5 Hojas de verde y dorado

Durante la semana siguiente fui a mi guarida a diario, pero no vi al pajarillo de colores. No perdí la esperanza de que el libro de cocina de Trufi Fru apareciera, pero todo apuntaba a que se había esfumado para siempre. Y seguí oyendo trozos de la canción que flotaba desde las profundidades del bosque, pero nunca duraba lo bastante como para que yo pudiera seguirla hasta su fuente.

Aunque me pasaba horas preparando postres como práctica para el concurso en el Café de las Horas, nada de lo que hacía me dejaba satisfecha. Seguía inventándome cosas que me parecían buenas, pero no lo bastante especiales para impresionar de verdad. Cada vez que terminaba una de mis creaciones, imaginaba a Trufi Fru criticándola como si yo participara en su programa televisivo. Mi bizcocho de nuez moscada y alcaravea llevaba demasiadas especias que no combinaban, me diría; y, desde luego, no tenía nada que ver con las hojas. El pastel de limón y frambuesa decorado con hojas de limón estaba demasiado ácido, y los cupcakes de tofe con caramelos de arce y forma de hoja eran empalagosos. Y después le oía pronunciar unas palabras fatídicas: «Lo siento, chef Mimi, no serás la ganadora de la competición de hoy. Por favor, entrega tu gorro de cocinera».

Mamá lo probaba todo, pero obtener una crítica creíble de ella era imposible. A pesar de que era una cocinera fantástica, no sabía mucho de repostería y, además, en su opinión, todo lo que yo hacía era sorprendente y delicioso. Lo que yo necesitaba en el fondo era la aportación de papá. Podía confiar en que él sería crítico con mi comida si algo no le convencía, o en que me sugeriría otro sabor para mejorarla. Al menos antes era capaz de hacerlo. Solo necesitaba que me prestara atención y me dijera algo útil.

Desde su regreso del viaje a Texas, papá se comía todo lo que pillaba en casa. Se suponía que trabajaba desde su estudio, pero seguro que esas horas también se las pasaba comiendo. Las patatas fritas y las palomitas desaparecieron de la despensa. Nunca quedaban sobras en el frigorífico, ni siquiera la frittata que nadie quería al día siguiente. Y cada vez que yo preparaba algo, todo desaparecía esa misma noche. Comprendí que, si finalmente hacía algo que juzgara digno de la señora T., tendría que esconderlo de papá, o no llegaría a sacarlo siquiera de casa. Cuando no comía, se pasaba horas corriendo por el bosque.

Papá se volvió aún peor que mamá en el departamento de asesoramiento: nunca me hacía sugerencias para mejorar nada de lo que yo hiciera. Se limitaba a decir que todo estaba «de rechupete». Mi padre, que escribía de comida a diario con exquisito detalle, cuyo trabajo era describir olores, sabores y texturas con precisión, había quedado reducido a una sola palabra.

El viernes siguiente, casi una semana después de visitar el Café de las Horas por primera vez, me desperté aún de noche, cosa que, teniendo en cuenta que estábamos en mitad de junio, era muy temprano. Di vueltas en la cama durante un ratito, pero no había forma de conciliar el sueño. Así que fui a la cocina para encontrar la paz interior haciendo pasteles. Me apetecían unos bollitos salados; no podía comer solo cosas dulces, por más que la señora T. lo dijera.

Mezclé mantequilla fría con harina con una batidora de repostería, añadí tomates secos troceados, parmesano fresco, sal y pimienta, espolvoreé orégano y luego, por capricho, eché semillas trituradas de hinojo. Mezclé con un huevo y leche. Amasé la pasta varias veces, la corté en redondeles y la vertí sobre una bandeja de horno para galletas. Pinté los redondeles con más leche por arriba y metí la bandeja en el horno ya caliente.

Me senté a la mesa de la cocina y miré por la ventana que da al jardín trasero. Las ramas se mecían en un cielo que la primera luz del día empezaba a calentar. Era verano en el bosque que yo adoraba: la inspiración perfecta para un postre inspirado en las «hojas». Cerré los ojos y dejé que los rayos rojos bailaran bajo mis párpados.

Me pareció que apenas habían transcurrido unos minutos cuando sonó el temporizador. Los bollos estaban dorados y desprendían un aroma maravilloso a lácteos y a hierbas. Saqué la bandeja del horno y la dejé enfriar en la encimera mientras limpiaba.

Papá se enjugó el sudor de la ceja cuando entró en la cocina por la puerta trasera. Olisqueó el aire.

—¿Qué has preparado? Huele de rechupete.

—Vamos, papá, ya conoces las reglas. Tienes que usar la nariz y tu poderoso paladar.

Le sonreí esperanzada. Papá y yo siempre jugábamos en los restaurantes a intentar identificar los ingredientes del plato del otro.

—Vale, Mimi Mouse, lo que tú digas con tal de comerme unos cuantos.

—Aquí tienes. —Serví dos bollos en una fuente y se la ofrecí—. Dime qué crees que llevan. Ojo, que queman.

Papá partió un bollo en dos y se metió una mitad entera en la boca. Pude ver el humo que desprendía el trozo en su mano y estaba segura de que se estaba quemando la lengua, pero a él pareció no importarle. Masticó un par de veces y luego engulló la otra mitad.

—¡Mmm!

Por un segundo pensé que iba a ahogarse. Pero entonces tragó y alargó el brazo para coger otro bollo.

Alejé la fuente.

—¿Qué llevan?

Se relamió los labios.

—¿Harina? Mantequilla seguro.

—¡Venga, papá! —me carcajeé, pero papá no se rio conmigo, no enunció los ingredientes exactos como había hecho cientos de veces.

Harina y mantequilla. Lo estaba diciendo en serio.

Lo miré fijamente.

—Puedes hacerlo mejor. ¡Te pasas todo el día escribiendo sobre cocina! ¡Puedes detectar una pizca de clavo en un cuenco de mezcla para rebozar! ¡Puedes distinguir entre el sabor de las trufas blancas y las trufas negras!

Miró a su alrededor y avistó la caja de leche en la encimera.

—¿Leche?

—Son bollos, papá, pues claro que tienen harina, mantequilla y leche. Pero ¿qué me dices de los condimentos?

—Lo siento, Mimi —dijo papá sin mirarme a los ojos—. No sé qué más quieres que te diga.

—Pero…

Cogió el otro bollo y se lo zampó de un bocado.

—Puede que no sepa qué les has puesto, pero están de rechupete. Ahora será mejor que me dé una ducha si no quiero llegar tarde al trabajo.

Cogió dos bollos más de la bandeja de horno y salió disparado de la cocina.

Me dejé caer en una silla. Papá había sido el único con la paciencia y el aguante de probar diecisiete versiones de mi tarta de lima y coco hasta que dimos con el equilibrio agridulce perfecto. ¿Y ahora lo único que podía adivinar era la harina, la mantequilla y la leche? Saqué con cuidado un bollo de la bandeja y lo mordisqueé. Los tomates secos eran carnosos y dulces y combinaban bien con el parmesano salado. El orégano añadía una nota floral, y el hinojo le daba vigor y juego. Los bollos estaban buenos; quizás lo bastante buenos como para superar la primera ronda de concursos de Trufi Fru.

Trufi sería capaz de saborear cada mínimo detalle de mi trabajo. Y papá también, en circunstancias normales. ¿Por qué no podía ahora?

Pero no tenía tiempo de pensar en eso. Debía avanzar con lo mío. Tenía que hacer algo relacionado con las hojas para impresionar a la señora T. y quería llevárselo al día siguiente, asegurarme de que no echaba a perder mi oportunidad de concursar. Miré de reojo la hoja ovalada, que había apoyado en la ventana como si fuera vidriada.

Se me pasó por la cabeza que quizás había estado complicando demasiado las cosas. Como a Trufi Fru le gustaba decir, a veces lo único que necesitas es algo sencillo y dulce.

Tres horas más tarde, terminé los últimos retoques de mi participación en la primera ronda del Concurso de Repostería de la Noche del Solsticio del Café de las Horas: galletas de azúcar con vainas de vainilla, decoradas con glaseado royal verde y dorado. Como no tenía cortadores de galletas con forma de hoja, utilicé los que tenían forma de corazón y tracé los tallos y las venas con sumo cuidado. Quedaron preciosas, sabían a mantequilla y tenían un regusto cálido y denso a vainilla. Ahora solo necesitaba esconderlas de papá durante la noche para que no se las comiera antes de que el glaseado tuviera tiempo de cuajar. Las subí a hurtadillas a mi habitación en bandejas y las dejé en lo alto de mi librería.

—¿Estás escribiéndole a Cole? —Jules miraba con el ceño fruncido a Riya desde el otro extremo de la mesa del desayuno a la mañana siguiente.

Riya levantó los ojos de su teléfono.

—No, no es Cole —dijo—. Te he dicho que no me gusta.

—¿Y entonces por qué no deja de inventarse excusas para venir a casa y hablar contigo?

—Si quieres saberlo, es…

—Cierra el pico. No quiero oírlo. A mí me gusta de verdad, ¡y tú estás tonteando con él! Le he invitado a cenar mañana, ¡así que mantén tus garras lejos!

Jules se puso en pie de un salto y salió de la estancia enfurruñada. Riya puso los ojos en blanco y volvió a centrarse en el teléfono.

—Yo también he invitado a alguien.

Unas horas más tarde, acepté el ofrecimiento de mamá y papá de llevarme al centro de Comity en coche. No quería arriesgarme a ir en bicicleta y que las galletas se desmenuzaran dentro de mi mochila. Les pedí que me dejaran cerca del Café de las Horas mientras ellos hacían recados. No quería que estuvieran conmigo mientras la señora T. juzgaba mis galletas; tanto si triunfaba como si fracasaba, quería hacerlo sin público.

Pasé por delante del otro establecimiento nuevo de Comity, El Salero, que tenía una cola que serpenteaba en la puerta. En contraste, el Café de las Horas estaba relativamente tranquilo. Sujeté mi bandeja de galletas con manos sudorosas, respiré hondo y entré.

La cafetería tenía más clientela que el fin de semana anterior. Más de la mitad de las mesas estaban ocupadas y un puñado de personas se movían al fondo. Había una pequeña cola en el mostrador de los pasteles, donde Chicharrillo atendía de pie a los clientes.

—Hola, Mimi. ¿Sigues llevando esas zapatillas? —oí que me decía una voz burlona.

Kiera Jones. Por supuesto. La única persona que podía ponerme más nerviosa aún. Incluso sin su pandilla habitual de acólitos alrededor, Kiera parecía la jefa de la banda. Balanceó su perfecta melena castaño claro con perfectos mechones dorados. Siempre lo llevaba liso y brillante, y nunca le tapaba la cara.

—Hola, Kiera.

—Imagino que estás deseando ganar una de estas. —Abanicó un trozo de papel ovalado delante de mis ojos y yo pestañeé instintivamente. ¡Una Hoja de Oro! ¿Cómo la había conseguido tan pronto?—. Aquí está la clave del tema de la segunda ronda. Estoy impaciente por empezar.

—No sabía que te gustaba la repostería —dije.

—Llevo años haciendo pasteles con mi abuela. —Kiera olisqueó—. ¿Ese es tu plato? ¿Has elegido un tema de San Valentín verde?

El rostro se me encendió como un hervidor.

—Son hojas. ¿No se supone que ese era el tema?

Kiera miró de reojo la bandeja.

—Oh, ya veo. Qué… literal.

—¿Y tú qué has hecho? —pregunté.

La señora T. me llamó desde la otra punta de la cafetería.

—¡Mimi Mackson! ¡Qué alegría verte de nuevo! ¿Qué te ha entretenido tanto? —Estaba sentada a una mesa larga al fondo.

Aparté a Kiera de mi camino y me acerqué a la señora T. Había un gran surtido de productos horneados en varios platos, fuentes y otros recipientes dispuestos ante ella como un bufé.

—He estado trabajando mucho en mi plato para el concurso —dije.

—No me cabe duda, cariño. Déjalo en la mesa y firma en el portapapeles. Lo juzgaré a su debido tiempo.

¿En público? Creí que juzgaría los platos en su despacho del fondo. ¿Y si odiaba mis galletas? La idea de la cafetería entera llena de gente, y especialmente Kiera, observando mi humillación, me hizo estremecer. Dejé la fuente en la mesa, escribí mi nombre en la hoja, busqué un asiento cercano y miré a mi alrededor. Habría a buen seguro media docena de niños correteando, de edades comprendidas entre alumnos de segundo grado chiquitines y de escuela secundaria como yo, y un par de chicas más altas que rondarían los trece años.

—Si me preguntas a mí, Demetrio es el personaje más interesante de la obra —llegó un vozarrón desde la puerta. Me volví para ver quién era. Se trataba de Fletcher, el amigo de Riya, que era tan artificial como una gominola ácida. Mientras entraba en la cafetería se pasó una mano por el pelo rubio y lacio, y luego sacudió la cabeza hacia delante para que el pelo volviera a caerle delante de los ojos—. Él tiene la transformación más grande, porque se enamora de Helena al final, cuando al principio solo tenía ojos para Hermia.

—Mmm —dijo Riya, tecleando algo en su teléfono mientras lo seguía dentro. Llevaba el pelo recogido en un moño y lucía una rebeca suave y holgada sobre su camiseta de tirantes sin escote y unas mallas. ¿Qué estaba haciendo aquí?

—Sin ánimo de ofender, Lily, claro —dijo Fletcher, ladeando la cabeza para que el pelo le cayera de lado.

Henry entró con su último ligue: Lily, una chica menuda de cabello oscuro largo y ondulado.

—Yo no soy Hermia, solo hago su papel —dijo Lily con una risa—. No me ofendes. Y si tuviera que enfadarme con alguien por lo que hace su personaje, sería con Puck. ¿Entendido, Henry? —Soltó una risita y tiró de Henry para adentrarse más en la cafetería.

Si nosotros, vanas sombras, os hemos ofendido, pensad solo esto, y todo está arreglado —dijo Henry riendo—. No quiero complicarle la vida a todo el mundo, de verdad.

Debían de venir directamente de sus ensayos. Pero ¿por qué estaba Riya con ellos? Como no fuera que la hubieran acercado desde el estudio de danza… Que estaba cerca del campo de fútbol donde…

—Espabilad, chicos, hace calor aquí dentro —dijo Jules, que entró trabajosamente, sudada de su entrenamiento de fútbol, con el pelo ondeando sobre la cinta de su cabeza como una nube de tormenta.

Todas las cabezas en la cafetería se volvieron hacia ellos. Una mesa de quinceañeros los saludó y parloteó con el grupo, e incluso algunos adultos los saludaron con la cabeza y sonrieron. Como el actor de moda de Comity en un papel orotagonista, la bailarina principal y la más que probable estrella de fútbol profesional, Henry, Riya y Jules eran célebres en el pueblo. Yo no era más que una segundona anónima, la hermana que los acompañaba y presenciaba todos sus triunfos. Puede que yo fuera la «niña substraída» en mi familia; solo que del país de los cojos y los patosos, no del mundo de las hadas.

—¡Vaya, hola, Cole! —exclamó Jules.

Me volví y constaté que, sentado a unos pasos de mí, estaba nada más y nada menos que nuestro nuevo vecino tomando café mientras leía un libro sobre diseño de robots. Este levantó la cabeza y, al ver a Jules, se le encendió la cara pecosa de rosa intenso.

—Hola —dijo en voz baja.

—¿Te importa si nos sentamos contigo? —preguntó Jules.

—Bueno, yo…

—Hay sitio de sobra. Mira, podemos traer otra mesa. —Jules arrastró otra mesa cercana, haciéndola chirriar por el suelo. Tomó asiento al lado de Cole con una sonrisa de oreja a oreja—. Henry, pídeme un té verde helado, ¿vale?

Henry levantó los dedos del pulgar desde la cola en el mostrador mientras Riya y Lily se sentaban a la mesa junto a Cole y Jules.

¿Cuánto tiempo pensaban quedarse? No me hacía ninguna gracia que mis hermanas se pusieran a discutir y me avergonzaran delante de toda la cafetería. Y yo no quería avergonzarme a mí misma delante de ellos, como había hecho tantas veces en mi vida. Miré de reojo a la señora T. con ansiedad, pero ella se estaba tomando su tiempo y le hacía preguntas a una niñita con trenzas mientras probaba unos cortadillos de tarta de queso antes de darle una Hoja de Oro. Me hundí en mi silla y me eché el pelo en la cara para esconderme de mis hermanas sin dejar de mirarlas furtivamente.

—Oye, Riya, ¿has pensado en lo que te pedí el otro día? —preguntó Cole.

Riya asintió mientras escribía en su teléfono. Fletcher y Henry llegaron cargando dos fuentes de refrescos y pastas.

—¿Sabes, Cole? —dijo Jules con una voz aguda que no sonaba a ella—. Henry, Lily y Fletcher están en la producción del Teatro Juvenil de Comity, Sueño de una noche de verano. ¿La has visto alguna vez?

—No. —Cole rio nerviosamente y miró a Riya.

—Bueno, Carl, tienes que venir. Va a ser increíble —dijo Fletcher.

Jules se sonrojó.

—Se llama Cole.

—Henry interpreta al duendecillo bromista y travieso, Puck —dijo Fletcher—. Y Lily y yo somos dos de los jóvenes enamorados.

¿Enamorados? Eso sonaba horrible. Me hundí más en mi asiento.

—Hay dos mujeres y dos hombres, personas normales, que se ven atrapadas en medio de una pelea de hadas —le explicó Henry a Cole—. Los dos chicos quieren a la misma chica al principio, pero las hadas, o más bien Puck a las órdenes del rey de las hadas, se entromete y hace que se enamoren de la otra chica. Hay un momento en que todo es una locura hilarante, pero al final se soluciona todo.

—Y transcurre en el bosque —dijo Lily. Teniendo en cuenta las cosas extrañas que estaban pasando en el bosque, no parecía tan descabellado.

—Eso es lo mejor de todo —dijo Fletcher—. No solo la obra transcurre en el bosque, sino que además nosotros la representamos fuera. Entramos y salimos de entre los árboles todo el tiempo, es como si el bosque fuera casi otro personaje de la historia. —Dio un sorbo al café—. El problema es que, cuando la luz se hace tenue, cuesta ver algo. El otro día casi me torcí un tobillo. —Dejó que el pelo le cayera delante de la cara otra vez.

—Ojalá —murmuró Jules.

—¿Y tú, Charles? ¿Actúas? —preguntó Fletcher.

—Soy Cole. Y me van más las mates y las ciencias —dijo.

—Oh, lo siento.

Aquello no fue una disculpa por haber dicho mal el nombre de Cole, sino que Fletcher puso cara de horror por estar sentado junto a un empollón.

—Pues yo pienso que las mates y las ciencias son fascinantes —dijo Jules sonriendo intensamente a Cole.

Riya soltó una risita.

—¿Qué? —le espetó Jules.

Nuestra hermana puso los ojos en blanco.

—Es una fascinación tirando a reciente, ¿no te parece?

Jules apretó su vaso tan fuerte que sus nudillos se pusieron blancos.

—¿Por qué no…?

—Mimi Mackson —corrió por la cafetería la clara voz de la señora T.—. Por favor, acércate para que juzguemos tu dulce.

Henry, Riya, Jules y sus amigos levantaron la vista con sorpresa mientras yo me acercaba a la mesa de la señora T. temblando como un flan o como una taza de gelatina.

Como una hoja.