarme, me habría escuchado. «No tienes por qué ser la mejor en nada, Mimi —me habría dicho—. Solo tienes que ser tú misma.» Pero ser yo misma era patético. ¿Qué más cosas malas podían pasar este verano? Emma se había mudado a la otra punta del mundo, a Australia. Ahora mismo estaba viajando por algún sitio del interior y ni siquiera podría leer sus emails hasta dentro de un mes. Papá parecía demasiado ocupado como para hacer pasteles conmigo anoche u hoy, y yo no podía ganar el concurso sin su ayuda.

Una melodía conocida flotó en el aire a mi alrededor. ¡Era la canción del bosque! Agucé el oído. No era un pájaro, eso seguro. Y tampoco era la voz de una persona. ¿Y por qué tenía la sensación de que la canción me estaba haciendo una pregunta?

Salí de la guarida y me adentré por el sendero del bosque, siguiendo la melodía. Finalmente, tuve que dejar el sendero y abrirme paso por entre los árboles, apartando ramas y escrutando el suelo para ver las raíces. La canción parecía un poco más cerca, un poco más fuerte.

Y entonces paró. Me quedé petrificada y contuve la respiración, deseando que arrancara otra vez.

Pero no lo hizo.

«Piu piu piu piu», cantó un cardenal, y su compañero respondió. Un petirrojo gorjeó «ui ui ui». Por el sotobosque corrían animalillos. Pero de la canción, ni rastro.

Algo resopló débilmente. Miré fijamente el lugar de donde pensaba que había venido, pero no pude ver nada aparte de helechos.

Se me puso la piel de gallina. Había algo resoplando y vigilándome. No pensaba quedarme allí a averiguar qué era.

Retrocedí lentamente, luego me volví y corrí hacia el sendero, intentando no mirar atrás demasiadas veces.

Cuando llegué a la altura de la guarida, estaba sudando. Me di cuenta de que había dejado dentro la mochila y el libro de cocina. Me agaché en la entrada para recuperarlos rápidamente y volver a casa. Mi mochila yacía vacía en el suelo como una boca abierta, pero el libro no estaba. Me puse de cuclillas y tanteé en las sombras, pero no lo encontré.

¡Estaba segura de haberlo dejado aquí! ¿Dónde había ido a parar? Mamá y papá me lo habían comprado cuando fueron a la pastelería de Trufi en Nueva York el año pasado. Lo había firmado el mismísimo Trufi. Este se estaba convirtiendo en el peor día del verano desde que Emma se había ido.

Oí un crujido entre los árboles cercanos.

—¿Hola? ¿Quién anda ahí?

No hubo respuesta.

Un destello de hojas amarillas despegó de una rama sobre mi cabeza y una hoja revoloteó hasta el suelo, a mis pies. La recogí. No era una hoja normal, sino bastante grande, oval y reluciente, y de un color dorado verdoso al trasluz.

Busqué en los alrededores, pero la zona estaba llena de arces y robles. No había ningún árbol con hojas ovales gigantes. Algo muy raro estaba pasando.

—¿De dónde sales? —pregunté a la hoja.

El bosque respondió con ruidoso silencio.